Capítulo 19

CAPÍTULO 19

—¡Espera un poco, abuelo! A ver si lo entiendo: ¿los maquis hacían todas esas cosas para recaudar el dinero que les permitiría irse de España? Entonces, ¿por qué no atracaron más trenes en lugar de secuestrar a Pedrito? ¿Qué iban a hacer con él?, ¿por qué no lo soltaban ya, si se habían dado cuenta de que habían fracasado?

—El comandante Abril lo quería soltar, espera un poco, sé paciente y escucha:

El comandante del grupo se despertó y miró su reloj: las seis de la tarde. Habían dormido durante cuatro horas, agotados como estaban. En el caso de que los estuvieran siguiendo, la ventaja que les llevaban se había reducido a sólo dos horas. De pronto el comandante palideció: ¡los camiones! Había olvidado que sus perseguidores disponían de camiones, que podían llegar hasta allí en poco tiempo y rodear el lugar donde se encontraban. «Por otro lado, es improbable que se les ocurra venir hasta aquí: con la cantidad de montañas que nos rodean y con un cruce de carreteras que van en todas las direcciones, ¿por qué iban a hacerlo?». Bernabé se tranquilizó y comenzó a despertar a sus compañeros.

—Bueno, vamos a seguir. Estamos ya en la provincia de Málaga, a unos cinco kilómetros de Cortes y a ocho del cruce de Ubrique. Vamos a llegar hasta la mina; allí estaremos varios días, hasta que todo esto se calme. Olvidemos este fracaso. Lo intentaremos otra vez de forma distinta —el jefe recogió sus cosas y se levantó; sus hombres le imitaron.

—¿Una mina has dicho?, ¿conocéis una mina por aquí? —preguntó el Manco.

—Bueno, lo que se dice una mina… no lo es. Es una gruta, donde hay un manantial de agua. Al hervirla mancha los recipientes de un color rojizo, lo mismo que a las rocas que baña. Tiene un fuerte sabor a hierro: debe de atravesar alguna veta importante de ese mineral. Sin duda que no le interesa a nadie explotar el yacimiento: no resultaría rentable, por lo inaccesible del terreno para transportar el mineral extraído. También puede ser que las autoridades ignoren que existe esa veta —le contestó el comandante.

—Teniendo agua y comida, podemos aguantar allí varios días —dijo el hombre del botiquín—. Bajando el monte hay una casa con vacas y cerdos; no nos faltará la carne. Además, sólo estaremos a unos ocho kilómetros de la línea férrea. Muy pocos, teniendo en cuenta que serían cuesta abajo.

El jefe se detuvo delante del Cabrero y, mirándole cara a cara, le preguntó:

—¿Entonces qué?, ¿te vienes o te quedas?

—No, yo me quedo aquí —contestó el aludido.

El jefe no dijo nada; luego se dirigió al hombre del botiquín y, señalando al niño, le dijo:

—Julio, cógele tú ahora un ratito. Le dejaremos en la carretera.

El hombre cogió con cuidado al zagal y se lo echó a cuestas, iniciando el descenso del monte. La carretera tenía una curva a la derecha, a unos cien metros del lugar donde se hallaban. Era la misma curva que ellos habían evitado anteriormente, al subir recto por el atajo hasta el lugar en el que habían estado descansando. Media hora más tarde dejaban al chiquillo en la carretera y, señalando la dirección contraria a la que llevaban ellos, le dijeron:

—Mira, chiquillo: siguiendo la carretera hacia allí se va a Algar. Tú ve despacito, hasta que alguien te encuentre. Cuando llegues al cruce de Ubrique, entras en la venta y pide que llamen a tus padres.

