EL CASAMIENTO DEL PRÍNCIPE NEGRO
La princesa Isabella había declarado que estaba decidida a no casarse y su padre, indulgente como siempre, parecía contento de que así fuera. Ya tenía veintisiete años, de modo que parecía muy cierto lo que decía. Se había vengado cruelmente al desairar a Bernard Ezi, y se complacía cuando le repetían que él, con el corazón destrozado, había renunciado al mundo. Entonces lograba olvidar que Louis de Flandes la había vejado.
Si alguna vez pensaba en Louis, era para felicitarse por haberse librado de él, porque el matrimonio con Margueritte de Brabante había sido muy desgraciado. Margueritte había desaparecido de un modo atroz, y corrían rumores de que esto había sido obra de su marido. Se contaba que, cuando el conde había estado lejos de la corte, Margueritte había descubierto que una joven campesina, muy bonita, había tenido relaciones con él y esperaba un hijo. Loca de celos, Margueritte había hecho que pusieran presa a la muchacha, le había hecho cortar la nariz y los labios y la había puesto en una mazmorra. Allí fue dejada para que muriera, lo que no tardó en suceder. Cuando Louis volvió, preguntó por su bella campesinita y se le dijo lo que había ocurrido, se enfureció en tal forma que hizo poner a su mujer en una mazmorra igual a la que ella había elegido para la muchacha. En la mazmorra no había tragaluces: sólo un agujero por el cual se le bajaba todos los días pan y agua. Margueritte seguía en la mazmorra o tal vez había muerto. En todo caso, Louis no tenía intenciones de ponerla en libertad.
—Por supuesto, es un loco —decía Isabella.
Y esto explicaba satisfactoriamente el desaire que le había hecho.
¿Por qué habría ella, hija preferida de un rey, estimada por él por encima del resto del mundo, cambiar su cómoda existencia por la vida de una mujer casada?
Para ese entonces se produjo la muerte de su hermana Joanna, víctima de la Peste Negra en los alrededores de Burdeos. Algunos decían que este destino era mejor que el que hubiera encontrado casándose con Pedro de Castilla, quien ya se había ganado el nombre de Pedro el Cruel. Pedro había desatendido a su esposa y, cuando ésta murió, se dijo que la había envenenado. No cabía duda de que había envenenado a la favorita de su padre, doña Leonor de Guzmán, sin contar los muchos otros que también había eliminado con procedimientos terriblemente crueles.
¡No! ¿Para qué casarse y correr tales riesgos?
La princesa Isabella estaba muy contenta en su estado actual. También lo estaba su padre. Infinidad de veces le había dicho que quería tenerla cerca de él.
Sus hermanas Mary y Margaret no compartían sus puntos de vista. Pero el padre no podía permitir que todas sus hijas se quedaran solteras. Margaret estaba enamorada de John Hastings, conde de Pembroke. Como el padre de John había muerto cuando éste sólo tenía un año, el niño había quedado bajo la protección del rey. En consecuencia, lo habían criado en el palacio, y desde una edad muy tierna él y Margaret habían compartido secretos y se habían complacido el uno en el otro.
—Cuando crezca —había dicho Margaret— me voy a casar con John Hastings.
Isabella rió.
—No es bastante encumbrado para una princesa —le dijo altaneramente.
—John es bastante encumbrado para cualquiera —contestó Margaret—. Incluso para ti —añadió con cierta intención satírica, pues la conspicua vanidad de Isabella era muchas veces comentada por sus hermanas.
Isabella respondió que, si el muchacho no era bastante para Margaret, sin duda alguna lo era menos aún para su hermana mayor. Pero de nada valía ponerse a discutir con Margaret. Margaret siempre salía ganando: era, sin ninguna duda, la más inteligente de todas ellas. Ella y John Hastings solían enfrascarse en sus libros y nada podía apartarlos de sus lecturas. En estos años, un joven que era paje en la casa del hermano de Margaret, Lionel, duque de Clarence, les había llamado la atención. Se llamaba Geoffrey Chaucer y estaba muy interesado en la literatura, tema que también interesaba a Margaret. Ella, por su parte, había compuesto poesías y tanto ella como John habían leído algunas composiciones escritas por el tal Geoffrey.
