DESAIRADA

La reputación de Eduardo creció notablemente después de la batalla de Crécy, y los flamencos, después de asesinar al amigo de Eduardo, Jacob van Arteveldt, temían sus iras. Cuando Eduardo envió embajadores a Gante para que averiguaran las circunstancias del asesinato de Arteveldt, los temores aumentaron y se pensó en maneras de aplacarlo. Sí, reconocían que el asesinato se había producido. La razón era que el pueblo se oponía a que Arteveldt intentara derrocar al conde de Flandes, después de todo, el gobernante legal. Sabían que Eduardo había querido que su hijo fuera duque de Flandes, pero tratar de lograr esto por la fuerza habría significado derramamiento de sangre. ¿Por qué no se resolvía el problema amigablemente, con el casamiento del nuevo conde de Flandes, que acababa de heredar su título? Los flamencos no subrayaban el hecho de que su padre había sido eliminado por los ingleses en la batalla de Crécy. El nuevo conde era joven, soltero, y un novio ideal para la hija mayor del rey de Inglaterra.

Esto le pareció a Eduardo una idea excelente. A pesar de que no le gustaba el proyecto de casar a Isabella sabía que no podía postergarlo. Si la casaba en Flandes, el padre y la hija iban a poder verse con frecuencia. Él estaba constantemente en Gante y no era difícil hacer que ella fuera a Inglaterra.

Además, el rey de Francia tenía interés en que Louis de Flandes se casara con Margueritte de Brabante, lo cual hubiera significado una alianza favorable a Francia. Oh, sí, Eduardo podía ver las ventajas de este matrimonio. Inmediatamente escribió a Philippa. Estaba en las afueras de Calais, donde habría de permanecer hasta que la ciudad cayera en sus manos. Él le dijo que estaba considerando un matrimonio posible de Isabella con el joven conde de Flandes. Los burgueses flamencos veían con buenos ojos el enlace, ya que su prosperidad dependía de que Inglaterra los proveyera de la lana con que tejían sus telas. Y sin esa lana el comercio flamenco iba a sufrir. Siempre atentos a fomentar sus negocios, los flamencos veían el sentido de todo esto. A ellos les hacía falta la lana inglesa; por lo tanto, el joven Louis debía casarse con Isabella.

“Sal inmediatamente de Inglaterra”, escribía el rey. “Los escoceses ya no van a molestar más. Tenemos a su rey en nuestras manos, gracias a ti y al ejército que venció en Nevilles Cross. Tengo interés en que esta boda se haga lo más pronto posible, antes de que Felipe pueda unirse a Louis por intermedio de Margueritte de Brabante.”

Cuando Philippa recibió la carta, inmediatamente fue a ver a su hija en el palacio de la Torre y le dijo que debía prepararse para el viaje.

La princesa Joanna, que estaba con su hermana, oyó todo esto con aire aprensivo. La pobre Joanna temía que le hubieran elegido un nuevo esposo. Nunca iba a olvidar sus desdichadas experiencias en Austria, y temía que estas se repitieran algún día. Sabía que se habían entablado tratativas para casarla con el hijo del rey de Castilla y vivía aterrada ante la idea de que se le anunciara de repente que debía prepararse a viajar a España.

Isabella veía las cosas de otro modo. Estaba segura de sí misma, tan segura de ser el ser más fascinante del mundo que no dudaba de su capacidad de conquistar a cualquiera.

—Tu padre quiere que nos vayamos en seguida —dijo la reina—. No, no tú, Joanna; tú te quedarás aquí con las otras. Isabella se va a casar con el conde de Flandes.

—¡Nada más que un conde! —exclamó Isabella, muy contrariada.

—Hija mía, es un matrimonio muy importante. Tu padre tiene mucho interés en él. Los flamencos tienen mucha influencia, particularmente ahora que tu padre está luchando por la corona de Francia. Él tiene especial interés en esta boda porque piensa que le va a facilitar las cosas. Es lo que me dice.

Isabella se tranquilizó un poco.

—Sabía que no quería tenerme demasiado lejos.

—Y ahora vamos a ocuparnos de que vayas bien provista. Hay que hablar inmediatamente con las modistas.

Isabella se puso muy contenta.

Tenía catorce años, ya núbil, y había supuesto que se le iba a encontrar un novio. Había esperado un esposo más importante, era cierto, pero era agradable la idea de no alejarse demasiado de su padre, y estaba segura de que el conde de Flandes estaría encantado ante el proyecto de casarse con la hija mayor del rey de Inglaterra.

Así fue que, en un estado de gran excitación, inició sus preparativos. Muy vanidosa, quedó contentísima con las ropas que se confeccionaron para ella. Isabella había heredado el amor desmesurado de su padre por la ropa y apenas podía esperar a que se iniciara el viaje. Con ella viajaría un séquito de damas de la corte, muchas de las cuales tenían maridos o hijos que servían en el ejército del rey. Y esta era una ocasión de reunirse con ellos.

