Capítulo 16

CAPÍTULO 16

Abuelo… ¿Y se fueron todos sin buscar al niño? Y el padre y su capataz, ¿qué hicieron al ver que los soldados se marchaban?

—Se fueron de aquel lugar porque allí no iban a encontrar a nadie, pero fueron a otro sitio. Yo los vi pasar por el valle, escucha cariño, no seas impaciente:

Desde la atalaya en la que me hallaba sentado, observando lo que sucedía en el valle, yo no daba crédito a lo que estaba viendo; me levanté del suelo y salí corriendo hacia mi casa gritando:

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Venid corriendo! ¡Está pasando mucha gente!

Mis padres salieron al oír mis gritos y se quedaron mirando hacia la vega, asombrados.

—¡Cuánta gente rara está pasando por aquí últimamente! —dijo ella.

—¡Coño! ¡Soldados! —exclamó mi padre—. ¿Qué estará pasando? ¿Estarán de maniobras?

Medio centenar de soldados se dirigían a pie por la vega hacia el molino. Pasaron de largo y continuaron recto hacia la garganta del río. No había ningún vado por allí y se metieron en el agua hasta la cintura para cruzar al otro lado; luego siguieron por un arroyo seco hasta la carretera. Don Manuel, Nicasio y cuatro guardias civiles, que iban detrás de los soldados montados en sus caballos, se quedaron en el molino.

Cuando nosotros, enfermos de curiosidad, sin poder aguantarla más al ver tanto trasiego de gente, llegamos por fin al molino, aquello parecía un manicomio: don Manuel estaba como loco, discutiendo con los guardias y acusándolos de ser los responsables del fracaso de la operación de rescate; don Pepe González lloraba como un chiquillo, al enterarse del secuestro de su sobrino; doña Ana García, su esposa, se abrazó a mi madre llorando y contándole lo que había ocurrido:

—A mi sobrino Pedrito se lo han llevado los rojos… María, se han llevado a mi pobre niño…

Mi madre también comenzó a llorar y a dar gritos, histérica. Ana, mi hermana mayor, y los primos de Pedrito también lloraban y daban gritos. Yo, al ver a mi madre y a toda aquella gente llorando, aunque nadie me explicaba el motivo, me asusté y también me eché a llorar.

El sargento se dirigió a don Manuel y le dijo:

—Mire usted. Será mejor que se tranquilice: hay más de cien hombres buscando a su hijo; todo lo que se pueda hacer se hará, no le quepa duda. En cuanto a la operación, la hemos llevado en el más absoluto secreto; queríamos coger a los bandidos después de que hubiesen entregado al niño. Por eso no hemos intervenido hasta hoy, aunque lo sabíamos desde que se lo llevaron. ¿Por qué no han acudido a la cita y se han llevado a Pedrito? Eso aún no lo sabemos; pero yo espero descubrirlo.

—Abuelo, ¿y tú estabas allí viendo todo eso? —dijo Rebeca.

—Sí, hija, allí estábamos todos, llorando y asustados por lo que pudiera pasar con Pedrito. Hasta ahora te he contado lo que vi; lo que sigue lo supe luego, cuando todo acabó y lo comentaron en el pueblo. Escucha con atención:

Entretanto, los soldados habían llegado a una alcantarilla que cubría el arroyo por el que habían venido desde el río. El capitán y sus hombres subieron a la carretera y miraron hacia arriba, a la enorme montaña que había al otro lado cortándoles el paso.

—Cualquiera da con esa gente —dijo el teniente, mirando la cadena montañosa que tenían delante. Bajó la mirada hacia el arroyo, que saliendo de la alcantarilla subía hacia la cumbre ocultado por las ramas de los árboles, formando como una especie de túnel. Algo le llamó la atención, le pareció ver moverse algo entre el follaje que cubría el arroyo, y se volvió a los soldados que, como él mismo, acababan de salir del agua fría del Majaceite.

—Por allí —les dijo, señalando el arroyo.

Se abrieron otra vez en abanico, para abarcar todo lo ancho posible, y comenzaron a remontar el arroyo. El relincho de un caballo hizo que los soldados se detuvieran; el teniente les hizo señas para que rodeasen el lugar con precaución, y encontraron algo: en medio del arroyo, a un centenar de metros de la carretera, se hallaban dos caballos atados a unas ramas.

El teniente se acercó. Los soldados se habían desplegado alrededor de los animales en un radio de cincuenta metros. Las monturas de los caballos estaban en el suelo, cerca de los animales. Una de ellas era preciosa, una obra de artesanía: en el cuero de la silla tenía incrustaciones de lana de borrego y otros adornos; las anillas y el brocal eran de plata. En un lado, repujado en el cuero, llevaba escrito el nombre de su dueño: Pedro González.