Isabella no podía interesarse en un modesto paje, de tal modo que sabía muy poco sobre este joven, pero se preguntaba cuál habría de ser el resultado del enamoramiento de Margaret por John Hastings. Mary se había comprometido con otro John, el conde de Montfort, que tenía derechos sobre el ducado de Bretaña. Su posición por entonces no era muy segura, y era por esta razón que había habido cierta demora en el casamiento, ya que Mary, dos años mayor que Margaret, ya estaba en edad núbil.
Isabella pensaba que, en caso de haber querido casarse con el conde de Pembroke, lo habría hecho. A ella no le hubiera llevado mucho tiempo arrancarle a su padre el consentimiento. Por supuesto, Margaret no era Isabella. Y todos sabían que el rey no era capaz de negarle nada a su hija mayor.
Pero Margaret conocía muy bien el amor de su padre por sus hijos y sabía que, si bien Isabella era la favorita, él quería a todos, en especial a las mujeres.
El momento fue bien elegido. Había que abordarlo en el instante oportuno y, como siempre estaba dispuesto a ver a sus hijas, no tuvo dificultades en encontrarlo a solas. Ella le tomó la mano y se la besó; luego levantó hacia él la mirada con una expresión suplicante. Le dijo que ella y John habían sido amigos inseparables en el cuarto de los niños, que sus intereses eran los mismos y que querían estar juntos por el resto de sus vidas.
—Pembroke —dijo Eduardo, un poco en tono de broma— no es un gran título para una de mis hijas.
—Es el título que yo prefiero a cualquier otro.
—¡Bah! ¡Estás enamorada, niña, eso es todo!
—No soy una niña, padre. Sé lo que quiero. Quiero casarme con John y vivir en Inglaterra para no separarme nunca de vos y de mi madre.
Era inevitable. Los ojos de él brillaron de cariño. ¡Sus adorables hijas! No podía soportar el perderlas. Le pasaba lo mismo que a ellas.
Era un viejo tonto, un padre que lloriqueaba. Los hombres se iban a sorprender de su debilidad. Sí, pero ¿cómo decirle que no?
Cubrió de besos a su hija. Estos momentos le gustaban.
—Ahora —dijo— ve a ver a tu madre y dile lo que has decidido. Yo no he tenido nada que ver en el asunto.
—Querido, querido padre —dijo Margaret, sinceramente—, sois vos quien decide todo por nosotras. Si yo no creyera que os quedáis contento de esto, yo tampoco lo estaría.
—Va a ser un gran casamiento... ¿no? Te voy a demostrar que tu padre todavía es capaz de dar unos pasitos de baile con su hija.
Philippa quedó encantada. Sabía lo que Margaret quería y se daba cuenta de que ésta, la más inteligente de sus hijas, necesitaba un marido afín. Margaret pasaría de este modo toda su vida junto a ella y esto era lo que Philippa quería. Todos sus hijos debían casarse por amor, como lo había hecho ella. Cuando recordaba la cara triste de la pobre Joanna de Escocia, se congratulaba de su propio matrimonio. Y también pensaba en su hija Joanna, la que había muerto de la peste, afortunadamente decían algunos. Era espantoso pensar que una hija estaba mejor muerta que casada con un monstruo... y un monstruo que sus padre le habían elegido.
Le dijo a Eduardo:
—Quiero que todas se casen bien. Es todo lo que pido.
—Eres una vieja sentimental —dijo Eduardo.
Ella le sonrió. Él sabía lo que esto significaba. Nadie podía ser más sentimental que él, pero sólo en lo referente a su familia.
De tal modo que Margaret se casó y el rey le regaló una diadema incrustada de perlas, diciéndole que eran las piedras que correspondían a su nombre.
—Margaret... Margarita en latín, quiere decir “perla”, ¿sabes? —dijo el rey.
