Capítulo 18
CAPÍTULO 18
Bernabé López estaba en la ciudad de Cartagena cuando comenzó la guerra, adonde había llegado junto con otros militantes de la izquierda política española, que salieron huyendo de sus pueblos al enterarse de que las tropas de Franco habían desembarcado y tomado Málaga. Durante tres años estuvo en el frente, defendiendo el juramento que había hecho en el Ejército cuando hizo el servicio militar, besando la bandera de España:
«Defender la Patria, representada por el Gobierno legítimamente elegido en las urnas; obedecer escrupulosamente las órdenes de sus superiores; dar hasta la última gota de su sangre, si fuere necesario, en el cumplimiento del deber…».
Durante el tiempo que duró el conflicto se esmeró en cumplir con los deberes encomendados en los frentes de Cartagena y de Almería. Cuando el 15 de noviembre del año 1938 las Brigadas Internacionales abandonaron España, dejando solo al Ejército Republicano frente al de los sublevados, que estaba compuesto por tropas alemanas, italianas, árabes y españolas, el veterano soldado supo que la guerra estaba perdida. Efectivamente, poco tiempo después (26 de enero de 1939) Franco tomaba la ciudad de Barcelona, y dos meses más tarde (28 de marzo) la de Madrid. Mientras tanto, Bernabé continuaba en Almería, luchando con otros compañeros, sin recibir refuerzos.
A varios generales les pusieron a su disposición un avión para que escapasen al extranjero: general Miaja, general Casado, general Rojo, etc. El Gobierno de la República, con sede en Valencia, también se había dado a la fuga.
Aislados ya del Ejército y sin recibir órdenes de nadie, los hombres que estaban en el frente dejaron de luchar, tiraron las armas y emprendieron el camino de regreso a sus hogares.
Bernabé López era natural de Montejaque, de la provincia de Málaga, y pudo llegar hasta esa ciudad sin ningún problema. Por todas partes había visto largas caravanas de personas cubiertas de andrajos, muletas y fardos, que volvían derrotadas a sus casas después de tres años de terrible guerra.
En Málaga se subió al tren expreso con dirección a Córdoba. Vio cómo le observaban unos guardias civiles que estaban en el andén. Buscando el vagón que le habían asignado en el billete pasó por delante de ellos, intentando aparecer tranquilo. No le dijeron nada, pero se quedaron mirándolo hasta que se montó en el tren.
Dos horas más tarde, cuando el tren dejaba atrás la estación de Álora, Bernabé vio desde su asiento que se abría la puerta del extremo opuesto del vagón, que comunicaba con el siguiente coche, y entraba un policía de paisano acompañado por uno de los guardias que se quedó mirándolo en el andén de la estación de Málaga. Era un hombre alto, con un bigote espeso, cuyas guías se alzaban hacia arriba. El guardia miraba en una lista, cotejándola con los documentos que le enseñaba el policía. Bernabé comprendió lo que estaban haciendo: estaban buscando personas fichadas por haber luchado en el bando republicano para llevarlos a campos de concentración o condenarlos a muerte en Consejos de Guerra.
Bernabé se levantó y se fue hacia la puerta que había a su espalda, que comunicaba el vagón con la plataforma del mismo: una especie de balcón que tenían los vagones en cada uno de sus extremos, en donde se hallaban los retretes, y que se comunicaba con el vagón siguiente por medio de una estrecha pasarela.
—¡Oiga! ¡Usted! ¡Espérese! —le gritó el guardia civil desde el otro lado.
Bernabé no le hizo el menor caso: abrió la puerta, salió a la plataforma, la atravesó y pasó a la del vagón contiguo. Antes pudo ver cómo el guardia empujaba a su compañero y salía corriendo por el pasillo hacia él. En ese momento entraban en un túnel. Bernabé escuchó el ruido que hizo al abrirse la puerta del compartimiento que acababa de abandonar. La plataforma estaba a oscuras y el humo de la locomotora llenaba completamente el interior del túnel. El enorme ruido del traqueteo del tren resonaba en el interior, destrozando los tímpanos de los oídos del guardia civil y su colega, a quienes les sorprendió el túnel cuando se hallaban cruzando la plataforma hacia el vagón siguiente. Con los ojos llenos de lágrimas y tosiendo, el policía gritó:
—¡Tenga usted cuidado, guardia! No debe de estar muy lejos. Además, no se puede escapar. Debe ser un elemento importante. Si lo ve, dispare y pregunte luego: es un rojo.
El guardia estaba atravesando el puentecillo que separaba un vagón del otro; lo hacía despacio, agarrado con ambas manos a la barandilla. Puso un pie en la plataforma en la que se hallaba Bernabé. De pronto el tren salió del túnel; Bernabé abrió la puerta del retrete bruscamente y se plantó delante del guardia, que acababa de pasar al vagón y se quedó mirándolo sorprendido.
Bernabé le propinó un rodillazo en los testículos y lo agarró por las solapas del uniforme; luego, girando rápidamente sobre sí mismo y dando un golpe de cintura, lanzó a su enemigo hacia la escalerilla del vagón: el hombre cayó a la vía.
La oscuridad les rodeó al entrar el tren en otro túnel. Todo había durado unos segundos. El policía se había quedado entre los dos vagones, montado sobre una chapa de acero que se movía al mismo compás del vagón, agarrado fuertemente a la barandilla. Se hallaba detrás del guardia civil cuando vio a su compañero salir lanzado hacia un lateral y caer a la vía férrea. De pronto, entraron en otro túnel y el agente no sabía si avanzar o retroceder.
En algún sitio, muy cerca, estaba el hombre que había atacado al guardia. El suelo se movía peligrosamente: estaba formado por dos chapas, una encima de la otra, y cada una sujeta a un vagón diferente. Se movían continuamente con un movimiento de cizalla, introduciéndose una debajo de la otra y volviendo a salir, siguiendo los tirones que daba el vagón hacia un lado o hacia el otro. Estaban pasando la Garganta del Chorro y el ruido era insoportable. El tren salió del túnel otra vez y rápidamente entró en otro, en sólo un segundo, el tiempo suficiente para ver al hombre en una esquina del vagón, junto a la puerta del retrete. El agente de la policía secreta sacó su pistola, dio un paso hacia el piso firme de la plataforma delantera y, apuntando en la dirección de la esquina en la que había visto a su enemigo, gritó:
—¡No se mueva de donde está! Queda usted detenido.
El eco del cañón del Chorro multiplicaba el sonido del traqueteo de los vagones y los pitidos de la máquina de vapor. El ruido era ensordecedor. Al salir el tren del túnel regresó la claridad. Ya no había nadie en el rincón del retrete. «¡Qué raro!», pensó el agente. «Hace un instante lo tenía delante, arrinconado, pero ahora ya no está…». El policía se volvió, sorprendido; pero lo hizo demasiado tarde: vio venir hacia él a gran velocidad un puño cerrado, compacto y duro como una bola de acero, que le golpeó en la sien. El desgraciado salió despedido y cayó de espaldas, golpeándose la nuca contra el pavimento del vagón y soltando la pistola. Vino otro túnel, de tres segundos, y otro claro de luz. A unos cincuenta metros se veía la enorme pared de granito que había enfrente, separada de la vía por el río Guadalhorce: unos doscientos metros de panel vertical desde la cima hasta el nivel del río. A este lado, aunque desde el tren no podía verse, era lo mismo. El río, erosionando la roca durante millones de años, había logrado abrirse paso por medio de esa montaña de granito, y había formado un cañón de ocho kilómetros de longitud.
En la pared de en frente, una especie de balconcillo de cemento, de un metro de anchura y con una barandilla de hierro que apenas alcanzaba a la cintura de los caminantes, ocupaba toda la longitud del desfiladero a más de cien metros de altura sobre el nivel del río, en una pared lisa y completamente vertical. Separados por una distancia de un metro, miles de soportes de hierro clavados en la roca sujetaban el piso de cemento del mirador. Los ingenieros habían construido la vía férrea por el borde del precipicio a media altura, a unos ciento veinte metros sobre las aguas del río, atravesando la montaña por medio de túneles y puentes metálicos, creando una maravillosa obra de ingeniería.
Bernabé López se arrojó sobre el policía, que había caído en el piso del vagón, lo agarró por las piernas, lo levantó y lo depositó sobre la barandilla de la plataforma con las piernas colgando hacia fuera. Luego lo cogió por la cabeza y dio un fuerte tirón hacia arriba: el cuerpo del infortunado se enderezó sobre la barandilla, dio una voltereta y salió despedido hacia el precipicio.
