Capítulo 22
CAPÍTULO 22
El día de los Santos Inocentes de aquel año, Elena Gilloto, una mujer hermosa de treinta y dos años, morena y con unos ojos grandes y verdosos, como las aguas de las playas de la Bahía, estaba tendiendo sábanas en la azotea de su casa, en la calle Zarza. Un agradable olor a aceite frito, anís y matalahúva subía del patio vecino, donde se afanaban en hacer buñuelos y pestiños para la Nochevieja. Sería alrededor de la una de la tarde cuando sonaron unos golpes en la puerta de su casa. La mujer se asomó por la barandilla de la azotea para ver quién era el que llamaba, y vio a una pareja de la Guardia Civil esperando delante de su puerta. Elena bajó las escaleras preguntándose qué venían a hacer a su casa aquellos odiosos hombres. Les abrió la puerta y se quedó callada frente a ellos, mirándolos con desprecio. Los guardias la observaron durante unos instantes, era una mujer muy guapa, aunque su cara tenía las marcas del sufrimiento: demacrada y con grandes ojeras, arrugas prematuras en las comisuras de sus labios; medía un metro setenta, y su talle era estrecho y plano; unos preciosos senos se adivinaban bajo la rebeca negra que llevaba puesta.
—Señora, ha llegado al cuartel este paquete para usted. Tiene que firmarnos el recibo… —le dijo uno de los guardias, despertando de su arrobo.
Elena cogió el paquete, sorprendida. Era pequeño, parecía una caja de zapatos. Firmó el recibo que le presentaron y cerró la puerta de la casa. Luego fue a sentarse sobre su cama y examinó el paquete. Venía de Sevilla y contenía, entre otras cosas: un lápiz, un cuaderno, una carta y un libro escrito en francés: «Le Contrat Social ou Principes du Droit Polítique» (El Contrato Social o Principios del Derecho Político), de Jean Jacques Rousseau. Elena abrió el sobre que contenía la carta y leyó:
Querida esposa:
Cuando recibas esta carta ya no estaré aquí. Me han hecho una farsa de juicio, un mero trámite. Lo mismo que les hacen a los toros que entran en esa plaza de toros del Puerto, donde el animal salta a la arena condenado a morir. ¡Por muy bravo que sea! También a mí me han sentado en el banquillo con la sentencia escrita de antemano.
Pero yo no temo a la muerte: la vivía día a día desde que me separé de ti. Te he echado de menos cada minuto, cada segundo, durante todos estos años. Sólo temo que no puedas perdonarme nunca por haberte abandonado.
Esta pena que me imponen me la merezco. No por el crimen del que estos fascistas me acusan, sino por el otro, aún más grande, de haber sacrificado tu juventud, tu vida y tus sueños por una causa que no te merecía. ¡Ninguna idea, ninguna organización, merece que una persona como tú destroce su vida por ella!
Espero que aún puedas rehacer tu vida y que seas feliz. Y por mí no te preocupes: yo hace tiempo que dejé de vivir. Creíamos que venceríamos, que nos apoyaría la gente; pero nos dejaron solos. La gente de aquí se lo traga todo: lleva en la sangre la esclavitud. Debe de ser hereditario… ¡Qué pena! Adiós, cariño mío, perdóname. Tu marido Juan García.
Elena lloraba mientras leía. Era un llanto silencioso, sin lamentos, sólo algunas lágrimas resbalando por sus mejillas, unas lágrimas más entre los millones de ellas que había vertido desde aquel día, 20 de julio de 1936, en que vinieron los guardias para detenerlo y él salió por la azotea y desapareció de su casa, y de su vida… Nunca más supo de él. No había logrado enterarse de si tan siquiera estaba vivo.
