Capítulo 12
CAPÍTULO 12
—Abuelo, ¿y qué hacían los guardias para salvar a Pedrito? ¿No se daban cuenta de nada?
—Sí, hija, sí… se habían dado cuenta. Ten paciencia y escucha. Te voy a ir relatando lo que sucedía en cada sitio, hora por hora:
CORTIJO DE GUADALUPE, 8:30 HORAS
Cuando llegó la hora de efectuar el relevo de los guardias en el cortijo, el sargento fue a ver a don Manuel.
—Don Manuel, hágame usted el favor de firmar el parte —le dijo, después le ofreció tabaco y le preguntó—: ¿Tiene usted algún recado para el pueblo?
—No, gracias. Yo también tengo que ir para solucionar algunas cosas. Si les parece, vamos juntos —contestó el dueño del cortijo.
—¡Ah, bueno! Entonces mejor: así se nos hará más corto el camino —se alegró el sargento. Pensaba que con un poco de suerte acabaría enterándose de lo que estaba ocurriendo en la casa.
Durante el camino apenas se hablaron; don Manuel hacía lo imposible por disimular la terrible angustia que lo embargaba; los guardias hablaban entre ellos de otras cosas, sin dejar de observarle. El sargento decía:
—Ya pronto vendrán las lluvias y refrescarán un poco el ambiente. No hay quien pueda con este bochorno.
—Sí, pero la lluvia también tiene sus inconvenientes —contestó el otro—. Es buena para el campo, estoy de acuerdo; pero nosotros nos mojamos casi todos los días en los caminos y no ganamos para resfriados.
Una hora después se despedían de don Manuel en la puerta del cuartel, a la entrada de Algar. Don Manuel continuó su camino hacia el centro de la calle Real, avanzó por ella hasta el Banco de Andalucía y se detuvo en la puerta; ató la brida de su caballo en la argolla de acero que había en la pared del edificio para eso y entró en el despacho del director de la sucursal.
—¡Hombre, don Manuel! —saludó el director levantándose del sillón de cuero—. ¿Qué le trae por aquí?
—Don Luis, necesito llevarme una suma considerable de dinero hoy mismo. Siento haber venido con esta urgencia, pero es que se me han presentado de improviso con unos sementales para las vacas bravas y maquinaria para trillar…
—¿Cuánto necesita usted? —preguntó intrigado el director del banco.
—Cien mil pesetas, don Luis. Y las necesito para hoy mismo.
—Bueno, no se preocupe usted, don Manuel. Voy a ver de cuánto dispongo en el banco y, si hace falta, llamo a Jerez para que me lo traigan. Creo que en tres horas se lo tendré todo preparado.
—Está bien, don Luis. Mientras tanto, voy al casino a refrescarme un poco. A la una de la tarde me acercaré por aquí.
Don Manuel dudó un momento, luego salió a la calle. Estuvo a punto de decirle al director que no comentase con nadie nada de lo que habían hablado; pero lo pensó mejor: si le decía algo así no haría más que alarmar aún más al banquero, que no estaba acostumbrado a que le exigieran así de golpe esas sumas de dinero. «Lo mejor que puedo hacer es actuar con naturalidad», pensó mientras se dirigía hacia el casino, que estaba situado unos metros más abajo, en la acera contraria. Al cruzar la calle vio a un guardia civil bajando la cuesta, por el mismo sitio que él había pasado momentos antes. No le dio importancia. Entró en el casino y solicitó del dueño media botella de fino Garvey. Al poco tiempo vio pasar al guardia por delante del banco y del casino, continuando su marcha hasta la posada. Don Manuel se tranquilizó y se sentó en una mesa, pidió un plato de chicharrones para picar y se entretuvo leyendo el Diario de Cádiz, que había llegado en el coche de línea la noche anterior. Permaneció en el local algo más de una hora; luego se fue al Ayuntamiento. El alcalde, don Curro González, era su hermano. Quizás sería bueno que le comentase lo sucedido, pues tal vez tendría que recurrir a él si los maquis le pedían más dinero en lugar de liberar a su hijo. Subió a su despacho, dispuesto a contárselo todo, pero el alcalde no estaba allí a esas horas. Sólo estaban el secretario del Ayuntamiento y el encargado del Registro Civil.
