ISABELLA Y COUCY
Antes del nacimiento del hijo del Príncipe Negro la familia fue golpeada por un hecho trágico, un hecho del cual Philippa nunca se recobró.
Ahora, cuando sus hijos varones se alejaban de ella, lo cual era inevitable, pasaba cada vez más tiempo en compañía de sus hijas. Isabella era, a su manera, una reina, y se daba más aires que la misma Philippa. Philippa sabía que el rey era en buena parte responsable del comportamiento altanero de esta hija. Y se mostraba más débil y más indulgente a medida que pasaban los años.
Margaret se casó y se convirtió en condesa de Pembroke. Sin embargo, como era demasiado joven para vivir con su marido, permaneció junto a su madre.
Mary era mayor y deseaba casarse con el duque de Bretaña, con quien había estado comprometida desde hacía tiempo. Pero Eduardo había demorado la boda por la incertidumbre en relación a la posición del novio; ahora, como los jóvenes estaban dispuestos a casarse, decidió que se realizara la ceremonia.
Las dos hijas se casaron. La única que seguía soltera era Isabella, que tenía doce años más que Mary. Isabella, al parecer, iba a seguir soltera, pero Philippa no había querido a esta hija tanto como a las otras. Y sabía que debía resignarse a separarse de ellas a su debido tiempo.
No sabía que la separación se iba a producir muy pronto, y trágicamente.
Philippa había notado que Margaret tenía un aire soñoliento desde, hacia unas semanas. Dormía mucho durante el día y tenía dificultades para despertarse.
Una mañana, las camareras fueron a verla con aire desconcertado y le dijeron que las damas de compañía de Margaret estaban alarmadas, pues no podían despertarla. Philippa, que había notado desde cierto tiempo que algo no andaba bien en su hija, fue inmediatamente a los aposentos de ésta y se encontró con que Margaret estaba tendida en la cama, con aspecto muy fatigado.
—¿Qué tienes, querida? —preguntó Philippa—. ¿No te sientes bien?
—Sólo estoy cansada, señora. Muy cansada.
—Vamos. Permíteme que te vista.
Philippa intentó hacer que su hija se levantara, pero Margaret volvió a caer sobre las almohadas.
—Os lo ruego, madre querida, dejadme estar así. No puedo levantarme. Me siento muy cansada.
Alarmada, Philippa mandó a buscar a los médicos. Estos no supieron diagnosticar. Hacia el fin del día la princesa había caído en un sueño profundo.
—Dejad descansar —dijeron los médicos—. Es probable que se recobre así de su cansancio.
Pero Margaret no se recobró. Murió sin despertarse.
Philippa quedó anonadada. Ella había creído que su hija estaba cansada y nada mis. ¿Cómo era posible que hubiera muerto?
Pero estaba muerta. Al parecer, era una enfermedad desconocida... y fatal.
Philippa lloró y se recluyó. Si Margaret hubiera estado enferma, ella habría estado preparada para el desenlace. Pero Margaret parecía tan feliz, quería a su marido tanto como él la quería a ella. Pobre muchacho. Estaba inconsolable. Fue a ver a Philippa y se echó a llorar a sus pies. Ella trató de confortarlo tanto como pudo. Pero era inútil.
Al parecer, la mano de Dios quería castigarlos. Pocas semanas después de la muerte de Margaret, Mary cayó enferma con los mismos síntomas.
Esta vez todos estaban preparados y cuando la somnolencia se hizo sentir, Eduardo y Philippa acudieron a los servicios de todos los médicos que pudieron conseguir.
De nada sirvió. Nadie tenía la menor idea de lo que podía ser la misteriosa enfermedad, y nadie pudo hacer nada, salvo asistir al desfallecimiento gradual de la muchacha, hasta el desenlace.
En un plazo de pocas semanas Mary había muerto.
Philippa, muy golpeada, parecía haber perdido interés en la vida.
La corte se impuso un luto riguroso y los dos jóvenes viudos juraron no volver a casarse.
Philippa trató de consolar su pesar haciendo erigir una hermosa tumba en el monasterio de Abingdon. Los cuerpos de sus dos hijas fueron puestos el uno junto al otro.
Isabella era ahora la única hija viva. Se la trataba con el máximo de respeto e indulgencia, pero empezó a sentir que había un lado importante de la vida que se le había escapado. Su deseo personal había sido seguir soltera. Había tratado con tanta falta de consideración a Bernard Ezi como Louis de Flandes la había tratado a ella.