Al parecer, los matrimonios estaban en el aire. Unos meses más tarde su hermano John de Gaunt se casó con Blanche de Lancaster. John tenía diecinueve años y era el más enérgico de los hermanos, después del Príncipe Negro. En relación a este último, se hacían muchas especulaciones, ya que el joven no daba indicios de querer contraer matrimonio. Algunos decían que había querido casarse con Joan de Kent, la cual había provocado un escándalo cuando se descubrió que vivía maritalmente con Thomas Holland. Y como Joan había ido al continente para unirse a otro hombre, el príncipe había perdido interés en el matrimonio. Pero nadie tenía certeza de nada, porque el príncipe no se abría a nadie, ni siquiera a John Chandas.
La vida del Príncipe Negro parecía dedicada a la guerra y, cada año que pasaba, parecía seguir las huellas de su padre. La misma aura de invencibilidad que había rodeado a Eduardo I y a su padre, lo rodeaba ahora a él. Lo mejor de todo era que padre e hijo estaban siempre en perfecto acuerdo. Pese a ser un notable guerrero, el príncipe nunca había intentado usurpar el poder de su padre y, aunque se preparaba a ser rey, no demostraba en ningún momento impaciencia por heredar la corona que había de llegar a él naturalmente. Aparte del hecho de que se negaba a casarse y dar un heredero al país, era un príncipe perfecto.
David había demostrado ser completamente incapaz de ocupar el trono de Escocia. Al parecer, no era posible que surgieran nuevos trastornos por este lado. Y como la tregua con Francia había terminado, pareció que había llegado el momento de intentar una nueva invasión con la esperanza de lograr una victoria completa y afirmar lo que Eduardo consideraba sus derechos.
Partió inmediatamente de Inglaterra y Philippa volvió a preocuparse. Sin embargo, Eduardo no entró en seguida en batalla, porque el delfín Carlos rehuía su encuentro y, antes de que esto ocurriera, tuvo lugar un hecho extraño que Eduardo y su ejército interpretaron como una señal de intervención sobrenatural.
Era la Semana Santa y la temperatura se había puesto tan fría de repente que muchos soldados ingleses murieron en consecuencia, cayendo desmayados de sus caballos, mientras cabalgaban. Nunca se había visto nada semejante.
El lunes siguiente al Domingo de Pascua estalló una tormenta. Fue muy repentina; el aire se oscureció a mediodía y un aguacero cayó sobre el ejército. Luego los cielos se abrieron con tal estruendo que nunca nadie había oído algo parecido. Una centella recorrió el cielo y fue seguida de una oscuridad total y del fragor retumbante del trueno.
Muchos de los soldados creyeron que se aproximaba el fin del mundo; varios caballos y hombres fueron alcanzados por el rayo y piedras de hielo, del tamaño de huevos, llovieron sobre ellos.
Esto pareció ser una señal de cólera divina. ¿Por qué Dios lanzaba sus furias contra el ejército de Eduardo? Sólo había una respuesta: Dios no aprobaba las pretensiones de Eduardo a la corona francesa y no iba a permitir que tuvieran éxito los esfuerzos del rey de Inglaterra.
Eduardo quedó consternado. Seis mil de sus mejores caballos habían sido alcanzados por el rayo. Un millar de hombres había sufrido el mismo destino. Los soldados se volvieron hacia él, esperando que hiciera algo.
¿Qué podía hacer el mejor soldado del mundo en contra de la voluntad divina?
Eduardo sólo vio una salida. Saltó de su caballo y, a cabeza encubierta, mientras el granizo caía sobre él y los relámpagos le iluminaban la cara, gritó:
—¡Dios mío, pon fin a esta tormenta! Si he incurrido en Tu cólera, haré penitencia. Permite que mi ejército salga vivo de ésta y aceptaré un arreglo razonable con el rey de Francia. Lo dejaré en libertad. Doy mi palabra.
A su alrededor se hizo el silencio. Eduardo levantó los ojos al cielo y, al parecer, los relámpagos se atenuaron un poco, el trueno sonó algo más distante.