En la planta baja estaba la cárcel. Don Manuel se asomó al interior por la reja de la ventana: había dos mujeres encerradas; una de ellas estaba sentada en el suelo y tenía sobre su regazo un niño de unos dos años mamando con la manita puesta sobre una de sus tetas.
—¿Por qué les han metido aquí? —les preguntó el hombre.
—Por coger bellotas para comer, don Manuel —le contestó la mujer que estaba de pie junto a la ventana.
—¿Dónde cogieron ustedes esas bellotas?
—En las tierras de don Curro. Vergüenza les debía de dar reservar las bellotas para los cochinos y que las personas no tengamos derecho a comerlas: ¿Valemos menos que los cerdos? Aunque ya no tengamos ni leche en las tetas para criar a nuestros hijos, prefieren que nos muramos de hambre a quitarle las bellotas a sus bichos… ¡Qué vergüenza! ¡Ojalá, y Dios lo permita, que se gaste todo su dinero en boticas! —dijo, histérica, la mujer que amamantaba a su hijo.
Don Manuel hizo un gesto de impotencia y salió del Ayuntamiento.
CUARTEL DE LA GUARDIA CIVIL, 9:30 HORAS
Nada más llegar al cuartel, el sargento le dijo al guardia que lo acompañaba:
—Lleva los caballos a las cuadras y reúneme a todo el personal en el patio dentro de media hora.
El sargento José Córdoba entró en el cuartel, saludó al guardia que cumplía su servicio en la puerta y entró en el despacho. Fue mirando uno a uno todos los partes de servicio que habían dejado sobre la mesa las parejas que habían regresado de sus puestos de vigilancia. Los guardó con el suyo dentro de un archivador, que llevaba en el lomo escrito con tinta la inscripción: Servicios de Vigilancia, año 1949. Después abrió una puerta situada a la derecha del despacho, que comunicaba directamente con su vivienda. Ésta se componía de dos salas: cocina-comedor, la primera al entrar; la otra era el dormitorio. Encontró a su esposa acostada, con un niño de dos años junto a ella. En la otra cama dormía una niña de cinco años. El sargento se inclinó sobre ellos y les dio un beso a cada uno; luego fue a la cocina, cogió una palangana y le echó el agua que contenía una jarra; se quitó la camisa y comenzó a afeitarse.
La habitación medía cuatro metros de larga por tres de ancha, y el lado más pequeño tenía una ventana que daba a la carretera. En una cantarera rústica, hecha de palos de roble y situada bajo la ventana, había un par de cántaros de arcilla blanca cocida. El agua que contenían se la compraba a un pobre hombre, que la transportaba desde el río con una reata de burros provistos de cantareras, con una capacidad de seis cántaros sobre cada animal. El hombre hacía dos veces el trayecto, recorriendo veinte kilómetros diarios acompañado de sus tres animales, para poder alimentar a sus nueve hijos, algunos de los cuales le ayudaban en el reparto del agua.
Frente a la ventana, en una pared lisa, había un mueble de ebanistería precioso: un aparador, cuyas puertas tenían figuras y detalles en relieve tallados a mano. Se lo habían regalado sus suegros el día de su boda, seis años antes. En él guardaban los manteles, la cubertería y una vajilla que su esposa reservaba para las ocasiones especiales. Sobre el mueble había un espejo grande que tenía los mismos adornos y relieves tallados en el marco de caoba, y en donde se reflejaban la ventana y las bonitas macetas de geranios que estaban en el alféizar apoyadas contra la reja. En el centro de la habitación había una mesa redonda rodeada de cuatro sillas; la mesa estaba cubierta con un mantel de hilo, hecho a mano por la propia esposa del sargento, sobre el que se hallaba un ramo de claveles rojos en un jarrón de porcelana blanca.
En un rincón de la habitación habían construido una cocina con su chimenea, toda en mampostería; en el rincón opuesto se hallaba un palanganero de hierro forjado, en cuyo espejo se miraba el sargento mientras terminaba de afeitarse, asegurándose de dejar a la misma altura sus patillas y dirigiendo las guías de su espeso bigote hacia arriba, retorciéndose las puntas.
El sargento acabó de engalanarse, frotando su cara recién afeitada a navaja con una fuerte colonia que le hizo saltarse las lágrimas, y salió al patio. Cuatro parejas de guardias se cuadraron cuando entró su jefe en el recinto.
