Capítulo 20
CAPÍTULO 20
El capitán que dirigía el camión que había pasado primero también escuchó el disparo y les ordenó a sus hombres que se desplegasen y rodearan la zona.
—Estamos perdidos —dijo Paco—. Aquí nos van a freír a tiros; ellos son muchos para nosotros. ¿Qué hacemos?
—¡Lucharemos! De todas formas nos matarán si nos cogen —contestó el jefe.
Y comenzaron a disparar. Los nervios les traicionaban y se precipitaban al apretar el gatillo, fallando continuamente: llevaban mucho tiempo sin enfrentarse a una situación parecida.
Los soldados habían detenido su avance. Por detrás de la curva ellos continuaban subiendo al monte, con la intención de rodear a los bandoleros. Una hora después los maquis se hallaban en el centro de un círculo de unos doscientos metros de radio. Existía el riesgo de que los soldados se hiriesen entre ellos, por el fuego cruzado, y el teniente ordenó que avanzaran con cuidado, estrechando el cerco sin disparar. El capitán también pensaba en lo mismo al ordenarles a sus hombres:
—No disparéis: podéis herir a algún compañero. Avanzad con cuidado y sin descubriros. Los maquis observaban nerviosos cómo los soldados iban avanzando: saltando de pronto entre las piedras, arrastrándose por el suelo, cubriéndose con matorrales de lentiscos y retamas, ocultándose detrás de los árboles… Un soldado dio un grito y cayó al suelo cuando saltaba para cambiar de posición. Poco a poco, los soldados fueron ganando terreno, hasta situarse a unos cien metros de los maquis. Entonces el teniente les gritó:
—¡Oigan, están rodeados! ¡Ríndanse ahora o ya no tendrán otra oportunidad! ¡Si tiran las armas y se rinden, se les respetará la vida y tendrán un juicio justo!
No hubo respuesta. Los maquis estaban indecisos. El teniente continuó hablándoles:
—¡Si nos obligan a sacarlos de ahí, los entregaremos en manos de la gente del pueblo, que les lincharán por la muerte del niño!
Al oír eso los maquis se quedaron pasmados. ¿Quién había matado al niño? Un sentimiento de rabia y de impotencia los embargó, abatiéndolos. Algunos de ellos se echaban manos a la cabeza ante la catástrofe que se les venía encima.
—No hay derecho, no —exclamó el comandante con rabia—. Nos quieren colgar un crimen que no hemos cometido. No hay derecho…
—Rindámonos ya —dijo el sanitario—. De todos modos estamos perdidos. ¿Para qué luchar más?
—¡Ni hablar! Yo no me rindo. Si me van a matar de todos modos, acusándome de un crimen que no he cometido, prefiero morir luchando. Además, quiero enterarme de quién ha sido el asesino del chico para hacérselo pagar con su propia vida; aunque esto sea lo último que yo haga… —dijo Bernabé.
—Pues yo sí me rindo. Sólo he venido a avisaros de que habían llegado los camiones; pero yo no he matado ni secuestrado a nadie —dijo el Manco.
—Yo también me rindo —dijo el curandero—. Estoy harto de llevar esta vida, siempre de un lado para otro, escondiéndome como un zorro…
—¿Quién se viene conmigo? —preguntó el jefe.
—¡Yo voy contigo a donde vayas! —dijo Darío.
—Y yo también, mi comandante —dijo Paco.
Entonces el comandante Abril se dirigió a los compañeros que deseaban entregarse y les dijo:
—Si queréis entregaros debéis saber que os condenarán a muerte en el Consejo de Guerra. Eso si no os matan antes de llegar a Algar. Nosotros nos vamos a la cueva de las Piletas, si logramos salir vivos del cerco en que estamos. Sólo os quiero pedir un último favor, si es que estáis decididos a entregaros a pesar de lo que os espera…
—¿Qué favor, comandante? Todo lo que esté en mis manos lo haré —dijo el hombre del botiquín.
—Y yo también, haré lo que sea menester —dijo el Poeta.
