LOS DESTERRADOS DEL CHÂTEAU GAILLARD

Habían pasado casi cuatro años desde la entrada de la princesa Joanna en Escocia como novia de David Bruce. Habían sido años difíciles para la niña. No se había interesado mayormente en su novio, que le había parecido un mero niño con sus cinco años, dos menos que ella.

El país era frío, lóbrego, con vientos ásperos; la gente era dura y tosca y ella echaba mucho de menos a su hermana Eleanor y a su nueva cuñada, Philippa.

El viejo rey se había mostrado bondadoso con ella, pero padecía de una horrenda enfermedad que lo había desfigurado de un modo aterrador, y la asustaba a pesar de todas sus bondades. Joanna echaba de menos su casa y solía decírselo a su marido: hubiera querido volver allá.

Robert Bruce murió y David y Joanna se convirtieron en reyes.

Poco después de la muerte de Robert fueron solemnemente ungidos y coronados y supieron que eran el rey y la reina. David estaba muy asustado, pensando en lo que tendría que hacer, pero se le dijo que no se preocupara. Bastaba con que hiciera lo que se le dijera, y había muchas personas dispuestas a esto.

Los dos jefes a quienes debían obedecer eran los regentes del reino. Uno de ellos era lord James Douglas y el otro era el conde de Moray. Robert Bruce había expresado el deseo de que llevaran su corazón a Tierra Santa, porque había hecho una promesa de ir a pelear contra los infieles. Sus responsabilidades le habían impedido cumplir su promesa, pero él creía que si su corazón era transportado a los Santos Lugares, se le perdonaría el voto incumplido. Confiaba en lord James Douglas como en nadie, y cuando Douglas aceptó encargarse de esa misión, Robert Bruce supo que la iba a llevar a cabo.

Lord James Douglas impresionó fuertemente a Joanna desde un principio. Era un hombre muy corpulento, alto, de hombros anchos, con abundantes cabellos renegridos que le ganaron el nombre de Douglas el Negro. Sin embargo, cuando hablaba —extrañamente, con un leve ceceo— revelaba una naturaleza más bien gentil y, aunque nadie era más bravo que él en las batallas, en las relaciones personales era un caballero.

Joanna le había cobrado afecto porque él le hizo sentir que iba a protegerla. Él entendía la pena de la niña por haber tenido que dejar a su familia y le hizo saber que, mientras él estuviera a su lado, no tenía nada que temer de nadie.

De tal modo que fue un gran alivio saber que lo habían nombrado como uno de los regentes de Escocia y que habría de estar en continuo contacto con ella y el joven rey.

Por desgracia, estaba el juramento que había hecho. Douglas debía partir con el corazón de Robert Bruce para cumplir su promesa. Cuando fue a ver a los reyes para despedirse, les mostró el estuche de oro en donde estaba el corazón de Robert Bruce. Los niños lo miraron maravillados mientras Douglas el Negro les decía que este había sido un intrépido corazón.

—Los escoceses nunca olvidarán lo que deben a Robert Bruce —les dijo.

Sin embargo, Joanna estaba asustada cuando él se fue. Se apoderó de ella una sensación de soledad que era casi una premonición de desgracias.

—El conde de Moray os cuidará —había dicho Douglas—. Sólo tenéis que hacer lo que él os diga. Yo volveré muy pronto.

Thomas Randolph, conde de Moray, era primo de Robert Bruce. Había servido en los ejércitos de su tío y había estado más cerca de él que ningún otro hombre. Bruce los había nombrado regentes a él y a Douglas en su lecho de muerte. Moray era un hombre honorable, en quien Robert Bruce había depositado, toda su confianza. Era un hombre de aire muy digno, decidido a cumplir con lo que su tío le había pedido. Joanna se sintió tan segura con Moray como con Douglas.

De tal modo que cuando Douglas partió para cumplir su misión, se sintió reconfortada por la presencia de Moray, y recordó que Douglas había prometido volver pronto.

Por desgracia, llegaron malas noticias de Douglas.

Moray fue en persona a ver a los niños para decirles lo que había ocurrido.

Se sentó, los acercó, y les puso un brazo sobre los hombros.

—Hay malas noticias de Douglas el Negro —dijo con voz reposada.

Notó que Joanna se sobresaltaba y siguió diciendo en voz más baja:

—Sé que lo amabais. ¿Verdad que tenía un aspecto fiero?

Joanna asintió. Había oído la historia de la forma en que había estado a punto de hacer prisionero a su hermano. Había imaginado que era un hombre temible hasta que lo conoció y él mismo dio su versión del episodio.

—Estábamos en guerra —le había dicho—. La guerra es algo terrible, Majestad. Tratamos de evitarla siempre que podemos.

—En realidad no era fiero —dijo Joanna—. ¿Cuándo volverá a casa?

Moray meneó la cabeza.

—Sois reyes —les recordó— y cuando hay malas noticias es mejor que las sepáis en seguida. Douglas nunca volverá. Ha muerto.

—¿Muerto? —gritó David con voz aguda—. ¡No puede haber muerto!

—Ay, Majestad, sí, ha muerto. Fue a verse con Alfonso, rey de Castilla y de León, porque sabía que este rey estaba en guerra con el rey sarraceno de Granada.

—Creí que había ido a los Santos Lugares —dijo Joanna.

—Tanto da, señora, que un caballero vaya a Jerusalén o a España, siempre que sea para pelear por Cristo contra los infieles. A los ojos de Dios hay tanto mérito en pelear en España como en Jerusalén. Y a España fue Douglas el Negro. Luchó valientemente en las llanuras andaluzas y, cuando se ganó a batalla, se puso a perseguir a los moros que huían. Fue demasiado lejos y de repente se vio separado de sus amigos. Tenía consigo el corazón de Bruce y, consciente de que no iba a salir vivo de la escaramuza, arrojó el corazón en medio del campo del enemigo y lo siguió como había seguido a Robert Bruce en vida.

—¿Lo... mataron? —susurró Joanna.

Moray cabeceó.

—Sin embargo, los moros respetan a un hombre valiente. Enviarán su cuerpo a Escocia y lo enterraremos aquí.

Los dos niños se echaron a llorar. No volverían a ver a Douglas el Negro. Y Joanna, que era la mayor, pensó: “Ya no estará más aquí para protegernos.”

Pero les quedaba el conde de Moray. Estarían protegidos mientras él estuviera allí.

Joanna sintió que algo se estaba tramando. Naturalmente nadie se lo había dicho, pero fue consciente de cierta tensión en el castillo. Trató de oír la conversación de los criados y la gente de compañía, pues pensó que era importante ahora enterarse de lo que pasaba, ya que Douglas el Negro había muerto y el conde de Moray debía permanecer alejado.

Hubo un nombre que se oía mencionar todo el tiempo: Balliol.

—¿Quién es Balliol? —preguntó a una de sus damas, muy aficionada a los chismes y que, como Joanna había descubierto, solía hablar más que las otras.

—¿Balliol, Majestad? Edward Balliol, hijo de John Balliol, que en un tiempo fue rey de Escocia. Supongo que el señor Edward cree tener derechos a la corona. No me sorprendería.

—El rey es David. Ha sido coronado, y yo también.

—Muy cierto, señora, pero cuando la gente supone tener derechos sobre algo, trata de conseguirlo.

—¿Quieres decir que este Balliol va a intentar quitarle la corona a David?

—No se le permitirá hacerlo.

—El conde de Moray no lo permitirá, y lo mismo habría hecho Douglas el Negro... si hubiera estado aquí. No importa, el conde de Moray no lo permitirá. Dime algo más de ese Balliol.

Pero la mujer se dio cuenta de que ya había hablado demasiado. La reina Joanna era muy sagaz. En un momento parecía una niña y nada más, pero en el siguiente se ponía a hacer preguntas a las cuales tal vez fuera mejor no contestar.

—No sé nada —dijo la dama, apretando los labios.

La señal de siempre, pensó Joanna, exasperada. Todos hacen lo mismo cuando la cosa empieza a ser interesante.

Más adelante le llegaron noticias de otras fuentes.

Balliol se estaba entrometiendo en Inglaterra y el rey del país no se mostraba tan hostil a él como hubiera podido esperarse, considerando que su hermana era la reina de Escocia.

Al parecer, había algunos barones que habían perdido sus posesiones por dar apoyo a los ingleses contra los escoceses y que, descontentos, se estaban uniendo a Balliol.

Todo esto era bastante inquietante y Joanna se lo contó a David que, dos años menor, la escuchaba atentamente. Cuando ella le dijo que tenían intenciones de quitarles la corona, él meneó la cabeza. Eso no era posible, porque su padre había sido Robert Bruce, y lo que Robert Bruce decía había que hacerlo.

—¡Pero ha muerto! —exclamó Joanna—. Ha muerto, como Douglas el Negro.

La idea de que ya nunca volvería a ver aquella cara oscura y fiera le hizo sentir ganas de llorar. Estaba asustada y se acordó del conde de Moray.

—No importa —dijo—. Todavía tenemos al conde de Moray. Él no va a permitir que nadie nos quite la corona.

Poco después fue Moray a verlos y ella le hizo preguntas.

Cuando mencionó el nombre de Balliol, el conde quiso saber quién le había hablado de él. Joanna contestó que escuchaba lo que la gente decía al pasar.

—Bueno —dijo Moray— en los países suele haber trastornos. Muchas veces hay gente que quiere quitar la corona a quien la tiene y guardársela para sí.

—La tenemos nosotros —dijo David.

—Sí, Majestad, la tenéis, y seguirá sobre vuestras cabezas mientras yo tenga un brazo para defenderla.

—Entonces siempre seguirá ahí —declaró Joanna.

—Gracias, señora.

—Hemos perdido a Douglas el Negro, pero os tenemos a vos —dijo Joanna—. Nunca tendré miedo mientras os tengamos.

El conde quedó conmovido. Le besó la mano y dijo que habría de servir a su reina hasta la muerte.

—¿Y ese hombre, Balliol... vendrá aquí a pelear? —preguntó Joanna.

—Es muy probable.

—No va a ganar —dijo David—. ¿Verdad que no va a ganar?

—No dejaremos que gane —contestó Moray.

—Tampoco mi hermano se lo permitirá —interpuso Joanna.

El conde de Moray guardó silencio; pero Joanna no se dio cuenta. Estaba demasiado absorta en los recuerdos que le habían traído la mención de su hermano.

Poco después de esto Moray los dejó.

—Os veré pronto —dijo—. Oigáis lo que oigáis, no debéis temer. Basta con hacer lo que yo habré de deciros. Y si os digo que debéis ir a tal lugar, debéis saber que es por vuestra seguridad y hacerlo, ¿de acuerdo?

—Sí —dijo Joanna hablando por David, como solía hacerlo.

—Todo saldrá bien.

—Sí —replicó Joanna— mientras os tengamos para cuidarnos.

Moray fue a Mussel Burgh y pocas semanas después llegó un mensajero al castillo de Edimburgo. Quería ver al rey y a la reina.

Los niños reconocieron en él a uno de los escuderos del conde. La expresión de su cara era tan grave que Joanna sintió que su corazón se contraía de miedo.

—¿Venís de parte del conde Moray? —preguntó David.

—Señor: traigo tristes nuevas. Habíamos partido de Mussel Burgh y estábamos en Wemyss, cuando se sintió mal de repente. Murió esa misma noche.

Los niños quedaron consternados. Primero Douglas el Negro y después el conde de Moray. Sus dos protectores les habían sido arrebatados, uno tras otro.

Tan anonadados estaban que no lloraron. Eso vendría después. Sólo sabían ahora que habían perdido a Moray, un querido amigo.

Ya nada podía volver a ser lo mismo. Hubo muchos cuchicheos entre ellos. De noche, en su cama, Joanna temblaba, porque temía que ocurriera algo espantoso.

Debía aprender todo lo que pudiera. Se sentía tan joven, tan incapaz; David era aún más indefenso.

Y no se sorprendió al oír la palabra “veneno” en las conversaciones que se tenían en voz baja.

—Sin duda lo envenenaron —decían—. Edward Balliol ha puesto a sus hombres por todos lados. Es tan fácil... una pizca en sus alimentos. En el vino. Muerto Moray, ya nada será igual.

 

 

 

Eduardo estaba enterado de que iba a haber trastornos en Escocia. Todavía le mordía la humillación que había sufrido en su campaña. Había sido tan joven, tan inexperto, ahora iba a ser distinto, se prometió, si se presentaba la oportunidad.

Muchas veces había pensado que debía llevar a cabo la obra iniciada por su abuelo. Hubiera querido ser el rey que sometiera a Escocia; en vez de esto, durante el flojo gobierno de su padre, Robert Bruce había logrado consolidar sus triunfos. Pero Robert Bruce había muerto y ahora ocupaba el trono un niño de corta edad. Es cierto que había contado con dos hombres fuertes a su lado —Moray y Douglas el Negro— pero ahora los dos estaban muertos.

Estaba meditando en los asuntos de Escocia, cuando Henry de Beaumont solicitó verlo. Eduardo se puso en guardia. Beaumont era uno de los barones que habían sido despojados por los escoceses como castigo por haberse puesto del lado de los ingleses.

Lo recibió en seguida.

—Majestad —dijo—. Edward de Balliol espera afuera. He venido a preguntaros si queréis verlo.

—¿Edward de Balliol? —exclamó el rey, sorprendido—. ¿Con qué fin?

—Eso es algo que él desea deciros en persona.

—Entonces lo veré.

¡Balliol! El hijo débil de un padre débil, pensó Eduardo. ¿Qué querría? A esto Eduardo encontró una rápida respuesta: la corona de Escocia.

Eduardo esperó que expusiera los motivos.

—Majestad —dijo Balliol— los dos regentes de Escocia acaban de morir.

—Dicen que Moray murió envenenado. ¿Es cierto?

—Eso, señor, es algo que no sé deciros.

“Que no quieres decir”, pensó Eduardo. “Juraría que fue uno de tus agentes el que administró la dosis fatal.”

—¡Y Douglas en esa empresa temeraria! Uno hubiera dicho que era hombre capaz de entender que su deber estaba en su país.

—Murió como él entendió que debía morir. He venido a veros para deciros que Escocia está agitada. Esos dos hombres que gobernaban... de modo capaz, según algunas opiniones... ya no están vivos. Como sabéis, el rey y la reina son unos niños.

—No podría ignorarlo. Uno de ellos es mi hermana.

Balliol pareció un poco desconcertado. ¿Sería una locura pedir al rey de Inglaterra que actuara en contra de su propia hermana?

—Han elegido al conde de Mar para reemplazar a Moray. Es un hombre débil. No va a ser capaz de manejar al país en estas circunstancias.

—¿Y qué queréis que yo haga? —preguntó Eduardo.

