Capítulo 6

CAPÍTULO 6

Pedro Antúnez venía de ver a su novia, una joven de Benahoján. Se le había hecho tarde y cuando llegó a la estación se acababa de marchar el tren. No habría otro hasta cuatro horas más tarde para llevarlo hasta Cortes, a unos dieciocho kilómetros en la dirección de Algeciras. Luego tendría que subir una cuesta de unos ocho kilómetros que separaban la estación del pueblo, situado en lo alto de la sierra, pasar la noche en una fonda y coger al amanecer el autocar de «La Valenciana», que lo llevaría hasta Ubrique.

Decidió no esperar al tren. Atravesó la vía férrea y vadeó el río Guadiaro para tomar una vereda que lo llevaría, a través de montes y barrancos, directamente hasta Ubrique, a unos veinte kilómetros del lugar donde se encontraba.

Cuando llegó a la cima de la montaña se sentó para descansar. Abajo se podía ver, pequeñito, el pueblo de su novia, en donde comenzaban a encenderse las luces de sus calles. Después, caminando por la ladera de la sierra, tardaría dos horas en llegar a su casa. Estaba allí sentado cuando vio salir a un hombre de un matorral, situado un poco más abajo de donde él se encontraba; detrás de él salió otro hombre y después otro. Pedro se quedó asombrado: había pasado docenas de veces por aquel lugar y nunca había visto aquel agujero cubierto con el matorral y parecido a la guarida de un lobo, de donde habían salido los tres hombres. Éstos se le quedaron mirando y uno de ellos, que llevaba una escopeta cargada al hombro, avanzó hacia él. Pedro lo esperó sentado, sin moverse, hasta que los dos hombres se encontraron frente a frente.

—¿Quién eres y qué haces aquí? —preguntó el hombre.

—Soy Pedro Antúnez y vengo de Benahoján, de ver a mi novia.

—¿Eres de Cortes? ¿Quién es tu padre? —continuó preguntando el desconocido.

—Soy de Ubrique, y no tengo padre —contestó Pedro, algo molesto.

—Pues a Ubrique no te vas a poder ir ahora: ha oscurecido ya; es muy peligroso andar de noche por el monte. Vente con nosotros a pasar la noche. Somos maquis, pero no tengas miedo…

Entonces, muy intrigado, fue con él hasta donde estaban los demás y entró detrás de ellos en el agujero, mientras uno de ellos sujetaba las ramas que tapaban la entrada. Cuando todos estuvieron dentro el hombre cerró la entrada, soltando las ramas. También puso unos alambres entre las matas y colgó un cencerro en ellos: si alguien movía el alambre, el cencerro sonaría y daría la alarma.

Los hombres entraron a gatas dos o tres metros, luego el agujero se iba ensanchando, hasta que se pudieron poner de pie y uno de los hombres encendió un quinqué que había allí. Alumbrándose con él avanzaron unos metros por la galería, hasta llegar a lo que parecía ser una sala. Ésta tenía varias lámparas de petróleo, distribuidas de modo que todo el lugar estuviese iluminado. Pedro no salía de su asombro, ¡nunca había visto nada igual! Era una cueva grande, como de veinte metros de diámetro. Del techo colgaban caprichosas figuras como de piedra de mármol, de distintos tonos blancos, ocres y rojizos. Las paredes estaban llenas de figuras y relieves de formas raras: una tenía la forma de un león; otra, la de una persona acostada. En las paredes laterales había unos huecos parecidos a nichos grandes, como habitaciones de tres metros de anchura; y en todas las paredes de la gruta había pinturas o marcas, más bien marcas, pues tenían la forma de un peine: una raya horizontal y varias púas que salían de ella. Había centenares de ellas; unas estaban en color rojo y otras en negro. En medio de la sala había un charco de agua, fría como la nieve y de medio metro de profundidad.

Los hombres no le decían nada, le dejaban admirar aquella maravilla. Luego se dirigieron todos hacia un rincón de la sala y empezaron a bajar por una escalera de troncos. Un hombre empezó a encender luces en la parte de abajo. Otro, que se quedó arriba, apagó las anteriores. Aquel piso era muy parecido al de arriba. En un rincón de la sala había nueve columnas de diferentes grosores, alineadas unas al lado de las otras. Un hombre, que se llamaba Paco, fue hacia ellas y, cogiendo un palo, dijo:

—Escucha esto, chaval.

Y golpeó con el palo una columna tras otra: a cada golpe salía una de las notas de la escala musical. La Naturaleza había construido un verdadero instrumento musical de piedra. Pedro se acercó al fondo de la sala, frente a la escalera de troncos de madera, pero Paco lo agarró por el brazo y le dijo:

—¡Cuidado, chaval! Hay un precipicio de más de doscientos metros de profundidad. Acércate despacio.