—¡Descansen! —ordenó el sargento, respondiendo al saludo; luego continuó—: Guardias, los he reunido aquí, aun sabiendo que acaban de ser relevados de una larga noche de servicio, porque mucho me temo que en las próximas horas nos vamos a enfrentar a una situación delicada y tendremos que actuar con mucha eficacia y discreción —hizo una pausa, mirando directamente a cada unos de sus subordinados, esperando alguna pregunta por parte de éstos; luego, al comprobar que todos permanecían callados y atentos, prosiguió—: Estoy seguro, y ¡ojalá me equivoque!, de que el hijo de don Manuel González ha sido secuestrado por esos bandoleros que se esconden en la sierra. Naturalmente, al padre le habrán amenazado con matar al niño si nos avisa; por eso no nos ha dicho nada, sino que aseguró que el niño se encuentra en el molino. Don Manuel ha venido esta mañana al pueblo, y hay que averiguar a qué ha venido sin levantar sospechas. No quiero ningún comentario sobre esto fuera del cuartel hasta que estemos seguros. ¡No vayamos a meter la pata! ¿Entendido? Una pareja saldrá ahora mismo y se ocultará en el cruce de la Teja, para seguir a don Manuel y averiguar hacia dónde se dirige. Cuando sepan esto, regresarán aquí para informar. Otra pareja irá al encuentro del arriero que trae el pan desde el molino, para averiguar si es cierto que Pedrito ha pasado la noche allí —dicho esto, el sargento distribuyó el servicio.
ALGAR, 10:30 HORAS
El guardia, Manuel Pérez, pasó por delante del Banco de Andalucía y observó al caballo de don Manuel atado en la argolla de hierro de la fachada. Había visto desde lejos a su dueño cuando salía del banco y se dirigía al casino, y aún no lo había visto salir de allí. Manuel pasó de largo sin mirar hacia el local y se fue hasta la puerta de la posada de María Pardeza a preguntarle por el arriero:
—Señora María, ¿ha venido ya el panadero del molino?
—Sí señor, llegó hace un par de horas. Ya debe de estar durmiendo —le dijo la señora, quien al ver la cara de extrañeza del guardia, le aclaró—: Como trabaja toda la noche en el horno, cuando llega aquí descarga el pan y se va a su casa para acostarse y dormir hasta la tarde. ¿Deseaba usted algo?
—Es que he perdido una cartera, y no sé si fue en el molino o en el cortijo de Guadalupe. Quería preguntarle si él la había visto o se había enterado de algo.
—Pues vaya usted a su casa y pregúntele. Aquí desde luego no ha dicho nada.
El guardia le agradeció la información y se fue por la calle de San José, que subía hasta el Ayuntamiento, atravesaba la plaza y bajaba luego por el otro lado hasta salir a la carretera de Arcos. Poco antes de llegar a la carretera, a la izquierda, está el camino que sube hasta el cerro, donde vivían el panadero del molino y su vecino Juan el Manco.
El guardia encontró la puerta de la casa del arriero abierta y dedujo que éste aún no se había acostado; lo llamó y el hombre salió a verle.
—¿En qué puedo servirle, señor guardia? —le preguntó extrañado.
—Hombre, pues vengo a preguntarle si se ha encontrado usted una cartera. La perdí ayer, pero no sé si fue en el molino o en el cortijo de Guadalupe.
—Pues a mí no me han dicho nada —contestó el panadero.
—Y el señorito Pedro, ¿no comentó nada anoche? —dijo Manuel.
—¿Pedrito? Yo hace tiempo que no lo veo. Él nunca regresa tarde al cortijo cuando va al molino, y como cuando yo llego ya es de noche, pues nunca puedo verlo.
—Pero ayer pasó la noche en el molino, creo haber oído…
—¿En el molino? No; yo no lo he visto.
—Bueno, entonces esperaré a que me toque de nuevo el servicio en el cortijo de Guadalupe y buscaré por todo el camino; en donde cayó la cartera, allí mismo debe de estar. Perdone usted por molestarlo.
—¡Nada, hombre! Si me entero de que alguien se la ha encontrado, yo le diré que es de usted.
El guardia volvió a recorrer el camino en sentido contrario, llegó a la calle Real y se dirigió hacia el cuartel, situado a medio kilómetro del Ayuntamiento. Al verlo entrar, el sargento le preguntó:
—¿Qué pasa?
—Don Manuel ha entrado en el banco, y ahora está esperando en el casino. El arriero dice que no ha visto a Pedrito en el molino.
—Vale, descansa de momento en tu casa. Ya iré yo luego al banco a informarme del asunto cuando don Manuel regrese hacia el cortijo.
El sargento se sentó en el comedor de su casa. Su mujer le había preparado el café y le había puesto una copa de aguardiente. Notaba a su marido preocupado y sabía que ya debería estar acostado, pero no le quiso preguntar nada. Sabía que, más pronto que tarde, él mismo se lo contaría todo.
Era la una y media de la tarde cuando José Córdoba vio reflejada en el espejo del aparador la imagen de don Manuel montado en su precioso caballo jerezano. Pudo ver cómo saludaba con la mano al centinela de la puerta y continuaba su camino hacia su casa. El sargento esperó todavía un cuarto de hora antes de salir a mirar a la calle para comprobar que don Manuel había desaparecido de la vista. Entonces, a paso ligero, fue hasta el Banco de Andalucía.
—¡Hola, don José! —dijo el banquero—. ¿En qué puedo servirle?
—Vengo en acto de servicio, don Luis. Le voy a hacer unas preguntas confidenciales, que espero que queden entre usted y yo.
—Usted dirá, mi sargento. ¿Quiere usted pasar a mi despacho?
Una vez instalados en el despacho, el sargento comenzó a hablar:
—Mire usted, he notado últimamente muy raro a don Manuel, como si estuviera preocupado por algo; pero él no dice nada. Quizás las cosas no le van del todo bien, ¿me comprende usted? Lo he visto entrar aquí; ha pasado toda la mañana en el casino, como esperando algo… ¿Cómo lo encuentra usted, don Luis?
—Pues sí, ha estado aquí. Y ahora que usted lo dice, sí, yo también lo he encontrado raro: es la primera vez que se lleva tanto dinero, y con esa urgencia.
—Dice usted que se ha llevado mucho dinero, ¿le ha comentado para qué?
—Para comprar unos sementales para su ganadería, y para comprar maquinaria para trillar. Yo creo que tenía que haberla comprado al principio del verano, no ahora: la temporada de la trilla está al terminar, y para la próxima aún quedan varios meses; no la necesita tan urgentemente. Sin embargo, ha insistido en llevarse todo el dinero hoy mismo, ¡cien mil pesetas nada menos!
—¡Que don Manuel lleva encima cien mil pesetas…! ¡Dios mío! Y va solo por esos caminos con tanto dinero… —el sargento se levantó—. ¡No digo yo lo que hay! Una pareja de guardias en su casa de día y de noche para protegerle a él y a sus bienes, y él no se atreve siquiera a pedirnos que lo escoltemos cuando más nos necesita…
—Pues sí que es raro, mi sargento. A mí desde luego me ha dejado totalmente limpio. Espero que no venga otro a sacar dinero hoy, pues he tenido que llamar a la central de Jerez para que me envíen fondos.
—Pues nada, don Luis. Voy a enviar una pareja para ver si lo alcanzan y que lo escolten hasta el cortijo. Cuento con que nadie sabrá nada de lo que hemos hablado usted y yo, ¿eh?
—¡Por supuesto, mi sargento! La discreción es la base de esta profesión. ¿No lo sabía usted?
JEREZ DE LA FRONTERA, 14:00 HORAS
«Son las dos de la tarde en el reloj de la Puerta del Sol de Madrid…», decía el locutor de Radio Nacional de España en el aparato de radio de la Comandancia de la Guardia Civil, sita en la calle de San Agustín, junto al castillo árabe de la Alameda Vieja, cuando sonó estridentemente el timbre del teléfono que había colgado en la pared del portal del cuartel.
—¡Diga! —dijo el guardia que prestaba servicio en la puerta.
—Le habla el sargento José Córdoba, desde la casa cuartel de Algar. Póngame con el comandante, ¡es urgente!
El guardia de servicio dejó el auricular colgando y fue al despacho del comandante. A los pocos minutos, el impaciente sargento escuchó la voz ronca de su superior al otro lado del teléfono.
—¡Diga! El comandante al habla —gritó éste, molesto por aquella llamada que llegaba justo en el preciso momento que ponía su reloj en hora, como tantos millones de españoles, con las campanadas del reloj de la Puerta del Sol madrileña y se arrellanaba en su asiento para escuchar el «Diario hablado» de las dos de la tarde.