—Quiero vuestra ayuda, Majestad. Mi padre fue rey de Escocia. Soy su heredero. Si me ayudáis a recuperar lo que me pertenece os rendiré homenaje como mi superior.

Eduardo guardó silencio. Esto habría sido un paso en la buena dirección, que lo llevaba hacia la posición en que había estado su abuelo. Pero significaba derrocar a su hermana y no cumplir honorablemente el tratado que se había hecho; además, se había comprometido a pagar veinte mil libras al Papa en caso de violar el tratado.

—Señor —dijo Balliol—, el casamiento de vuestra hermana y David Bruce no se ha consumado. Si yo fuera rey de Escocia, podría obtenerse una anulación. Yo me casaría con vuestra hermana. Y os daría Berwick.

—Basta —dijo Eduardo—. No puedo ayudaros. Y tampoco os doy paso por Inglaterra.

—¿Es vuestra palabra final?

Eduardo vaciló apenas un segundo, pero las esperanzas de Balliol aumentaron.

Eduardo dijo:

—Tendré que presentar el caso ante mi Parlamento.

 

 

 

Eduardo estaba atento. Mientras tanto, Balliol había reunido una flota en Inglaterra y Eduardo no había puesto inconveniente. A su debido tiempo, fue por mar a Fife, desembarcó en un lugar llamado Dupelin Moor y sorpresivamente venció a las fuerzas escocesas conjuntas. En la batalla murió el nuevo regente, el conde de Mar, y nada impidió a Balliol marchar sobre Scone y hacerse coronar rey de Escocia.

David y Joanna oyeron lo que estaba ocurriendo y se preguntaron qué sería de ellos. Joanna afirmó que su hermano los salvaría.

—Entrará a caballo en Escocia —dijo— y Balliol va a salir disparando para salvar la vida. Ya verás.

Ocurrió otra cosa: Balliol les envió un mensajero.

—Alteza —dijo el mensajero— el rey de Escocia os hace una proposición.

—No puede ser —contestó David altaneramente—. Yo soy el rey de Escocia.

—Al parecer, ya no es así, señor —fue la respuesta—. El rey Edward de Balliol os envía sus saludos y desea que sepáis que si renunciáis a vuestro derecho a la corona os dará un salvoconducto para salir de Escocia u os permitirá quedaros en cualquier parte del país que sea de vuestro agrado.

—Muy generoso de su parte —dijo David con tono sarcástico—. Decidle a Edward de Balliol que deploramos su insolencia y que la reina y yo seguiremos en cualquier parte de nuestro país en donde nos dé la gana estar.

El mensajero partió y Joanna instó a su joven esposo a que no se demorara en escribir a su hermano. Ella no dudaba de que su hermano iría corriendo a Escocia para socorrerlos.

Antes llegó la carta de Balliol al rey de Inglaterra, recordándole que estaba dispuesto a casarse con Joanna, a aumentar su dote y que, si se negaba a casarse con él, le haría una donación de diez mil libras en el momento de su casamiento con otro. Él sólo pedía que renunciara a su derecho al trono de Escocia, que le venía por David Bruce.

Eduardo vacilaba. Mientras tanto recibió el urgente pedido de auxilio de su joven cuñado.

Decidió no ayudarlo. Como excusa dijo que algunos de sus nobles habían sido privados de su herencia por los reyes escoceses; en consecuencia, no tomaría parte en la querella.

El triunfo de Balliol fue de corta duración. Muchos escoceses, leales al niño rey, se sublevaron contra él y lo atacaron con tanto entusiasmo y buena suerte que el reciente monarca se vio obligado a abandonar su flamante conquista y refugiarse en Inglaterra.

Eduardo le permitió hacerlo e incluso lo recibió amistosamente en su corte. Cuando estas noticias llegaron a Escocia, la indignación de los escoceses fue tan intensa que volvieron a sus antiguas tácticas: cruzaron la frontera para acosar a los ingleses, quemando aldeas y arriando con el ganado.

Eduardo no se sintió contrariado por esto, ya que le daba el pretexto que estaba buscando para poner a Balliol en un trono escocés que le estuviera subordinado como un títere. No debía fracasar como su padre. No habría Bannockburn para él. De todos modos, estaba el tratado, el compromiso con el Papa, y el hecho de que su propia hermana estaba casada con David Bruce.

Pero ésta era la oportunidad de recobrar lo que había ganado su abuelo y de llevar a cabo los planes de someter para siempre a Escocia, principal objetivo en la vida de Eduardo I.

Sin embargo, debía maniobrar con prudencia. Estaba en una posición delicada. Empezó por exigir la devolución de Berwick e impuso que Escocia debía rendirle homenaje de país vasallo.

David quedó asombrado; Joanna también. Ella había creído que, no bien supiera que ella estaba en apuros, Eduardo iba a correr a ayudarla. ¡Había sido tan cariñoso con ella! En el momento de la partida la había besado tiernamente y le había dicho que debía recordar que era su hermano y que eran amigos para siempre. ¿Habría querido decir que ella debía ayudarlo en caso de que fuera necesario, pero que si ella lo necesitaba... esa era otra historia?

David, asesorado por sus ministros, recibió un discurso que debía aprender de memoria. Joanna lo escuchaba cuando el niño practicaba la declamación. Era muy penoso que su hermano Eduardo se presentara como un enemigo.

“Ni mi padre ni ninguno de sus antepasados han reconocido estar sometidos a Inglaterra, y yo no habré de consentirlo...” resonaba la voz de David. “Si otro príncipe nos falta, vuestro deber es defenderme por el amor que tenéis a vuestra hermana y a nuestra reina.” A Joanna le resultaba doloroso oír esto. “¡Eduardo!, pensaba. ¿Cómo puedes habernos hecho esto?” Hubiera querido poder ir a verlo, explicarle. ¡Si hubiera podido hablar con Philippa!

Los escoceses no habían cumplido con el tratado, declaró Eduardo. Habían hecho incursiones contra las ciudades fronterizas y se negaban a entregar Berwick, que Balliol les había prometido. Si él no ponía coto a esto, los escoceses seguirían hacia el sur, invadiendo Inglaterra. Él tenía razón en hacer lo que hacía.

Quería volver a ganar un nombre. Quería borrar para siempre el vergonzoso recuerdo de su primera campaña en Escocia.

Mientras estaba preparando sus ejércitos para marchar al norte, Philippa declaró que no podía dejarlo partir solo. Eduardo quedó encantado. Su abuela siempre había acompañado a su abuelo en las campañas, y Eduardo deseaba cada vez más parecerse a su abuelo.

—Están los niños —dijo Philippa, incómoda.

—Ah, sí —replicó Eduardo—. Tendrás que elegir entre nosotros.

Fue la elección más difícil que se le había presentado a Philippa durante su vida matrimonial. Ella había notado una característica de Eduardo: era un esposo fiel, estaba segura, pero había visto que seguía con la mirada a las mujeres atrayentes, que le gustaba bailar con ellas y se demoraba a su lado. Había muchas tentaciones de esta clase en la vida de un rey.

Eduardo la quería muchísimo y se lo probaba. Pero ella habría sido muy imprudente en permitir que se le presentaran tentaciones a él, estando ella lejos.

Eduardo era tan lleno de vida, tan vigoroso, tan bien parecido. Todas las mujeres tenían que admirarlo. Además de su fuerte virilidad y su notable apostura estaba envuelto en el aura de la realeza, lo cual es irresistible para muchas mujeres.