Pedro se acercó y notó una corriente de aire que subía por el barranco oscuro. Miró abajo: se veía luz en el fondo, como si fuera la estrella de la mañana, el lucero del alba.

—Esa luz es una boca por la que sale el agua, formando un torrente que va a buscar al río Guadiaro. Cuando vas en el tren lo puedes ver. Está entre Benahoján y Cortes, más cerca de Benahoján —le explicó Paco—. Hay otro piso, ahora bajaremos.

—Baja tú con el chaval, nosotros nos quedamos aquí —dijo un hombre que parecía ser el jefe—. Esperaremos a que lleguen los compañeros que faltan.

Paco encendió una antorcha y bajaron por otra escalera idéntica a la anterior. Bajaron con cuidado hasta el piso siguiente. Era más bonito aún que los anteriores. En éste, la charca del centro de la sala tenía a su alrededor como una pared de unos seis metros de diámetro y de unos cuarenta centímetros de altura, que le daban el aspecto de una pila de mármol; la pared que bordeaba la pila tenía figuras en relieve que parecían corales entremezclados con racimos de uvas. La Naturaleza había realizado un trabajo maravilloso en las esculturas que rodeaban la sala.

Pedro volvió a acercarse a la pared del fondo y miró abajo, al precipicio. Se oía el ruido del agua al caer en cascada.

—¿Qué profundidad tendrá el barranco? —preguntó Pedro.

—Si calculas la altura que hay desde la entrada de la cueva hasta el nivel del río, hay más de doscientos metros en línea vertical —contestó Paco.

Luego le cogió de un brazo y, rodeando la pila central, le acercó a un lateral de la cueva: entre cuatro columnas de piedra blanca y transparente, como si fueran de cristal, se hallaba el esqueleto de una persona. Estaba tumbado, mirando hacia arriba. El cabello negro de la melena estaba extendido y le sobrepasaba la cintura; las uñas eran largas y un poco curvadas. El cuerpo estaba semienterrado con una capa de brillantes, o al menos eso parecían las miles de piedrecillas blancas y transparentes que lo cubrían como si fuera una manta. Sólo estaban descubiertos un brazo, una pierna y la cabeza, con su larga cabellera negra. El nicho en el que se encontraba parecía una suite real, con sus columnas y su techo lleno de adornos, como tallados por un misterioso escultor.

—¿Quién era? —le preguntó Pedro a su guía.

—No lo sabemos, ya estaba aquí. Dice el comandante que lleva miles de años. El mineral que la recubre a ella, y el que cuelga del techo y de las paredes, que parece mármol o cristal, son estalactitas o estalagmitas, según crezcan desde arriba hacia abajo o al contrario. Esa criatura se echó ahí para morir, o la pusieron ya muerta, y se ha ido cubriendo de esa piedra hasta formar una sola pieza con ella. La mujer, o lo que sea, está fosilizada. Dice mi jefe que se necesitan miles de años para que se pueda formar esa capa de piedras sobre ella.

Una vez terminada la visita subieron arriba con los demás. Estaban los dos hombres que Pedro conocía de antes y otros cinco que habían llegado mientras él visitaba la planta de abajo. Estaban abrigados con capotes, por la humedad, y se habían sentado sobre unos troncos de madera que les servían de taburetes, formando un círculo.

—Bueno muchacho, te hemos enseñado esto, y eso no lo hacemos con cualquiera. Ahora queremos que nos hables de ti.

Entonces, Pedro les contó toda su historia, y les preguntó si conocían a su padre: un sindicalista que había huido al comenzar la guerra y que no había dado señales de vida desde entonces.

—El nombre de Antúnez me suena, de cuando las huelgas de los trabajadores de la tierra; pero no lo he visto nunca —dijo uno de los hombres.

—A lo mejor llegó hasta Francia —dijo otro.

—No creo; debe de estar muerto, si no nos habría escrito alguna vez para que supiésemos que estaba vivo y que nos reuniésemos con él; pero no, nunca dio señales de vida —contestó Pedro.