Le dieron de beber agua de una cantimplora y le dejaron marchar. El niño se fue hacia la curva, a la derecha; los hombres en la dirección opuesta, hacia Cortes. Pedrito sacó fuerzas para poder andar, le dolía todo el cuerpo. Dio treinta pasos y se volvió: los maquis habían desaparecido. Continuó caminando despacito, le dolía mucho la espalda y las piernas, sobre todo las piernas: tenía algunos arañazos infectados. De vez en cuando se detenía y se volvía para ver si venía alguien que pudiese ayudarle, pues casi no podía moverse; pero no, no pasaba nadie por aquella carretera desierta y perdida entre montañas pobladas de alcornoques, esos árboles de troncos gruesos y rugosos, cuyas cortezas se recortaban por partes iguales cada seis años y se transportaban en mulas y carretas hasta la carretera, en donde las esperaban los camiones para llevarlas hasta su destino: las fábricas de tapones, cajas y placas de corcho.

Pedrito observó que el camino desaparecía a unos cientos de metros por ambos lados: estaba en la mitad de la curva. Tenía mucha sed y dolor de cabeza; se tocó la frente y la notó muy caliente. «Creo que tengo calentura», dijo en voz alta, como si estuviera acompañado por alguien. Se notaba cansado y un poco mareado. Se preguntó si no sería mejor descansar. «Sí, descansaré un poco, quizá pase alguien mientras». Luego cambió de opinión: «No puedo esperar, debo de llegar al cruce antes de que oscurezca, no quiero estar solo de noche en estos parajes». Continuó andando hasta llegar al final de la curva, al mismo lugar en que los maquis habían dejado la pista para atajar camino subiendo recto al monte, en cuya cima estuvieron descansando durante unas horas. Pedrito había tardado casi dos horas en recorrer los dos kilómetros de carretera que había desde donde le habían dejado marchar hasta el punto en que se hallaba ahora. «Mejor hubiera sido que me hubiesen dejado allí arriba, a sólo unos cien metros de aquí: a estas horas ya habría llegado al cruce», pensó el chico mirando la larga línea recta de la pista que llegaba hasta el cruce de Ubrique, en donde podía pedir ayuda. Hacía calor, el Sol le molestaba al mirar adelante; lo tenía de frente. Miró hacia arriba, al lugar donde había estado durmiendo, y donde se había quedado el Cabrero. Inició la caminata hacia la venta del cruce, renqueando, aguantando el dolor que le producía cada paso que daba, y la sed. Tenía los labios agrietados y sentía la boca seca, pegajosa…

De pronto vio moverse algo entre las retamas de la cuneta. El niño se detuvo, atemorizado. «Puede ser alguna fiera del bosque…», pensó. Pero se equivocó: fue el Cabrero quien salió del matorral y se plantó en medio de la calzada. Llevaba su mochila en una mano y se quedó mirándole. Al verle, el niño sintió una gran alegría: «¡Estoy salvado!», pensó mientras aceleraba el paso, cojeando y aguantando las punzadas de sus heridas.

—¡Pepe! Llévame a mi casa; yo no puedo más… ¡No puedo casi andar…! —le decía gritando, mientras avanzaba renqueando.

El Cabrero se quedó esperándole; miró hacia el cruce: no venía nadie por ese lado, ni tampoco por detrás de Pedrito, quien estaba ya cerca y le dijo:

—¡Menos mal que te he encontrado, Pepe! Estoy agotado, no puedo más… Llévame a casa. Yo le diré a mi padre que tú me has encontrado en la carretera. No temas, no te va a pasar nada. A lo mejor mi padre te recompensa por haberme salvado.

El hombre esperó a que se acercara aún más; luego abrió su macuto y metió la mano. Cuando el niño estuvo a tres metros, sacó una pistola y le disparó. El chiquillo fue frenado en seco al recibir el tiro a bocajarro, que le levantó del suelo, y cayó de espaldas con el corazón destrozado. Murió en el acto.

