Capítulo 8

CAPÍTULO 8

Abuelo, te estás desviando otra vez: me estabas hablando de Pedro —dijo Rebeca.

—¡Es parte de la historia, hija! Pedro era el hijo de un «rojo», no le daban trabajo y vivía del contrabando y de la caza furtiva. Por eso lo vigilaba la Guardia Civil.

—¿Cómo conocía Pedro a esos del contrabando, abuelo?

—Formaban parte de una organización clandestina. A los del pueblo los conocíamos todos. Eso funcionaba así:

En el mismo momento en que Pedro Antúnez cenaba con su amigo Manolo en La Línea, en la Venta del Tempul entró un hombre de Algar, llamado Juan «El manco» y pidió una copa de vino en la barra del bar. En un rincón de la sala, sentados alrededor de una mesa y con los fusiles apoyados en la pared, una pareja de guardias civiles se bebían media botellita de vino Garvey, acompañándola con unos chorizos a la brasa. Uno de los guardias pidió un paquete de tabaco. El ventero le preguntó:

—¿De qué marca la quiere usted?

—Dame picadura. Trae también un librillo de papel de fumar y piedras para el mechero —contestó el guardia.

El camarero cogió del estante un paquete de color verde de Tabacalera Española, que tenía cien gramos de tabaco picado; de una cajita metálica sacó unas piedras de mechero y el librillo de papel y se lo llevó a la mesa de los guardias. Éstos ya tenían los encendedores en las manos; unas mechas de color naranja de unos veinte centímetros de larga colgaban de los extremos de estos. Uno de los guardias puso la piedra en el lugar reservado para ella. Luego dio un golpe con la mano de canto sobre la ruedecilla del mechero: saltó una chispa que encendió la mecha al instante. Sopló sobre la brasa para que se encendiese del todo. Luego arrimó la mecha al cigarrillo y lo encendió, le dio fuego a su compañero y luego apagó la mecha introduciéndola dentro del tubo del mechero y colocando un dedo sobre el orificio de metal, cegándolo. La brasa, privada de aire y ahogada en su propio humo, se apagó al instante; luego enrolló la mecha alrededor del encendedor y se lo guardó en el bolsillo.

—Apúntalo todo en mi cuenta —le dijo al dueño del bar.

—No, esta noche invita la casa. Bastante desgracia tienen ustedes de ir por ahí con esta tormenta.

—Desde luego, ¡vaya nochecita! El puente de Picao se va a quedar cubierto por la riada. Toda la vega, desde la garganta hasta el puente, está cubierta de agua. Sólo asoman las puntas de los árboles. Como siga lloviendo así no se va a poder cruzar el puente y Algar se quedará incomunicado por este lado. ¡En fin! Tendremos que salir. A ver si llegamos a la ermita. Fírmame aquí en el parte, que nos vamos ahora que ha escampado.

El guardia puso delante del ventero el papel que justificaría ante su jefe que habían estado en la venta, cumpliendo el recorrido de vigilancia que le habían ordenado. Luego salieron a la carretera y se fueron.

El hombre del mostrador pidió otra copa de vino fino de Soto. Cuando se marcharon los guardias salió al porche de la venta y miró hacia el cielo, como si se tratara de adivinar si seguiría lloviendo o no. En realidad, sólo quería ver por dónde iban aquéllos y a qué distancia estaban. Vio que estaban pasando la alcantarilla del arroyo del manantial del Tempul y decidió esperar un poco más. Al cabo de quince minutos se asomó de nuevo al porche y observó que había comenzado a llover de nuevo, y no se veía nadie por la carretera.

—Vía libre —le dijo al dueño de la venta.

Entonces salió al porche, giró a la derecha y rodeó la venta. Sacó su mechero y le dio dos golpes sobre la ruedecilla: salieron dos chispazos, era la señal.

Detrás del local, a unos cincuenta metros, se abrió una cancela en la alambrada que cercaba al monte, y media docena de caballos cargados con bultos y tapados con lonas pasaron la puerta, guiados por otro hombre. Se acercaron a la venta por detrás, hasta llegar a unos escalones que daban acceso a un patio interior. Allí, a la derecha, estaba el bar y la vivienda del dueño; a la izquierda estaba el almacén donde se guardaban las cajas que contenían las botellas de las bebidas que abastecían al bar. También tenían unas arcas grandes, de dos metros de largo por uno de alto y otro de ancho, rellenas de lonchas de tocino metidas en sal. Del techo colgaban jamones, chorizos y morcillas de las matanzas que se hacían en la casa.