La tormenta estaba cediendo. Pero el juramento seguía en pie, y no era un juramento hecho a otro rey: era un juramento hecho a Dios y él debía cumplirlo.
Cuando dijo a sus hombres que debían volver a Inglaterra sin demora, se oyó una explosión colectiva de alegría. Todos los soldados estaban cansados de luchar y aquella señal de los cielos había terminado por debilitar cualquier sentimiento belicoso que aún quedara en ellos.
Eduardo estaba plenamente consciente de esto. Por eso entendió que debía poner fin a las batallas.
Philippa lo recibió muy contenta y se informó al rey Juan que podía ser rescatado mediante el pago de una suma moderada. Sin embargo, Eduardo insistió en que sus hijos debían permanecer en Inglaterra como rehenes hasta que se pagara la suma.
Juan partió a Francia acompañado por el Príncipe Negro y el duque de Lancaster. Philippa, encantada con la marcha de los asuntos en Francia, se sentó cómodamente a gozar de la compañía de su familia, que por el momento se había librado de inminentes peligros.
Joan de Kent, viuda, había vuelto a la corte. Su marido, Thomas Holland, había muerto en Normandía al servicio del rey, de tal manera que 1o único que podía hacer Joan era regresar con sus hijos a Inglaterra.
Su llegada coincidió con la del príncipe de Gales, que acababa de volver de Francia, adonde había ido escoltando al rey Juan.
El príncipe pareció complacido de ver de nuevo a su prima. Esta ya no era joven: tenía treinta y tres años y era madre de tres hijos, pero en cuanto llegó a Inglaterra él le mandó un jarro de plata para que se acordara de él. Con el jarro iba una nota de saludo a la prima Jeannette, de vuelta en Inglaterra.
Joan también quedó encantada de verlo. Thomas Holland había sido un marido satisfactorio. Ella se había sentido físicamente atraída por él, pero en su juventud había acariciado la secreta ambición de casarse con el príncipe de Gales.
A ella le pareció extraño que él no se hubiera casado, ya que no cabía duda de que había habido intentos en este sentido. Pero Eduardo y Philippa —en oposición a las costumbres regias— nunca habían querido intervenir en la vida privada de sus hijos. Sin duda, Eduardo había mantenido firmemente su intención de no casarse. Además, había otros hijos. De modo que el asunto no era tan apremiante como hubiera sido en otro caso.
Joan no tenía intenciones de seguir viuda, y después de haberse casado con un hombre que estaba muy por debajo de ella socialmente, estaba decidida a elegir entre lo más encumbrado del país. Siempre había sido astuta y, aunque ya no era tan bella como en sus años juveniles, compensaba esto con el aumento de sus habilidades.
Joan se las arregló para que el príncipe la encontrara en su camino y, como él no hizo ningún esfuerzo por eludirla, solían estar juntos. Él era dos años más joven que ella y, para horror de Joan, había decidido no casarse nunca. Ella quedó ofendida y rabiosa cuando se trató el tema del posible nuevo matrimonio de ella.
—Oh, nunca me casaré de nuevo —dijo Joan, y añadió mendazmente—: No lo deseo.
—Holland acaba de morir —contestó el príncipe—. Más adelante cambiaréis de opinión: casi lo juraría.
—No me conocéis, primo —contestó ella.
—Querida Jeannette: a pocas personas conozco mejor que a vos. Nos hemos criado juntos.
“Ese es el inconveniente”, pensó ella. “Me ve como su prima, la compañera de su infancia”. Era un hombre muy extraño. Lo cierto es que nadie podía saber lo que sentía realmente.
Sin embargo, ella no se iba a quedar quieta. Él no era indiferente a las mujeres y era evidente que gozaba con su compañía. Ella era hermosa, lo bastante todavía para llevar el nombre de La Bella de Kent. Se había redondeado un poco, pero no le quedaba mal. Siempre había sido la mujer más bella de la corte y seguía negándose a creer que había descendido en lo más mínimo de esta posición.
El asunto se aceleró cuando sir Bernard de Brocas, un digno y acaudalado caballero gascón, pidió al rey permiso para casarse con ella.
El rey habló de esto con el príncipe, pues estaba enterado de la amistad que unía a su hijo con Joan.
—Sería una buena unión —dijo el rey—. El caballero Bernard me ha servido bien y querría recompensarlo. Ella le aportaría los terrenos de su familia y yo tendría la impresión de haberlo recompensado bien por sus excelentes servicios.
El príncipe asintió. Como único miembro sobreviviente de su familia, el título de Kent y sus propiedades iban a ella. En realidad, era una gran heredera.
—Por supuesto —dijo el príncipe— es viuda y tendrá que darnos su propia opinión.
—En el caso de Joan, no hay peligro de que no la dé —contestó Eduardo—. Pero debe saber que yo acepto el enlace y que es a ella a quien corresponde decidir. Tal vez, hijo mío, podrías hablarte y trasmitirle mis deseos.
El príncipe dijo que así lo haría y se vio con Joan a la primera oportunidad.
Le preguntó si podía hablar con ella a solas.
El corazón de ella empezó a latir tan aceleradamente que temió que él se diera cuenta de su excitación. ¿Sería este el momento? ¿Se habría decidido al fin?
—Sois viuda, Jeannette —dijo él—. Rica y todavía joven. Mi padre piensa que debéis casaros de nuevo.
Ella no se atrevió a mirarlo y dijo en voz baja:
—Y vos, primo. ¿Vos... qué creéis?
—Yo creo que deberíais hacerlo —contestó él.
Ella cerró los ojos. Su sueño se realizaba. Le iba a proponer casamiento. Princesa de Gales, reina en un futuro no lejano.
—Hay una propuesta de casamiento para vos.
—¿Una... propuesta?
—El caballero Bernard de Brocas os ama intensamente. Ha hablado con el rey.
Ella lo miró abriendo mucho los ojos, encolerizada.
—¿Y el rey...? —preguntó—. ¿Qué dice el rey?
—El rey dice que desea recompensar al caballero Bernard por sus servicios y que ésta es una manera de hacerlo.
—¿De modo... que yo voy a ser... una recompensa?
—Sois un gran partido, prima.
—Por supuesto. Ahí están las tierras de mi familia. Una buena recompensa para un buen servidor.
—Y sois muy bella, prima.
—Pensé que no lo habíais notado.
—Sabéis muy bien cuánto os admiro.
—Nunca os tomasteis el trabajo de decírmelo.
—¿Por qué habría de deciros lo que ya sabéis?
—La respuesta es que me habría gustado oírlo.
—En ese caso, prima, diré que así es. Repito que sois una mujer bella y rica. Pero no creo que lo que cuente sea solamente vuestra riqueza. ¿Cuál es vuestra respuesta?
—¿Cuál respuesta querríais vos que yo diera? —preguntó Joan lastimeramente.
—Creo que sería mejor que aceptarais el ofrecimiento.
—Entonces, permitidme que os diga lo siguiente: nunca me casaré de nuevo —dijo ella.
Él quedó sorprendido.
—Sois tan joven... tan hermosa... para vivir sola. Sé que tenéis muchos pretendientes.
—Ninguno que me interese —dijo ella—. Espero que el rey no tenga intenciones de obligarme...
—Por supuesto que no. Os lo aconseja, tan sólo.
Ella se volvió hacia él y mirándole fijamente con sus hermosos ojos dijo:
—Vos me lo aconsejáis.
Él le tomó la mano entre las suyas y se la apretó.
—Bernard de Brocas es un digno caballero —dijo.
—¡Callad! —exclamó ella—. ¡No lo digáis! No os escucharé.
Y, sentándose en un banquillo, se cubrió la cara con las manos. Él, asombrado, la miró; luego se arrodilló junto a ella y le apartó las manos de la cara. Los ojos de Joan ardían.