El asesino cortó unas retamas y las colocó sobre el cuerpo del niño, tratando de cubrirle completamente; la sangre comenzaba a manchar la calzada. El Cabrero se puso en pie para mirar cómo quedaba el chico: «Con un par de ramajes más, el cuerpo se quedará cubierto totalmente», pensó. Aquellas ramas protegerían al cuerpo del sol, tardaría más en descomponerse y lo dejaría fuera de la vista de los buitres y otras alimañas. En cuanto a él, daría un rodeo para aparecer en la venta del cruce como si viniese de Ubrique, para que no le relacionasen con el cadáver de Pedrito, que encontrarían en la dirección opuesta.

El asesino se volvió, decidido a cortar un par de ramas para acabar su obra; pero no tuvo tiempo. Sólo alcanzó a ver, durante una pequeña fracción de segundo, cómo se le echaba encima de un salto un enorme perro lobo. Pepe retrocedió y sacó la pistola, pero el perro cayó sobre él y le hizo caer hacia atrás. Falló el disparo. Ya en el suelo intentó recoger el arma, que se le escapó de la mano cuando su espalda dio contra el suelo, pero el animal le mordió en un brazo y lo zarandeaba, manteniendo firme la presa. Pepe sacó la navaja con la otra mano, extendió la hoja con un rápido movimiento de la muñeca hacia un lado y la clavó en el costado del perro. Fue en ese momento que sintió los colmillos del rabioso animal en su garganta. El hombre se hallaba tumbado en el suelo, su espalda contra el asfalto. El perro del cortijo, el Lobo, tiraba de él de un lado hacia otro sin soltar el bocado, con la navaja clavada en el costado derecho, balanceando la cabeza de un lado al otro, desgarrándole y destrozándole el cuello. Pepe sentía un dolor tremendo; su visión se tornaba roja, sus ojos saltones se inyectaron de sangre. Anochecía de golpe, todo se puso oscuro, negro: ya no veía nada, aunque aún sentía dolor. Lobo continuaba tirando del cuello de un lado al otro; le rompió la tráquea y se la arrancó.

Momentos después llegó el camión con el teniente y sus hombres, quienes vieron al perro sentado sobre sus patas traseras, aullando y lamiendo al niño.

El bandido tenía la cabeza echada hacia atrás, casi cortada por completo. Un gran charco de sangre cubría la carretera desde un margen al otro.

Los soldados recogieron el cadáver de Pedrito y lo subieron al camión. El cabo examinó al perro, le sacó el cuchillo, le taponó la herida con un pañuelo y lo llevó también al camión.

Fue en vano, el animal había perdido mucha sangre y murió a los pocos minutos.

Mientras tanto, los ocho hombres que componían el grupo de los maquis habían llegado al escondite, una pequeña cueva situada en lo alto de una colina, a medio kilómetro de la carretera. Antes de entrar en la gruta admiraron el paisaje: a lo lejos, en dirección Sur, podían ver un peñasco envuelto en una bruma azul: el Peñón de Gibraltar. Abajo, en la misma línea, había un llano junto a la carretera, donde se divisaba una casa y unos corrales con vacas. Junto a la casa, unos niños se estaban bañando en una alberca. Detrás de la casa, al suroeste, se alzaban las cumbres de la sierra del Aljibe, donde los esperaban otros compañeros. Mirando hacia el Este, la ladera del monte en que se hallaban descendía hasta la carretera y continuaba luego bajando hasta el río y la vía férrea. Detrás de la vía se iniciaba el ascenso de las montañas, hasta alcanzar una cota similar a aquélla que los cobijaba. Todo aquello era parte de la serranía de Ronda y el valle del Guadiaro.

Los componentes del grupo se refrescaron con el agua cristalina que brotaba de la roca. Tenía sabor a hierro, pero ellos ya estaban acostumbrados y la bebieron con placer, ¡estaba fresquísima!

El jefe del grupo estaba acomodando sus cosas en un rincón de la cueva cuando le pareció oír un disparo. Había sido detrás, en la dirección de Ubrique. El eco de las montañas había llevado el sonido hasta él; pero no podía calcular la distancia a la que se había producido. Eran las cuatro y media de la tarde.