En el patio había tres árboles frutales: un níspero, un peral y un naranjo. Junto a la escalerilla por la que se bajaba al patio había una puerta que daba a la panadería. Allí se amasaba y cocía el pan, en un horno de leña. Carecían de máquinas; todo se hacía a mano.

Los caballos se pararon en la puerta del horno. Rápidamente les quitaron las lonas a tres de ellos y descargaron las bolsas que venían atadas a los costados de los animales; luego metieron las bolsas dentro del almacén. El ventero se dirigió hacia un arca situada en un rincón, quitó una balanza de metal de dos platos que había sobre ella y levantó la tapadera de la caja para introducir en ella el contenido de las sacas de lona: paquetes de tabaco picado de una libra y de media libra. Los iban amontonando en orden según su marca: El Cubanito, Jorge Russo, Águila, Medalla de Oro…

—¿Quiere también cigarrillos Chesterfield?

—No, aquí los cigarrillos se venden poco. Todos mis clientes usan petaca y librillo de papel. Café sí que os compro, si es que traéis, y cuchillas de afeitar.

Uno de los contrabandistas descargó rápidamente una bolsa llena de paquetes de café colombiano y los colocaron en un armario escondido dentro de la vivienda del dueño del local.

—Bueno, vamos al bar, cobráis y os marcháis. Ya sabéis: aquí no habéis venido. Yo no os conozco, ni vosotros a mí —dijo el ventero.

—Por supuesto, esté usted tranquilo —contestó el hombre que llevaba la voz cantante.

El ventero entró por la puerta del patio que daba a su vivienda, mientras que los otros hombres dieron la vuelta para entrar por el porche de entrada del local.

—¿Adónde vais ahora? —preguntó el dueño del bar.

—A La Perdiz, luego al Mesón del Cojo, al Mesón de la Molinera y a Bornos.

—Pues tened cuidado, hay guardias por todos lados. Ya lo habéis visto: hasta lloviendo a cántaros están en la carretera.

—¡Ya! Ése es nuestro oficio también.

El ventero ajustó la cuenta en un papel. Una vez realizada la operación les enseñó el resultado a los hombres.

—¿Es eso? —les preguntó.

—Justo. Danos algo para el camino, pues la noche está muy mala —dijo el hombre que había estado callado durante todo el rato.

El dueño de la venta cogió dos medias botellas de vino, un trozo de morcón, tocino y media telera de pan que había en la estantería y lo puso todo en el mostrador.

—Vale, cojan esto y saquen los caballos pronto de aquí, no sea que venga alguien y los vea junto al horno. Saluden a Manolo «el Cojo» de mi parte.

Los hombres metieron los alimentos en el zurrón y salieron de la venta. Cogieron los caballos y volvieron a cruzar la cancela del monte, cerrándola después.

Cuando amaneciera, lo primero que haría el ventero sería mirar si había huellas de caballos en el trayecto comprendido entre la cancela y la venta. Con el barro seguro que habría, ¡y muchas! Tendría que soltar los cerdos de la cochinera y ponerlos por allí para que se revolcasen y las borrasen.

De momento lo que hizo fue cerrar las puertas y las ventanas y puso una tranca detrás de la puerta de entrada del local; luego apagó el quinqué de petróleo y entró en la cocina, donde estaban su mujer, sus dos hijos y la criada.

—¿Está mi cena?

—Sí, ahora mismo te la pongo —dijo su esposa; luego se dirigió a la criada y le dijo—: María, acuesta a los niños, y tú también te puedes acostar. Yo misma recogeré la mesa después.

Fuera continuó lloviendo fuerte durante toda la noche. El agua del Majaceite pasaba por encima del puente de Picao, y el pantano de Guadalcacín abría sus compuertas para darle salida al agua sobrante hacia la campiña de Jerez y la bahía de Cádiz.

—Abuelo, ¿y cómo conseguían los contrabandistas el tabaco y todas esas cosas?

—Hija, eso es complicado de explicar. Te haré un resumen de cómo y por qué Pedro y «El Cojo» llegaron a meterse en esos negocios.