Bernabé entró en el retrete para lavarse un poco la cara y las manos; se arregló un poco la ropa y volvió a su asiento para sentarse. Notó que el tren reducía su velocidad en los últimos túneles. De pronto, al salir del último tramo, apareció la estación del Chorro. El tren ya iba muy despacio y efectuó la parada con un gran chirrido de sus ruedas de acero, sacando chispas del rail.
En el andén había guardias y falangistas chuleando con su gorra roja, como en todas las estaciones que habían pasado desde que se inició el viaje. Bernabé comprendió que no le dejarían reintegrarse a su vida anterior a la guerra: le estarían esperando en Montejaque. Y en Bobadilla encontraría aún más vigilancia, por ser una estación de correspondencia de gran movimiento de pasajeros. «Será mejor que abandone el tren ahora», pensó el nuevo fugitivo.
La locomotora dio un fuerte silbido y un tirón antes de ponerse en marcha, y fue avanzando lentamente. Bernabé se cargó la mochila a la espalda y esperó a que el convoy saliese a campo abierto; luego puso el pie en el estribo del vagón y saltó hacia la cuneta. Contempló al tren alejándose durante unos minutos; luego se subió por unas colinas cubiertas de un manto verde de hierba y se fue caminando por ellas siguiendo el curso del río, hasta que llegó a la presa del Chorro. ¡Era preciosa! Formaba un arco cóncavo, con una barandilla de piedra para poder asomarse y admirar el paisaje. Allá abajo, el agua salía en cascada después de mover las turbinas de la central eléctrica que se ocultaba en el fondo. El agua que salía era de nuevo embalsada a unos kilómetros más abajo, donde habían construido otro salto de agua y otra central eléctrica.
Precisamente, el camino de cemento que había visto desde el tren por la pared del precipicio, conocido como «El caminito del Rey», lo habían construido para ir desde la presa en la que él se encontraba hasta las restantes instalaciones eléctricas, situadas río abajo. En el centro de la presa había una mesa grande de piedra, con un sillón del mismo material. Sobre la mesa, grabada a buril, había la siguiente inscripción: «En esta mesa firmó Su Majestad, el rey Alfonso XIII la inauguración del proyecto eléctrico del Chorro».
En medio del lago azul, frente al sillón, había un islote con un precioso chalet. Tenía un embarcadero y unas barcas amarradas en él.
Otro tren estaba atravesando los túneles en ese momento. El ruido de sus vagones y los constantes pitidos de su máquina tractora retumbaban por el desfiladero, aumentados considerablemente por el eco de las paredes enormes de la garganta. Bernabé observó al convoy entrando y saliendo de los cortos túneles, convertidos en chimeneas a medida que el tren salía de ellos, dejando una estela de humo negro y de polvo. Se apartó de la barandilla de la presa y se fue caminando. Un largo camino hacia lo desconocido acababa de comenzar para él.
Unas semanas más tarde se tropezó con unos hombres en la sierra de Ronda que estaban en su misma situación; tampoco ellos se atrevían a volver a sus pueblos: estaban seguros de que si lo hacían acabarían delante de un pelotón de fusileros. Pronto reconocieron las dotes de mando y la valía de Bernabé y decidieron nombrarle como jefe. Fundaron una brigada de combatientes y la bautizaron con el nombre de Brigada Antifascista Fermín Galán. Cada uno adoptó un nombre de guerra para ocultar su verdadero nombre. A Bernabé lo llamaban «Comandante Abril».
Habían pasado ya algunos años de eso. En aquel momento, tumbado allí en la sierra de Cortes, pensó que estaba más cerca del temible pelotón que habían burlado durante los últimos diez años. Las condiciones habían empeorado con el secuestro del hijo de don Manuel González: la operación había sido un grave error y un estrepitoso fracaso. El comandante trató de espantar a los malos augurios y al poco tiempo se quedó dormido.
Cerca de él, otro hombre también pensaba en su situación. Estaba observando al chiquillo, que se quejaba lastimosamente de vez en cuando. El chico estaba dormido, agotado, pero al menor movimiento que hacía sentía una punzada de dolor en sus heridas que lo despertaba, dando un quejido. Entonces abría los ojos y miraba alrededor, asustado; luego se dormía otra vez.
Julio, el encargado del botiquín, nunca estuvo de acuerdo en realizar el secuestro, pero la mayoría del grupo votó a favor. Él hubiera preferido efectuar un atraco, como el que protagonizaron dos meses antes él y otro hombre, llamado Pedro Loriguillo.
Aquel día, cuando llegó a la estación de Jimena el tren procedente de Algeciras, se abrió la puerta del vagón postal y los empleados de Correos bajaron un cofre de acero y lo colocaron sobre un carrito. La pareja de guardias civiles que esperaba en el andén se acercó a ellos para escoltarlos. Los dos empleados se dirigieron hacia la oficina de la estación empujando el carro; un guardia se colocó delante y el otro detrás, con las armas en las manos, protegiendo a los hombres. Una vez depositado el cofre en la oficina ferroviaria de Correos, los empleados recogieron el recibo firmado de la entrega de la caja y el saco que contenía el correo de Jimena, luego volvieron al vagón.
Durante los escasos cinco minutos en que se quedó abierto el furgón postal, y mientras los guardias acompañaban a los funcionarios dentro de la estación, Julio y Loriguillo salieron del monte que se hallaba situado frente a ésta, atravesaron la vía, subieron los peldaños de acceso de un vagón y bajaron por el otro lado al andén. Se acercaron con naturalidad al furgón del correo y subieron a él. ¡Todo había durado dos minutos!
Dentro del coche encontraron a un hombre de unos cincuenta años sentado ante una mesa y anotando cosas en un libro. Cuando alzó la vista, creyendo que llegaban sus compañeros, se encontró con dos hombres que le apuntaban con una pistola cada uno. Tenían un dedo sobre los labios, indicándole que guardase silencio. El empleado obedeció, levantó los brazos y se puso en pie. Guardaba una pistola en el cajón del escritorio, pero no tuvo valor para arriesgarse a cogerla: no le habrían dado tiempo a usarla. Era del mismo modelo que aquéllas que le apuntaban: una Luger alemana, provista de un cargador de nueve balas. El funcionario no quiso jugar a los héroes, pues nada de lo que allí había le pertenecía, después de todo.
—No diga nada y no le pasará nada —dijo Pedro Loriguillo—. Actúe con normalidad en todo momento. Siga usted escribiendo.
Esperaron unos minutos hasta que escucharon a lo otros hombres que venían con el carrito y el saco del correo.
—¡Ea! ¡Hasta la vista! —le dijeron a los guardias—. Nosotros continuamos con el reparto.
El jefe de la estación levantó la banderita y tocó el silbato; los empleados de Correos cerraron la puerta; el tren, después de avisar a los pasajeros con un estridente y largo silbido, se puso en marcha lentamente, escuchándose los fuertes y acompasados resoplidos que daba la locomotora al arrastrar penosamente al convoy.
Cuando los dos empleados entraron en el compartimento en el que se hallaba el correo, se encontraron con una pistola a cada lado de la puerta que les estaban apuntando.
—Pongan todo el dinero que haya en el coche en estas bolsas —les dijo Julio.
—El dinero está en esas cajas de hierro. Cada una tiene el nombre de su lugar de destino. Están cerradas con candados y no tenemos las llaves… —contestó el encargado.
—¿Cómo que no tienen ustedes las llaves? ¿Esperan que me trague eso?
—Una llave la tiene el banco que envía el dinero; la otra la tiene el cliente, que generalmente es una sucursal del mismo banco. Nosotros sólo las llevamos de un sitio a otro.
—Bueno, pues, ¡rompan los candados! Y no me pregunten cómo, que no soy ningún carajote. Antes de que se detenga el tren en la próxima estación habremos saltado por el terraplén con el dinero, con su colaboración o sin ella. No queremos llamar la atención de los guardias con disparos, pero si tenemos que disparar lo haremos. ¡Ustedes eligen!
Entonces, el hombre que estaba sentado en el escritorio le dijo a uno de sus ayudantes:
—Coge un cincel y el martillo y rompe los candados, Manolo.
El aludido corrió hacia una caja de herramientas, agarró las que le habían dicho y abrió el candado, dando unos golpes en las esquinas del artilugio; luego hizo lo mismo con las restantes cajas del compartimiento, cuatro en total. Sacaron las bolsas con las monedas y los fajos de billetes de distintos valores que guardaban dentro y los metieron en unas bolsas que llevaban los pistoleros.
—Ahora abran la puerta del vagón —ordenó Loriguillo.
Un empleado obedeció, y el bandolero se asomó y miró hacia ambos lados del tren. El coche en el que estaban era el penúltimo; detrás estaba el furgón de los paquetes, cajas y cartas que habían sido enviadas desde Algeciras a diferentes destinos de España. Delante iban cuatro vagones de pasajeros y la máquina de vapor, que lanzaba una espesa y negra humareda hacia atrás, llenando de pequeñas partículas de carbón los ojos de los viajeros que estaban mirando el paisaje asomados a las ventanillas.
Se estaban acercando a un túnel, tal como habían previsto los asaltantes al proyectar el atraco. Unos doscientos metros antes de llegar a la entrada, Loriguillo le dijo a su compañero:
—Prepárate; enciérralos en la oficina —luego miró a los tres funcionarios, que le miraban asustados, y les dijo—: Al primero que abra la puerta le pueden pasar dos cosas: que lo haga antes de tiempo, en cuyo caso recibirá dos tiros; que cuando abra la puerta ya nos hayamos ido, entonces no le sucederá nada. Así que ya lo saben, ¡ustedes sabrán lo que hacen!
Julio cerró la puerta y se asomó al exterior. El tren subía la cuesta muy despacio, a unos treinta kilómetros hora. Los dos atracadores pusieron los pies en el estribo, agarrados al quicio de la puerta. A unos cincuenta metros del túnel saltaron, después de arrojar las bolsas del dinero, y rodaron por el terraplén hasta que los detuvo la vegetación de las orillas del río Guadiaro. Ellos estaban acostumbrados a caer desde los camiones y trenes en marcha, por eso se levantaron sin ningún daño y fueron a recoger los sacos; luego desaparecieron en el monte.
Al entrar el tren en el túnel, los empleados de Correos tiraron de la palanca de alarma y el convoy comenzó a frenar, chirriando y lanzando chispas sobre la vía. Cuando por fin se detuvo, a dos kilómetros del lugar del atraco, se armó el caos: el tren había salido de un túnel, pero pocos metros después entró en otro. Cuando se detuvo finalmente había tres vagones dentro del túnel y otros tres fuera, entre los cuales se hallaba el furgón de Correos. El túnel era un infierno: la locomotora continuaba echando aquel humo negro y denso que se dirigía hacia atrás, sobre los vagones de pasajeros; éstos cerraron rápidamente las puertas y las ventanas. Los guardias civiles y los ayudantes del maquinista quisieron bajarse, pero desistieron: el túnel se había convertido en una cámara de gas, el humo era asfixiante, provocaba tos y lágrimas. Un guardia le ordenó al maquinista:
—¡Saque el tren del túnel! Hacia atrás o hacia adelante; pero sáquelo. ¡Ya!
El tren comenzó a moverse despacio, hasta que hubo salido completamente del agujero. Cuando los guardias pudieron por fin enterarse de lo que había sucedido en el vagón postal ya había pasado casi una hora desde el atraco, y los bandoleros estaban a casi cuatro kilómetros del lugar en que se hallaba el tren.
Los dos atracadores caminaban deprisa. No conocían el valor del botín, sólo sabían que dentro de las bolsas llevaban muchos billetes.
Los empleados de Correos estaban temiendo ahora las posibles sanciones y las broncas de sus jefes. Conocían el dicho popular: «A perro flaco todo se le vuelven pulgas».
Cuando Pedro Loriguillo y Julio, el encargado del botiquín, llegaron al refugio de la sierra del Aljibe, cerca del pico de Canuto Largo, y vaciaron las bolsas de su contenido, los doce hombres que componían el grupo de maquis aplaudieron: sobre la mesa había veintiocho mil pesetas. Aquello suponía el valor del precio total del viaje para tres de los presentes. Ahora esperarían unos días hasta que el revuelo causado por el atraco se aplacase; luego intentarían otro golpe, hasta conseguir el dinero necesario para el viaje de los restantes miembros del grupo.