Eduardo les dio la bienvenida en la costa y quedó lleno de emoción y orgullo al ver a su hija. Hubo muchas celebraciones en el campamento y la aldea provisoria que Eduardo había construido en torno a los muros de Calais. Parecía extraño celebrar un casamiento en ese lugar. A unos pocos pasos, dentro de las murallas de la ciudad, la población pasaba hambre y esperaba ansiosamente ser rescatada. Pero Isabella no pensaba en esto.

Era la hija favorita del gran rey de Inglaterra y su novio iba a enamorarse de ella no bien la viera. De esto no tenía la más mínima duda.

 

 

 

Isabella no hubiera estado tan segura en caso de haber conocido las circunstancias en que se encontraba su futuro esposo.

Educado en la corte francesa, el joven Louis tenía la visión del mundo de un francés, y Felipe, que había comprendido su importancia en el mercado de los matrimonios, siempre se había mostrado amistoso con él. Louis había gozado de la elegancia de la corte francesa, tanto más atrayente que la de Flandes, y pensaba como francés, se vestía como francés, actuaba como francés. El rey de Francia había hecho el elogio de Margueritte de Brabante. Louis la había conocido y, azuzado por el astuto Felipe, le había parecido agradable.

Se prometió a sí mismo que iba a casarse con ella; sinceramente, creía que la cosa estaba hecha.

Entonces se produjo la batalla de Crécy. Louis nunca olvidaría el día en que había salido con el ejército francés junto a su padre, al lado de quien estaba cuando una flecha inglesa atravesó el corazón del conde, que había muerto en brazos de su hijo. El joven nunca iba a olvidar los sufrimientos que trasuntaba aquel orgulloso rostro, siempre oiría los gemidos de aquellos labios contraídos; iba a tratar de no pensar en la sangre... en la sangre de su padre.

—¡Dios mío!, —había exclamado—. ¡Cómo odio a los ingleses!

Siempre recordaría que un arquero inglés había matado a su padre.

Y quedó anonadado cuando los representantes de las principales ciudades de Flandes fueron a verlo y le dijeron que estaban a favor de su casamiento con Isabella, hija del rey de Inglaterra.

—¿Casarme con la hija del asesino de mi padre? —exclamó el joven—. Debéis haber perdido el juicio. Jamás lo haré.

—Señor —explicaron los burgueses—, la unión con Inglaterra es conveniente para Flandes. Necesitamos lana inglesa si queremos que nuestros tejedores sigan trabajando. El casamiento es necesario para la prosperidad del país.

—Ya he dado mi consentimiento para casarme con Margueritte de Brabante.

—Eso es lo que quieren los franceses, señor, pero los ingleses nos hacen ahora más falta que los franceses. Este matrimonio con Isabella es importante. Es una dama hermosa y muy vivaz. No os arrepentiréis.

Los ojos de Louis brillaron de cólera.

—No me vais a forzar a hacer un casamiento contra mi voluntad —dijo.

—Señor, señor —gritaron ellos. ¿Cómo puede ser desagradable ese matrimonio si no habéis visto a la doncella Es encantadora y su belleza es notoria. Así nos han dicho.

—Esa es la opinión de su padre, probablemente... ese asesino que viene aquí para arrebatar la corona de Francia a su legítimo dueño.

Los burgueses parecían muy trastornados. Temían complicaciones. Había que hacer que Louis entrara en razón.

—Señor —dijo el principal de los burgueses—, debéis medir vuestras palabras. Si suscitáis la ira de Eduardo, será desastroso para Flandes. Os habéis afrancesado demasiado y convendría que recordarais que Francia no es el país al cual debéis servir.

—No quiero oír una palabra más dijo altaneramente el joven conde.

Pero los burgueses lo habían rodeado con aire casi amenazador.

—¿Qué significa esto? —gritó Louis.

—Significa, señor, que no estáis en libertad para iros de este castillo.

—¿Cómo? ¿Estoy prisionero?

—Prisionero no, señor. Quedáis en libertad para salir de cacería. Pero habrá guardias con vos, pues no queremos que huyáis a uniros con vuestro amigo, el rey de Francia, que no es amigo de vuestro país. Nosotros, los flamencos, miramos ahora hacia Inglaterra. Os mantendremos aquí, con nosotros, hasta que entréis en razón y accedáis a casaros con Isabella de Inglaterra.

El conde quedó enfurecido, pero se dio cuenta de que estaba en manos de sus súbditos. Había que hacer tiempo y escuchar sus tediosas diatribas. Mientras tanto, disfrutaría de sus deportes favoritos.

Eso sí. ¡Jamás se casaría con la hija del asesino de su padre!

De mala gana se sometió al lujoso cautiverio que se le imponía. Si bien podía gozar de las comodidades a las que estaba acostumbrado, no podía pasar por alto la presencia constante e irritante de los guardias. Comprendió que estos habían sido elegidos con sumo cuidado. No había ni uno solo entre ellos que fuera sobornable. Cada uno de los hombres que lo vigilaban noche y día creía firmemente en la necesidad de una alianza con Inglaterra.

Pasaron unos cuantos meses en esta forma y, finalmente, Louis capituló.

Convocó a los principales miembros del Consejo y les dijo que había cambiado de idea. Aceptaba casarse con Isabella.

Se lo felicitó por su sentido común. La princesa era una muchacha encantadora, como no iba a tardar en comprobarlo. Todo el mundo le hizo grandes elogios de ella: era una bellísima princesa y él no lamentaría el paso que daba.

Se enviaron mensajeros a Eduardo y fue en estos días que el rey escribió a Philippa, pidiéndole que fuera a Calais con su hija.

Era un día destemplado de marzo cuando Isabella y Louis se vieron por primera vez. El encuentro tuvo lugar en el monasterio de Bergues y la ocasión era una ceremonia formal. Los flamencos de mayor rango estaban en torno a Louis, y Eduardo tomó medidas para que su hija estuviera rodeada del máximo de pompa y de brillo.

Eduardo dijo que, antes del encuentro de los jóvenes, deseaba hablar a solas con el conde Louis. Lo recibió en uno de los cuartos del monasterio.

Eduardo tenía siempre un aspecto impresionante, pero en esta ocasión se mostró especialmente refulgente. Tenía puestas sus ropas de ceremonia y su aspecto era el de un rey omnipotente. Quería que Louis sintiera su importancia.

Louis, por su parte, no era fácilmente impresionable. Era un joven con cierta fuerza de carácter y estaba lleno de resentimiento contra los que le habían puesto en esta situación. Eduardo sabía muy bien que se habían requerido grandes esfuerzos para lograr que Louis aceptara el matrimonio, y aprobaba los sentimientos del muchacho. Su padre había muerto en sus brazos, en el campo de Crécy. Como hombre de familia, capaz de sentimientos, Eduardo entendía los sentimientos de Louis.

El rey no anduvo con vueltas.

—Señor conde —dijo—, quiero hablaros antes de las ceremonias porque deseo que oigáis de mis propios labios que no soy culpable de la muerte de vuestro padre.

—Mi padre murió en Crécy —dijo Louis con un tono levemente desafiante.

—Lo sé y Crécy ha sido una notable victoria de mis ejércitos. En esa batalla murió vuestro padre, sí. Yo no sabía que él estaba con el ejército francés. Fue al terminar la batalla que me enteré de su muerte. Comprendo vuestros sentimientos. Tengo hijos que amo tiernamente y, si hubieran muerto en el campo de Crécy, yo sentiría en relación al rey de Francia lo que vos sentís en relación a mí. No soy culpable de la muerte de vuestro padre. Debéis comprender esto. Si yo hubiera sabido que él estaba allí, hubiera tratado de ayudarlo, aunque estaba de parte de mi enemigo, y le habría perdonado la vida. Debéis entender esto y no guardar rencor.

Pero en el mismo momento en que Louis veía este hombre de aspecto espléndido, sólo podía pensar en su padre moribundo, ver la sangre que manaba... la sangre de su padre.

Eduardo le puso una mano en el hombro.

—Olvidemos, querido señor, que vuestro padre y yo hemos estado en campos enemigos. Vamos, permitidme que sea para vos el padre que habéis perdido. Os juro que no lo lamentaréis.

Los ojos de Louis brillaron de emoción y el rey, dando unos pasos hacia él, lo abrazó.

—Todo queda aclarado entre nosotros, hijo mío —dijo Eduardo—. Bueno, hablemos ahora del casamiento que se hará.

Los nobles flamencos se maravillaron de la grandeza de ánimo y el encanto que demostraba el monarca de Inglaterra para ganarse las gracias de su empecinado señor, pues sabían que, si bien había cedido a los deseos de ellos, Louis lo había hecho a regañadientes.

 

 

 

Isabella y su futuro esposo estaban el uno frente al otro, ella estaba magníficamente ataviada, una princesa refulgente. Le sonrió, invitando su admiración.

“¡La hija del asesino de mi padre!”, pensó el joven. “¡Qué vanidosa es! Bastante bonita, sí, pero ¿cómo puedo permitirles que me elijan a mi mujer?”

Isabella pensó: “Es bien parecido. Me gusta. Debe estar pensando que soy preciosa y que él es un hombre muy feliz por aliarse con Inglaterra... y conmigo.”