Philippa decidió finalmente dejar a los niños en buenas manos y seguir a su marido hasta el campo de batalla.

De tal modo que eligió cuidadores que le inspiraban confianza y envió a los niños al palacio de Clarendon. Ella partió a Escocia con Eduardo.

 

 

 

Cuando llegaron a Knaresborough sucedió uno de los tantos incidentes en que Philippa pudo demostrar su natural bondadoso. Una vez más salvó a alguien de la horca. Esta vez era una mujer, llamada Agnes, que había robado un abrigo y tres chelines. Cuando la llevaban al patíbulo, la reina y el rey cruzaban casualmente la ciudad a caballo. Una niña se precipitó sobre el caballo de la reina y hubiera sido pisoteada si Philippa no hubiera frenado el animal a tiempo. Era la hija de la mujer.

La vista de una niña acongojada siempre conmovía a la reina y, cuando le dijeron que la condenada estaba encinta, Philippa suplicó al rey que aplazara la ejecución hasta el nacimiento del niño.

Eduardo tuvo la galantería de acceder al pedido. La reina fue ovacionada, pero esa noche, en Knaresborough, Philippa se preocupó por el destino de la niña huérfana una vez que el verdugo hubiera dado cuenta de su víctima.

—Esa mujer tiene que vivir para ocuparse de su hija, Eduardo. Y me parece espantoso que haya que pagar con la vida un abrigo y tres chelines.

—Se diría que sí —contestó Eduardo reflexivamente—. Pero no podemos permitir que prosperen los ladrones. En los días de mi gran antepasado, Guillermo el Conquistador, los viajeros podían transitar por las rutas sin ningún temor. Entonces la pena por el robo no era la muerte, sino la perdida de las orejas, las manos, los pies o los ojos... Lo que se juzgara conveniente. Durante el reinado del flojo Esteban, que abolió esta pena, los caminos se vieron invadidos de ladrones y maleantes de toda laya. Los viajeros eran secuestrados y llevados a los castillos de barones saqueadores, donde se los robaba y torturaba para diversión de los invitados de esos hombres perversos. Es fácil decir que es excesivo pagar un abrigo con la vida, pero aquí se trata de algo más que una vida.

Philippa guardó silencio. Finalmente dijo:

—Lo sé muy bien. Pero esa niña me apena. Creo que la mujer robó para alimentar a su hija. Eduardo: muchas veces deseas regalarme una joya para demostrarme tu amor. Prefiero la vida de esta mujer a cualquier joya.

De tal modo que Eduardo indultó a la mujer, y el pueblo rodeó a la reina cuando pasó cabalgando, la bendijo con lágrimas en los ojos y la llamó Philippa la Buena.

 

 

 

El rey de Inglaterra se puso en marcha. Robert Bruce había muerto y el rey Eduardo se parecía a su abuelo y actuaba como él. No había un ejército escocés digno de ese nombre. Nunca había sido fácil someter a una disciplina a los escoceses. Les hacía falta un William Wallace o un Robert Bruce, y no tenían a ninguno de los dos. Moray y Douglas el Negro habían muerto. No tenían los jefes capaces de llevarlos a la victoria.

Sir Malcolm Fleming llegó a Edimburgo. Sabía lo que proyectaba Eduardo: instalar a Balliol como rey títere y llevarse de vuelta a Inglaterra a David y Joanna, donde habrían de vivir cómodamente... como prisioneros. Esto no debía ocurrir. David debía seguir siendo rey de Escocia. Si David llegaba a caer en manos de Eduardo, ¿quién podía saber lo que el rey inglés podría hacerle prometer?

El plan de sir Malcolm era llevar al rey y a la reina a Dumbarton, que tenía la reputación de poseer el castillo más fuerte del país. Él era gobernador del mismo. Allí habría de guardar a la pareja real y, si fuera necesario dejar el país, podía tener un barco preparado y a la espera que lo llevaría a Francia en caso de peligro.

El plan parecía bueno y los niños partieron con sir Malcolm y llegaron a Dumbarton, una sombría fortaleza erigida en una lengua de tierra tendida entre el Clyde y Leven. Desde allí era fácil embarcarse en caso de necesidad.

Fue toda una aventura escaparse de noche con el bondadoso sir Malcolm, aunque a David no le gustó dejar su castillo y aún menos la posibilidad de irse de Escocia. Él era el rey y estaban intentando que no lo fuera. La culpa la tenía el hermano de Joanna. David estaba malhumorado y no le dirigía la palabra. Poco le importaba que se sintiera herida por la marcha de Eduardo sobre Escocia siendo ella la reina del país.

—Este matrimonio fue inútil —decía David—. Se suponía que iba a servir para que Eduardo fuera nuestro amigo.

—En realidad lo es —decía Joanna, tratando de explicar. Pero no encontraba argumentos para sustanciar su declaración.

Se instalaron en Dumbarton y todo era bastante excitante, al punto que David olvidó su animosidad contra Joanna. Continuamente llegaban mensajeros al castillo, y los niños se sentaban junto a la ventana y contemplaban los barcos que se balanceaban en las aguas. Siempre había hombres cargando las bodegas “para que”, decía David, “podamos embarcarnos y zarpar en menos de una hora”.

—Siempre tendríamos que esperar la marea —contestaba Joanna.

—Naturalmente que debemos esperar la marea.

—Entonces puede llevar más de una hora.

—No seas tonta. A mí me gusta estar en un barco.

Joanna reflexionó. Era cierto, a ella también le gustaba.

Y un buen día tuvieron que embarcarse. Sir Malcolm se acercó a ellos y les dijo:

—Preparaos. Zarpamos con la marea.

—¿Adónde vamos? —chilló David.

—A Francia, Majestad.

Se prepararon apresuradamente, alegrándose de estar listos desde semanas antes para la emergencia. De este modo había menos posibilidades de olvidar algo importante.

Muy pronto se embarcaron y zarparon en dirección a Francia.

La travesía fue difícil, pero los niños estaban tan excitados que no notaron las molestias de viajar por mar. A David le parecía incorrecto estar tan contento, porque abandonaba su reino; sería un rey desterrado y sus conocimientos de historia le decían que esta era una triste condición. Joanna se sentía abatida al pensar que había debido huir de las huestes invasoras de su propio hermano.

De todos modos, habían salido del tedio de Edimburgo y la vida se mostraba más interesante.

Cuando llegaron a Boulogne se envió un mensajero al rey de Francia para darle cuenta del arribo y éste mandó por su parte una compañía de caballeros para que les dieran la bienvenida y los llevaran a la corte de Francia.

La actitud amistosa del rey de Francia produjo buena impresión a los escoceses, que no perdieron tiempo en aceptar su hospitalidad.

Felipe VI había demostrado ser un monarca vigoroso y el contraste entre él y sus tres predecesores, los hijos de Felipe IV, era muy marcado. Sus súbditos tenían nuevas esperanzas, especialmente ahora, ya que creían que la maldición de los Templarios había quedado atrás. La maldición se había lanzado contra el linaje Capeto y al morir Carlos IV habían llegado los Valois al trono.

El padre del rey, es cierto, había sido hermano de Felipe IV, pero esta era una nueva rama del tronco real, y la maldición quedaba agotada.