—Querida Jeannette: ¿Qué pasa? Debéis saber que Brocas es uno de los hombres más caballerescos que están al servicio de mi padre.
—Nunca me casaré con él... mientras viva. No puedo hacerlo porque...
—¡Estáis enamorada de otro hombre! —exclamó el príncipe.
Ella no lo negó. Gritó:
—¡Me decís que Bernard de Brocas es un hombre caballeresco! ¡Yo estoy enamorada del hombre más caballeresco del mundo! ¡Cómo podéis pedirme que tome a otro!
—Entonces... tal vez...
Ella meneó la cabeza.
—No: no me puedo casar con ese hombre. De modo que nunca tomaré otro.
—Ese caballero... ¿os ha hecho desdichada? Esto no me parece muy caballeresco.
Ella sonrió vagamente.
—No... Él no conoce el grado de mi amor por él. Siempre ha sido así y él no lo sabe.
—Decidme su nombre.
—Lo conocéis muy bien.
Él se puso de pie. Ella también se levantó y se puso a su lado.
—Nunca me atreveré a decíroslo —dijo Joan.
¡Jeannette! —dijo él—. Debéis decírmelo. Tengo que saber. Quiero hacer todo lo que pueda para haceros feliz.
Ella rió.
—Oh, Eduardo, ¡sin duda lo sabéis? ¿Acaso no está claro? ¿Quién es el hombre más caballeresco del mundo? ¿Quién ha sido el compañero de mi infancia? ¿A quién he amado siempre? Sin duda lo sabéis.
Él la miró, incrédulo.
—El Príncipe Negro —dijo ella—. Nunca ha habido nadie que pueda compararse con él y nunca lo habrá. Y como yo sólo acepto lo mejor, viviré sola el resto de mi vida.
Él continuó mirándola. Su cara se iluminó súbitamente. Ella había optado por él. ¡Jeannette! Por supuesto era Jeannette, la más bella de la corte. Ella era la mujer que él había estado esperando.
Le besó las manos fervorosamente.
—¿De modo que todo el tiempo... yo era el único?
—Todo el tiempo —dijo ella con voz emocionada—. Desde que era pequeña y vos también lo erais... Incluso entonces erais sólo vos.
—Sin embargo, os casasteis con Holland.
—Porque estaba desesperada. No podía casarme con Salisbury, que no me gustaba. Me pareció que era inútil esperaros. En fin... he dejado que veáis mis sentimientos y ahora me despreciaréis.
—Juro por Dios —dijo el príncipe, muy serio—... que sólo a vos tomaré por esposa... prima querida, Jeannette mía.
Ella sintió su triunfo. ¿Por qué no lo habría hecho antes? ¡Había sido tan fácil Este hombre extraño, cuyos pensamientos estaban concentrados en la gloria militar, había tenido necesidad de que una mujer decidiera por él.
Pero había peligros y ella estaba alerta. ¿Qué iban a decir el rey y la reina de esta proposición? Antes de haberse casado ella con Thomas Holland, los reyes habrían aceptado. Pero ella ya no era bien vista por la reina. Philippa no había aprobado su unión algo equívoca con Holland y Joan había proclamado que había tenido relaciones con él mientras fingía que se casaría con Salisbury. Además, Philippa había notado las miradas del rey a La Bella. Estaba el incidente de la liga. Philippa no iba a querer que su primogénito se casara con una mujer calculadora. Y tampoco el rey. ¿Cómo podía aceptar el rey como nuera a una mujer que él había deseado? Pues Joan sabía muy bien que él la había deseado y que, por culpa de los elevados principios morales que él se había impuesto, no había llevado la relación más allá de un cortejo intrascendente.
Tanto el rey como la reina la consideraban una aventurera, no la mujer que querían como futura reina de Inglaterra.
Sin duda deseaban a alguien como Philippa, austera, siempre consciente de sus obligaciones.
¿Y hasta qué punto estaba decidido Eduardo? Un rato antes había estado dispuesto a cedérsela a Bernard de Brocas.
—Mi querido Eduardo —se apresuró a decir—. Estoy mareada de felicidad. Sois muy valioso para mí, pues os he esperado todos estos años sin creer que mis sueños se iban a realizar. Y ahora tengo miedo.
—No debéis tener miedo de nada si yo estoy a vuestro lado.
—Temo que quieran impedir nuestro matrimonio.
—No, no se atreverán.
—Para darme placer, Eduardo, os ruego que no contéis esto a nadie. No antes de que hayamos hecho nuestros planes. No antes de estar en situación de presentarnos ante el rey y decirle que estamos listos para casarnos, que todo está dispuesto y no puede haber demora.
Él consintió para complacerla.
Cuando Eduardo y Philippa se enteraron de que el Príncipe Negro iba a casarse con Joan de Kent quedaron consternados.
—¡Una viuda! —exclamó el rey—. ¡Una mujer de la misma edad que tú!
—Sólo me lleva dos años —contestó el príncipe—. Y no soy demasiado viejo para engendrar hijos ni ella para parirlos.
—El parentesco es demasiado cercano —dijo Philippa.
—He enviado a Roma una solicitud de dispensa papal —contestó el príncipe—. No creo que haya dificultades para obtenerla.
Philippa pensaba: ¿será feliz con ella? Había sido indecente la forma en que ella se había fingido soltera cuando en realidad estaba viviendo con Holland. Philippa hubiera querido que su hijo se casara con una doncella joven y noble, alguien que lo admirara y lo adorara. No una mujer de experiencia, mayor que él, llena de ardides, y que ya había tenido tres hijos.
En cuanto al rey, pensaba por su parte: “Va a ser una nuera molesta.” Lo hacía sentir incómodo. Ella estaba envuelta en una atmósfera sexual, y esto lo molestaba en las mujeres más que en otros tiempos. Philippa había envejecido más rápidamente que él y estaba tan gorda que casi no podía moverse, a medida que entraba en años.
El rey sentía más y más tentaciones. No, no quería tener una mujer como Joan de Kent en su familia.
Pero los dos se dieron cuenta de que el Príncipe Negro, después de haberse abstenido tanto tiempo, estaba ahora decidido y dispuesto a manejar el caso de su matrimonio como una campaña militar. Era evidente que nada lo iba a detener. Ya no era un jovencito y, al parecer, había estado esperando a su prima... esta era la única explicación de su desgano en casarse y establecerse.
Eduardo y Philippa hablaron entre ellos del asunto y llegaron a la conclusión de que debían aceptar el casamiento.
De Roma llegaron las noticias de que la dispensa había sido concedida. Sin embargo, el príncipe y Joan decidieron que no iban a esperar que llegara.
Se casaron en la capilla de Windsor. El rey no asistió. De algún modo no podía resignarse a ver a su hijo unirse a una mujer que suscitaba su propio deseo. Se sentía turbado y le pareció más digno no asistir.
Joan adivinó la verdadera razón de esta ausencia y dejó que se creyera que el rey no estaba del todo contento con la boda. “¿Qué puede importarme?”, pensó. ¡Pobre viejo! Todavía tenía un aspecto espléndido, es cierto, pero ya estaba entrado en años. Había muchas canas en los cabellos otrora dorados. Sin duda tenía envidia de que su hijo hubiera elegido a una novia tan voluptuosa. Ella se daba cuenta de esto y lo entendía. En cuanto a la buena de Philippa, ¡pobre!, ¡no era una sirena, por cierto!
Los novios salieron de la corte poco después de la ceremonia y se dirigieron a una de las residencias del príncipe en Berkhamstead. El rey cedió a sus hijos sus dominios en Aquitania y Gascuña. Los recién casados se fueron de Inglaterra y, al poco tiempo, establecieron una espléndida corte, que a veces estaba en Aquitania, pero con más frecuencia en Burdeos.
Toda la familia se alegró y, a su debido tiempo, Joan dio a luz un varón. Lo llamaron Eduardo. Un nombre apropiado, ya que estaba en la línea directa de la sucesión del trono.