—Mi comandante, todo hace suponer, según la investigación que he llevado esta mañana, que se ha producido el secuestro de un niño de trece años de edad, hijo de don Manuel González, el dueño del cortijo de Guadalupe. El zagal no volvió anoche a su casa, y su padre nos dijo que estaba con sus tíos en el molino. Según la investigación, el niño estuvo en el molino, pero se fue al cortijo antes de que anocheciera. Por otra parte, don Manuel ha sacado esta mañana cien mil pesetas del Banco de Andalucía. Por lo tanto, deduzco que le han secuestrado al hijo y le exigen un rescate bajo amenaza de matar al niño si no lo paga, y también si avisa a la autoridad. Se ignora el número de personas que han intervenido en el secuestro, en el caso de que se trate de eso. No sé si el número de guardias con que cuenta el cuartel de Algar será suficiente para rodear la zona, una vez que se haya descubierto el lugar de la entrega del rescate. Por lo tanto, solicito órdenes para actuar en consecuencia.
El comandante le voceó al guardia de la puerta:
—¡Guardia! Tráigame un mapa del término de Algar, ¡rápido! —luego, por el teléfono, le dijo al sargento—: Sargento, espere cerca del teléfono. Voy a estudiar la situación y luego lo llamo.
El comandante colgó el auricular y se sentó en su despacho. Un guardia le llevó un paquete de mapas del Ejército, en donde estaban ampliamente detallados los más insignificantes relieves del terreno.
ALGAR, 21 HORAS
EL sargento José Córdoba era un manojo de nervios. Algo le decía en su interior que había metido la pata, hasta el fondo. Sin embargo, si analizaba paso a paso todas las gestiones que había realizado eran correctas:
1.º Si sospechaba de un secuestro debía de actuar. No podía consentir que los delincuentes se escaparan con el dinero, creando un precedente peligroso y ridiculizando espantosamente a los guardias civiles de Algar.
2.º Ignoraba el número de personas que componían la banda. En la Feria de la primavera anterior habían conseguido matar a tres de ellos, que habían atacado al cortijo de la Atalaya, pero no podía conocer el número de hombres que la integraban ahora. ¿Cuántos eran los secuestradores? ¿Y si sus guardias se encontraban en inferioridad de condiciones frente a una docena o más de bandidos?
3.º Tenía la orden de comunicar a sus superiores cualquier cosa grave relacionada con la seguridad del territorio que estaba bajo su mando.
Todo eso estaba bien, pero había algo que le daba miedo, causándole una angustia dolorosa que le hacía dar vueltas, nervioso, de un lado al otro de la puerta del cuartel: temía por la vida del chiquillo. El reglamento, por mucho que lo hubiera cumplido al pie de la letra, no tenía en cuenta esa posibilidad. Y si se impedía pagar el rescate, como le había ordenado el comandante, el rehén podía perder su vida.
Si mataban al niño le echarían la culpa a él, por haber actuado antes de haber recuperado sano al niño. Quizás hubiera debido esperar a que hubiesen pagado el rescate y haber perseguido luego a los bandidos; pero ¿quién le aseguraba que una vez hubieran cobrado el dinero iban a dejar libre a Pedrito? Lo más seguro era que lo retuvieran para asegurar la retirada. De cualquier manera, ahora estaba convencido de que el señorito Pedro no saldría vivo: al llamar a la Comandancia le había negado al chico cualquier oportunidad de escapar. Lo había condenado.
Pasaban unos minutos de las nueve cuando el sargento escuchó el sonido del coche de línea de Los Amarillos, que subía penosamente la cuesta que lo llevaría hasta la explanada de la plaza de toros, donde finalizaba el viaje. El coche consiguió subir con la primera velocidad metida y revolucionando a tope su viejo motor, dando fuertes balanceos a cada bache. El vapor que salía por el orificio de llenado del radiador era un auténtico géiser.
Una docena de pasajeros descendió del coche. El revisor, un señor gordo y bizco, llamado Miguel Venegas, se aferró al mostrador de la cantina, mientras otro empleado se subía encima del coche para bajar los equipajes que se hallaban atados en la baca del vehículo.
—Pon lo de siempre —le dijo Venegas al cantinero; luego, dirigiéndose a los clientes habituales de la cantina, que esperaban cada noche la llegada del autocar para enterarse de quién viajaba y el porqué del viaje, dijo—: Parece ser que hay maniobras militares por aquí: ahí abajo, en La Perdiz, hay tres camiones de soldados y un turismo con guardias civiles…
¡Aquello sí que era una noticia para los parroquianos de la cantina! Enseguida comenzaron las especulaciones sobre las maniobras, y siguieron tomando copas más tiempo del habitual. Hasta que pudieron ver, asombrados, la llegada del convoy de camiones precedidos por un turismo negro, de la marca Citroën, que llevaba una rueda de repuesto en la parte trasera. Se trataba de un ejemplar descapotable del moderno 11 T de cuatro cilindros, que sumaban una cilindrada total de 1’9 litros. Tenía tracción delantera y amortiguadores independientes en las cuatro ruedas. La casa Citroën había revolucionado el mundo del automóvil cuando presentó el prototipo, poco antes de la guerra.
Los tres camiones y el turismo se alinearon delante del cuartel. Del Citroën bajó un comandante y dos guardias civiles; el conductor, que vestía el uniforme de capitán del Ejército, se dirigió detrás de ellos hacia el cuartel de la Benemérita. Entraron todos en el edificio y saludaron al sargento José Córdoba. Éste estaba atónito viendo los camiones de soldados, aquello le parecía enormemente desproporcionado. ¿Es que había guerra otra vez? ¿Cómo es que él no se había enterado? El comandante lo sacó de sus pensamientos cuando extendió un mapa sobre la mesa de su despacho y le preguntó, señalando un lugar en el plano:
—El secuestro se ha realizado en un punto entre el molino y el cortijo, ¿verdad?
—Eso creo, mi comandante —contestó el sargento.
—En todo caso, los maquis no se habrán podido alejar mucho de la zona. Más bien deben permanecer cerca del lugar, pues no es lógico que se alejen mucho si tienen que volver con el niño para cobrar el rescate. Yo creo que se hallan por aquí.
El comandante señaló un círculo en el mapa que abarcaba unos diez kilómetros de diámetro, cuyo centro era el Molino de Santa Ana, y que alcanzaba al mismo pueblo de Algar, al Oeste; al cortijo de Guadalupe y el Rotijón, al Norte; al arroyo del Caballo y La Jarda, al Sur; la loma de la Gitana y el cruce de Puerto Galiz, al Este.
—Sargento, usted continuará con su rutina como si no pasara nada; efectuará los relevos de los cortijos, para que nadie sospeche, y seguirán a don Manuel con precaución si sale de su casa. ¿Entendido?
Ante la respuesta afirmativa del atribulado sargento, el comandante se dirigió al capitán del Ejército:
—Usted rodeará toda esa zona montañosa, desde La Jarda hasta el Rotijón; registren cada palmo del monte, cercándolo cada vez más para cogerlos en medio. Yo iré con mis hombres hasta Puerto Galiz, donde me esperan ya otros seis guardias, y controlaremos todos los cruces de carreteras hasta Cortes.
Mientras ocurría todo esto en el interior del cuartel, un numeroso grupo de personas se había concentrado en la explanada. Habían rodeado a los camiones de soldados y al coche de los oficiales, especulando sobre las maniobras los unos; sobre el modelo del turismo los otros.
La noticia corrió por todo el pueblo, y llegó hasta la casa de un hombre llamado Pepe el Cabrero, que también vivía en el cerro y era vecino del arriero del molino y de Juan el Manco. Diez minutos tardó el hombre en preparar su macuto y salir de la casa con paso ligero en dirección del cortijo de la Mesa, cuyas tierras limitan con el río Majaceite, al sur de Algar. Cuando llegó a la Mesa, comenzó a bajar la pendiente que lo llevaba hasta el río y llegó hasta una pequeña huerta que se hallaba a mitad de la cuesta; allí torció hacia Cortes, a la izquierda, y se fue por una vereda que lo condujo hasta la garganta del río, que atravesó pasando por encima de un tronco que unía las dos orillas. A media noche estaba en el arroyo del Caballo, en el lugar donde se hallaban los caballos de Pedrito y su mayoral.
Había caminado unos ocho kilómetros atajando por la vereda, sin pasar por el puente de Picao y sin tocar apenas la carretera. Se sorprendió al reconocer al hombre que cuidaba los caballos: era su vecino el Manco.