—¿Estaremos seguros aquí? —le preguntó uno al jefe—. He oído un disparo. Puede que sean los soldados, que han encontrado al niño…

—Si lo han encontrado les dirá todo lo que ha oído sobre este escondite —comentó otro.

—¡Qué va…! El chico estaba dormido, agotado. ¡Si el pobre no se quejó siquiera cuando le puse el yodo en sus heridas! —dijo Julio, el curandero.

En ese momento les llegó el sonido de otro disparo y todos enmudecieron, asustados. Entonces un hombre que había permanecido silencioso hasta aquel momento dijo:

—Yo creo que cuanto más nos movamos, más peligro hay de que nos vea alguien. Propongo que permanezcamos aquí escondidos hasta que sea de noche; luego nos desplazaremos. Siempre lo hemos hecho así. Además, estamos caminando desde anoche; estamos cansados…

El que había hablado se llamaba Juan García, pero todos le conocían como el Poeta. Le llamaban así porque de cuando en cuando le escribía a su mujer, residente en El Puerto de Santa María, unas cartas llenas de versos. En su mochila llevaba un libro y un cuadernillo, de color rosa. Alternaba la lectura del libro con la escritura en el cuaderno. Juan no tenía con quién enviarlos y los guardaba en secreto. Esperaba que algún día pudiera llevarlos él mismo a su casa de El Puerto. Se imaginaba a su esposa leyéndolos, entre lágrimas y besos, comprobando cómo él había estado pensando en ella durante todo el tiempo.

Un día, en el que estaban jugando entre ellos, un compañero le cogió el cuaderno y, riéndose, leyó unos versos. Juan se puso furioso, sacó el machete y estuvo a punto de clavárselo a su compañero. Le sujetaron a tiempo.

—No juegues tú con eso, ¡para mí es sagrado! —le dijo al otro con ira, quitándole el cuaderno de las manos.

Desde aquel momento se le quedó el mote de Poeta. Aunque algunos, que le criticaban en voz baja, decían que tenía una venilla de moña. Juan tenía treinta y dos años, y antes de la guerra era tonelero. No hablaba casi nunca, era muy introvertido, siempre andaba como preocupado y absorto en sus pensamientos. Sus compañeros le respetaban, aunque sabían que no aguantaba bromas: estaba como amargado. Desde el día de la disputa por el cuaderno, le dejaban leer en el libro tranquilo. Tampoco se reían cuando le escribía a su mujer.

Ahora, después de haber escuchado el eco de los disparos y su propuesta, todos miraban al comandante para ver qué decidía. Éste sacó sus prismáticos y miró hacia Cortes: sólo se divisaban cuatro curvas seguidas en la carretera, que bajaba en suave pendiente hasta el pueblo; la última estaría a cuatro kilómetros de la cueva.

Del pueblo sólo se podía ver la torre del campanario de la iglesia y algunos tejados. Al fondo, detrás de Cortes, se divisaba el pueblo de Benahoján, una manchita blanca en la oscura silueta de la sierra de Ronda. Al otro lado tampoco se veía nada, salvo una pequeña curva de la pista. Lo demás era todo monte de alcornoques y encinas por dondequiera que se mirase.

—Estamos aquí igual de bien como podamos estar en otro sitio —dijo el jefe—. No sabemos si nos persiguen aún, en cuyo caso corremos peligro si nos quedamos aquí; pero si nos vamos ahora corremos el riesgo de que nos vean. Ese disparo ha podido ser el de un cazador. O quizás han encontrado al chico y el tiro ha sido la señal para que cese la búsqueda. No sé… Lo pondremos a votación.

En ningún momento pasó por sus mentes la posibilidad de que el niño hubiera muerto. El jefe continuó diciendo:

—Los que estén a favor de quedarse aquí y viajar de noche que levanten la mano.

Cinco manos se alzaron.

—Bueno, no hace falta seguir votando; hay mayoría.