Desde un primer momento fue claro que Felipe VI era un hombre fuerte. Inmediatamente se puso a la tarea de arrancar a Francia del marasmo donde la habían dejado tres reyes débiles. Ya había sometido a los flamencos y había obligado al joven rey de Inglaterra a rendirle pleitesía. Es verdad que sentía alguna inquietud por la pretensión del joven Eduardo al trono de Francia, por ridícula que fuera, pero de todos modos Felipe creía que debía estar preparado para enfrentar dificultades. Mediante el casamiento de Eduardo con Philippa de Hainault había quedado asegurada la amistad de los Países Bajos. Felipe había oído que la reina inglesa tenía veleidades de fomentar el comercio de Inglaterra.

—Después de todo —dijo Felipe— ¡es hija de un comerciante!

—Los flamencos son comerciantes de profesión —fue la burlona respuesta.

De todos modos, debía estar atento a Eduardo. Era popular en su propio país y, desde que se había librado de Mortimer y había tomado las riendas en sus manos, había habido progresos. Había oído que Philippa estaba haciendo ir tejedores a Inglaterra y que la pequeña comunidad se estaba enriqueciendo.

Sí, había que tener cuidado con Eduardo.

Tanto mejor si estaba ocupado en Escocia, ya que si usaba allí sus energías no se volvería contra Francia. Por nada del mundo quería Felipe una guerra con el objeto de probar que él o Eduardo tenían derecho al trono de Francia. La idea era absurda, pero implicaba una guerra larga y desastrosa, y si Eduardo seguía cada vez más las huellas de su abuelo, podía llegar a ser un enemigo formidable.

Por lo tanto, había que sacar el mayor provecho posible a este reyezuelo escocés. Por títere que fuera, podía ser adiestrado y tal vez se sacara algo bueno de él.

Felipe cabalgó personalmente para saludar a la comitiva que entraba a París. Abrazó a Joanna, hizo un elogio de su belleza y dio a David un tratamiento de rey importante. De tal modo que los niños quedaron encantados con el rey de Francia.

Se dio una fiesta en honor de ellos y el rey hizo que se sentaran a derecha e izquierda de él. Se les sirvió una comida que ellos nunca habían probado, con música y bailes elegantes. La corte francesa les pareció a los niños un paraíso en la tierra y el rey el hombre más adorable del mundo.

Los aposentos que se les otorgaron eran lujosos, muy distintos de los pobres cuartos escoceses e incluso mejores que los más suntuosos de Inglaterra.

Al parecer, no había nada que el rey de Francia no hiciera para hacerlos sentir cómodos.

—Pobrecitos míos —decía besándolos— ¡estoy tan contento de que hayáis venido a poneros bajo mi ala!

—¿Me ayudaréis a reconquistar mi reino? —preguntó David, que de cuando en cuando se acordaba de que era rey.

—Con todo mi corazón —contestó Felipe—, aunque sé que sois un rey altivo, que aceptará mi ayuda y mis consejos, pero que querrá darme algo en cambio. Me doy cuenta de que estabais a punto de decir esto.

—Es verdad —dijo David.

—Entonces debéis prometerme esto: nunca firmaréis la paz con Inglaterra sin solicitar previamente mi consentimiento. Nada más. No es mucho pedir, ¿verdad? Y os digo esto porque me doy cuenta de que vuestro orgullo exige que me deis algo en cambio.

—Acepto de buen grado —dijo David con convicción.

—Bien. Ahora habré de fijaros una mensualidad para que mientras estéis aquí, podáis vivir al nivel que os corresponde.

—Majestad: vuestra bondad me abruma —exclamó David.

—No. Sois joven, sois valeroso y no me gusta que se aprovechen de mis amigos contando con su juventud. Esta bella dama... —dijo volviéndose a Joanna—... debe sentirse feliz y despreocupada y haré todo lo posible para que así sea durante su estadía en Francia.

Imposible no sentir agradecimiento por tantas cosas dadas y dadas de tan graciosa manera.

El rey sugirió que los niños debían habitar un palacio particular mientras estuvieran en Francia, y les ofreció el Château Gaillard, una fortaleza erigida sobre un alto peñasco, que constituía un símbolo para Inglaterra y Francia. El castillo había sido edificado por Ricardo Corazón de León y había llegado a ser su orgullo. El rey Juan, en su insania, lo había perdido. Ahora estaba en poder de los franceses y desde entonces su historia había sido triste: más una prisión que un castillo real.

Los niños iban a traer alegría al Château Gaillard, dijo Felipe, divertido ante la idea de ofrecer este castillo, construido por un rey inglés, a estos jóvenes desterrados escoceses.

Felipe mismo los acompañó hasta su residencia y les declaró que esperaba que los recibieran a él y a sus caballeros en la casa que ahora era de ellos.

Esto fue particularmente del agrado de David. Joanna también estaba encantada con él, pero no podía dejar de pensar un instante que era enemigo de Eduardo. Aunque Eduardo la había abandonado. Su propio hermano había hecho la guerra al país de ella. Era una tontería, como decía David, pensar afectuosamente en él.

El amable rey de Francia siempre se mostró cortés con ellos. Los niños le dieron un magnífico banquete, pagado por él, y preparado por sus cocineros; pero el rey se mostró muy conmovido de la hospitalidad que le mostraban el rey y la reina de Escocia.

Felipe les habló de los vinos franceses y quiso que los probaran.

—No se puede saber — dijo—, tal vez un día podamos levantar un ejército en Francia y recobrar Escocia para vosotros. En ese caso, ¿qué haríais? Ya lo sé. Querríais pagar vasallaje a Francia por vuestro reino, ¿verdad que sí?

—Lo haré con mucho gusto —dijo David cándidamente.

—¿Entonces lo haréis? ¿Prometido?

—Prometido.

—Entonces proclamaré que ponéis a Escocia bajo la protección de Francia. Se me ocurre que es un arreglo muy feliz, ¿no os lo parece?

David, que se sentía muy feliz y soñoliento, asintió. Felipe levantó su jarro.

—Amigos míos —dijo dirigiéndose a toda la comunidad—. Mi amigo el rey de Escocia me ha hecho muy feliz esta noche. Acaba de declarar que Escocia es vasalla de Francia. Bebamos por esto, amigos míos.

Y se bebió y se habló mucho.

El rey de Francia besó primero a David y después a Joanna.

—Y así queda sellado nuestro pacto, rodeados de nuestros amigos —dijo.

 

 

 

Un poco a regañadientes Philippa aceptó quedarse en el castillo de Bamborough, mientras Eduardo iba a Berwick.

Sería necesario sitiar el castillo, que no se iba a entregar sin lucha. Podía haber un serio encuentro y la reina podía correr peligro.

—Si tú estás allí, es allí donde yo quiero estar —le dijo ella.

—Ya lo sé, amor mío, pero yo estaría pensando en ti y no en la batalla.

Cuando él usaba este lenguaje, ella no podía negarse, de tal modo que se instaló en Bamborough a esperarlo.

La antigua fortaleza se había construido mucho tiempo antes del advenimiento del Conquistador y su posición sobre una roca casi vertical, mirando al mar, la convertía en un baluarte inexpugnable.

Allí debía instalarse Philippa a esperar el regreso del rey. Él iba a mandarle frecuentes mensajes para que ella conociera la suerte de la campaña. Después de todo, él sólo estaba a treinta kilómetros de distancia. Eduardo no calculaba que el sitio fuera largo y había tenido muy buena fortuna. Se dio prisa por trasmitir a la reina la buena noticia. Sus hombres habían encontrado dos niños, que cruzaban el bosque a caballo, y los habían llevado hasta él. Se interrogó a los muchachos y se descubrió que eran los hijos del gobernador del castillo de Berwick.

—Puedes ver, querida mía, que el destino ha puesto una carta de triunfo en mis manos. Mantendré a estos dos muchachos como rehenes. No creo que el gobernador pueda seguir resistiendo más tiempo si sabe que tengo a sus hijos en mi poder.

Si bien reconocía la buena suerte de Eduardo, Philippa no pudo dejar de pensar en los padres de estos jóvenes y en lo mucho que debían estar sufriendo. Estaba segura de que no les iba a pasar nada malo y, si esto servía para abreviar el sitio, tanto mejor, ya que devolvería más rápidamente a Eduardo a sus brazos.

Poco tiempo después de esto Philippa contemplaba el paisaje desde la ventana de una torre y vio un grupo de hombres que se acercaba. Miró más atentamente y notó que el grupo se iba engrosando. Después reconoció las oriflamas escocesas y comprendió que el enemigo avanzaba en dirección al castillo de Bamborough.

Inmediatamente llamó a la guardia. Todo debía quedar herméticamente cerrado. La guardia debía ocupar sus posiciones de defensa. El enemigo iba a poner sitio a Bamborough.

—Tenemos que hacer llegar un mensaje al rey —dijo Philippa.

Varios voluntarios se ofrecieron y Philippa decidió mandar más de uno pensando que tal vez fuera difícil ponerse en contacto con el ejército que rodeaba Berwick.

Cuando Eduardo oyó que Philippa estaba sitiada en Bamborough, su primer impulso fue correr a socorrerla, pero antes de prepararse a partir comprendió que esto era lo que buscaban los escoceses. Querían apartarlo de Berwick, era una maniobra divergente que volvía inalcanzable la toma de la ciudad. Pero el objetivo de su campaña había sido apoderarse de Berwick y, si fracasaba, otra derrota iba a manchar su reputación.

Estaba en un dilema. Sentía ansiedad por el peligro que corría Philippa, pero al mismo tiempo sabía que era una locura abandonar Berwick. Philippa era prudente y estaba bien protegida. El sitio de Berwick terminaría muy pronto. Esto era una maniobra escocesa para distraerlo en el momento en que estaba por alcanzar la victoria.

Sintió una violenta cólera. ¡Philippa en peligro y él no podía acudir a socorrerla! ¡Malditos escoceses! Su indomable temperamento Plantagenet nunca se había hecho sentir con tal fuerza. Tenía que vengarse en alguien.

¡El gobernador de Berwick! Sí, tenía a sus dos hijos. Los rehenes.

Llamó a un guardia.

—Mata a esos muchachos —le dijo.

El guardia se quedó mirándolo, consternado. No podía creer lo que había oído. Los dos rehenes habían sido muy bien tratados por los soldados. Habían jugado con ellos y el rey les había hablado amablemente. Todos les tenían simpatía. Eran dos niños inocentes.

—¡Ve, imbécil! —gritó Eduardo—. ¿No me has oído? ¿Te atreves a desobedecerme?

—Majestad... creo no haber oído bien.

—Oíste que dije: “Mata a los muchachos.” Mata a los rehenes. Me han jugado una mala pasada y nadie va a jugar con Eduardo de Inglaterra. Córtales las cabezas y tráemelas para que yo tenga la seguridad de que la orden se ha cumplido. Ve. ¿O quieres que dé la misma orden para ti?

El guardia se fue.

En menos de diez minutos estaba de vuelta con las cabezas de los dos niños. Eduardo las contempló y su cólera cesó y se convirtió en intenso remordimiento. Se preguntó si alguna vez llegaría a olvidar aquella inocencia ensangrentada.

“Había que hacerlo”, se dijo. “Había que hacerlo. No es momento de debilidades.”

Y ahora a Berwick. Iba a arrasar el lugar. Basta de esperas.

Él era un soldado. Lo sabía. Competiría con su abuelo por los honores en el campo de batalla. En él no había nada blando. Iba a ganar.

Berwick cayó en sus manos con sorprendente facilidad. Y no bien dejó en el castillo su guarnición, se volvió hacia Bamborough, sin perder el ímpetu de la pelea.

Mató al conde de Douglas, que estaba a la cabeza de las tropas en Bamborough y derrotó a las tropas; luego entró en el castillo.

Philippa lo estaba esperando, tranquila, con la certeza de que él iba a ir a rescatarla.

Se abrazaron apasionadamente.

—Sabía que no había nada que temer —dijo ella—. Sabía que vendrías.

—Berwick está en mi poder —dijo él—. He triunfado. Te llevaré mañana a Berwick y marcharás por las calles en triunfo, a mi lado.

—Oh, Eduardo, estoy orgullosa de ti.

Tenía que contarle la historia de los muchachos porque no quería que ella la oyera de otra boca. Trató de explicarse, de disculparse.

—Fue una maniobra divergente para apartarme de Berwick... y estuve a punto de caer en la trampa. Casi hice lo que ellos querían que hiciera. Pero me di cuenta de que debía permanecer en Berwick.

—Claro que debías permanecer en Berwick. Procediste bien.

—Tuve un momento de locura al pensar que debía seguir allí cuando tú estabas en peligro.

—Es una esplendida fortaleza. No corría ningún peligro. Podía haber resistido durante semanas.

—Sí, ya lo sé. Pero estaba tan furioso que di orden de que mataran a los rehenes.

—¿Los rehenes... los...? —El notó que un estremecimiento le recorría el cuerpo—. ¿Los niños? —siguió diciendo ella.

—Fue porque tú estabas en peligro. Sentí una intensa furia. Como un frenesí...

Ella hizo un esfuerzo por ocultar el horror que expresaban sus ojos. Pensó en la madre de los niños, en la pobre mujer que había perdido a sus dos hijos.

—Philippa, lo hice por ti... por ti... ¡Estabas en peligro.

Ella se apresuró a decir:

—Ha sido un episodio desdichado de la guerra.

—Sí —contestó él—. Un episodio desdichado. Como tantos otros en una guerra.

Él iba a olvidarse. Era necesario. Nadie pensaría que se podía jugar con él.

Había tomado Berwick. Sus pies estaban ahora en un determinado sendero. Su carácter tomaba gradualmente la forma definitiva. En estas últimas semanas había dado un paso para ser el hombre que habría de ser.

Los hombres iban a temblar al oír su nombre, como habían temblado al oír el de su abuelo. Habría dos grandes Eduardos que concitarían la admiración de la humanidad.

 

 

 

Conseguido el objetivo, ya no era necesario mantenerse lejos de sus hijos. Berwick estaba en manos inglesas, como Balliol le había prometido. Bastaba por el momento. Esto habría de demostrar a los escoceses que, cuando el rey de Inglaterra quería una cosa, la conseguía. Había surgido otro Eduardo, el Eduardo que habría de someterlos.

Philippa estaba muy contenta de reunirse con sus hijos. No había vuelto a mencionar la muerte de los rehenes y Eduardo se convenció de que un soldado debía endurecerse y alcanzar la necesaria brutalidad. Cuando los hombres morían por centenares y miles en las batallas, la vida no era tan valiosa.

Cuando llegaron al castillo de Clarendon se asombraron al encontrarse con que el palacio estaba casi vacío. Vieron a uno o dos criados vagando y Philippa notó inmediatamente que había una nota de abandono en el lugar. Sintió un intenso miedo: temió por la seguridad de sus hijos.

—¿Dónde están los guardias? ¿Dónde está el séquito? —preguntó Eduardo con voz de trueno.

