EL REY Y LA GARZA

El conde Robert de Artois, primo de la reina Isabel, había llegado a Inglaterra. Se había peleado con el rey Felipe y llegó como fugitivo, pues se había escapado de Francia disfrazado de mercader.

Robert de Artois era un hombre nacido para crear problemas. Su destino había sido en la vida no lograr nunca lo que suponía le correspondía por derecho. Sufría de una envidia permanente y del deseo de llevar la desventura a quienes poseían lo que él hubiera deseado poseer.

Su gran encono se lo inspiraba el rey de Francia. Era bisnieto de Robert, primer conde de Artois, que había sido hermano menor del rey San Luis. Para un hombre del temperamento de Robert era exacerbante descender de la familia real, y no del tronco principal. Pensaba constantemente que las cosas habrían sido muy distintas si, en vez de haber sido un hermano menor su antepasado, hubiera sido el primogénito.

Para colmo, Felipe VI, el rey actual, no era sucesor en línea directa. Allí estaba en su trono, sin embargo, elegido por consenso general como pariente más cercano de Felipe el Hermoso, puesto que su padre era un hermano de ese rey. Los tres hijos de Felipe —Luis, Felipe y Carlos— habían reinado indignamente a la sombra de la maldición de los Templarios, y ahora Felipe, hijo de Charles de Valois, era rey de Francia.

Incluso por varios años Robert había tenido que bregar y pleitear por lo que era su derecho: el condado de Artois, que pertenecía a su bisabuelo.

Felipe el Hermoso se había negado a entregarle esas tierras y le había hecho trampas. Durante los reinados de los tres hijos de Felipe había hecho nuevos intentos, incluso se había casado con una hermana de Felipe, pero de nada le sirvió. Felipe demostró claramente que no tenía interés en considerar los reclamos de su pariente.

Cuando Isabel estuvo en Francia el conde quedó flechado por su belleza y se convirtió en uno de sus celosos partidarios. Cuando el hermano de ella advirtió que la presencia de la reina en la corte era perturbadora, fue Robert de Artois quien le advirtió que debía irse y quien la ayudó a pasar a Hainault.

Lo cierto es que Robert no resistía la tentación de participar en una intriga. Si no podía obtener las tierras que consideraba le eran debidas, por lo menos se divertía poniéndose en el centro de una conspiración.

No dejaba pasar la oportunidad de ser parte de un complot. Sólo podía aplacar la envidia que tenía al rey de Francia volviendo la posición de éste más difícil.

Una y otra vez se descubrió que corrientes de opinión adversas provenían del conde y hubo un momento en que el rey decidió que ya no se podía aguantar más.

Nunca habría paz en el reino mientras Artois estuviera intrigando. El rey convocó a una reunión de pares para examinar el caso de Robert de Artois y el resultado fue el destierro del conde y la confiscación de sus propiedades.

Robert no era hombre de bajar la cabeza humildemente. Siguió en Francia y buscó nuevas maneras de sembrar cizaña, hasta que el rey, exasperado, envió una guardia para arrestarlo. Si Robert no podía quedarse tranquilo en libertad, había que guardarlo en algún sitio donde no molestara.

Fue entonces que Robert, advertido de que había una orden de arresto contra él, se disfrazó de mercader y huyó.

¿Adónde iría? A Inglaterra, por supuesto. De no haber sido por él, Eduardo nunca habría subido al trono; por lo menos era lo que él creía.

El conde se presentó espectacularmente en la corte de Inglaterra. En ese momento, Eduardo estaba almorzando en el gran vestíbulo de Westminster con una gran cantidad de comensales. La reina estaba sentada a su lado y, de acuerdo a los usos, se permitía al público que entrara para ver comer al rey.

De repente hubo una conmoción entre la multitud. Un mercader se adelantó. Como se acercó mucho a la mesa, los guardias avanzaron para retenerlo. Eduardo, con un cuchillo en la mano, estaba a punto de llevarse un sabroso pedazo de lamprea a la boca.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

El mercader dio un paso adelante.

—Permitidme que hable con el rey —dijo.