Gibraltar era una base naval, y los negocios que se instalaron allí existían para satisfacer las necesidades del Ejército. Esto era suficiente al principio; luego Inglaterra decidió utilizar a la colonia como almacén de sus productos, con el fin de introducirlos en España y, desde ésta, al resto de Europa. Así nació el contrabando, principal medio de vida de aquella zona.

Comenzaba así una guerra comercial que les permitiría vender los enormes excesos de producción de su industria, la más avanzada de Europa.

Ante el enorme daño que se ocasionaba al comercio del Sur, el Gobierno español puso fuertes aranceles a los productos extranjeros. El Reino Unido contraatacó, ordenando pagar los salarios de los trabajadores mitad en dinero, mitad en especie. De esta forma, diariamente trece mil trabajadores españoles salían de Gibraltar convertidos en exportadores de los productos ingleses: cobraban parte de sus sueldos en cigarrillos, café, tabaco picado, azúcar, tejidos, relojes, etc. Fue el origen del contrabando masivo.

En España, el tabaco nacional era de hoja de patata machacada y picada; el azúcar era sólo para privilegiados. El contrabando legal, pues se trataba de salarios cobrados en especie, comenzó a salir del Peñón y a distribuirse por toda Andalucía. Ante las protestas de las autoridades españolas, el Gobernador argumentaba que el pago de salarios en especie era legal, que en España también se acostumbraba a hacerlo así. Amenazaba con enviar al paro a los trece mil trabajadores españoles y reemplazarlos por marroquíes, cosa que perjudicaría verdaderamente a La Línea.

Manolo era uno de los centenares de visitantes que entraban diariamente en la ciudad para comprar artículos. Seis años antes trabajaba en el astillero de la Roca. Era calderero, y estaba reparando un barco que había traído café. A la hora de la comida se fue con unos compañeros a comer en una taberna de la factoría. Su ayudante, un portugués, con las prisas que da el hambre se olvidó de cerrar las botellas del gas. Había una fuga pequeñísima en la goma que conducía el gas acetileno hasta el soplete.

A las dos de la tarde, después de haber comido, los trabajadores estaban entrando por una escotilla situada en la proa del barco, en donde estaban efectuando la reparación. Manolo dejó entrar al ayudante portugués y a otra pareja de operarios, mientras él se rezagaba para encender un cigarro. Entretanto, el portugués cogía el soplete y se disponía a encenderlo. En ese momento Manolo colocaba el pie en el borde de la escotilla, disponiéndose a entrar también. Fue en ese preciso momento que el portugués encendió el mechero: una enorme explosión hizo moverse el buque. El pie de Manolo, que asomaba por la escotilla, fue seccionado de cuajo, mientras él, perdiendo el equilibrio, caía hacia atrás, dando tumbos por la escalera hasta el suelo del muelle. La onda expansiva, al no tener otra salida que la escotilla, empujó el aire de la cámara en la que estaban los trabajadores hacia fuera, creando un vacío. Los tres operarios, ya reventados por la explosión, salieron despedidos por la escotilla, junto con trozos de hierro arrancados de cuajo dentro de la cámara. Las paredes de ésta se habían arrugado y encogido sobre sí mismas, debido al efecto de succión producido por el aire al salir violentamente por la escotilla.

Cuando Manolo recobró el conocimiento estaba en su casa. En el Peñón lo habían recogido inconsciente y lo habían llevado al botiquín del astillero. El pie derecho, sin metatarsiano, sangraba abundantemente. En el botiquín le hicieron un torniquete para detener la hemorragia, le limpiaron la herida y cubrieron el muñón con vendas; le inyectaron la antitetánica y penicilina. Luego lo mandaron a su casa. Eso es todo.

Las normas del Concejo de Gibraltar lo especificaban bien claro: «Si un trabajador sufría un accidente laboral se le abonarían los día de baja por enfermedad, siempre que el trabajador pudiese volver al trabajo. Si éste quedaba incapacitado permanentemente, o si moría, se le daría de baja en la colonia sin derecho a ninguna indemnización».

—Abuelo, dijiste que ese hombre era amigo de Pedro, ¿cómo se conocieron?