El caballo del niño se distinguía fácilmente del otro: era un caballo tordo, precioso, de los cartujanos que se crían en Jerez. El animal se removía, inquieto por la presencia de los soldados, y el teniente lo cogió por la brida y trató de tranquilizarlo, acariciándolo.

—Tranquilo… Caballo, tranquilo… —le decía suavemente sin dejar de acariciarlo.

El capitán subía el arroyo desde la carretera, acompañado de dos soldados; parecía cansado ya de tanto caminar. Tenía cuarenta años, era bajito y un poco grueso. Llegaba ahogándose por la subida.

—Mi capitán, estos caballos son los del niño y su mayoral. Los bandidos han estado en este sitio; pero ¿hacia dónde buscamos? —dijo el teniente, extendiendo sus brazos y señalando la cadena de montañas que tenían enfrente.

—Necesitamos perros. ¿No vio ninguno en La Jarda? Habrá que traerlos de donde sea.

—Sí que había algunos; yo pude ver dos pointers y un pastor alemán —contestó el teniente, un hombre de apenas treinta años, alto y esbelto.

—Don Manuel está en el molino —dijo el capitán—. Que un soldado le lleve el caballo del niño y le diga dónde lo hemos encontrado. Otro que coja el caballo del mayoral y vaya a La Jarda, para decirle al conductor del camión que se venga y se traiga todos los perros que encuentre en el cortijo. Usted ponga unos hombres en la carretera y que estén al tanto: el camión de Ubrique debía de esperarnos en el puente; ya debe de estar al llegar.

—Entonces… ¿Nos quedamos aquí? —dijo el teniente.

—¡Claro! Hay que seguir la pista desde aquí con los perros: es la única forma de dar con ellos. ¿De acuerdo, teniente?

—¡A sus órdenes, mi capitán!

El teniente les ordenó a algunos de sus hombres que cumpliesen los deseos del capitán, y dos soldados cogieron los dos caballos y descendieron hacia la carretera; otros tres bajaron con ellos para quedarse a esperar el camión de Ubrique. Los dos oficiales, acompañados del resto de la tropa, se sentaron en el suelo bajo los árboles para descansar un rato, el tiempo que tardaran los soldados en traer a los perros. Lo necesitaban: les quedaba una dura jornada de marcha todavía.

—¿Qué le habrá pasado a la compañía que viajaba en el camión del teniente Gómez? No se presentaron en el peñasco a la hora fijada —comentó el teniente.

—También a mí me ha extrañado; ya nos lo explicará cuando nos reunamos —le contestó su superior.

LOMA DE LA GITANA, 3 DE AGOSTO, 10 HORAS

El teniente que mandaba la columna sacó sus prismáticos y miró hacia la casa. Vio que estaba en ruinas, sin ventanas ni techo; todos los huecos estaban tapados con retamas. No vio a nadie. El oficial hizo la señal de seguir avanzando. Estaban a casi doscientos metros de una casa, que había aparecido ante ellos en la cima del montículo señalado en su mapa con el nombre de Loma de la Gitana. Desde allí se podía ver parte de la carretera de Cortes y del cortijo de La Jarda. El teniente lo comprendió todo: los secuestradores habían visto pasar los camiones, y a los soldados organizándose para batir el monte, y, sin dudarlo, se habían largado. Ahora estarían lejos de allí. Rodearon la casa y fueron estrechando el cerco. Nada, ni un solo ruido salía del interior. El teniente avanzó decidido con su fusil preparado, y sus hombres le imitaron. Un soldado miró por un hueco que había entre las ramas que cubrían la ventana y al ver el interior de la casa dijo:

—Mi teniente, no hay nadie.

Entraron en la casa. El fuego tenía aún rescoldo entre las cenizas y había desperdicios de comida por doquier. El oficial buscaba algo, cualquier cosa que le indicara que los que habían estado allí eran los secuestradores del niño que buscaban; pero solamente encontró un paño mojado de agua y con manchas de sangre. Podía tratarse de la sangre del animal cuyos huesos aparecían esparcidos por todas partes. Tras meditar unos segundos, tomó la decisión de seguir avanzando hacia el Norte, hasta encontrarse con las otras compañías de soldados.

—¡Nos vamos! En formación como antes, separados entre sí para abarcar la mayor anchura de terreno posible —ordenó a sus hombres.

Continuaron caminando a través del monte. Unos cinco kilómetros de bosque de matorral los separaba, según el mapa, del cortijo de Rotijón. El teniente calculó, viendo el estado del terreno que pisaban, que tardarían casi una hora por kilómetro de marcha: a las tres de la tarde estarían en el río.