Hablaron un poco. Él le habló de Flandes. Ella no prestó mayormente atención. Isabella tenía interés en hablarle de Inglaterra, de contarle cómo ella y su hermana habían viajado en cantidad de ocasiones, que tenía tres damas de compartía y su hermana sólo dos; que ella era la mayor y la favorita de su padre.

Sin duda, pensó Louis, esto por lo menos es obvio.

El rey y los flamencos los contemplaban con aire benigno.

Me parece que nuestra parejita gusta el uno del otro —dijo Eduardo.

Se comprometieron con una gran ceremonia. El casamiento iba a ser un gran espectáculo. Se realizaría dentro de dos semanas, dijo el rey, para que todo el mundo tuviera tiempo de prepararse. Quería que fuese una boda que todos recordaran por mucho tiempo.

Isabella salió de Bergues con sus padres y Louis volvió a su cautiverio, porque —según decían los arteros nobles flamencos— se sabía que el príncipe era muy terco y, como ellos eran cautelosos, estaban decididos a mantener una estricta vigilancia hasta el día en que Isabella fuera la mujer de Louis.

Louis, que veía aproximarse cada vez más el día del casamiento, decidió correr un riesgo. Se había hecho muy amigo de dos de sus guardias y les confió sus dudas sobre el futuro. Él creía que los flamencos se equivocaban al tratar de buscar una alianza con Inglaterra. ¿Creía Eduardo que iba a tener la corona de Francia? Es verdad que había librado la batalla de Crécy, pero ¿lo había acercado eso al trono de San Luis?

Louis suponía que, antes de que pasara mucho tiempo, el rey de Francia habría de echar a Eduardo del país y entonces... ¿qué iba a ser de los que apoyaron a Eduardo?

Los guardias eran aficionados a las discusiones y Louis, muy elocuente, logró hacer que vieran su punto de vista y participaran de él Llegó el día en que estuvieron dispuestos a hacer cualquier cosa por darle gusto, y él se trazó un plan.

Naturalmente, éste debía realizarse lo más pronto posible, pues sólo faltaba una semana para celebrar la boda. A Louis se le permitía salir de cacería con sus guardias; tal vez estos habían aflojado un poco la vigilancia ahora, ya que estaba establecido el compromiso formal con Isabella.

El plan era muy sencillo. El conde habría de alejarse a caballo con sus guardias y su halconero debía soltar una garza. Los dos halcones se soltarían entonces. El conde habría de galopar de manera normal, pero en vez de seguir el trazo del halcón llegaría a un punto en donde los dos guardias tenían caballos listos. Allí debía cambiar por una montura más veloz y galoparían a toda carrera hacia las fronteras de Flandes.

No parecía imposible. De hecho, se hubiera dicho que era muy factible.

Él salió con los guardias y los halconeros. La garza fue soltada en la forma prevista; él dio rienda libre al caballo y, gritándoles... galopó y galopó...

Fue más simple de lo que había creído. Los engañó totalmente. Ellos habían creído que él era sincero en su promesa de casarse con Isabella. ¡Qué sorpresa se iban a llevar!

Después de cruzar la frontera, se internó en la provincia de Artois y tomó el camino de París.

El rey de Francia se regocijó mucho al oír la aventura. Manifestó que le habría encantado conocer los efectos que iba a tener sobre Eduardo esta incidencia del novio fugado.

 

 

 

Isabella no podía creer lo que le decían.

Desairada. Burlada. Ella, Isabella. ¡La más deseable de todas las novias, la bella princesa, la mimada de su padre!

La reina vino en persona a darle la noticia.

—No habrá boda —dijo.

Isabella oyó sin creer lo que oía.

—Es decir... que se fugó... que ha huido de... de mí.

—No de ti, hija querida dijo Philippa—, sino del casamiento con la corona inglesa.

—¡Ah... traidor! —gritó Isabella—. Espero que haga un matrimonio desastroso con Margueritte de Brabante.

Tanto mejor que no te hayas casado con él contestó la madre—. Me alegro de que se haya mostrado tal como es antes del matrimonio.

El rey entró en la habitación, abrazó a su hija, apretándola contra su pecho.

—Hija querida... este canalla... este criminal...

No podía hablar con coherencia: estaba demasiado enfurecido.

Se sentía más afectado por el insulto que se había hecho a su hija que por la pérdida de una alianza que le hubiera sido útil.

—¡Se escapó de mí! —repitió Isabella.

No de ti —contestó Eduardo—. No debes verlo de ese modo.

—Se lo he explicado —dijo Philippa—. No es que no quiera a Isabella: no quiere la alianza.

—Hija querida —dijo Eduardo—, vamos a tener festejos en los alrededores de Calais. Demostraremos a todos que nos reímos de este monigote.

—Sí, padre —contestó Isabella humildemente.

Se había dicho a sí misma que el conde no se había escapado de ella; iba a bailar más que nunca; mostraría a todos que no le importaba un comino que la hubieran desairado.