Los hombres se instalaron cada uno en un sitio y se sentaron para descansar de la dura jornada que habían tenido. Estaban completamente desfallecidos, desalentados y doloridos. Se tumbaron encima de sus petates, se cubrieron la cara con las manos o con las gorras e intentaron dormir un poco; pero la angustia que les atenazaba y el dolor de piernas hacían imposible que conciliasen el sueño.

Llevaban dos horas descansando cuando el hombre que montaba la guardia en la entrada del refugio escuchó el ruido de un motor y llamó al comandante. Éste sacó sus gemelos del estuche y miró hacia el lado de donde procedía el ruido, la curva que se divisaba en la dirección de Ubrique. Sólo se divisaba un trozo pequeño de calzada, y el comandante mantuvo fija la vista en él durante unos minutos.

Todos los hombres se habían levantado y recogían sus cosas, nerviosos. Un camión del Ejército pasó por el tramo visible de carretera y se ocultó enseguida en el bosque, lejos de la vista de Bernabé.

—¡Son ellos! —dijo aterrado—. Son los soldados. El chico les habrá contado todo cuanto sabía de este sitio.

Pero el vehículo militar pasó de largo hacia Cortes sin detenerse y los hombres respiraron aliviados. Esperaron para verlo pasar por el tramo de curvas que había al otro lado, pero no lo vieron. El camión se había detenido y los soldados comenzaron a bajarse y a formar una línea a lo largo de la carretera. Los maquis se miraban unos a otros, asustados y nerviosos. Se preguntaban qué debían hacer ahora.

—Jefe, qué hacemos. ¿Nos lanzamos cuesta abajo hacia el río? —preguntó uno.

—Será mejor continuar subiendo esta ladera hasta la cima y escapar por la sierra hasta llegar a la cueva de las Piletas —dijo otro.

El jefe pensaba deprisa: «No se escucha el ruido del camión y no lo he visto pasar por la curva, el único tramo de calzada visible desde allí. Se habrán parado, sin duda. Si bajamos ahora hacia el río, los soldados nos verán. Desde la cima de la montaña podremos defendernos mejor, y también huir por la sierra. Son casi las siete; si aguantamos dos horas más sin ser vistos, se hará de noche y podremos echar a correr hacia abajo y buscar el tren para reunirnos luego con los miembros restantes de la brigada». En ese instante otro sonido los sorprendió, dejándolos helados: ¡ladridos! Los escuchaban por el monte, hacia el poniente, por la misma senda que habían seguido ellos desde que abandonaron al hijo de don Manuel. Los ladridos se oían cada vez más cerca.

—El chico no ha dicho nada —dijo el comandante—. Nos han seguido la pista con perros. Han encontrado al Cabrero y le han matado: ése fue el disparo que oímos antes.

Estaba diciendo esto cuando vio aparecer otro camión por la curva del lado de Ubrique. Venía muy despacio, siguiendo a los perros. El teniente iba de pie en la caja del camión, observando con unos prismáticos el polvo y el movimiento de los matorrales, que indicaban el paso de los sabuesos.

De pronto los perros aparecieron a unos cien metros del refugio, corriendo directamente hacia ellos con gran algarabía y levantando una polvareda en la senda. Paco apuntó al pastor alemán y disparó: el perro dio una voltereta y se quedó tendido. Los dos pointers se detuvieron, confundidos. Su instinto les decía que debían seguir corriendo hasta levantar la presa, luego escucharían el disparo que la abatiría, y entonces ellos debían de cobrarla y llevársela al amo; pero no había sucedido así, tal como los habían acostumbrado: ellos no habían levantado pieza alguna; sin embargo sí habían oído el disparo. La única pieza que había era la del compañero muerto. Los perros, desconcertados, se quedaron al lado del animal muerto, emitiendo lastimosos quejidos. Pero el disparo de Paco le había delatado, y el teniente dirigió sus prismáticos hacia el lugar de donde había procedido el sonido del tiro.

—¡Aquella loma! ¡Rodead aquella colina! —gritó el oficial—. ¡Vamos! ¡Bajen del camión y despliéguense por el monte! ¡Que no escape nadie!