Pero al fin de cuentas decidió que lo mejor, tal vez, era casarse.
Cuando el rey de Francia volvió al país, escoltado por Eduardo, Isabella había formado parte del séquito y había conocido al señor de Coucy, que se distinguía por su notable apostura y su destreza en los torneos; además, era capaz de cantar y bailar con mucha elegancia. Isabella pensó que era el hombre mejor parecido que ella había visto nunca. Tenía siete años menos que ella, pero esto no impidió que surgiera entre ellos un sentimiento tierno.
Fue por esta razón que Isabella se decidió a renunciar a su voto de doncellez y aceptar a Enguerrand, señor de Coucy, como marido.
El hecho de que fuera tan sólo un noble francés no la disuadió. Ella sabía que si él titubeaba en proponer el matrimonio era por ser ella hija del rey de Inglaterra. Pero le hizo saber que si su voluntad era casarse, Eduardo no iba a poner trabas a su felicidad.
Coucy se manifestó un poco escéptico, y esto no hizo nada más que reforzar la determinación de Isabella de casarse con él.
Cuando ella le mencionó el punto a su padre, éste quedó perplejo.
—Isabella querida —exclamó—, ¡yo creía que ya estabas resignada a la doncellez!
—Lo estaba, señor. Pero he conocido a Enguerrand. ¿No os parece el hombre más hermoso que habéis visto nunca?
—He conocido a otros que lo aventajan, a mi modo de ver.
—Nadie tiene la gracia de Enguerrand. De todos modos, lo amo, padre, y quiero casarme con él. Sé que queréis verme feliz y que no impediréis que lo sea. —Trenzó su brazo con el de él—. No estaré lejos. Os veré todo el tiempo. Padre querido, no es posible que yo no tenga lo que todas las otras mujeres tienen. Quiero hijos.
Quiero casarme ahora, padre, antes de que sea demasiado tarde.
Como ella sabía muy bien, Eduardo no resistía mucho tiempo. Finalmente dijo:
—Espero que, si yo permito que esto siga adelante, no se produzca alguna interrupción desagradable.
—No: lo juro. Quiero casarme con Enguerrand.
—Así sea —dijo el rey.
De tal modo que la boda se celebró. La novia, de treinta y tres años, parecía estar enamorada de su novio, de veintisiete.
La pareja se instaló en el castillo de Coucy, donde Isabella vivió tan regiamente como en la corte de su padre.
La princesa estaba más enamorada que nunca de su joven marido y, para satisfacción de los dos, en menos de un año de estar casada dio a luz una hija. La llamó Mary, en recuerdo de su hermana muerta, y dijo que quería llevar a la niña a Inglaterra para que el rey la viera. El rey estaba impaciente, dijo, por conocer a su nieta.
Cuando llegaron a Inglaterra, Eduardo quedó muy contento al ver que su querida Isabella se sentía feliz en su matrimonio y reconoció que se alegraba de que ella tuviera un marido, a pesar de que esto implicaba que se la había quitado a él.
—Yo siempre os querré, padre —le dijo ella—. Eso es algo que nada podrá cambiar.
Eduardo gozaba de la compañía de sus hijos, organizando fiestas y torneos para ellos. Isabella notó que a él ya se le notaban los años, aunque no tanto como a su madre.
La pobre Philippa apenas se movía de su silla. Era un gran contratiempo para ella no poder acompañar al rey en sus desplazamientos.
Un día Eduardo le dijo a su hija:
—Se me ocurre una idea para que te quedes aquí. Voy a nombrar par del reino a tu marido.
Isabella lanzó una carcajada.
—Ya veo —dijo—. Le daréis tierras y él se verá obligado a quedarse en Inglaterra para ocuparse de ellas.
Esto significaba, reconoció Eduardo, que su yerno iba a tener que pasar bastante tiempo en el país.
—Me parece una excelente idea —dijo Isabella.
Así fue que el señor de Coucy se convirtió en el conde de Bedford y Eduardo le concedió la Orden de la Jarretera.
La pareja tenía una cuantiosa renta y tierras en Inglaterra. Sin embargo, por pedido del rey, residían casi todo el tiempo en la corte.
—Ha sido un arreglo feliz —dijo Eduardo a Philippa—. Nuestra hija ha conseguido un marido y nosotros no la hemos perdido.