Cuando acabó la guerra pasaba los días haciendo rondas: a la estación de trenes, cada vez que llegaba un tren; al muelle, cada vez que atracaba el vapor de Cádiz; a la carretera, a las paradas de los coches de línea… Así fue viendo cómo detenían a los que volvían del frente rojo. Después perdió poco a poco la esperanza de volver a verlo. Estuvo durante aquellos diez años sola, marginada, por ser la esposa de un rojo. Apenas pudo sobrevivir con la ayuda de sus padres.
Ahora todo había terminado. Ya no tendría que levantarse de la cama sobresaltada por cualquier ruido, esperando encontrar en la puerta a su marido, y comprobar luego, con pena, que no estaba, que habría sido el viento el que movió la gruesa puerta de su casa, engañándola.
Elena se secó una vez más las lágrimas y puso la carta sobre la mesita de noche, al lado de la cartera que contenía la documentación de su marido, en la que sólo había un retrato amarillento y muy usado de ella, de cuando eran novios. Se lo envió cuando él cumplía con su servicio militar en Sabiñánigo, en la provincia de Huesca. Entonces, su novio le mandaba cartas con fotos de él esquiando en la nieve. ¡El pobre! Nunca había visto la nieve antes, salvo en el cine. Y tampoco. En el cine ellos miraban poco la pantalla: pasaban el tiempo queriéndose. Y van y lo mandan al Regimiento de Cazadores de Montaña, ¡a los Pirineos, nada menos! A mil kilómetros de su Elena y de su Puerto… «No hay quien entienda a los militares», dijo para sí la mujer.
Luego cogió el cuaderno que venía en el fondo del paquete, lo ojeó para ver cuántas páginas había escritas, se paró en una página al azar y leyó el título: «A mi esposa». Continuó pasando páginas, y siempre volvía a encontrarse con la misma dedicatoria delante de cada uno de los poemas. Porque eran poemas lo que contenía el cuaderno. Elena se decidió por leer uno al azar, que decía:
A mi esposa
«El sueño de anoche»
Esta noche pasada, he tenido un bello sueño.
De ésos que gustan soñar, cuando uno anda despierto.
Soñé que estaba junto a mí, en el lecho.
Vuelto hacia arriba su cuerpo, sus ojos mirando al techo.
Tenía puestas sus manos encima de su vientre,
Tratando de sentir los movimientos
Del hijo que lleva dentro.
De pronto sentía dolores, aunque el parto está aún muy lejos,
Y su carita de niña se encogía de sufrimiento.
Trataba yo de aliviar sus temores y tormentos,
Acariciando su cara y dándole suaves besos.
Soñé también que acariciaba sus pequeños y preciosos senos,
Tan suaves a mis labios, tan firmes en mis dedos…
Seguía yo, en mi sueño, recorriendo con mis besos
Su precioso y cálido cuerpo, pegué el oído a su vientre
Y escuché de nuevo: ¡Algo se movía allí dentro!
Esto hacía que la madre me olvidara por completo.
Seguí cubriendo su cuerpo de suaves y pequeños besos.
¡Qué suave es su piel! ¡Qué bonito es su cuerpo!
Al fin me desperté de ese maravilloso sueño,
Que tuve con esa mujer que quiero.
¡Cuánto me gustaría ser, de veras, su dueño!
Sentí una pena muy grande al vivir la amarga realidad:
Aunque yo la quiera tanto, nunca la podré besar
El sueño que yo tuve anoche fue bonito de verdad.
Dios sabe que daría mi vida por que fuera realidad.
Elena leyó la poesía y rompió a llorar amargamente: ¡Su hijo…! Su pobre marido no supo nunca que lo perdió aquella misma noche que él desapareció. Ella se interpuso entre los guardias para darle tiempo a él de escaparse por la azotea. La empujaron a un lado. Ella salió corriendo y subió las escaleras, seguida por los guardias; se paró en el rellano con los brazos extendidos, impidiéndoles el paso a la habitación. Desde allí vio la ventana abierta y las cortinas moviéndose con el viento: su marido había escapado. Un guardia le dio un empujón hacia un lado. Entraron los dos como una tromba en la habitación, mientras que ella se caía rodando por las escaleras. Los guardias salieron por la ventana a la azotea y buscaron por los tejados a su marido; pero no lograron encontrarlo. Cuando volvieron a la casa encontraron a la mujer en el suelo, en un charco de sangre. No se atrevieron a moverla y llamaron al médico y a la comadrona. La salvaron a ella, pero no al niño.
Su marido escapó para salvar la vida. Estaba acusado de vender el periódico del Partido Socialista Obrero Español de la provincia de Cádiz, «El Pueblo».
Había otro poema al lado:
«A MI ESPOSA»
Continuamente me pregunto qué estará haciendo mi amada,
La que yo dejé sola, triste y desamparada…
No pude decirle ni adiós, me perseguían los guardias.
No tuve tiempo de abrazarla, ni siquiera a besarla…
¿Qué será de ella, Elena de mi alma?
Le arranqué la vida al abandonarla.
Tengo que ir a verla, aunque sea esto lo último que haga
Y tenga que enfrentarme al pelotón de los guardias.
Ni un solo momento he podido olvidarla, en todos estos años,
Desde que me fui de casa.
¡Ah! Mi pobre mujercita de ojos verdes, mi chata…
Cuánto estarás sufriendo sola, abandonada…
Tengo que ir a verla, a abrazarla y consolarla,
Acariciar su cuerpo, secar sus lágrimas
Con millones de besos en su bonita cara.
Iré a verla, aunque se enteren los guardias.
Ésos que aún se empeñan en dividir en dos a España.
Y me detendrán… Me llevarán a Cádiz, a la Tacita de Plata,
A esa plaza de toros que hay en la entrada,
A la que no va nadie, ni siquiera para mirarla,
Porque saben que en lugar de reses bravas,
Llevan personas para matarlas.
Y entonces… ¿Qué será de ti? Mi pobre mujercita, mi chata…
Elena no pudo continuar leyendo: sus ojos se empañaron de nuevo.
Cuando el abuelo acabó su relato, Rebeca también tenía los ojos húmedos de escuchar esa historia. La niña se restregó los ojos y le dijo:
—Abuelo, me has hecho llorar. Pero no entiendo por qué no quieres venir tú de vacaciones a ese pueblo, ¿qué tienes tú que ver con todo eso?
—No tenemos nada que ver, hija mía; pero me traen malos recuerdos, y también sufrimos injustamente las consecuencias de aquel horrendo crimen: Don Manuel se dejó caer en la silla y se cruzó de brazos. En el pueblo la situación se tornó insostenible para muchas familias, por la falta de trabajo. Mis padres, al perder el suyo tras la muerte de Pedrito González, se vieron obligados a abandonar la casa. Nos fuimos a vivir de alquiler a la calle Palomar, en un sobrado situado en el número cincuenta y cinco, en lo más alto de la calle. Había tantas necesidades que la gente se ofrecía a trabajar por lo que fuera, aunque solamente les pagaran con la comida.
En aquellos años hubo una gran cantidad de familias que abandonaron el pueblo y juraron nunca más volver. Emigraron hacia el Norte: Barcelona, Toulouse, París, Suiza, Alemania… Nosotros también acabamos por abandonar el pueblo.
Después de pasar veinte años de mi vida en el extranjero me instalé aquí, en Madrid, donde tú naciste, hija mía, y donde tu madre ha podido estudiar esa carrera de Derecho. Si hubiera nacido en Algar, ¿tendría ese título? ¿Cuántos hijos de los jornaleros que viven en el pueblo habrán logrado sacar adelante una carrera universitaria? Ninguno.
¿Y me preguntas tú por qué no voy al pueblo? Mis padres fueron obligados a irse para criar a sus hijos, fueron arrancados de sus raíces, y murieron en tierra extraña.
Ésta es la historia que debía de contarte, hija mía. Espero que responda a todas tus preguntas.