Pero Philippa ya había corrido a los cuartos de los niños.

Eduardo, el mayor, que tenía tres años, estaba sentado en el suelo, haciendo girar platillos de metal en el suelo, y lanzando gritos de alegría cuando los alcanzaba. Isabella, de un año, gateaba atrás. Los dos niños estaban muy sucios, con ropas manchadas y rotas.

La reina corrió hacia ellos y levantó a Isabella, que se puso a lanzar gritos de protesta, pero Eduardo reconoció a su madre, corrió hasta ella y se asió a sus faldas, sonriendo de placer.

Ella se arrodilló y los tomó en sus brazos, comprobando que, a pesar de la suciedad, estaban sanos.

Les habían dado de comer. Había manchas de comida en las ropas, pero, ¿cómo podían haber llegado a este estado? ¿Dónde estaban las gobernantas, la gente de servicio?

Al cabo de unos momentos, Eduardo había reunido en el salón de entrada a todas las personas de compañía y criados que estaban en el castillo. Con voz muy severa exigió que se le explicara qué significaba esto.

Hubo un profundo silencio. Todos tenían miedo de hablar, hasta que Eduardo vociferó con voz atronadora que sería mejor que dieran una explicación de su conducta antes de que él perdiera del todo la paciencia y les hiciera pagar con sus cabezas su negligencia.

Uno de los sirvientes menores tomó la palabra, considerándose posiblemente sin culpa, ya que su tarea consistía en obedecer a personas de servicio que eran superiores a él.

—Se nos dijo, señor, que no podíamos tener lo que nos hacía falta, porque no había bastante dinero con que pagar.

—Es la verdad —dijo otro—. No podíamos obtener la cantidad de alimentos necesaria para la casa. De tal modo que debíamos sacar los alimentos a los vecinos y la gente está muy enojada con nosotros.

—¿Queréis decir que os habéis puesto a robar de las aldeas vecinas para alimentaros... vosotros y mis hijos?

—Así es, señor, no había bastante dinero para comprar lo que hacía falta.

—Muy lamentable. ¿Y cómo explicáis el estado de desamparo, en que encuentro a mis hijos?

Nadie habló.

—Por los mil demonios —vociferó Eduardo—, ¡os juro que algunos de vosotros vais a pagar muy caro el no haber respetado mis deseos!

Philippa dijo:

—Los niños están bien. Al parecer, se les ha dado de comer. No los han atendido y están sucios y descuidados... eso es todo. Señor: yo sólo deseo estar con ellos y cuidarlos. Si despedís a esta gente, eso será un castigo suficiente, ya que no tendrán dónde ir y nadie les dará trabajo. Podemos reemplazarlos por otros.

Eduardo, que había empezado a sentir el furor que subía en él como una marea, se vio asaltado de repente por la imagen de los dos niños decapitados. Tenía que dominar su mal genio o su vida iba a estar jalonada de arrepentimientos por actos realizados impulsivamente.

Philippa tenía razón. No se había hecho ningún daño a los niños. No habían pasado hambre ni estaban maltratados. Parecían bastante contentos.

Se volvió hacia Philippa.

—Dejaré que te ocupes del gobierno de la casa —dijo, y, volviéndose hacia los criados, añadió—: Llamaré a esos aldeanos y oiré la versión que me den de este desdichado episodio. Hay que resarcirlos por lo que han perdido. Y os advierto que si llega a mis oídos que habéis vuelto a las andadas, no tendré misericordia con vosotros. Y vuestro comportamiento actual será tomado en cuenta.

Eduardo fue informado por el vecindario: se debían quinientas libras. Dio inmediatamente orden de que se les pagara.

Philippa, que había quedado muy horrorizada al ver a los niños, se repuso en poco tiempo, los lavó y les puso ropa limpia. Eduardo se puso a charlar con ella y Philippa quedó aliviada al notar que se había olvidado del episodio.

La reina, prudentemente, decidió que en el futuro iba a ser más cuidadosa en relación a sus hijos. Al mismo tiempo, no quería dejar solo a Eduardo.

Rogó a Dios que les diera la paz que permitiría tener a Eduardo a su lado en la corte, aunque sabía que iba a llegar el momento de hacer la difícil elección.

 

 

 

Con gran alegría descubrió que estaba de nuevo encinta. El rey estaba encantado. Sus dos hijos eran su gran alegría, pero Philippa había notado que, si bien el pequeño Eduardo era su orgullo, Isabella era su debilidad.

Isabella era una niña bonita, voluntariosa y más exigente que Eduardo, lo cual parecía divertir al rey. A él le gustaba sentarla en sus rodillas y que le hablara en su dialecto infantil; era evidente que gozaba de ser tomada en cuenta y corría hacia su padre apenas lo veía.

Philippa se complacía en ver a Eduardo con los niños y se alegró de que otro estuviera en camino.

Berwick estaba ahora en manos inglesas, hubo un cierto respiro en la guerra con Escocia y aprovecharon la Navidad para pasarla en Waltingford. A esta altura Philippa tenía muy avanzado el embarazo: iba a dar a luz en febrero.

En el momento del nacimiento la corte estaba en Londres y la niña nació en el palacio de la Torre. Tal vez fue por esta razón que Philippa decidió llamarla Joanna, en recuerdo de la otra Joanna, tía de la reina, que había nacido en la Torre y vivía ahora en Francia con su marido, David Bruce, bajo la protección de Felipe VI.

De todos modos, Joanna fue un bienvenido aumento en la familia y Eduardo quedó más que nunca encantado con su cariñosa y fértil esposa.

Pero estaba acosado por problemas. El comercio había sufrido considerablemente como consecuencia de la guerra con Escocia. Los barcos extranjeros evitaban llegar a Inglaterra por miedo de ser tomados y robados de sus cargas. Eduardo se dio cuenta con rapidez de que, si quería tener un país satisfecho, ese país debía estar en paz. Lo que se necesitaba era el comercio. Dio salvoconductos a todos los comerciantes y gradualmente los barcos volvieron a los puertos ingleses. Los tejedores, que habían llegado al país por sugerencia de Philippa, se habían establecido en Norfolk, aunque tuvieron que enfrentar alguna hostilidad de la gente local, que los encontraba demasiado trabajadores para su gusto. Pero eran gente tranquila y tan industriosa que, pese a cierta oposición, florecieron. Además contaban con la bendición del rey y de la reina, y los lugareños tenían miedo de mostrarse abiertamente hostiles.

Balliol había vuelto a ocupar el trono de Escocia, con el apoyo de Eduardo. Había estado de acuerdo en entregar a Eduardo todo el sur de Escocia abajo del Forth, y en aceptarlo como soberano y ser él vasallo en el norte, lo que le había permitido reinar en ese lugar. No era de suponer que los escoceses fueran a considerar esto como un acuerdo dichoso. Balliol era débil y había que sostenerlo continuamente, lo que significó que, para Eduardo, en los meses siguientes, hubo continuos viajes de ida y vuelta al norte. Tras la experiencia de Clarendon, Philippa no quería separarse de los niños, y estos y ella, incluso la pequeña Joanna, estaban viajando continuamente. Hubo, sin embargo, una ocasión en la que no pudo tenerlos con ella y, tras muchas angustias, decidió dejarlos en la abadía de Peterborough donde sabía que iban a estar a salvo.