Los guardias, indecisos, esperaron las órdenes del soberano. Todos los ojos se clavaron en el mercader.

—Mi querido primo —dijo éste—, he venido desde lejos a solicitar la hospitalidad de vuestra corte. Sé que no me la negaréis.

Eduardo, asombrado, clavó la mirada en el mercader.

—Sí... no puede ser... sí... es Robert... ¡Robert de Artois!

—Vuestro primo... vuestro leal amigo. Me regocijo de veros en medio de vuestros fieles súbditos.

Eduardo se levantó, abrazó a Robert, hizo que se sentara a su lado y comiera su comida, lo cual hizo Robert con mucho apetito, mientras se explayaba sobre las maldades del rey de Francia.

¡Era tan distinto del primo inglés, tan amado por Robert! Las justas demandas que él, Robert, había hecho, le habían sido negadas. Y no quería volver a Francia mientras Felipe de Valois ocupara el trono. Sólo volvería cuando aquel injusto monarca fuera arrojado del trono.

Era una manera muy imprudente de hablar en público, pero Robert siempre había sido imprudente.

—¡Ese Expósito! —siguió diciendo Robert—. Así lo llamamos en Francia. Nunca creyó que iba a llegar a ser rey de Francia... y no lo habría sido si no hubiera habido una serie de desgracias. Primero el padre y luego los hijos... uno tras otro. Es evidente que son un linaje maldito. Después de todo, ¿quién es Valois? El hijo de un hermano del rey. Yo diría que hay otros que tienen precedencia.

Y lanzó una significativa mirada a Eduardo, que se ruborizó un poco... tal vez por la sugerencia, tal vez por la animación de la bebida.

Philippa examinó a este exuberante personaje, que parecía haber visto mucho mundo y no estar contento de él.

No simpatizó con él. Algo le decía que este hombre era un factor de perturbación.

 

 

 

No se equivocaba. Robert se convirtió inmediatamente en miembro del círculo íntimo del rey. Después de todo, era de familia real. Salía de cacería con el rey y declaró que tenía intenciones de ayudarlo en la guerra con Escocia. Era un hombre agradable y muy experimentado, pues tenía bastantes más años que Eduardo. Sabía contar anécdotas fascinantes de su vida y se hizo muy popular, especialmente entre las mujeres. Formó parte de la excursión real a Escocia, pero la guerra no lo divertía especialmente. Por cierto, no la guerra con Escocia.

Le hablaba mucho a Eduardo de Escocia.

—¿Por qué os interesáis en ese paisucho miserable? Este hombre Balliol... ¿por qué le prestáis vuestro apoyo? Es un hombre destinado a fracasar, incapaz de gobernar un país. Felipe no ha sido buen amigo vuestro, ¿no creéis? Ha demostrado claramente que prefiere a vuestros enemigos. Mirad cómo mima al rey y a la reina de Escocia en Château Gaillard.

—Amigo mío nunca ha sido, es bastante claro —reconoció Eduardo.

—Amigo y señor, es muy penoso que vuestra propia hermana sea huésped del rey de Francia y fugitiva de vos.

—Yo les he ofrecido refugio aquí. Les prometí que, si Balliol muere, habré de restaurarlos en el trono.

—Ah, pero ellos no aprovechan vuestra bondad, señor. ¿Por qué? Porque el rey de Francia les aconseja que no lo hagan. ¿Os dais cuenta de que este tortuoso enemigo protege a esos dos niños con el único propósito de crearos dificultades en Escocia?

—Ya lo sé, Robert.

—¡Escocia! —exclamó Robert, haciendo chasquear los dedos—. ¿Qué es Escocia? Un paisucho miserable... aunque ¡cuánta sangre se ha derramado por ella! Me sorprendéis, Eduardo. Gastáis vuestras energías en Escocia cuando os espera una corona tanto más importante. Pero actuáis como si no tuvierais derecho a ella.

—¡La corona de Francia! —dijo Eduardo—. Muchos dicen que no tengo derecho.

—¡El Valois, por supuesto! Él la quiere para sí. ¡Ese rey Expósito!

—Fue elegido por el pueblo. Me dicen que es un buen monarca.

—Nadie podría parecer malo después de los últimos tres. Gracias a Dios sus reinados no duraron. Vuestra bella madre era hija de Felipe el Hermoso. Sus tres hermanos gobernaron... si se puede hablar de gobierno. Y ella viene inmediatamente en la línea de sucesión y, en representación de ella, su hijo.

—Sabéis muy bien que en Francia rige la Ley Sálica.

Robert chasqueo los dedos.

—No estoy diciendo que Isabel pueda reinar. No. Pero ella tiene un hijo, un hijo que ciñe actualmente la corona de Inglaterra. ¿Por qué su hijo, en vez de gastar sus capacidades, sus hombres y sus armas en la insignificante Escocia, no busca una corona más digna de él?

—Ah, Robert, casi me habéis convencido. Pero pensad en el derramamiento de sangre que eso traería. No es algo que se pueda arreglar en un mes o en un año. Es una guerra que se arrastraría...

—Nada que valga la pena se consigue sin esfuerzo.

—Agradezco que os intereséis tanto en mi suerte.

—Oh, no es nada más que justicia.

Estaban en el bosque y, cuando alguien se adelantó para hablar con el rey, Robert se alejó al galope. Por el momento había dicho bastante. Sus palabras tendrían su efecto y este efecto sería mayor si el veneno se administraba en dosis pequeñas. Había que dejarlo sedimentar en la mente poco a poco, hasta que se instalara allí sin que el sujeto se diera cuenta.

Era divertido iniciar una guerra. Felipe la temía. Quería enriquecer a su país, sanearlo, después de los últimos y desastrosos reinados. ¿Qué podría decir en caso de tener que iniciar una guerra para mantener su corona?

Robert estaba en su elemento: las intrigas malignas eran su diversión favorita.

Una guerra, una guerra, pensaba. Una guerra entre Inglaterra y Francia. Felipe era artero, Eduardo era joven, pero finalmente Eduardo demostraría ser el mejor general.

Estaba contento de sí mismo. Hasta entonces no había hecho nunca nada de tal envergadura.

 

 

 

Eduardo había entendido desde un principio que sus posibilidades de derrocar a Felipe y apoderarse de su trono eran escasas. Llevar una guerra a territorio extranjero era siempre difícil, e incluso la defensa de las provincias francesas había agotado las energías de los reyes ingleses desde los días del Conquistador. El conflicto con Escocia había empobrecido a su abuelo, algunos decían que lo había agotado; y, aunque él había dejado a Balliol con una fuerza defensiva en Escocia, no contaba con que la paz durara allá. La idea de considerarse el legítimo rey de Francia era halagadora, pero lanzarse en serio a obtener una corona, requería un examen minucioso. Robert de Artois estaba siempre a su lado habiéndole de la sencillez de la empresa, pero Eduardo ya era lo bastante experimentado para saber que la guerra sólo es sencilla en las cabezas de la gente.

 

 

 

En el país había muchas cosas que requerían su atención. Desde la muerte de Mortimer había hecho varios intentos por poner a los asesinos de su padre bajo el brazo de la justicia. Como el crimen se había cometido en el castillo, Berkeley era responsable y había sido arrestado. Pero Berkeley había logrado demostrar que había estado lejos del lugar en el momento del crimen y, aunque había quedado mal parado, no había sido posible castigarlo. Su delito consistía en no haber prestado atención a lo que ocurría en el castillo, cuando su deber hubiera sido denunciar la forma en que se trataba al rey. Pero esta negligencia no justificaba una ejecución.

Sir John Maltravers se había refugiado en Flandes y, al parecer, estaba fomentando allí el comercio con Inglaterra. Por lo tanto, lo mejor era dejarlo tranquilo. Pero sir William Ogle había sido arrestado en Nápoles.

Eduardo veía con inquietud su llegada a Inglaterra. Entonces iba a quedar al descubierto el horrendo crimen, ya que Ogle, en connivencia con otros, había recibido órdenes de Mortimer y de la reina, pero había sido el ejecutor de la horrorosa sentencia.

A Ogle no se le podía dejar con vida.

Los comisionados de Eduardo conocían sus deseos. Había que tomar en cuenta a la reina Isabel. El rey no quería que las fechorías de su madre salieran a luz.

Se decidió que Ogle debía morir en el trayecto de Nápoles a Inglaterra. En esta forma habría de expiar sus pecados con el mínimo de inconvenientes para todos; así no habría de removerse esta vieja historia, en la cual la reina aparecía bajo una luz tan desfavorable.

La reina vivía tranquilamente en el castillo de Rising y, al parecer, había perdido las ambiciones y la altanería que la habían convertido en la mujer que había sido.

Mejor que las cosas quedaran así, pensaba el rey. Mejor para la paz del reino.

Mientras tanto Robert de Artois se ponía todo el tiempo a su lado. Robert era animado, divertido, y conocía exactamente la manera de seducir a Eduardo. Se había establecido en la corte y solía decir que sólo volvería a Francia cuando ésta estuviera gobernada por su rey legítimo.

—Estamos cortados por el mismo patrón, Eduardo —solía decir—. Los dos queremos recobrar nuestra herencia. Sólo sé esto: cuando seáis rey de Francia, los territorios de los Artois volverán a las manos de sus dueños.

—Podéis estar seguro, Robert, de que así será.

Robert hablaba mucho de las injusticias que se le habían hecho, pero siempre lo hacía de un modo leve y divertido.

—La batalla de Courtrai nunca se debió haber dado —decía—; en ese caso, mi abuelo no habría sido muerto y mis estados no me habrían sido arrebatados. Imaginad, Eduardo, a este pobre huérfano... yo... demasiado joven para poder defenderse. Mi padre murió poco después de mi nacimiento. Oh, fue un asunto muy oscuro. Sin duda las posesiones de un padre deben pasar a su hijo, y de su hijo a las nuevas generaciones. Así debió haber sido en el caso de los Artois. Pero como yo era huérfano y el rey estaba casado con la hija de mi tía Mahaut, se los dieron a Mahaut.

—Fue muy injusto —exclamó Eduardo.

—¿Injusto? Por supuesto que fue injusto. Se dice que Mahaut mostró documentos escritos por mi abuelo en los cuales se decía que era ella quien tenía derecho a la sucesión, no yo.

—¿Eran apócrifos?

—Estoy seguro de que lo eran, pero cuando Mahaut murió, los territorios pasaron a su hija, la esposa del rey. De tal modo que podéis comprender cómo ocurrieron las cosas. Oh, se me ha tratado inicuamente, Majestad. Pero no soy la clase de hombre que se pone a un lado y se deja pisotear.

—No, no lo sois.

—Ni lo seriáis vos, mi valiente rey. Vos sois afortunado, pues habéis recibido vuestra herencia, o parte de ella. Inglaterra es vuestra... pero por Francia tendréis que pelear. Y ganaréis. Lo sé. Una vez que os mováis para conseguirla.

—¿Por qué vuestro abuelo dejó sus territorios a vuestra tía?

—No se los dejó. Los documentos eran falsos. Hubo una mujer en la casa que siempre fue una buena amiga mía. Se llamaba la Vivionne. —Robert sonrió con aire reminiscente—. Oh, sí, siempre fue una buena amiga. Cuando yo le expliqué que los documentos habían sido falsificados, ya que habían borrado mi nombre, sustituyéndolo por el de mi tía, la Vivionne juró que era cierto y presentó nuevos documentos en los cuales se me nombraba único heredero.

—¿Y qué hicisteis entonces?

—Podéis imaginar que no permití que el asunto descansara. El actual rey había subido al trono para este entonces. Era muy distinto de sus predecesores. Estos, por lo general, dejaban que las cosas siguieran su curso. No Felipe. Le expuse el caso y su reacción fue poner presa a la Vivionne. La pobre mujer estaba dispuesta a sostener la verdad, pero flaqueó bajo la tortura. Les dijo que había mentido y que los documentos en que se me nombraba eran falsos. Era lo que ellos querían que ella dijera, como podéis imaginar. La pobre mujer, enloquecida por el tormento, aceptó cualquier cosa que se le hizo decir. La quemaron viva. Pero esto no bastó a Felipe. Yo todavía estaba allí y sabía demasiadas cosas, de tal modo que quiso librarse también de mí. Se anunció que, durante el interrogatorio de la Vivionne, se había descubierto una prueba de que ella... siguiendo órdenes mías, había envenenado a Mahaut. Vi lo que se venía. Entonces me disfracé de mercader y vine a vuestro reino. Oh, este rey de Francia es un hombre malvado. Dijo que se había encontrado un muñeco de cera con sus facciones en mi castillo y que este muñeco tenía clavados alfileres al rojo vivo. Me acusó de practicar brujerías.

—Al parecer, está decidido a perseguiros...

—No contento con arrebatarme mis estados, me ha vuelto imposible vivir en Francia. Es un hecho, Eduardo, que algunas personas odian a sus víctimas. Felipe de Valois es una de ellas. No importa. Ya le llegará el día. Esperemos a que las armas de Eduardo de Inglaterra invadan Francia. Es el día que ansío ver.

—Ah... —contestó Eduardo—. Es algo que no puede lograrse en un día.

—Tal vez en un mes...

—Mi abuelo, que pasa por ser uno de los más grandes guerreros de todos los tiempos, no pudo someter a Escocia. Mi antepasado Ricardo Corazón de León nunca llegó a Jerusalén, e incluso el gran Conquistador no logró dominar el país de Gales. Cuando se habla de conquista se suelen olvidar las largas marchas bajo la lluvia, la nieve, el granizo y el calor agobiante. Uno olvida los rigores de la vida en los campamentos. Antes de emprender una campaña es necesario decidir qué se puede ganar con la victoria y qué se puede perder con la derrota.

—¿Es esa la forma en que habla un gran capitán? Yo pensé que la idea de derrota no entraba nunca en su mente.

—Si es un gran capitán, debe pensar en ella. El jefe de un ejército debe pensar en todo lo que les puede ocurrir a él y a sus hombres. Tiene que estar preparado. Es verdad que parte a la batalla con muchas esperanzas y que, en el momento de la lucha, creerá en la victoria. Pero en sus meditaciones antes de la batalla no debe dejarse engañar por un exceso de confianza.

—Me sorprendéis, Eduardo. Siempre he pensado en vos como en uno de los más grandes generales que ha conocido el mundo.

—No debéis pensarlo. ¿En qué he demostrado yo haberlo sido?

—Os rodea un aura de grandeza.

—¡Vamos, Robert! Soy lo bastante viejo ya para no dejarme engañar por las zalamerías. Todavía debo probar lo que soy ante mí mismo y el mundo.

—¿Me permitís que os diga algo? El rey de Nápoles me ha dicho que, después de consultar los astros, ha descubierto que el rey de Francia habrá de ser derrotado en el campo de batalla... por un sólo hombre: el rey de Inglaterra.

—¿Es eso cierto?

—Mi querido Eduardo: lo juro. Está escrito en las estrellas que si vos... y vos sólo... comandáis vuestras tropas contra el rey de Francia, no podéis dejar de salir victorioso. Felipe lo ha oído y tiembla. Tiembla ante la idea de que podéis marchar contra él. Os prometo esto: si os ponéis en campaña el año venidero, la corona de Francia será vuestra.

Eduardo escuchaba con interés, y Artois creyó que lo estaba convenciendo.

Eduardo, al parecer, reflexionó. Era agradable oír decir que él era un guerrero destinado a la grandeza.

Habló del asunto con Philippa. Ella pareció inquieta. Ahora, cuando los tejedores flamencos se estaban asentando en el país y el comercio de Norfolk aumentaba, una guerra significaba el empobrecimiento del país. Además, quería mantenerse en contacto con su familia. Nunca habría de olvidar el horror que había significado volver a reunirse con sus hijos y encontrarse con que estaban abandonados. Quería que la familia se mantuviera unida. No quería dejar a los niños con otros, y no siempre era posible llevarlos en sus viajes. Finalmente iba a llegar la terrible decisión: ¿partía con Eduardo o se quedaba con los niños?