—Está bien, amigos míos —dijo Bernabé, emocionado por la decisión que iba a tomar a costa de la lealtad de aquellos hombres—. Vamos a decir que nos rendimos e izaremos una bandera blanca para ver cómo reaccionan. Si nos dicen que salgamos con las manos en alto, vosotros os ponéis en pie. Mientras ellos os miran a vosotros y os dan las órdenes, nosotros nos arrastraremos y nos ocultaremos en los matorrales. A lo mejor tenemos suerte y logramos colarnos… Si nos descubren, moriremos matando. Ellos no saben cuántos somos aquí; no nos echarán de menos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestó el curandero—. Yo me haré pasar por ti, dando tu nombre. Así dejarán de buscarte.
Los dos hombres se dieron un abrazo, emocionados por tan trágica despedida.
—Que haya suerte para todos —dijo el comandante; luego, poniéndose las dos manos a ambos lados de la boca, gritó:
—¡Queremos entregarnos!
Al mismo tiempo, Paco puso un pañuelo blanco en la punta de una vara y lo levantó sobre ellos. El comandante vio pasar un coche negro por la curva de la carretera, del lado de Cortes, y se acordó de los guardias civiles. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo al pensar en lo que les esperaba a sus amigos: los guardias disparan antes de preguntar nada…
—¡Está bien! ¡Salgan con los brazos en alto! ¡Tiren las armas y salgan! —ordenó el teniente.
Los maquis fueron saliendo de uno en uno. Eran cinco los que se pusieron en pie y salieron al descubierto, entregados a la merced de los soldados, quienes, con sólo recibir la orden, podían abatirlos allí mismo. Mientras tanto, Bernabé, Darío y Paco comenzaron a arrastrarse entre los matorrales y se alejaron de la mina. Se quedaron a unos veinte metros de donde estaban sus compañeros con los brazos en alto. Estaban tumbados y pegados a la base de una roca que sobresalía de los matorrales. Se quedaron quietos, ocultos por la espesa maraña de hojas y ramas de los arbustos que rodeaban la roca que los protegía. Desde allí pudieron oír la conversación que mantenía el teniente con sus compañeros.
—¡Que nadie dispare! —ordenó el teniente. Luego avanzó con un grupo de soldados hasta llegar a los maquis.
—¿Cuántos sois? —les preguntó mientras examinaba el interior de la cueva, buscando alguna salida oculta.
—Somos todos los que estamos aquí, cinco. El responsable soy yo —dijo Julio.
—¿Sí? ¿Y quién es usted? —le contestó el oficial, sacando un lápiz y un cuaderno de notas para anotar las respuestas a sus preguntas.
—Soy Bernabé López, comandante de infantería del Ejército de la República Española —dijo el curandero.
—¿Y vosotros?
El oficial les preguntó sus nombres a los otros detenidos y los anotó en su cuaderno; luego dijo:
—Vamos a los camiones. Están ustedes detenidos por secuestro y asesinato.
El capitán y los restantes soldados se habían acercado también a los maquis, y los llevaron hasta los camiones, donde los ataron entre sí, de espaldas unos con otros. También les ataron los pies. Cuando estaban acomodados en el suelo de los camiones, en medio de los soldados que los custodiaban, llegó el comandante de la Guardia Civil y dijo:
—Bien. Yo me hago cargo de los bandoleros.
—No, mi comandante, no son bandoleros. Son militares y se les debe llevar ante el Consejo de Guerra —dijo el capitán.
—Eso no le corresponde a usted decidirlo. Usted los llevará hasta el cuartel de la Guardia Civil de Algar —le contestó secamente el comandante.
—¡A sus órdenes, mi comandante!
ALGAR, 23 HORAS
El camión militar apareció por la esquina de la posada, en el extremo sur de la calle Real. Pasaba muy despacio los badenes de los cruces de las calles, por donde bajan torrencialmente las aguas procedentes de aquéllas los días lluviosos. Atravesó todo el pueblo y aparcó frente al cuartel de la Guardia Civil, en una explanada oscura. Allí bajaron el cadáver de Pedrito González, alumbrándose con las luces del camión. A esa hora, la mayoría de la gente de Algar se disponía a acostarse, apagando sus candiles y quinqueles: sólo algunas casas privilegiadas disponían de luz eléctrica. La calle Real, la más iluminada, sólo tenía cinco o seis bombillas desnudas repartidas en los cruces. Había poca gente por la calle a esas horas, pues los jornaleros se tenían que acostar pronto para poder madrugar y caminar durante horas para llegar a los cortijos a tiempo de meter mano en sus trabajos. Por eso el camión había atravesado el pueblo sin levantar revuelo apenas. Sólo algunos clientes de las tabernas se asomaron al oír el ruido del motor y lo vieron pasar de largo.
Una hora después de la llegada del vehículo al cuartel, las campanas de la iglesia daban el toque fúnebre. La noticia de la muerte de Pedrito corrió como la pólvora, los vecinos la anunciaban a voces por las calles y de puerta en puerta.
A las dos de la madrugada estaba el cadáver de Pedrito en el centro de la iglesia. Habían limpiado su cuerpo antes de meterlo en aquel ataúd blanco y con incrustaciones doradas, pero se le notaban los arañazos en la cara y las manos. Estaba rodeado de azucenas blancas, y habían colocado unos jarrones en cada esquina del féretro con flores variadas, entre las cuales destacaban los claveles y las rosas blancas.
Al día siguiente, una larga columna de personas acompañó al niño hasta el cementerio, situado en una colina, a un kilómetro del pueblo, mientras las campanas de la iglesia lloraban la pérdida del chiquillo.
Los otros dos camiones, acompañados por el Citroën del comandante de la Guardia Civil, habían continuado hacia Jerez al llegar al puente de Picao, dejando a un lado el cruce que los hubiera llevado hasta Algar.
Don Manuel González estaba hundido. Al ataque de ira y rabia que sufrió al encontrarse a los guardias civiles en los canchos de los buitres, cuando estaba esperando que le devolviesen a su hijo, le sucedió una fuerte depresión, imaginándose ya el resultado de toda aquella operación de rescate del niño. De su niño. Necesitó que don Juan, el médico, acudiera varias veces a visitarle en su casa del pueblo.
Cuando le dijeron que habían encontrado el cuerpo de Pedrito cubierto con unas ramas en la carretera de Cortes estaba sentado y no se movió. Se cubrió la cara con las manos y movía la cabeza de un lado a otro, como negando que pudiera ser posible lo que ya esperaba desde que vio a los militares en el río, lloraba en silencio.
Más tarde fue a reconocer el cadáver al cuartel de la Guardia Civil. Si allí esperaban que organizara un escándalo, enfrentándose a los guardias, se equivocaron: ni una sola palabra salió de su boca. Miró al niño a través de sus lágrimas, y le acarició su carita, ya fría y pálida; luego se volvió a su casa.
Don Juan corrió a atenderle. Llegó a tiempo de ver cómo se dirigía recto hacia un tocador y abría un cajón. El médico le cogió de las manos y le abrazó, impidiendo así que llegara a coger el arma. Don Manuel comenzó a sollozar de nuevo sobre el hombro del amigo, que le ayudó a sentarse en un sillón y permaneció a su lado hasta que se calmó. Los encargados de las pompas fúnebres vinieron a verlos y don Juan los autorizó a proceder con todos los preparativos. Antes de marcharse, don Juan fue al tocador y cogió el arma que había en el cajón del mueble —una pistola Astra, fabricada en Guernica, en las Vascongadas— y se la guardó en el bolsillo.
Después del entierro de Pedrito su padre volvió al cortijo, se encerró en su casa y no recibía a nadie. No permitió nunca más que hubiera guardias en su cortijo ni en sus tierras. Durante diez años los había mantenido allí para proteger a su familia; ahora, después de haber perdido a su niño, precisamente por culpa de ellos, ya no los necesitaba.
Don Manuel se volvió huraño, desconfiaba de la gente del pueblo. Se distanció incluso de sus propios hermanos: la investigación de los hechos y los interrogatorios efectuados a los detenidos demostraron que éstos recibieron ayuda de algunos vecinos de Algar durante muchos años. Y don Manuel concluyó que todo el pueblo era cómplice de aquéllos que mataron a su hijo. Decidió cruzarse de brazos para que el pueblo pasase hambre.
El mayoral despidió a todos los jornaleros que quedaban en el cortijo de Guadalupe y le vendió las reses bravas a otro ganadero de Sevilla; la hacienda se quedó prácticamente abandonada.