El abad de Peterborough, Adam de Botheby, quedó atónito. Señaló que la abadía no era un tugar para niños pequeños. Pero la reina discutió con él. Le habló de su experiencia de Clarendon, y también habló de la necesidad que tenía Eduardo de ella. Rogó con tanta elocuencia que, tras consultar con sus monjes, el abad consintió en recibir a los niños.

Dijo que no podía darles grandes comodidades. Serían disciplinados y deberían someterse a las reglas de la abadía.

Pero al menos Philippa sabía que serían bien cuidados por aquellos buenos hombres. Y quedó azorada, al volver, cuando descubrió que casi habían cambiado totalmente la vida de la abadía. Encontró al pequeño Eduardo montado sobre los hombros del reverendo abad, e Isabella tenía a gatas a uno de los monjes, al que usaba de caballo. Joanna era acunada por uno de los sacristanes y no quería que nadie más hiciera esto, mostrando su ruidosa desaprobación si alguien lo intentaba.

Los niños no tenían ganas de dejar Peterborough y la reina descubrió que, si se los había desatendido en Clarendon, los monjes los habían consentido excesivamente.

—Quiero tenerlos conmigo —le dijo a Eduardo.

No pasó mucho tiempo y tuvo otro hijo. Esta vez fue un varón. La reina quiso que se llamara William y el rey estuvo en seguida de acuerdo. Fue una vida triste y corta. El niño carecía de la robusta salud de su hermano y hermanas y al cabo de unos meses murió.

La reina lo sintió mucho y siguió echándolo de menos mucho tiempo después de haber sido enterrado en el baptisterio de York.

Eduardo la consolaba. Tenían tres hijos sanos, por lo cual debían dar gracias a Dios... y vendrían otros.

Llegaron malas noticias de Escocia. El hermano de Eduardo, el conde de Cornualles, llamado John de Eltham, por el lugar en donde había nacido, había ido a combatir a los escoceses sublevados contra el régimen de Balliol y de Eduardo. No hubo nada desusado en esto, pues continuamente estallaban revueltas y John había partido hacia Perth para mantener a la población sometida en nombre de su hermano. Había estado varios meses en Escocia desde el momento en que estallaron las revueltas; en una de ellas había perecido.

Eduardo quedó muy apenado. John siempre había sido un buen hermano. Sólo tenía veinte años y nunca se había casado, aunque se le habían propuesto varios enlaces. Era muy triste, decía Eduardo, pensar que había muerto sin haber vivido realmente. No era lo mismo en el caso de niños como William, que no habían llegado a saber lo que era la vida; pero John había vivido veinte años y la muerte se lo había llevado de golpe.

La pérdida de su hermano hizo que Eduardo recordara su infancia, cuando los niños habían estado juntos. Entonces no solían ver a sus padres y cuando Isabel se presentaba ante ellos, les parecía una diosa. Nunca habían visto a una mujer tan bella. A decir verdad, ella nunca había prestado atención a John, aunque siempre se había interesado mucho en Eduardo y, recordando estos días, Eduardo pensó que siempre había contado con la atención de su madre. Pobre John. Eduardo esperaba que su hermano no hubiera sufrido mucho; las hermanas también habían sido desatendidas. La pobre Eleanor y Joanna, todavía más digna de conmiseración. ¿Cómo le iría a Eleanor con su viejo marido? Había partido muy bien provista de bienes materiales, pero esto no hacía la felicidad. Ahora tenía un hijo, llamado Reynald como su padre; Eleanor, supuso, iba a ser una buena madre. ¿Cómo sería la vida de la pobre Joanna en el Château Gaillard con aquel marido niño que no era ni simpático ni dominante?

Él había tenido mucha suerte con su Philippa.

Apenado por los trastornos que había en la familia, había pensado mucho últimamente en su madre. Decidió ir al castillo de Rising.

Isabel se alegro sinceramente de verlo. Lo abrazó, lloró un poco y él notó, aliviado, que ella estaba mucho más serena.

—Ah —dijo—, ¡ahora eres realmente un rey!

—Tengo más años... tal vez he madurado más que la mayoría de los hombres.

—Así debía ser. ¡Eras sólo un niño cuando te ciñeron la corona!

—Decidme, señora, ¿estáis contenta aquí, en el castillo de Rising?

Ella guardó un momento de silencio y hubiera querido que él no le hiciera esa pregunta, que le recordaba el pasado.

—Tengo paz —dijo.

—Paz... ¡ah, la paz! ¿No es lo que siempre estamos buscando todos?

—De joven yo nunca la deseé. Sólo comprendemos sus virtudes cuando somos viejos y sabios. A ti, hijo querido, no te gustaría estar encerrado aquí, en el castillo de Rising. Veo a muy pocas personas pero tengo buenos servidores. Ando a caballo un poco. Salgo a veces con mi halcón. Cazo ciervos. Leo mucho y rezo, Eduardo. Rezo por el perdón de mis pecados.

—¿Estáis ahora... mejor que antes?

—¿Quieres decir si sigo teniendo mis ataques de locura? De cuando en cuando, Eduardo, de cuando en cuando. Pero supongo que ahora son menos frecuentes y que duran menos. Veo visiones en mis sueños pero no en la vigilia. A veces estoy en cama y recuerdo las maldades que he cometido en mi vida.

—Es una actividad malsana y creo que no sería beneficiosa para nadie.

—Tendré que rezar mucho para lograr el perdón por algunas de mis maldades. Y ahora ha muerto tu hermano. Pienso en él, Eduardo. Nunca fui una buena madre para él.

—Él os veía como una diosa. No hace mucho tiempo dijo que nunca había visto una mujer con una belleza comparable a la vuestra.

Ella meneó la cabeza.

—Apenas lo miraba. Quise hijos por el poder que eso me daba. Ah, Eduardo, soy una mala mujer. La muerte de John me lo ha hecho ver.

—No debéis cavilar en eso, señora.

—Por lo menos ha hecho que vinieras a verme.

—Debía haber venido antes.

—Has sido benévolo conmigo, pese a que mataste a Mortimer... —Al mencionar el nombre, la voz se quebró—. No debo pensar en él —dijo con voz serena— porque entonces tengo pesadillas. Eduardo, alguna vez querría ir a visitarte. A ti... a los niños... y a tu buena Philippa.

Él se acercó a ella y le besó la frente. Y dijo:

—Venid a vernos, madre. Philippa se pondrá contenta. Quiero que conozcáis al pequeño Eduardo.

—Es como tú cuando tenías su edad. Me alegro de que lo hayas llamado Eduardo.

Hubiera querido hacerle algunas preguntas, saber si los verdugos de su marido habían sido descubiertos. Pero no se atrevió. No quería que él recordara la parte que ella había desempeñado en el asesinato más horrendo de la historia.

Comprendió que el largo exilio iba a terminar si ella lo deseaba. Podía volver a la corte. La gente olvidaba.

Hablaron un rato de John. Era evidente que ella echaba de menos a su hijo, pese a que nunca lo había querido en vida. Su muerte le había hecho entender otra de sus propias deficiencias. Sí, había sido una mala madre... salvo en el caso de Eduardo, y lo había instigado a destronar a su padre.

Eduardo se despidió cariñosamente de ella.

La vida podía cambiar ahora si ese era su deseo. Él había ido a verla, le había dicho que era su madre a pesar de todo, que la había amado y admirado hasta el momento en que había descubierto su verdadero carácter.

Había podido perdonarla. Pero quiso que una de sus damas durmiera en su habitación esa noche. Tenía miedo de los fantasmas.

Eduardo había incitado imágenes y recuerdos.