—Puede que sí o puede que no —dijo el jefe—. El correo no funciona bien y menos aún el internacional. Se pierden muchas cartas, porque no hay medios para llevarlas; otras son confiscadas cuando llegan a los pueblos: las coge la Guardia Civil para enterarse de dónde están. Muchos compañeros le han escrito a su familia para reunirse en algún sitio, y los han cogido a todos juntos. Nosotros tampoco hemos ido a ver a nuestras familias, ni les escribimos, porque vendrían a buscarnos y nos cogerían a todos. Estamos intentando salir de España por Gibraltar, pero hay mucha vigilancia por aquí, debido a los contrabandistas, y no hemos podido acercarnos al Peñón. Durante muchos años, entrábamos y salíamos cuando nos daba la gana. Nuestro cuartel general estaba en Tánger, y llegábamos en pateras hasta Tarifa y Zahara. Pero ahora la cosa ha cambiado: ya han caído muchos de nuestros compañeros, sorprendidos por los guardias en plena sierra cuando trataban de traer el tabaco de contrabando, nuestro medio de subsistencia. Sin duda alguna fueron denunciados por otros contrabandistas. Ahora nosotros estamos cercados, acorralados, y no nos fiamos de nadie. Tampoco conocemos a nadie de confianza que pueda ayudarnos, pues algunos de nosotros venimos de lejos y no tenemos amigos por aquí.

—¿Ayudaros? ¿Cómo os puedo ayudar? —dijo Pedro.

—Se trata de entrar en Gibraltar, coger un barco y salir de España —dijo el otro.

—Bueno, yo intentaré averiguar algo, pues conozco algunas personas de La Línea, pero no les puedo prometer nada con seguridad.

Los maquis, al oír esto, se animaron.

—Si salimos de España, nosotros haremos lo imposible por encontrar a tu padre: en París está la Sociedad de Antiguos Combatientes y Refugiados Españoles. Allí pueden encontrarlo. Tienen las listas de todas las personas que se refugiaron en Francia y que luego lucharon contra los alemanes junto a la Resistencia Francesa; también tienen tablones de anuncios y revistas, donde ponen los mensajes de las personas que buscan a algún familiar, por si alguien las conoce que se pongan en contacto…

Pedro les prometió que los ayudaría en lo que le fuera posible. Antes del amanecer abandonó la cueva y llegó a su casa a tiempo de ver llegar el autocar de la compañía «La Valenciana», que venía de Cortes y continuaba luego hasta Jerez.

—Abuelo… ¿Cómo podía Pedro ayudarles si ellos ya lo habían intentado todo?

—Eso mismo le pregunté yo en Francia a un amigo de Ronda, un tal Bellido, que estuvo con los maquis. Él me lo explicó así:

Una noche, a mediados del mes de diciembre, un fuerte temporal de agua y de fuertes ráfagas de viento azotaba la calle Oviedo en La Línea. El agua, mezclada con excrementos y orines, corría cuesta abajo.

Pegado a la pared, saltando de vez en cuando sobre algún charco, un hombre llegó a la puerta de la Pensión Asturiana y llamó. Mientras abrían, el hombre echó una rápida mirada a ambos lados de la calle: estaba desierta. La puerta se abrió unos centímetros, dejando ver, apenas, un rostro de mujer.

—¿Qué desea? —preguntó.

—Me llamo Antúnez; me esta esperando Manolo.

—Pase usted. Es en el primer piso, la habitación número dos.

El hombre se quitó el sombrero, lo sacudió en la calle para que soltase el agua y se limpió el barro de las botas; luego le dio las gracias a la mujer y subió la escalera. La puerta de la habitación se abrió antes de que tuviese tiempo de llamar.

—Entra Pedro —le dijo un hombre que se apoyaba en un bastón para andar—. Siéntate. ¿Has cenado ya? ¿No? Bien, le diré a Juana que nos suba algo. Ponte cómodo y sécate un poco.

Se asomó al rellano de la escalera y gritó:

—¡Juana! Súbeme media botella de vino fino y algo para pinchar —le dijo cuando la mujer apareció bajo la escalera. Después, volviendo a la habitación, se sentó en la cama, guardó unos papeles que tenía sobre la mesita en una carpeta y la puso encima de la colcha. Juana subía por la escalera.

—Primero vamos a comer algo y luego hablaremos —dijo, y se sentó junto a la mesa.

Juana entraba en ese momento con una bandeja y la puso encima de la mesa. La bandeja estaba ocupada por media botella de vino del Tío Pepe, dos catavinos, un plato de pajaritos fritos, otro de taquitos de queso curado de oveja y taquitos de jamón, y un trozo de pan moreno.

—No tenía nada caliente para comer. Pero si quieren ustedes se lo preparo; tendrán que esperarse un rato —dijo la mujer.

—Déjalo, Juana, con esto irá bien —contestó Manolo; luego, dirigiéndose al visitante, dijo—: Qué te parece, ¿eh? Esto no lo comen ni los señoritos de Ubrique. Hay que cuidarse; la vida es dura… —Luego, mirando a la mujer, le dijo—: Juana, ¿te acuerdas de aquel chico que trabajaba conmigo en el Peñón antes del accidente?

—¡Claro! —contestó ella—. Ahí en la puerta no lo reconocí: han pasado algunos años desde entonces… Pero ahora sí, lo reconozco. ¡Está hecho un hombre!

Juana miró al muchacho sonriendo y luego salió de la habitación.

—Bueno, cuéntame, ¿cómo ha ido el viaje? —preguntó Manolo.

—Fatal: tres días lleva lloviendo a cántaros. He estado escondido en el monte durante el día y caminando sólo de noche, con tormentas, vadeando arroyos torrenciales, hasta llegar a Palmones. Luego di un rodeo al llegar a la estación de San Roque para esquivar a la Guardia Civil, que siempre está en la estación. Después, atravesando el campo, fui a buscar la carretera de San Roque a Gibraltar. El Puente Mayorga estaba minado de guardias, por la playa y por la carretera, parejas por todos lados —dijo Pedro, llenando las copas y cogiendo un zorzal frito de la bandeja.

—El contrabando, hijo. Saben que sale de aquí y quieren evitar que pase, pero pasa: con caballos, a pie, como tú esta noche, ¡hasta con perros pasa! Hay guardias que están en complot y mandan las parejas a vigilar una zona, dejando al descubierto otras: por allí se cuelan. Luego hay que pagarles el porcentaje, si no ya no pasan más. ¿Quieres otra copa? ¡Bebe, hombre!

—Pues habrá que estudiar eso también. Esta operación no puede fallar, hay que actuar sobre seguro —contestó el joven.

—No te preocupes, que todo se andará. Con dinero por delante no hay puerta que no se abra. Lo malo es eso, que hay que tener el dinero.

Continuaron comiendo y contando anécdotas del viaje y de la vida cotidiana. Cuando terminaron, Manolo recogió la bandeja y limpió la mesa para colocar sobre ella su carpeta.

—¡Ea! Vamos al grano. ¿De qué se trata el negocio? —preguntó.

—Bueno, Manolo. Se trata de pasar una docena de hombres a Gibraltar, y desde allí, puesto que no se pueden quedar dentro de la Colonia, salir al extranjero: a Francia, Inglaterra… a donde sea.

—¿Qué es lo que han hecho? —preguntó Manolo.

—Eso no viene a cuento. Si tuvieran pasaportes no recurrirían a ti, se marcharían ellos por avión, por barco o por tren. Pero como no les dan el pasaporte y quieren irse, pues por eso estoy aquí hablando contigo.

—Bueno, hombre, vamos a ver: hay un cupo fijo de trabajadores que entran diariamente en Gibraltar, y cada uno debe presentar sus papeles en regla en la puerta de la Aduana a la Guardia Civil. Después está el control de los ingleses. Hay doscientos veinticinco inspectores de policía en Gibraltar para unos veinticinco mil habitantes: salimos a más policías por persona que en cualquier país de Europa. Además está la policía militar y los soldados del Peñón. ¿Cómo quieres tú pasar doce hombres y embarcarlos sin que nadie se entere? —preguntó Manolo sonriendo con ironía.

—De la misma forma que sacas tú, Manuel, toneladas de tabaco, café y otras cosas peores que usan los señoritos en sus fiestas. Eso está tan vigilado y perseguido como puedan estarlo estos hombres… Y nunca te han cogido. Se trata de usar el mismo método que usas para el contrabando, pero al revés: en lugar de sacarlo clandestinamente del Peñón, hay que introducirlo en él.

—¡Un momento! Un momento. No es lo mismo. Yo sé que el contrabando está perseguido, pero la Guardia Civil no puede cubrir kilómetros y kilómetros de playas y montes; siempre hay un sitio por donde pasar. Pero el Peñón sólo tiene una entrada: la verja de la aduana.

—Y las barcas que salen de Gibraltar y te dejan el tabaco en la playa, ¿también salen por la aduana? —contestó Pedro con una sonrisa burlona.

—Están los carabineros y los guardacostas —continuó Manolo—. Si se acercan, se tira la carga al mar y desaparecen las pruebas; no te pasa nada. Pero a unos hombres no los vas a tirar al mar, ¿no crees? Vamos a calmarnos y a pensar un poco.

—Entonces… ¿No hay forma de arreglarlo? —dijo nervioso Pedro.

—Hay que estudiarlo hombre… Así de pronto no se ven claras las cosas. Se podrían pedir doce permisos de trabajo «prestados», ya me entiendes, y falsificar los documentos españoles que tengan esos hombres para que coincidan con estos permisos; pero no… No, es demasiado complicado, demasiados papeles falsos. Además, tendrían que quedarse en Gibraltar, y eso no lo permiten.

—Hay otro sistema: la patera —dijo Pedro—. Una barca coge a los hombres en una playa y los lleva a alta mar, a donde un barco los pueda recoger.

—¿Y los guardacostas?, ¿están durmiendo? —la conversación estaba ya volviéndose sarcástica—. La patera y el barco, aun saliendo bien, costaría mucho dinero. Lo mismo que si viniera desde Gibraltar cargada de tabaco y café. Y luego está el capitán del barco. ¿Qué capitán querría parar para recogerlos?

—¿Qué hace un oficial de la Marina si ve una barca a la deriva y con gente en apuros?

—La recoge y la lleva al puerto, o la entrega a las autoridades en el lugar de destino.

—Pues de eso se trata, ¿no? De recogerlos y llevarlos hasta donde se dirija el barco. Siempre que sea a otro país… —dijo Pedro, harto ya de tantas pegas.

—Bueno, Pedro, miraré la forma de hacerlo y te lo diré. ¿Cómo puedo enviarte la respuesta?

—Con los porteadores de tabaco que hacen la ruta de Ubrique o los de la Sierras de las Cabras y de la Sal.

—¿Tú los conoces? —preguntó extrañado Manolo.

—¡Bueno! Hay dos que llegan por la sierra, hasta detrás de la venta del Tempul, siguen adelante y pasan cerca de la ermita del Mimbral, para buscar el pantano de Guadalcacín, la junta de los Ríos, Arcos y Jerez. Éstos hacen siempre un alto en el arroyo del Caballo, donde llegan al amanecer y esperan la noche para continuar. Allí, bajo los árboles del arroyo, descargan los caballos y esconden la carga, por si los descubren que vean los caballos descansando, pero no la mercancía. Otros dos pasan por la sierra entre Ubrique y Cortes, por un sitio en donde yo acostumbro a poner mis perchas. Tú me haces llegar la respuesta de cualquier forma, para que yo me ponga en contacto contigo. Incluso por carta. Diciendo que te encuentras bien y con muchas ganas de verme, yo entenderé que todo va bien y que me tengo que poner en contacto contigo. ¿Vale?

—Bueno, ya veré la mejor forma de hacértelo saber. Una cosa quiero que tengas presente, Pedro: sobornar guardias, falsificar papeles, una patera y el viaje en barco hasta Francia u otro lugar…, todo eso cuesta mucho dinero, más de lo que tú te imaginas.

—Ya lo comprendo, Manuel. Eso también lo deben de saber ellos.

—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Te quedas aquí esta noche o te vas?

—Me voy. Voy a ver si llego hasta la estación de San Roque y me subo a algún tren de mercancías que me lleve hasta la estación de Cortes. Desde allí subiré hasta el pueblo y cogeré el coche de línea que me lleva hasta Ubrique.

—Como quieras, Pedro. Tú sabes que todo lo que tengo está a tu disposición.

—Vale, hasta pronto Manuel. Voy a ver a la Juana, por la cena.

—No te preocupes. De eso me encargo yo. Ten cuidado, niño.

Pedro bajó las escaleras, Juana salió a su encuentro y sin decir palabra abrió la puerta de la calle, miró a ambos lados y dijo:

—Todavía llueve. Ten mucho cuidado, Pedro, y ¡buena suerte!

Pedro salió y desapareció por una esquina cercana al mercado de abastos. Cuando hubo desaparecido de la vista, Juana subió a la habitación de Manolo y le preguntó:

—¿Qué es lo que pasa, Manuel?

—Juana, aquí hay negocio a la vista. Se puede ganar mucho dinero, muchísimo. ¿Cuánto darías tú por escapar de la justicia?

—No sé, según por lo que me busquen.

—Debe de ser algo grave cuando se quieren ir, dejando su casa, su familia, su país. Sí, debe ser algo grave —dijo Manolo.

—¡Jesús! Pobre hombre… ¿Cuánto le vas a pedir?

—No se trata de uno solo, son una docena. Es muy arriesgado, pues si me cogen seré cómplice y lo pagaré muy caro. Si me arriesgo, también lo cobraré caro, una cosa por otra. Además, habrá que «untar» a mucha gente. Iremos anotando todo lo que nos gastemos: el precio del viaje, los trámites de papeles, las comisiones… Al total de los costes, le añadiré treinta mil pesetas para mí solito. Para compensar los riesgos.

—¡Jesús! ¿Y de dónde van a sacar tanto dinero esos pobres? —dijo Juana.

—Eso es problema de ellos, no mío.