—Felipe no es como los hijos de Felipe el Hermoso —dijo Philippa—. Nos llegan informes de que es astuto y artero. No entregará fácilmente su reino.

—Habrá una guerra: de eso no hay duda.

—Ha habido muchas guerras entre Inglaterra y Francia.

—Lo cual es una razón de más para que haya una guerra final que ponga las cosas en orden. Si yo me ciñera la corona de Francia, Inglaterra y Francia serían un sólo país y las guerras cesarían.

—Pero antes de obtener la victoria, Eduardo, habría una larga guerra.

—Artois cree que puedo alcanzar la victoria en unos pocos meses.

—Artois está enceguecido por el odio que siente por el rey de Francia. Para otros la cosa está lejos de ser tan fácil.

—Es verdad. Y Felipe, estoy seguro, debe ser un formidable adversario. Pero ha habido una profecía, me dice Artois. El rey de Nápoles ha consultado los astros y éstos le han dicho que si enfrento en persona al rey de Francia, la corona de Francia será mía.

—Los países deben ser conquistados, incluso cuando las profecías se cumplen, Eduardo. Te ruego que reflexiones profundamente en este asunto.

—Mi querida Philippa, puedes estar segura de que así lo haré.

Ella se animó un poco, al parecer. Cuanto más pensaba Eduardo en el asunto, tantas más ganas tenía de archivarlo. Si decidía pelear con Francia, debía estar seguro de sus aliados. Suponía que podía contar con su suegro, Guillaume de Hainault, y el tío de Philippa, Jean, siempre había sido un buen amigo.

La pequeña Joanna, aunque era apenas una niña, estaba prometida al hijo del duque de Austria. Esto podía asegurar el apoyo de Austria.

Eduardo pensaba en todas estas cosas y no llegaba a ninguna conclusión. Artois se impacientaba.

 

 

 

“¿Habré de vivir aquí, en exilio, el resto de mi vida?” se preguntaba Artois. ¿Nunca levantará Eduardo un dedo en contra de la corona de Francia?

Él ardía de deseos de humillar a Felipe. Odiaba a Felipe como nunca había odiado a nadie en su vida, y era hombre de pasiones violentas. ¡Que Felipe de Valois fuera rey de Francia! Un rey expósito que estaba en el trono por una serie de casualidades. Era injusto. Había que poner fin a esto. ¡Y pensar que Felipe apoyaba a los que lo habían despojado de sus territorios y había puesto en claro que, mientras él estuviera en el trono, nunca le iban a ser devueltos!

A lo largo de toda su vida, Artois siempre había tenido algún proyecto que trataba de realizar con intensidad apasionada. Él nunca se permitía una reflexión calma. Le gustaba alcanzar un estado apasionado de odio o amor. Tenía la necesidad de permitirse estas emociones violentas: tenía que vivir sus aventuras.

El odio que le inspiraba Felipe de Francia había implantado en su mente la idea de destronarlo. La solución estaba dada. Por intermedio de su madre, Eduardo tenía ciertos derechos a la corona de Francia. Otros tal vez decían que eran derechos insustanciales, puesto que le venían por su madre y la Ley Sálica vedaba en Francia a las mujeres en el acceso al trono. Eduardo era hijo de ella, varón, pero de todos modos la herencia le llegaba por una mujer. Sus derechos a la corona no iban a ser vistos seriamente en Francia. Naturalmente, los que deseaban esto apasionadamente podían convencerse a sí mismos de la existencia de estos derechos.

Pero Eduardo no se movía. Era cauteloso. Tal vez él mismo no creía del todo en sus derechos. Tal vez consideraba las consecuencias de desembarcar en Francia con el propósito de quitarle el trono a Felipe.

Eduardo había tenido un mal comienzo como guerrero en Escocia y se había prometido que nunca iba a actuar otra vez atropelladamente. Podía decirse que aquella primera humillación había sido borrada por sucesivos triunfos, pero hasta el momento no había habido nada espectacular en sus proezas militares.

Una y otra vez Robert había señalado las diferencias entre Francia y Escocia. Los escoceses eran salvajes que podían protegerse detrás de sus montañas. Era muy difícil mantener fortificaciones en la frontera. En Francia todo era distinto. Él imaginaba que le ceñían la corona mientras el pueblo francés lo ovacionaba.

¿Lo ovacionarían?, se preguntaba Eduardo. ¿Por qué habrían de hacerlo?

Porque odiaban a Felipe, el opresor, el usurpador, el rey expósito.

Sí, pero lo habían puesto en el trono y, por todo lo que se sabía, Francia era un país estable bajo su férula.

¡Eduardo era exasperante! Artois se estaba impacientando mucho. Y, cuando se impacientaba, era imprudente.

Movido por la impaciencia, salió a cabalgar y, al atravesar un bosque, vio un arroyo. Lo vadeó y de repente vio un pájaro de color pizarra, con un largo pescuezo, que buscaba comida. El pico amarillo y puntiagudo parecía una daga dispuesta a atravesar algún animalito desprevenido. ¡Una garza!

Robert la contempló cierto tiempo. Tenía que mantenerse inmóvil, porque sabía que la garza es una de las aves más tímidas. Un pájaro cobarde, le habían dicho.

Y se le ocurrió una idea. Soltó a su halcón, que muy pronto apresó a la garza entre sus garras.

Riéndose por lo bajo, volvió al castillo.

 

 

 

El rey y la reina estaban en el salón comedor. Artois llegó tarde. El rey había estado a punto de preguntar por él en el momento en que Robert entró. Detrás de él venían dos mujeres trayendo una fuente. En la fuente estaba la garza que, siguiendo sus instrucciones, había sido asada.

—¿Qué significa esto? —preguntó Eduardo, dispuesto a que Artois lo divirtiera con alguna nueva invención jocosa.

Artois se acercó al rey, haciendo una profunda reverencia.

—Mientras cazaba en vuestros bosques, señor, encontré este pájaro. Creí que podía agradaros, señor. Debe ser uno de vuestros pájaros favoritos.

—Es una garza. ¿Por qué creéis que es mi pájaro favorito? —preguntó Eduardo.

—Majestad —dijo Artois, levantando la voz para que todos los que allí estaban pudieran oír claramente lo que el conde iba a decir—. Majestad: la garza es la más tímida de las aves. Todo el mundo lo sabe. Y vos sois un rey que no está dispuesto a pelear por lo que le pertenece. Un pájaro medroso... un rey medroso. Tiene que haber concordancia. De tal modo que os he traído este pájaro porque, si bien es sólo un pájaro y vos sois un rey, os parecéis en cierto sentido.

Eduardo se levantó con la cara congestionada. Philippa tembló al advertir los primeros signos del feroz genio de los Plantagenet.

Artois se cruzó de brazos y estudió al rey con aire burlón. Luego, para sorpresa de todos, Eduardo estalló en una carcajada.

—Sois un pillastre, Artois —dijo.

—Sí, Majestad —contestó Artois humildemente.

—Me habéis comparado con una garza. Me llamáis cobarde.

Artois no contestó. Todo el mundo admiró su temeridad. Había que reconocerlo: era un hombre valiente.

Eduardo gritó:

—Es cierto que tengo derechos sobre la corona de Francia y juro por esta garza que iré a ese país con un ejército y daré batalla al rey, aunque sus fuerzas doblen a las mías. Venid amigos, asistiréis a mi juramento sobre esta garza. Todos juraremos juntos. Iremos a Francia y arrebataremos la corona de ese impostor Felipe y no descansaremos hasta que esté donde debe estar. Jamás volverá el conde de Artois a compararme con una garza. Venid. Los que me amáis, los que me servís, jurad conmigo por esta garza.

Uno tras otro, los grandes nobles fueron acercándose a la mesa y juraron intervenir en la empresa francesa.

Artois, a un lado, de pie, sonreía con aire benévolo. Finalmente había triunfado.