Capítulo 15

CAPÍTULO 15

Rebeca escuchaba a su abuelo con los ojos grandes abiertos y brillantes por la emoción del relato. Al llegar a este punto, dijo:

—Abuelo, ¿qué pasó en el lugar de la cita con los bandidos? ¿Tú podías verlo todo desde tu mirador?

—Eran maquis, no bandidos, hija.

—Sí, pero habían raptado a tu amiguito, y eso sólo lo hacen los bandidos…

—Bueno, sigamos, ya comprenderás luego. Yo lo vi casi todo… Después todo el mundo lo contaba así:

VALLE DEL MOLINO, 3 DE AGOSTO, 10 HORAS

El sol iluminaba la imponente mole del peñasco y las cumbres del desfiladero, dejando en sombras el húmedo bosque de las márgenes del río, que bajaba abriéndose paso con fuerza en el fondo. En el cielo azul una bandada de buitres volaba haciendo círculos y emitiendo graznidos; de vez en cuando, en el prado cercano se escuchaban los cencerros de los cabrestos y el mugido de los toros bravos. El murmullo del agua abriéndose camino entre las rocas, formando pequeñas cascadas de líquido cristalino; el trinar de los pájaros ocultos en el bosque de las orillas del Majaceite; el piafar de los dos caballos, que caracoleaban inquietos, contagiados, tal vez, del nerviosismo de sus jinetes. Eso era todo lo que se escuchaba en aquel hermoso paraje.

Don Manuel sacó del bolsillo de su chaleco un reloj de plata, sujeto por una cadena del mismo metal al ojal de la prenda. Ya era la hora de la cita; llevaban una hora esperando en aquel lugar y nadie había acudido a recoger el dinero ni a entregarle a su hijo. «¿Pero qué esperan?», se preguntó. Entonces vio moverse unas ramas de adelfas, y un poco a la derecha un matorral, y más arriba otros…

—¡Ya vienen! —exclamó.

Entonces apareció la cabeza de un hombre cubierta con un gorrillo isabelino, del que colgaba una borla roja. Luego apareció otro soldado, después otro, y otro más. Todo el monte estaba lleno de militares armados. Don Manuel se asustó: no sabía que los maquis iban vestidos con el uniforme del Ejército, ni creía que hubiera tantos.

—Nicasio, ahí están. Ten cuidado que son muchos y vienen armados. Quizá vengan a por nosotros —le dijo al mayoral.

Nicasio no contestó, estaba mirando a su derecha: por la orilla opuesta del río venían cuatro guardias civiles montados en sus caballos. Miró hacia el cortijo de Guadalupe y vio a otros cuatro guardias, que se acercaban por el mismo camino que habían venido ellos.

—Don Manuel, mire usted —dijo angustiado—: hay guardias por todos lados.

Don Manuel se enfureció, se puso rojo por la ira, pronunció algunas palabrotas y lanzó su caballo al galope hacia los guardias gritando:

—¿Quién os ha mandado venir? ¿Es que no os importa mi hijo? ¡Le vais a matar! ¡Sí, ustedes le vais a matar! Todo lo habéis estropeado por haberme seguido.

—Don Manuel, aquí no está su hijo. Esos hombres que usted ve son soldados del Ejército, y ellos han batido el monte desde el Rotijón hasta aquí. Y también han rastreado todo el monte que hay desde aquí hasta La Jarda: están buscando a su hijo —dijo el sargento José Córdoba.

En ese momento comenzaron a aparecer soldados en la falda derecha del monte. Eran los soldados a los que se refería el sargento. Habían aparcado el camión en La Jarda y venían a encontrarse con los otros. Don Manuel estaba como loco, no comprendía nada de lo que estaba sucediendo allí.

—Pero ¿y mi hijo, qué pasa con mi hijo? ¡Debía de estar aquí! Pero han venido ustedes y los maquis se han marchado, llevándoselo. ¡Ustedes, sí, ustedes serán los responsables de lo que le ocurra a mi niño!

El teniente que mandaba la segunda columna se acercó al oficial que mandaba la que venía desde Ubrique, y le dijo:

—Mi capitán, no hemos visto nada más que a un perro lobo, hace algo más de una hora. Iba en la dirección contraria a la nuestra, hacia La Jarda, y pensé que el animal pertenecía a los bandidos que estaban efectuando el canje del niño por el dinero. Ordené que no le disparasen, para no alertar a los dueños.

—No hay secuestradores aquí —contestó el capitán—, se han enterado de alguna forma de nuestra presencia y se han marchado. Ese perro es del padre del niño.

—Entonces, mi capitán, es que el perro ha encontrado la pista del niño. Él nos conducirá hasta el chiquillo.

—Sí, tal vez, pero dónde se encuentra el perro ahora —contestó abatido el capitán—. Mucho me temo que esta operación ha fracasado estrepitosamente; nos pedirán responsabilidades si le sucede algo al niño. Teniente, que los hombres descansen media hora; luego volveremos a la carretera cruzando por el valle. Allí esperaremos a los camiones.

—A sus órdenes, mi capitán.