—Manolo tenía treinta y un años el día de su accidente. Vivía en una chabola cercana a la aduana, que compartía con otros dos amigos, Juan y Pedro, que también trabajaban en Gibraltar. Los tres eran de Ubrique, pero aquellos vivían en la casa desde el fin de la Guerra Civil y Manolo llegó dos años después que ellos. Por las mañanas entraban juntos por la puerta de la aduana, luego se separaban: Manolo se dirigía al astillero; Juan al Club Náutico, donde trabajaba de camarero sirviendo en las mesas de la terraza del club; Pedro Antúnez se dirigía al arsenal, situado dentro del intrincado laberinto de túneles que servían de fábrica y de almacén. Manolo sobrevivió gracias a la ayuda que le prestaron estos amigos suyos, y a los cuidados de Juana, su novia. Ellos pagaron las visitas del médico, las medicinas y todos los gastos de manutención mientras duró su convalecencia. No recibió ni una sola peseta de indemnización por parte de las autoridades gibraltareñas. Ni de las españolas. Tenía la punta del pie cortada unos dos centímetros por encima de los dedos. Usaba un zapato que tenía la punta rellena de algodón y se apoyaba en un bastón para andar.

—Abuelo, ahora entiendo por qué Pedro confió en El Cojo. ¿Qué hizo éste para ayudarle?

—Así me lo contó el mismo Pedro:

Aquel día de mediados de diciembre, Manolo, el amigo de Antúnez, subía por la cuesta de la calle principal de Gibraltar, llena de tiendas de todas clases de artículos a uno y otro lado, cuyos precios estaban indicados en pesetas y en libras.

El domingo anterior, Juan, el camarero, le había dicho que se había encontrado con Antúnez en Ubrique, durante el fin de semana, y éste le había dicho: «Dile a Manolo que me espere el miércoles en la fonda. Sin faltar».

Allí lo esperó. Pedro le propuso un negocio que podría reportarle mucho dinero si era capaz de resolver unos trámites. Ése era el motivo que le traía aquella mañana helada y soleada a Gibraltar.

Lo primero que hizo fue visitar al director de Trabajo del Peñón, el señor Pérriman, que era miembro del Concejo Legislativo de Gibraltar. Sabía que éste tenía una tienda en la cima de la cuesta de la calle. Después de hablar con él y llegar a un acuerdo, «El Cojo» inició despacio el regreso a La Línea, pensando en la forma de llevar a cabo la operación. Se detenía a mirar los escaparates de las tiendas que había a lo largo de la calle. No tenía prisa. Al cabo de media hora, Manolo llegó a una tienda, situada en la esquina de la plaza en la que trabajaba su amigo Juan. El escaparate del local estaba lleno de botellas: whisky, ginebra, ron; y de cartones de tabaco inglés y americano. Manolo se entretuvo mirando el escaparate, esperando a que saliesen los clientes que se hallaban en el interior del local. El dueño salió a recibirlo:

—¡Hola, don Manuel! —le saludó, estrechándole la mano—. ¿De paseo?

—Sí, he venido a dar una vuelta para decirle que la operación de la otra noche salió bien. Dentro de unos días le ingresaré el dinero en su cuenta.

—No hay problema, don Manuel. Con usted da gusto trabajar; tiene toda mi confianza.

—Bueno, pues para la próxima semana necesito otro alijo.

—¿Como siempre, don Manuel?

—Sí, como siempre: mil kilos de tabaco y cien de café.

—¿Dónde y cuándo será la entrega?

—En la playa, entre el Rinconcillo y Palmones. En el mismo sitio que el mes pasado. La entrega será el mismo día de Navidad, que habrá menos vigilancia. La señal será la misma; se dará a las tres de la madrugada.

Mientras hablaban, el tendero había envuelto en papel una botella de «Chiva’s 12 years».

—De acuerdo, don Manuel, no hay nada más que hablar. Tome esto, es una cortesía de la casa para combatir el frío —dijo el dueño del local entregándole la botella.

—¡Gracias! Bueno, me voy a ver a un amigo. Hasta la próxima. A ver si hay suerte…

—Adiós, don Manuel, encantado de verle. No se preocupe usted; allí estaremos.

Manolo salió de la tienda y se acercó al restaurante del Club, buscó una mesa soleada y se sentó en un sillón de mimbre blanco. Puso la botella envuelta encima de la mesa y enganchó su bastón en el sillón que había al lado.

—¡Hola, Manolo! ¿Qué te sirvo? —dijo una voz familiar detrás de él.

—¡Hola, Juanillo! Aquí estamos, dando una vuelta. Ponme una copita de cherri, plis…

—No aprenderás nunca, Manuel. Se dice: a glass of sherry, please.

—Pues a mí me suena igual que lo he dicho yo, ¿no crees?

—Pues sí. Aviado estás tú si tuvieras que tratar con ingleses. Qué llevas ahí, ¿whisky?

—Pues, sí —contestó Manolo; luego, cambiando de tema, le dijo—: Oye, Juan, el otro día vino a verme Pedro, tal como me dijiste.

—¿Qué quería? Si se puede saber.

—Nada, que pasa muchos días sin trabajo durante el invierno y venía a ver si yo podía colocarlo por aquí —contestó Manolo.

—Ya se lo dije: no tenía que haberse ido de aquí; pero es tan cabezón… Ahora ya estaría considerado casi como gibraltareño y no le faltaría el sueldo. Él no puede cambiar el mundo, como él piensa. No tiene más que ver lo que le ocurrió a su padre.

—Tú lo has dicho, Juan: «casi» gibraltareño… Hasta que, cuando menos te lo esperes, te quitan el permiso y te echan a la calle como a un perro.

El día 30 de enero del año 1949, Manolo, al que se le había quedado el apodo de «El Cojo», tenía ya la respuesta del funcionario gibraltareño: «No hay ningún problema», le había dicho.

Serían las seis de la tarde cuando acabó de ordenar en las estanterías de su tienda la compra que le había hecho al director de Trabajo de Gibraltar: una caja con dos kilos de bolsitas de polvo de Ginseng, preparadas para hacer infusiones. Le había llamado la atención el cartel publicitario de la tienda del funcionario, en el que se alababan sus propiedades milagrosas contra el cansancio. Pérriman le dijo que la planta denominada Ginseng era originaria de Corea, y que sus productores necesitaban un permiso especial de su gobierno para poder exportarlo. El gobierno coreano quería impedir que estas plantas pudieran cultivarse en otros lugares, lo cual acabaría irremediablemente con esa fuente de riqueza exclusiva. Sólo podía salir del país en forma de polvo: bolsitas como las de té, comprimidos, raíces secas y machacadas, etc.

La puerta se abrió y entró un hombre muy alto, musculoso y bien parecido. Con su metro noventa y cinco de altura destacaba de los demás por todos los sitios que iba. Tendría alrededor de treinta años, era rubio, de ojos verdosos. Avanzó con la mano extendida y sonriente hacia Manolo:

—¡Hombre, Manolo! ¿Cómo va el negocio? —dijo estrechándole la mano.

—Pues ya lo ves, Juan, aquí estamos, tirando. La cosa no va mal, no tengo queja; pero iría mucho mejor si no lloviese tanto. La gente pierde muchos jornales por causa de la lluvia, y eso aquí se nota.

—Bueno, pues aquí vengo yo para alegrarte el día. Cuando tú quieras hablamos de negocios —dijo el llamado Juan.

Juan Ramírez era «citador» de profesión: él se encargaba de citar a la gente precisa en los lugares precisos y en el momento preciso para poder descargar los alijos de las barcas que llegaban desde Gibraltar. Conocía a los mejores profesionales del contrabando de la zona: sabían lo que tenían que hacer, y lo hacían sin hacer preguntas. La cuadrilla de hombres que Juan citaba en un lugar de la playa esperaba su señal para actuar. Permanecían escondidos detrás de los matorrales del monte que lindaba con el arenal, o tumbados en la arena detrás de alguna duna en el mismo litoral. Cuando los carabineros, atraídos por un señuelo, se alejaban de la playa, Juan daba la señal con el brazo. En ese momento, los hombres salían corriendo hacia la playa, se metían en el agua hasta la cintura, cogía cada uno un saco y volvían corriendo con él a cuestas hacia el lugar del que habían salido y se adentraban en el monte hasta donde los esperaban los caballos que transportarían luego los sacos. Y eso era todo, su trabajo había concluido.

Era un trabajo muy arriesgado, porque debían de hacerlo tan cerca de los carabineros que vigilaban la playa que estos podían sorprenderlos en cualquier momento y dispararles sin previo aviso.

Primero entraba una barca y saltaban seis hombres al agua, cogía cada uno su bulto y la barca se iba. Mientras el primer grupo llevaba la carga hasta los caballos entraba otra barca, y el siguiente grupo la descargaba. Repetían la operación tantas veces como barcas hubieran.

