Capítulo 21
CAPÍTULO 21
Rebeca, que escuchaba atentamente a su abuelo, tenía los ojos brillantes por la emoción. Al abuelo se le había quedado seca la boca durante la narración y le pidió a la niña un vaso de agua. Cuando volvió con el vaso, Rebeca dijo:
—¡Qué historia más triste! Pobrecillo el niño… ¿Y no cogieron a los maquis que se escaparon?
—No; ese día no: Bernabé López, Darío y Paco se salvaron del cerco en que estaban, gracias a la estrategia empleada en la rendición de sus compañeros; pero unos meses más tarde fueron sorprendidos mientras dormían, traicionados por otro hombre del maquis, al que los guardias prometieron respetar su vida y recompensarle si les decía cómo acabar con Bernabé y su banda. Murieron acribillados a balazos, disparando sus armas hasta el último momento, tal como dijo el jefe que harían si los descubrían: «Moriremos matando».
—Y Pedro Antúnez… ¿Qué hizo?
—Antúnez escapó de milagro. Me lo contó en París un compañero de trabajo, un hombre de Ronda, que me invitó a comer en su casa. Me lo dijo así:
UBRIQUE, 3 DE AGOSTO 22 HORAS
Pedro Antúnez estaba tomándose unas copas de vino en una taberna cercana al Ayuntamiento cuando el aparato de radio que había en un estante del local dejó de emitir música y se escucharon unas campanadas: «Son las diez de la noche en el reloj de la Puerta del Sol de Madrid», decía el locutor.
A esa hora, todas las emisoras de España estaban obligadas a conectar con Radio Nacional de España, y en aquel aparato de radio nuevo —un Telefunken alemán— estaba a punto de oírse el «Parte de las diez de la noche». En aquel momento, los parroquianos de la taberna guardaron silencio para escuchar las últimas noticias. Con una voz ronca, muy masculina y bien timbrada, y empleando un vocabulario castellano perfecto, académico, el locutor de la emisora iba desgranando las noticias:
«En la provincia de Cádiz, cerca de la localidad de Ubrique, ha sido detenido un grupo de bandoleros que eran buscados desde hace tiempo por la Justicia, acusados de atracos a mano armada, sabotajes y secuestros. A estos cargos hay que añadir el horrible asesinato de un niño de trece años de edad después de mantenerle tres días secuestrado…».
Al oír eso, Antúnez se quedó pasmado, aplastado, hundido por su responsabilidad en el suceso. ¿Cómo se habían atrevido? «¡No se había hablado de matar a nadie, y menos a un zagal…!», pensó Pedro.
En el bar se armó gran revuelo al oír la noticia: los hechos se habían producido cerca del pueblo y nadie se había enterado hasta aquel momento. Todos se preguntaban quiénes habían sido los protagonistas del suceso y dónde habían sido detenidos. Todos menos… Antúnez. ¡Él sí sabía quiénes eran los asesinos! Ahora, después de escuchar el «Parte de Radio Nacional», Antúnez se preguntaba si la operación continuaría adelante, para sacar a los restantes miembros de la brigada del comandante Abril, o todo se había anulado ya. Nunca pensó que aquellos hombres fuesen capaces de asesinar a un niño. «¡Mi padre jamás lo hubiera hecho, ponía las manos en el fuego!», pensó el muchacho. Acabó su copa de un trago y dejó el importe sobre el mostrador. Tenía que hablar con el Cojo… ¿Qué pensaría él de lo que había ocurrido? ¿Estarían ellos en peligro? ¿Serían capaces los maquis de denunciarlos a ellos? Bueno, si habían sido capaces de asesinar a un niño, un inocente que no sabía nada de políticas… Pedro se fue del bar muy preocupado. Se acostó, pero no pudo dormir en toda la noche. Al día siguiente todo el pueblo comentaba lo que habían averiguado sobre los sucesos. Pedro se enteró de que el niño había sido hallado muerto al lado de su asesino, y éste había muerto degollado por un perro lobo. Ambos eran de Algar. Antúnez respiró tranquilo: el único hombre que conocía de Algar era el Manco, y éste era el que podría denunciarlo, por haberlo visitado en su propia casa para encargarle del traslado de los maquis hasta la costa. El Manco cobraba cinco mil pesetas por eso, y por informarles de cualquier cosa que pudiese poner en peligro la operación. Fue él quien los informó de lo fácil que resultaría secuestrar a Pedrito González. Ahora estaba muerto; no podía denunciar a nadie.
Lo que ignoraba Antúnez era que entre los maquis había otro hombre de Algar, que era el asesino del chiquillo secuestrado, y el que había sido destrozado por Lobo, el perro fiel de Pedrito. Juan el Manco había sido detenido vivo y se hallaba en la cárcel de Algar, donde podían hacerle hablar. Allí fue puesta a prueba su resistencia física y mental. No pudo soportar la tortura y habló, sí, contó todo lo que sabía: «Un hombre joven, de unos veinticinco años, que dijo que se llamaba Fernando y que vivía en Alcalá de los Gazules, había venido a mi casa para decirme que lo enviaban los contrabandistas para ofrecerme un trabajo: llevar un alijo desde el arroyo del Caballo hasta San Roque. Más tarde supe que el alijo no era otra cosa que acompañar a unos hombres hasta el mar, donde los estaba esperando una barca. Eran doce hombres en total: los nueve que estaban con el niño y otros cuatro que nos estaban esperando en la sierra del Aljibe».
A la semana siguiente de la detención de los maquis en las cercanías de Ubrique, Radio Nacional informaba del «asalto efectuado por los miembros de la Benemérita en una casa escondida en la sierra del Aljibe, cerca de Jimena, en el que resultaron muertos un guardia civil y los cuatro bandoleros que habitaban en la casa, a quienes se les buscaba por el atraco perpetrado dos meses antes en el tren correo, en la estación de la citada localidad».
Pedro Antúnez, que se encontraba en la taberna tomándose su habitual copa de vino mientras escuchaba «el Parte», se preguntó cómo habían dado con ellos, así, de pronto: durante dos meses la Guardia Civil había sido incapaz de descubrir a los autores del atraco; ahora, una semana después de la detención de los secuestradores de Pedrito González, descubrían el refugio, lo asaltaban y ejecutaban a los hombres que lo habitaban. No había duda alguna, los detenidos habían hablado. Sin embargo, no parecía que lo hubieran contado todo, pues, si lo hubieran hecho, él ya estaría en la cárcel junto a ellos. Una pregunta se estaba formulando con fuerza en su mente: ¿Y qué podrían decir de él? ¿Quiénes le conocían lo suficiente como para denunciarle? Estos hombres no ganaban nada con hacer eso. Habían luchado durante años por unos ideales, y habían perdido. No cambiarían en nada su situación denunciándole. Después de todo, ¿no lo había hecho todo por ayudarles? No, no creía que estos hombres le denunciasen. Además, si lo hubieran hecho, ya le habrían detenido: la Guardia Civil estaba al lado de su casa, y él no se había escondido, sino que acudía diariamente a la taberna y salía a la calle y al campo como todo el mundo. En el cuartel tenían teléfono y le habrían detenido ya, si hubieran recibido la comunicación de que los maquis le habían delatado.
Antúnez se tranquilizó, no tenía nada que temer. Se terminó su copa y sacó su cartera para pagarla. Fue entonces cuando vio entrar al sargento de la Guardia Civil en la taberna, acompañado de otro guardia. Pedro notó un cambio brusco en todo su cuerpo: un extraño temblor se adueñó de sus piernas; un pellizco le atenazaba el estómago, y le entró fatiga; las manos le temblaban sobremanera. Miró hacia detrás, buscando otra salida, pero no la había. Pensó en su madre y en el disgusto que se iba a llevar cuando le notificaran su detención; ella no soportaría otra repetición del drama de su vida. Primero su marido; ahora su hijo. No, no lo soportaría, ¡sería capaz de matarse ella misma!
El sargento se acercó al mostrador y se quedó mirando a Pedro, advirtiendo la palidez de su cara y el temblor de sus manos.
—¿Qué te pasa, chiquillo? Tienes mala cara —le dijo al joven; luego le preguntó al tabernero—: ¿Han dicho algo en el Parte de Ubrique?
—De Ubrique no, mi sargento —le contestó el hombre.
—Pues es raro que no digan nada: mañana comienzan a expropiar a los propietarios de las tierras que lindan con el río. A primeros de año se inician las obras de la construcción de la presa de los Hurones. Contratarán a más de mil personas, de todos los oficios, y tendrán trabajo para unos diez años… ¡Va a cambiar el panorama de esta parte de la provincia!
—Pues ¡ya iba siendo hora! —contestó el tabernero—. A ver si así podemos levantar cabeza y nos quitamos el hambre de encima; en esta zona no hay nada más que parados.
—Ande, ponga dos copas de vino, y que sea bueno. Mejor que ése que le ha puesto a Pedro, que le ha puesto tan mala cara. Y sírvale otra copa —dijo el sargento; luego se volvió hacia Pedro y le dijo—: A ver si sientas cabeza de una vez y dejas de cazar pájaros; con eso no llegarás nunca a mantener a una familia. Aprovecha ahora y ve a pedir trabajo en el pantano; allí lo ganarás bien y por muchos años. Si no…, se te va a hacer vieja la novia esperando.
Pedro aspiró fuerte; unas gotas de sudor le resbalaron por la cara, junto a sus anchas y largas patillas. Miró al sargento y le dijo:
—No se preocupe usted, mi sargento, que mañana mismo voy a enterarme de eso. Las copas van de mi cuenta.
—Entonces, sólo detuvieron a los que se rindieron, ¿no, abuelo?
—A los que se rindieron y también a aquellos otros que estaba en la choza que quemaron los guardias en la sierra. ¿No recuerdas?
—¿Y qué les pasó a los que se rindieron?
—A los maquis detenidos los trasladaron a Sevilla, para comparecer ante el Consejo de Guerra, donde fueron juzgados y condenados a muerte. Excepto a Juan el Manco, al que llevaron detenido a la cárcel de Algar, donde fue obligado a declarar todo lo que sabía antes de aplicarle la ley de fugas.
—¿La ley de qué?
—Ley de fugas. Los guardias le dijeron al Manco: «Ya puedes marcharte; eres libre».
El Manco les creyó; pero cuando salió a la plaza le pegaron un tiro por la espalda. Dijeron que había intentado fugarse. El día de su ejecución estuvo todo el día tirado en el suelo delante del Ayuntamiento, en el mismo sitio que cayó al recibir el disparo. Todos los habitantes del pueblo fuimos invitados a verlo, para que quedase constancia del escarmiento.
—¿Y a todos los mataron?
—Sí, hija. Si fusilaban a la gente por haber pertenecido al bando vencido, imagínate tú a éstos, que además estaban acusados del crimen de Pedrito. Mi padre había ido a llevar unos toros a El Puerto de Santa María, el 26 de diciembre de aquel mismo año, y cuando volvió en Nochevieja nos contó lo que había sucedido en una casa del barrio alto del pueblo, te lo cuento en capítulo aparte: