Capítulo 15
Al final, acabé perdonando a Lee. Me hacía una idea de cómo había podido suceder, de por qué había tenido que contárselo a Homer, aunque habría preferido que no lo hubiera hecho. Sin embargo, disfruté bastante al ver que se preocupaba, que se sentía avergonzado y culpable. Merecía sufrir un poquito, aunque fuera por un rato.
Pese a todo, me sentía muy bien. Me dolía un poco el cuerpo cuando hacía un mal movimiento, pero estaba muy bien. Pasé el día observándome a mí misma, preguntándome si había cambiado, si era otra persona. Pero no parecía haber ocurrido nada del otro mundo. Por un lado me sentía aliviada, pero, por otro, me apenaba el hecho de que no volvería ser virgen nunca. Una vez dado ese paso, ya no hay vuelta atrás.
Un efecto inesperado fue que durante todo el día me sentí muy viva. Resultaba extraño y agradable a la vez. Sospechaba que era una reacción natural a toda la muerte y destrucción que nos había rodeado durante tanto tiempo. Ahora, en cambio, acababa de hacer algo positivo y no destructivo. Algo surgido del amor. Algo que suponía un cambio significativo respecto a nuestro día a día. Sé que los bebés son una lata y que, en una escala de dolor que va del uno al diez, dar a luz debe de alcanzar el once; aun así, se me pasó por la mente la pequeña fantasía de tener un hijo, un día lejano, dentro de cincuenta años más o menos.
En definitiva, tenía la sensación de que dependía de gente como nosotros que la vida siguiera su curso.
No obstante, pronto habría de llegar el momento en que me vería obligada a hacer algo destructivo y despiadado.
Esa noche, Fi y yo nos encontrábamos merodeando por las calles de Wirrawee. Íbamos camino de casa de Fi; ella quería verla, coger unas cuantas cosas y reconfortarse (¿o torturarse?) recorriendo sus habitaciones desiertas. Los padres de Fi, abogados de profesión, tenían mucho dinero. Vivían en la zona más selecta de Wirrawee, en una mansión antigua en una calle llena de mansiones antiguas que se alzaban en lo alto de una colina. No teníamos prisa por llegar. Por lo visto, nos apetecía correr riesgos. Queríamos tomar el aire, pese a que era demasiado temprano para salir a la calle. Otra vez había estado lloviendo todo el día, y el asfalto relucía bajo tanto charco. Pero ya había dejado de llover para cuando salimos de la casa de la profesora de música. Las nubes estaban bajas, por lo que las temperaturas no eran frías. Atravesamos sigilosamente unas cuantas manzanas, pasando de un jardín a otro para no permanecer demasiado tiempo en las aceras. Al llegar a Jubilee Park, nos metimos en el quiosco de música para charlar mientras contemplábamos el césped sin cortar y los parterres invadidos por las malas hierbas. Lo primero que quedó claro fue que Fi estaba al tanto de lo que había pasado entre Lee y yo.
—¿Cómo te has enterado? —pregunté.
—Me lo contó Homer.
—¡Lo sabía! Me mosqueé un montón con Lee por habérselo dicho. Por cierto, yo pensaba que Homer y tú no hablabais de cosas íntimas últimamente.
—Hum, bueno, no es lo mismo que antes. Pero seguimos llevándonos bien. No creo que las relaciones a largo plazo sean lo suyo.
—Tengo la sensación de que él y yo no hablamos desde hace una eternidad. La mayoría de mis charlas las tengo contigo y con Lee.
—Pues debió de ser una charla muy interesante la que tuviste con Lee esta mañana.
—¡Déjalo ya! Ha pasado y punto, ¿vale? No me metas tanta caña.
—Pues da la impresión de que Lee sí que te metió caña.
—¡Pero bueno!
—¿Qué tal fue?
—Bueno, no estuvo mal. Hubo momentos fantásticos. El tema en sí, ya sabes, estuvo un poco regular. Será mejor la próxima vez.
—O sea, que habrá una próxima vez.
—¡Yo qué sé! Bueno, claro que sí, a la larga habrá una próxima vez. Pero tampoco estoy diciendo que vayamos a hacerlo cada noche.
—¿Te dolió?
—Un poco. Pero no es un dolor insoportable.
—Pues a mí me parece demasiado engorroso —dijo Fi, para quien la vida siempre debería ser como en las revistas—. ¿Sangraste mucho?
—¡Qué va! No es que se sufra precisamente. Me dolió un poco al principio, y estaba nerviosa. Pero después hubo momentos muy agradables. Aunque Lee no aguantó mucho tiempo. De todos modos, sigo pensando que los chicos disfrutan más, al menos la primera vez.
—¿Tan segura estás de que fue su primera vez?
—¡Claro! No derrochaba experiencia que digamos.
—¿La tiene…? —A Fi le costó mucho contener las risitas mientras seguíamos con la conversación, entre susurros, sumidas en una oscuridad húmeda y silenciosa—. ¿Cómo… de grande?
—¡Sabía que preguntarías eso! No se la medí, ¿sabes?
—Sí, pero…
—La tiene suficientemente grande, créeme. No sé cuál es la medida, pero estará por encima.
Entonces, las dos soltamos una risita.
Sobre las diez, subimos con sigilo la colina en dirección a Turner Street. No nos dimos cuenta de cómo había cambiado el panorama hasta que doblamos la última esquina.
Habría una decena de casas, todas ellas con luz. Había hasta cuatro farolas encendidas. Dos casas tenían encendidas las luces de todas las habitaciones. En las demás, solo había luz en una o dos ventanas. Fi se quedó inmóvil, emitiendo pequeños gemidos, como un cachorro herido. No me lo podía creer. Fue como entrar en un decorado de Disneyland o pasear entre las barracas de la feria. Una especie de parque de atracciones, vamos. La única pega para nosotras era que aquello no era ningún parque de atracciones. Era peligroso. Tiré de Fi hacia atrás y nos pusimos a cubierto detrás de un árbol.
—¿Qué piensas? —le pregunté.
Ella, con los ojos empapados en lágrimas y negando con la cabeza, sollozó: —Los odio. ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué no pueden simplemente regresar al sitio de donde vinieron?
Observamos durante cerca de una hora. De vez en cuando, un soldado salía de una casa y entraba en otra. A punto estuvimos de acercarnos para poder ver mejor, pero en cuanto nos disponíamos a salir, oímos un vehículo que subía la colina. Volvimos a agachamos detrás del árbol. Un imponente Jaguar, de un modelo reciente, pasó a velocidad moderada frente a nosotras y se adentró en Turner Street. Gracias a las luces del coche me percaté de algo: inadvertidos, unos centinelas montaban guardia frente a un par de casas. Menos mal que no llegamos a acercamos allí. El Jaguar se detuvo frente a la casa de los vecinos de Fi, una construcción blanca de madera, bien iluminada y con dos plantas rematadas por un alto hastial. Al pararse el vehículo, un centinela acudió al trote desde los matorrales, abrió una de las puertas traseras y saludó al hombre uniformado que salió de él. Pese a que el individuo iba ataviado con la misma ropa caqui que los demás, la gorra de plato que llevaba puesta lo distinguía de los otros militares. Un oficial. Ya empezábamos a hacernos una idea del uso que se les estaba dando a las casas de la zona. La habían convertido en la suite ejecutiva de Wirrawee. En eso nada había cambiado: la Colina Pija seguía siendo la Colina Pija.
Nos replegamos a la casa de la profesora de música para informar a los demás. Sin embargo, Homer estaba durmiendo y, para mi secreto alivio, Lee también. Y nosotras estábamos tan hechas polvo que decidimos no despertar a los chicos. Robyn estaba levantada porque le tocaba turno de vigilancia, así que hablamos con ella durante unos minutos antes de acostarnos. Dormí con Fi, lo que me ahorró tener que tomar cualquier decisión difícil en cuanto a mi vida sentimental. No fue hasta las nueve de la mañana siguiente cuando todos nos reunimos para hablar de lo que Fi y yo habíamos visto en Turner Street.
Nos sentamos frente a un ventanal, desde donde podríamos vigilar la calle, y nos pusimos a hablar. Fue una buena conversación, una de las mejores que habíamos tenido como equipo en mucho tiempo. Yo estaba tendida con la cabeza en el regazo de Lee, y en esa misma postura repetí a los dos chicos lo que habíamos contado a Robyn la víspera. En cuanto Fi hubo aportado su grano de arena, Robyn tomó la palabra.
—Anoche, dejé mi puesto de vigilancia durante unos minutos — explicó—. Tuve que dar un paseo para no quedarme dormida. Bajé hasta el parque que hay al final de la calle y regresé. Es curioso, allí hay una cosa frente a la que habré pasado mil veces y en la que nunca antes había reparado. Pero anoche sí que me fijé en ella.
Hubo un momento de silencio.
—Venga —dijo Homer al fin—. Me rindo. ¿Era animal, vegetal o mineral?
Robyn hizo una mueca.
—Se trata del monumento a los soldados caídos —repuso ella.
—Ah, eso —asintió Homer.
—Sí —dijo Fi—. Yo sabía que estaba ahí. Nos hicieron depositar una corona a los pies de la estela cuando íbamos a sexto.
—Pero ¿llegaste a fijarte en ella? —preguntó Robyn—. Quiero decir, ¿detenidamente?
—En realidad no.
—Yo tampoco. Hasta anoche. Es triste. Figuran muchos nombres, y los que murieron tienen además asteriscos. Ahí hay resumidas cuatro guerras. Y solo para este diminuto distrito, perdieron la vida unos cuarenta hombres. Abajo del todo aparece una frase, sacada de un poema o de no sé dónde. Dice…
Robyn echó un vistazo a su muñeca y descifró, con algo de dificultad, los diminutos caracteres que había apuntado ahí:
—«La guerra es nuestro azote; mas nos ha hecho sabios. Luchar por nuestra libertad nos hace libres».
—¿A qué se refieren con eso de «azote»? —quiso saber Homer.
—Es cuando ocurre algo malo, ¿no? —me preguntó Fi—. Algo muy, pero que muy malo.
—Hum, a Atila, rey de los hunos, lo llamaban el «azote de Dios» —dije, evocando un vago recuerdo de una clase de historia de séptimo curso.
—A ver, repítelo otra vez, Robyn —pidió Lee. Y eso hizo ella.
—No sé si nos habrá hecho sabios —apuntó Lee—. Pero tampoco estoy seguro de que nos haya hecho libres.
—Quizá sí —rebatí yo mientras procuraba desgranar la idea—. Somos muy distintos a como éramos unos meses atrás.
—¿En qué sentido? —preguntó Lee.
—Fíjate en Homer. En el instituto era Atila, el rey de los burros. En fin, Homer, tú mismo debes reconocer que eras un caso perdido. Te pasabas los días enteros sin hacer nada, con la camisa por fuera de los pantalones y haciendo comentarios graciosos. Y cuando todo esto empezó, cambiaste. En cierta medida, te has convertido en toda una estrella, ¿sabes? Todas las buenas ideas se te han ocurrido a ti, y nos animaste a hacer cosas que no habríamos hecho con nadie más. Puede que estés menos fino desde la emboscada al convoy, pero no seré yo quien te lo eche en cara. Lo que sucedió allí fue horroroso.
—Me equivoqué con aquellas armas —reconoció él—. No habría debido llevármelas sin que vosotros estuvierais al tanto. La cagué.
Homer se puso bastante colorado, y desvió la mirada hacia algún punto por encima de nuestras cabezas. Era tan raro oírle decir que había cometido un error, que me mordí la lengua y le ahorré la burla que estaba a punto de hacer. En realidad, no se había equivocado del todo con aquel asunto de las armas. Me convenció cuando discutimos sobre el tema en el Infierno. Pero una vez más, me demostraba lo sabio que se estaba volviendo. Le guiñé un ojo; mi mano buscó la suya y la apretó con fuerza. En ese instante, estaba tocando a los dos chicos que más quería en el mundo, y me di cuenta de la suerte que tenía.
—Y luego está Lee —proseguí—. Antes parecías muy encerrado en tu mundo. El violín, el instituto, el restaurante y poco más. Y bueno, sigues siendo un tío muy complicado, pero eres mucho más extravertido. Y eres muy fuerte y resuelto.
—Y muy salido —añadió Homer en voz baja. Le propiné una fuerte palmada en la mano. Y a juzgar por la cara que puso, creo que Lee también lo fulminó con la mirada.
—Y tú, Robyn —continué—, siempre has sido fuerte, siempre has sido inteligente, así que supongo que no has cambiado tanto. Pase lo que pase, sigues aferrándote a tus creencias y eso me parece digno de admiración. Se te ve la más tranquila y la más segura de todo el grupo. Creo que en tu interior se encuentra esa sabiduría a la que se refiere la frase inscrita en el monumento.
—Yo no soy sabia —rio Robyn—. Solo intento averiguar qué quiere Dios que haga.
No supe qué añadir después de aquel comentario, así que pasé al último sujeto.
—Fi, me da la sensación de que, de alguna manera, ahora eres más libre. Es decir, piensa en la vida que llevabas antes: vivías en una mansión, acudías a clases de piano, te codeabas con ricachones y famosos. En cambio, ahora acampas en el monte durante meses, luchas en una guerra, vives al límite y vuelas cosas por los aires, e incluso te ocupas de las gallinas y cultivas el huerto… Casi podemos hablar de liberación con respecto a tu antiguo modo de vida.
—Ya no podría volver a vivir así —contestó Fi—. Aunque tampoco quiero seguir viviendo tal y como lo estoy haciendo ahora, claro está. Pero si la guerra terminase mañana, sería incapaz de preocuparme por los adornos florales para las recepciones de mamá, ni por si ese papel es el adecuado para contestar a una invitación. No sé lo que haría. Buscaría una ocupación útil, algo que evitara que una situación como esta volviera a repetirse.
—Ahora te toca a ti, Ellie —dijo Robyn.
—Vale, de acuerdo, ¿y quién se atreve conmigo? —pregunté. Acto seguido, al darme cuenta de lo que acababa de decir, dirigí a Homer una temible mirada que venía a decir «ni se te ocurra». Llegó justo a tiempo: ya estaba abriendo la boca para soltar algún disparate.
—Yo lo haré —se ofreció Robyn. Reflexionó durante un momento y entonces empezó—: Escuchas mejor de lo que lo hacías antes. Eres más sensible con los demás. Eres valiente. De hecho, creo que eres la más valiente de todos nosotros. Todavía eres un poco cabezona de vez en cuando, y no te gusta reconocer que estás equivocada, pero has sido un ejemplo de fortaleza para nosotros. Va en serio, Ellie.
No cabía en mí de alegría. No estoy acostumbrada a los cumplidos. Nunca me han hecho demasiados.
—Me siento más valiente desde aquella charla que nos dio Homer en el arroyo, hace tanto tiempo —expliqué—. Y sigo recordándola cada vez que siento miedo.
—¿A qué charla te refieres? —preguntó Fi.
—A cuando Homer dijo que todo era mental. Que frente al miedo hay dos opciones: o te deja llevar por el pánico y tu control mental se desmorona, o bien tomas las riendas de tu mente y piensas con valentía. Le encuentro mucho sentido.
—¿Ves? Eso es sabiduría —dijo Robyn.
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cuál será el siguiente paso? —preguntó Homer, enderezándose un poco—. Ya va siendo hora de que demos otro golpe. Hemos tenido unas largas vacaciones. No hicimos nada cuando estábamos con los Héroes de Harvey, y ahora nos toca mover ficha. Esos boletines radiofónicos fueron bastante alentadores. Hay un montón de sitios donde la gente ha opuesto resistencia, y los neozelandeses han puesto mucho de su parte. No podemos dejar que Wirrawee se convierta en el bastión de esos cerdos. Excepto nosotros, casi nadie puede impedir que eso ocurra. ¿Qué vamos a hacer?
—Tú dirás —sonreí. Sabía que Homer ya tenía algo en mente.
—Vale —dijo, encogiéndose de hombros—. Lo que Fi y Ellie vieron anoche nos brinda nuestra primera oportunidad verdadera en mucho tiempo. Probablemente estén utilizando esas casas como cuartel general. Tiene bastante sentido: es el mejor sitio de todo el pueblo. Eso sí, tenemos que vigilarlos de cerca, averiguar qué está pasando allí. Propongo que los espiemos durante un par de días, o el tiempo que sea necesario. Fi, ¿crees que con todo lo que recuerdas podrías dibujar planos de esas casas? Después los completaríamos sobre la marcha.
Decidimos que entraríamos a hurtadillas en St. John, la iglesia que quedaba diametralmente opuesta a la casa de Fi, y utilizaríamos el campanario como puesto de observación. Aquella era la iglesia de Robyn: la conocía tan bien como mi madre su cocina. Ella estaba segura de que podría colarse dentro por una pequeña ventana que daba a la sacristía y que, según ella, solo se mantenía cerrada por un ladrillo colocado desde el interior; la parroquia no disponía del dinero necesario para arreglarla. En no pocos aspectos, la perspectiva de utilizar el campanario resultaba poco atractiva. Para empezar, tendríamos que entrar de noche y permanecer allí hasta la noche siguiente. Habría que llevar comida y bebida y, dada la ausencia de aseos, prever unos recipientes para las emergencias. No sé lo que le habría parecido a Dios todo aquello.
Homer y Robyn se ofrecieron a hacer el primer turno de vigilancia, y acordamos que Fi y yo nos encargaríamos del siguiente. Homer y Lee nos relevarían a nosotras. La primera noche, sin embargo, fuimos todos para ayudar a Robyn y Homer a instalarse. Esperamos hasta las cuatro. Para entonces, aquello no nos suponía ningún inconveniente. Estábamos tan acostumbrados a funcionar de noche que yo ya había dejado de sentirme cansada en las operaciones que llevábamos a cabo a las tres o a las cuatro de la madrugada.
Llegamos a St. John por el patio trasero, después de escalar la valla que daba a Barrabool Avenue. Era más seguro hacerlo de esta manera, evitando así que alguien nos viera desde Turner Street. Robyn consiguió desarmar la ventana sin ningún problema; en realidad, ya estaba caída, descansando contra el ladrillo. Pero colarse por aquel reducido hueco sí que supuso un inconveniente. Robyn no se había acordado de lo estrecho que era. Solo Fi tendría alguna posibilidad, de modo que Homer la levantó y la ayudó a entrar, empujando desde detrás. Una vez que Fi consiguió introducirse hasta la cadera, tuvo que girar, retorcerse y escurrirse. Se la oía reír y jadear. También se oyó un ruido sordo cuando aterrizó de cabeza contra el suelo.
—¡Ay, no! —chillé—. ¿Estás bien?
—Chis —intervino Homer.
—Sí, estoy bien. Y no gracias a Homer —susurró Fi a modo de respuesta.
Abrió la puerta, y nosotros entramos de puntillas. Por supuesto, estaba muy oscuro dentro, pero lo que más me llamó la atención fue que olía a cerrado, a húmedo y a frío. Robyn nos condujo fuera de la sacristía y dentro de la nave principal de la iglesia. Las vidrieras parecían grabados opacos, pero la poca luz que llegaba de las farolas de Turner Street suavizaba la penumbra. A lo largo de mi vida he pasado poco tiempo en las iglesias —mi excusa era que vivíamos demasiado lejos del pueblo—, pero me gusta el ambiente que reina en ellas. Son siempre apacibles. Eché un vistazo a mí alrededor, forzando la vista para distinguir los detalles. A lo lejos se vislumbraba el altar. Revestía un carácter sagrado que me puso nerviosa. También había un crucifijo colgado de una columna cercana. Filtrándose por una ventana, un cuadrado de luz atravesaba el crucifijo. Observé más detenidamente para ver la cara de la figura, pero miraba en dirección opuesta a mí, y además estaba ensombrecida. No sabía qué podía significar aquello.
Robyn nos llamó para que subiéramos al campanario. Yo atravesé la nave en compañía de Lee, preguntándome si algún día él y yo haríamos las cosas como Dios manda. No sabía cómo se lo tomarían mis padres; por otra parte, hacía mucho Lee me había contado que sus padres nunca aceptarían que se casara con una occidental.
—Odio estos sitios —dijo Lee, sorprendiéndome, mientras llegábamos al fondo de la iglesia.
—¿Las iglesias?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. Huelen a muerte. Son como sitios muertos.
—Hum. A mí me gustan bastante.
A medio camino subiendo la escalera, Homer y Robyn se toparon con unos ventanucos que les servirían para espiar. Se pusieron tan cómodos como les fue posible. Yo era incapaz de expulsar de mi mente la desagradable ocurrencia que se había colado en ella como un gusano: pensé que tal vez el empeño de Homer a la hora de apuntarse a esa primera jornada de vigilancia tuviera algo que ver con el comentario que Robyn había hecho acerca de que yo era la más valiente del grupo. A Homer no le debía de haber sentado bien. Desde su punto de vista, los chicos siempre eran los héroes, siempre tenían que ser un poco mejor que las chicas.
Tal vez por eso yo siempre me empeñaba en plantarle cara.
Habíamos traído papel y bolígrafos para anotar todo lo que observáramos durante el día. Aquella iniciativa nos puso algo tensos. Igual que se había planteado en su día el asunto de las armas de fuego, sabíamos la diferencia que existía entre un grupo de adolescentes que se escondía en el monte y vivía de lo que encontraba en el campo y un grupo de guerrilleros armados que acopiaba información sobre los movimientos enemigos. Habíamos visto suficientes películas y leído bastantes libros bélicos para saber cómo funcionaba aquello. Pero habíamos encontrado una grieta en la mampostería del campanario por donde podríamos arrojar nuestras anotaciones si nos descubrían. Esperábamos que así se quedaran allí perdidas para siempre.
Pretendíamos hacernos una buena idea de la actividad en Turner Street, de las entradas y salidas de las casas. Aunque nadie había mencionado nada al respecto, todos teníamos muy claro que nos encontrábamos en la etapa preliminar de lo que sería nuestro próximo golpe. Iba a ser una misión ardua, la más difícil y peligrosa de todas, por lo que debíamos planificarla con la máxima precaución.
A las cinco de la madrugada, Fi, Lee y yo dejamos a los otros dos en su puesto. Les esperaba una jornada de frío, aburrimiento e incomodidad. De todas maneras, a nosotros también se nos hizo pesado pasar el día en casa de la profesora de música. Uno de nosotros tenía que mantener la vigilancia allí también. Plantearlo de otra forma habría equivalido a correr riesgos inconcebibles. Al final, pasamos la mayoría de los turnos haciéndonos compañía los unos a los otros, jugando al Trivial Pursuit y cosas así. Cuando le tocó a Fi, Lee y yo nos fuimos a la sala de estar y nos enrollamos un rato. Yo quería que fuésemos más allá, hasta el final, pero Lee parecía preocupado. Supongo que el hecho de que estuviéramos planeando un nuevo ataque contra el enemigo, corriendo de nuevo el riesgo de acabar heridos o peor, le ponía de los nervios. Normal. Yo también estaba histérica, no te jode. Pero, por lo visto, me costaba menos quitármelo de la cabeza. Qué curioso: antes, en los viejos tiempos, me ponía nerviosa por un partido de netball o cuando me tocaba hacer una presentación oral. En comparación, lo que estábamos a punto de hacer ahora me habría valido ganarme una camisa de fuerza.
Homer y Robyn aguantaron el tipo hasta la medianoche, lo cual fue verdaderamente heroico, como comprendería unas pocas horas más tarde, cuando Fi y yo les tomamos el relevo. Además, no volvieron con las manos vacías. De hecho, sus notas eran tan comprometedoras que reafirmaron nuestra decisión de extremar las precauciones para que no nos pillaran con ellas encima. Las casas eran hervideros de actividad. Una flota de coches de alta gama, dos Jaguar y tres Mercedes, iba y venía a todas horas. Los usaban al menos seis VIP, todos ellos con uniformes de oficiales y tratados con gran deferencia por los centinelas. Por lo visto, una casa en particular servía de cuartel general y otras dos, de residencia reservada a los altos mandos y sus mujeres. Según parecía, los centinelas ocupaban las demás casas, entre ellas la de Fi.
Si bien montaban guardia frente a todas las casas de la calle, la que usaban a modo de cuartel general era la más vigilada. Hacían turnos de cuatro horas. Cuatro centinelas custodiaban la casa principal, y dos cada una de las demás. Entre los soldados había de todo, según dijeron Homer y Robyn: a algunos se los veía listos y espabilados, y a otros, negligentes y desinteresados.
—La mayoría de ellos no parecen soldados de primera línea —explicó Robyn—. Sucede lo mismo que con las patrullas: los más jóvenes tendrán alrededor de catorce años, mientras que los más veteranos pueden alcanzar los cincuenta.
Fi y yo tomamos posición en el campanario justo antes del amanecer. Hacía un frío que pelaba, y nos relevábamos cada media hora para dar paseos por la iglesia. Llevábamos tantas capas de ropa que parecíamos el muñeco de Michelin. Fi me fichó para una pequeña sesión de aeróbic de unos pocos minutos para entrar en calor, pero con tanta ropa resultaba demasiado difícil. No hubo el menor movimiento en la calle hasta las ocho de la mañana, cuando hicieron cambio de guardia. Fi lo apuntó: «8:00: centinelas».
—Mejor escribe 0800 —observé—. Así se hace en el Ejército.
La mitad de los centinelas se apostaron frente a las casas, mientras los demás desaparecían hacia las partes traseras. También empezamos a ver señales de actividad en el interior. En la planta superior de la casa vecina a la de Fi, un hombre se asomó a la ventana; iba en calzoncillos y se quedó ahí mirando durante un minuto. Fi no pudo contener la risa cuando el hombre levantó un brazo y luego el otro para ponerse desodorante en spray en las axilas. Una mujer vestida con un chándal verde y blanco salió de otra casa y bajó la calle corriendo.
Al parecer, los oficiales tenían horarios de oficina. Por eso se les llama «oficiales», supongo. De cualquier modo, a las nueve menos cinco empezó a salir gente de las casas. Algunos llevaban el mismo uniforme que los demás soldados. Pero otros seis parecían ser los mandamases. Uno de estos últimos era el mismo que Fi y yo habíamos visto salir del Jaguar. Todos convergieron en una enorme casa antigua, de ladrillo, situada hacia la mitad de Turner Street.
—La residencia del doctor Burgess —dijo Fi—. Bonita casa.
Conforme iba avanzando la mañana, nos costaba cada vez más acordarnos de que estábamos haciendo algo peligroso. Fue como estar frente a una oficina que funcionase a pleno rendimiento: un vaivén de coches, gente que entraba y salía con prisa de las casas y, a veces, cuando la calle estaba realmente tranquila, incluso oíamos sonar los teléfonos. La comida empezaba a las 12.30, hora a la que la gente regresaba a las distintas casas. Algunos se sentaban fuera, bajo los suaves rayos del sol, a comer de fiambreras de plástico. Deliciosos aromas nos llegaban de las cocinas. La boca se nos hacía agua y el estómago emitía pequeños gruñidos. Con tristeza, sacamos nuestro propio menú del día: galletas de cereales condimentadas con algo de mermelada, Vegemite o miel. No estaba mal, aunque echaba de menos pequeños lujos como la mantequilla o la margarina. Habría matado por una comida caliente, y por un plato que incluyera carne, como los que preparaban los soldados.
No pasó gran cosa hasta las 4.35, cuando ocurrió algo que nos dejó de piedra. Yo había estado vigilando mientras Fi daba algunas vueltas por la iglesia para entrar en calor. Acababa de regresar y estaba apoyada en la pared, a mi lado, resollando, cuando le dije:
—Oye, Fi, vas a tener que ponerte en forma si quieres que alguien compre tus vídeos de fitness. Anda, aquí viene otro coche.
Fi se volvió hacia la ventana y observó, al igual que yo, cómo se detenía un coche que no habíamos visto antes, un Range Rover.
—¡Si es el coche de la familia Ridgeway! —exclamó Fi con indignación. Parecía bastante escandalizada, como si se tratara del crimen más abyecto cometido durante toda la guerra.
—Pues sal y arréstalos tú misma —repuse, sin apartar la vista del coche.
Vi al chófer, que parecía un soldado cualquiera, y a dos personas sentadas en los asientos traseros. Una de ellas, con su gorra de plato y unos ribetes dorados adornándole el uniforme, era otro alto mando. Apenas pude distinguir nada de su acompañante.
El coche se detuvo frente a la casa de los vecinos de Fi, y los dos hombres de atrás salieron. Un arco cubierto por una frondosa enredadera coronaba la verja; más allá, el camino de entrada serpenteaba por el jardín y llevaba hasta la puerta principal. Aquello significaba que, una vez que esa gente hubiera franqueado el arco, solo tendríamos una oportunidad más para fijarnos en ellos. Para colmo, el Range Rover había parado muy cerca de la verja. El hombre que ocupaba el asiento derecho tuvo que rodear la parte trasera del vehículo, así que tuvimos tiempo de verlo perfectamente. El otro, sin embargo, había salido del vehículo y atravesado la verja sin que tuviésemos la menor oportunidad de verle la cara. Solo podríamos hacerlo cuando recorrieran el camino de entrada a la casa, al pasar entre dos ciclamores. Estiré el cuello para poder verlo mejor. Entonces, con un chillido de horror, agarré a Fi, que estaba algo más lejos.
—¿Qué? ¿Qué? —preguntó. No había prestado demasiada atención y ya no estaba a tiempo para vislumbrar a aquel hombre.
—Ay, Dios mío. No me lo puedo creer. ¡Ay, Dios mío!
—¿Qué? —repitió Fi, que estaba impacientándose, y puede que incluso asustándose.
—¡Era el comandante Harvey!
—Venga, Ellie, no digas tonterías.
—Fi, lo juro. Te lo juro, era el comandante Harvey.
—¿Estás segura?
—Creo que sí.
—Vamos a ver, ¿estás segura o crees estarlo?
—Estoy segura al noventa por ciento. No, al noventa y cinco. Fi, de verdad, era él. ¿No lo has visto, aunque fuese de refilón?
—Quizá sí, pero solo de refilón. Supongo que podría ser él. Son de la misma estatura, más o menos.
Me recosté contra la pared. Estaba temblando.
—Fi, si realmente era él, ¿qué crees que eso significa?
—No sé. ¡Oh, cielos! Ellie… —Ya empezaba a darse cuenta de lo que aquello implicaba—. ¿Crees que…? ¡Oh, no! Puede que… puede que solo finja colaborar con ellos para poder espiarlos.
Negué con la cabeza. ¿Por qué me decía mi instinto que había algo en el comandante Harvey que lo hacía incapaz de semejante acto de valentía? ¿Por qué sabía yo que llevaba dentro algún tipo de debilidad fatídica a la que no podía escapar, del mismo modo que el agua siempre encuentra el punto más endeble de una cisterna, o una oveja el único agujero en una valla?
Y pese a todo, estaba segura, tan segura como de que teníamos un asunto pendiente con el comandante Harvey.
Nos quedamos en nuestro puesto de observación durante el resto de la tarde, pero él ya no volvió a aparecer. Entre las cinco y las seis, la gente fue volviendo a las casas después de la jornada de trabajo. A las ocho, asistimos al cuarto cambio de guardia, y a las diez nos retiramos. Nos deslizamos por la ventana de la sacristía y nos alejamos, de puntillas, por el cementerio. Estaba impaciente por contar a los demás lo que habíamos visto. Lee y Homer estaban durmiendo, pero los despertamos en el acto. Y los cinco pasamos horas barajando todo tipo de posibilidades. Estábamos de acuerdo sobre un punto: lo primero que había que hacer era confirmar que el hombre que yo había vislumbrado era efectivamente el exlíder de los Héroes de Harvey.