Estos hombres, una vez descargado el alijo y atado sobre los caballos, habían terminado su trabajo y cobraban una cantidad de dinero por bulto descargado.

Juan Ramírez puso sobre el mostrador de la tienda de Manolo un sobre cerrado y le dijo:

—Aquí tienes la cuenta del viaje del mes pasado: doce sacos a ochocientas pesetas son nueve mil seiscientas, menos los porcentajes. En el sobre quedan siete mil y pico, y está la hoja con la cuenta detallada. ¿Vale?

—Sí, hombre, si tú lo dices eso va a misa —le contestó Manuel.

—Pues ahora trata de preparar pronto otro alijo, hay que aprovechar la buena racha.

—Pues mira por dónde tenía yo ganas de hablar contigo, Juan. Tengo un negocio a la vista que quizás te interese. Si sale bien, nos proporcionará más dinero que el tabaco.

—¿Más que el tabaco? No será el asunto del anestésico ese que usan los señoritos en sus fiestas, respirándolos por la nariz. Porque si se trata se eso… no quiero yo mezclarme.

—No, tampoco es eso. Se trata de descargar el alijo de las barcas y volverlas a cargar luego con otros doce bultos para llevarlos a Gibraltar. De esta forma en el mismo día hacemos dos negocios, aprovechando el mismo viaje. ¿Qué dices, te interesa o no?

—¡Hombre, claro! Eso ni se pregunta —contestó muy animado Juan.

—Pues estate atento para cuando yo te avise. Tendrás que buscar a un hombre de confianza que conozca bien los montes: ese alijo no se puede perder, aunque el hombre que lo traiga corra muchos riesgos. Por eso también cobrará más que nadie: dos mil pesetas por traerlo desde Algar hasta la playa. Luego hay que cargar la barca. Se pagará a quinientas pesetas por cada bulto que llegue a Gibraltar.

—Pero, Manolo, si los guardacostas detienen a los barqueros después de haber hecho nosotros nuestro trabajo, ¿qué culpa tendremos nosotros?

—Los marineros también cobrarán lo mismo por cada bulto; pero ninguno cobraremos nada si la mercancía no llega a Gibraltar. Ése es el trato. El cliente estará esperando la barca con el dinero en la mano, y pagará a tanto por bulto. ¿Lo tomas o lo dejas? Piénsalo, porque quiero tenerlo todo a punto para cuando llegue el momento. Hay que actuar con rapidez. Si tú no quieres no pasa nada, buscaré a otro o me las arreglaré yo solo.

—Vale, Manolo, por mí estoy de acuerdo. Voy a intentar encontrar a una persona de confianza, y que asuma todo eso que me has dicho.

—Pues entonces no se hable más. Todavía no sé cuándo será la cosa: todo es un proyecto que se está estudiando ahora y aún no hay nada decidido; pero te lo he comentado para que estés preparado, para que no perdamos tiempo cuando llegue el momento.

—De acuerdo, Manuel. A ver si nos vemos luego cuando cierres la tienda y nos tomamos unas copas por ahí.

—Vale, Juan. ¡Hasta luego!

Juan Ramírez se fue a la taberna de la explanada. En ese momento estaban saliendo los trabajadores del Peñón y una cola de cinco o seis filas se amontonaba delante del control de la frontera española. Poco a poco iban pasando por delante del mostrador, enseñando la documentación. Serían las siete, y después de haber llovido durante toda la mañana, aparecía un cielo limpio de nubes. Ya se notaba que los días se habían alargado, pues el mes anterior a aquella misma hora ya era de noche. Pensó en la cantidad de horas de trabajo que habían hecho aquellos trabajadores que salían en aquel momento por la aduana para ganar sólo diez pesetas. Él, en tan sólo unas horas y una sola vez al mes, ganaba más que ellos trabajando el mes entero diez u once horas diarias. Iba contento, pensaba que con Manolo daba gusto trabajar. ¡Doce bultos a quinientas pelas eran seis mil! Si pudiera, los cargaría él y el porteador. Irían a medias. Pero en fin, no había que precipitarse: aún no sabía ni qué clase de alijo era, ni si se llevaría a cabo la operación, pues «sólo es un proyecto», le había dicho Manolo. Seguramente se necesitaría bastante gente, pues primero había que descargar las barcas de su carga de tabaco y café. Ya vería qué se hacía cuando llegase el momento.