Llevaban dos horas caminando desde que dejaron la casa y, de pronto, por el flanco izquierdo, un perro lobo grande salió del matorral y se abalanzó contra un soldado que le cortaba el paso. Éste, que no esperaba encontrarse con nada parecido, dio un paso atrás, perdió el equilibrio y se cayó de espaldas. El animal le mordió en la muñeca de la mano con la que intentaba protegerse la cara. No soltaba su presa el perro. A los gritos del muchacho acudían sus compañeros, con el fusil presto a disparar. De pronto el perro soltó el bocado y salió corriendo entre los matorrales. De vez en cuando se paraba y olfateaba; luego continuaba corriendo hacia la casa que ellos habían dejado atrás.

—¡Quietos, no disparéis! —gritó un cabo al ver cómo apuntaban al perro. Los soldados bajaron sus armas de mala gana. El chico que había sido atacado se levantaba del suelo, mirándose la mano: tenía los orificios de entrada de los colmillos por ambas partes de la muñeca y, además, un corte profundo. El joven sangraba abundantemente y el teniente llamó al sanitario para que le hiciese un torniquete en el brazo.

—Mi teniente —dijo el cabo—, los bandidos no están en esta zona; yo creo que deberíamos volver atrás, a la carretera.

—¿Qué le hace pensar eso, cabo? —le contestó su superior.

—El perro, mi teniente: el animal va olfateando y siguiendo una pista. Venía de esa dirección y va hacia el lugar de donde venimos nosotros, hacia la casa. Ha atacado al soldado porque se interpuso en su rastro y después ha continuado. Si va buscando al dueño, éste debe de estar en aquella dirección. Han venido hasta la casa desde el río y se han ido por el otro lado, hacia Cortes, pues si hubiesen ido hacia Jerez se habrían topado con nosotros.

—Puede que tengas razón —dijo el oficial, que permaneció un momento pensativo antes de decir—: De acuerdo, cabo, volvamos atrás.

Le hizo una señal a la columna con el brazo y los soldados dieron media vuelta. Iban reagrupados y caminando lo más deprisa posible para no perder de vista al perro. Pasaron sin detenerse por la casa: habían visto al animal que entraba y salía después otra vez, olfateando el terreno palmo a palmo, siguiendo el rastro hacia la carretera.

—El cabo tenía razón —dijo el teniente.

El herido los seguía, lamentándose de su mala suerte; le dolía la mano muchísimo. ¡Con qué ganas le habría disparado al perro! «Cuando todo termine…, ¡me lo cargo!», pensaba el soldado.

El teniente vio un peñasco en un claro del bosque de encinas; se subió en lo alto y sacó sus prismáticos: a su derecha, a un par de kilómetros de distancia, vio el camión que los había traído a él y a sus hombres; al otro lado se observaba la carretera en dirección de Ubrique. El perro ya había llegado a ella y corría por la cuneta, se detenía de vez en cuando, olfateándolo todo, y continuaba luego corriendo hacia Ubrique. A un kilómetro en aquella dirección había una curva en el camino, que limitaba su visibilidad; la calzada se perdía en aquel punto entre el alcornocal inmenso que llegaba hasta el mar, a más de cien kilómetros de aquella loma. El oficial se bajó de la roca y le dijo al cabo que se adelantara con tres hombres y fuera en busca del camión, cruzando recto en dirección de éste, mientras él y los restantes soldados continuaban descendiendo a la carretera detrás del perro. Doscientos metros de bajada entre los matorrales y encinas los separaban de la pista.

Cuando llegaron abajo, extenuados, hambrientos y con sus uniformes manchados de sudor y polvo, el teniente miró su reloj —un Cauny suizo que le había regalado su mujer cuando recibió el último ascenso— y pensó que se merecían un descanso: llevaban ya muchas horas caminando, después de haber pasado la noche en vela en el camión; pero si se detenían ahora, perderían de vista al perro. Su reloj marcaba las cuatro de la tarde.

—¡Sigamos! El camión nos alcanzará enseguida —les ordenó a los abatidos y mugrientos soldados que lo acompañaban.

—Espera un poco, abuelo, voy en un momento a hacer pis, ¿eh? Ahora vuelvo. ¿Tú necesitas algo? —preguntó Rebeca mientras se alejaba hacia los cuartos interiores.

—Bueno, si quieres tomamos un refresco y unas almendras —le contestó el abuelo, mirando su reloj—; ya es la hora del aperitivo.

El viejo condujo su silla hasta la cocina y sacó de la nevera dos refrescos, luego se acercó al armario empotrado en un extremo de la habitación y sacó dos bolsitas de almendras y se dirigió de nuevo al salón. Rebeca aparecía en ese momento y le preguntó:

—Abuelo, ¿quieres un vaso o no hace falta?

—No, hija. Así están más frescos. Ven, vamos a seguir con el relato.

Rebeca llegó, cogió su refresco y se sentó junto al abuelo, que estaba abriendo las bolsitas de frutos secos.

—Me estabas contando el regreso de los soldados a la carretera, abuelo. ¿Y los maquis? ¿Qué hacían?

—Ése será el siguiente capítulo, Rebequita; escucha con atención: