Capítulo 3

Pasamos la tarde pensando en modos ingeniosos de entrar en el hospital. Me quedé tendida en el suelo la mayor parte del tiempo, envuelta en una manta escocesa. Recuerdo haberme reído de Chris cuando fingió estar viendo la televisión. Ante una pantalla invariablemente gris, actuaba como si se encontrara frente a programas de entretenimiento, telecomedias y películas de acción. Resultaba extraño pensar que la televisión había sido un elemento tan importante en nuestras vidas mientras que ahora, sin electricidad, se había convertido en uno de los objetos más inútiles de la casa.

Empezábamos a llevarnos bien otra vez, y eso me hacía sentir muy feliz. Se veía en los detalles más insignificantes, detalles que para mí eran como el elemento, el agua, el aire… Me insuflaban vida. Por más que los demás me consideraran una chica fuerte e independiente, lo cierto era que necesitaba a esas cinco personas más que cualquier otra cosa o persona en toda mi existencia.

Pese a todo ello, seguíamos sin dar con el modo de colarnos en el hospital. La noche empezó a caer lentamente hasta sumir la tierra en una completa oscuridad. Y aún no se nos había ocurrido nada. Sin embargo, me atribuyo buena parte del mérito por el momento de inspiración que llegaría más tarde. No dejaba de darle vueltas a la arriesgada táctica de distracción que había empleado Homer. Tenía la impresión de que ahí podría estar la clave. Solo que Homer no lo había hecho bien. Algo me estaba royendo el cerebro, como si tuviese un diminuto ratón encerrado ahí. Tenía que encontrar el modo de dejarlo salir de mi cabeza.

—Lee —dije cuando Fi lo relevó de su turno de vigilancia.

—¿Si, mi bella y sexy oruga?

—¿Oruga?

—Es lo que pareces, envuelta en tu mantita.

—Muchas gracias. Oye, ¿recuerdas la breve conversación que mantuvimos detrás del cobertizo, después de que Homer terminara con sus bramidos?

—¿Cuándo casi mata de un susto a un pobre e inocente soldado? Claro que la recuerdo.

—¿Qué dijimos exactamente? Me da que había algo importante en esa conversación. Aunque lo mismo es una capullada.

—Viniendo de una oruga como tú, seguro que es una capullada.

—Muy gracioso. Pero hablo en serio.

—Vale, a ver, ¿qué dijimos exactamente? Yo qué sé. Hablamos de que probablemente Homer estuviera detrás de aquellos alaridos.

—Si, ¿y después de eso?

—No me acuerdo. Nos quedamos mirando al tío, que huyó corriendo y dio un portazo tras él y cerró la puerta a cal y canto.

—Si. Algo sobre… sobre cómo la estaba cerrando.

—Dijiste algo…

—Sí.

Me quedé allí sentada en silencio, sintiéndome impotente.

—¿Tan importante es? —preguntó Lee al cabo de un rato.

—No estoy segura. Puede que no sea nada. Tengo la sensación de que hay algo ahí, pero tendré que hacer memoria hasta que salga. Es como asistir al parto de un novillo: puedo ver la cabeza del puñetero animal, pero no tengo ni idea de qué aspecto va a tener.

Me puse en pie y empecé a caminar en círculos. Estábamos en el salón de arriba, el espacio donde la señora Lim seguramente daba sus clases. Había un hermoso piano negro de media cola frente a la ventana. Homer había escrito «Heavy Metal» con el dedo en la superficie cubierta de polvo. Yo había visto a Lee recorriendo las teclas con las manos después de haber levantado la tapa. Le temblaban los dedos, y su mirada era aun más pasional e intensa que las que me dirigía a mí. Me quedé en la puerta mirándolo. Cuando se percató de mi presencia, bajó rápidamente la tapa en un gesto casi culpable y dijo:

—Debería tocar la Obertura 1812 y pedir a los soldados que hicieran la parte de los cañones.

Yo no dije nada, pero me pregunté por qué intentaba cachondearse de algo que tanto significaba para él. A veces me cansaba de oír ciertas bromas.

Como decía, en aquel instante me encontraba paseándome por la habitación. Jugueteé con el cordón de la persiana veneciana, hice girar el taburete del piano, borré el grafiti de Homer, enderecé los libros, abrí y cerré la puerta del reloj de pie…

—Hagamos una repetición de la jugada —dijo Lee, observándome.

—Fue una jugada un poco penosa, pero vale —accedí, sentándome en el taburete frente a él.

—Vale. No creo que dijéramos mucho hasta que el tío llegó a la puerta y la cerró. Luego nos cagamos un poco en Homer, y eso fue todo.

—Sí, y después comentamos que ese tío se había asegurado de cerrar bien la puerta.

—Y que debían de tener en sus filas tanto a profesionales como a aficionado, tal y como pensábamos. Y que ese tío debía de ser…

—Espera. —Me quedé allí sentada con la cabeza entre las manos. De repente, lo vi claro. Me puse de pie—. Ya lo tengo. Vamos a buscar a los demás.

Aquella misma noche, mientras Lee y yo observábamos a Homer desde nuestro escondite, se me ocurrió de nuevo que ser el chico más rebelde del instituto tenía sus ventajas. Homer se las sabía todas. Mientras el resto de nosotros aprendía conceptos como «diferenciación de producto» y «discriminación de precio» en la clase de economía, Homer y sus compinches se dedicaban, en la última fila del aula, a perfeccionar sus técnicas de terrorismo urbano. No sé ni de dónde sacaron algunas de las cosas que aprendieron.

Homer se acercaba de nuevo hasta el ambulatorio, con sigilo, seguido por Robyn, que esta vez se mantenía cincuenta metros atrás vigilando. Llegó hasta la puerta que quedaba en un extremo del edificio, la misma que Robyn y él habían tanteado la primera vez. En esta ocasión, ni se molestó en probar suerte, sino que se dirigió hacia una puertecita de apenas un metro de altura que daba al sótano, más o menos a mitad del edificio. Para alcanzarla tuvo que atravesar a tientas los arbustos de lavanda. Desde nuestra posición teníamos una buena perspectiva; lo vi tirando de la puerta, que, tal y como habíamos imaginado, estaba cerrada. Entonces, utilizó un cincel para intentar abrirla haciendo palanca. De nada sirvió. Y eso que la puerta parecía bastante endeble: no consistía más que en cuatro tablillas blancas verticales elevadas a dos travesaños.

Sin embargo, Homer no se dio por vencido. Iba bien preparado. Hurgó en su bolsa de herramientas otra vez, sacó un destornillador y empezó a desarmar las bisagras. Al cabo de unos cinco o seis minutos, agarró con fuerza la puerta y la desencajó suavemente. Sin volver la vista atrás, coló su cuerpo (que es bastante voluminoso, por cierto) a través de la abertura.

Ya no podíamos verlo, aunque yo sabía exactamente lo que estaba haciendo. Tanto Lee como yo nos pusimos tensos: se acercaba nuestro momento de entrar en acción. Podía imaginar a Homer, ondulando como un enorme gusano a través de la fría oscuridad de aquel mundo subterráneo. En cuanto le comenté mi idea, Homer tramó todo un plan, convencido de que funcionaria. Al fin y al cabo, solo estaría repitiendo una de sus trastadas más sonadas en el instituto. Ya había tenido un ensayo general.

Tenía que encontrar un punto en el que pudiera perforar el suelo. El edificio en el que se encontraba, destartalado y vetado, era bastante idóneo para hacerlo y, por si acaso, llevaba conmigo un serrucho de punta, un berbiquí y una barrena. Planificamos la operación con todas las precauciones. No queríamos dejar rastro de nuestra visita, de ahí el agujero en el suelo. Habría resultado más fácil romper una ventana y arrojar dentro la bomba confeccionada por Homer. De modo que aguardamos y observamos, temblando; echamos un vistazo a los relojes, nos miramos los unos a los otros y volvimos la vista, inquietos, hacia el ambulatorio.

Cuando empezó la acción, lo hizo por todo lo alto. No habíamos desperdiciado la noche al colarnos en todas las casas de Barrabool Avenue en busca de pelotas de ping pong. Mientras las envolvía en papel de aluminio, Homer nos había prometido que el resultado valdría la pena. Y nosotros, observándolo fascinados, no albergamos duda alguna, sobre todo después de lo sucedido seis meses atrás, cuando tuvieron que evacuar a todo el instituto AC Heron. El resultado fue espectacular entonces. Y esta vez no iba a ser menos. De repente, unos escandalosos pitidos empezaron a llegar desde el extremo del edificio donde Homer se encontraba. Casi de inmediato, trasportados por la brisa de aquella clara noche, resonaron una serie de avisos, en inglés y a tal volumen que hasta nosotros podíamos oírlos. Parecían venir de todos los rincones del hospital: creo que se trataba de mensajes grabados y reproducidos de forma automática. El primero decía «Código dos, código dos, código dos», y se repetía cada quince o veinte segundos. Al cabo de un minuto más o menos se oyó el siguiente mensaje.: «Zona cuatro, zona cuatro, zona cuatro». Y después: «Nivel tres. Nivel tres». Para entonces, el hospital ya estaba cobrando vida. Las luces empezaron a iluminar todos los rincones y oímos gritos. Sonó una segunda serie de anuncios; creo que era idéntica a la anterior, pero para entonces yo ya había dejado de prestar atención. Había empezado a avanzar sigilosamente con Lee, preparados para cuando llegara nuestro momento. No había rastro del humo que tenía que estar saliendo del extremo del ambulatorio, pero las personas que emergían de las habitaciones se encaminaban todas en aquella dirección. Vimos a dos soldados corriendo, unos cuantos hombres y mujeres de paisano, una mujer con uniforme de enfermera y tres o cuatro personas en pijama. No llegaba a verles la cara, con lo cual me era imposible saber si eran de nuestro bando o no. Pero fue todo un fiestón tratándose de un hospital…

No queríamos lastimar a ninguno de los pacientes. La bomba fumígena de Homer no podía provocar ningún incendio, y confiábamos en que el personal no llegara a evacuar a los pacientes. Contábamos con que el centro estaría equipado con un sistema de detección de incendios aún operativo, y con que el humo lo activaría. En realidad era casi una apuesta segura. Y el personal reaccionó tal y como esperábamos, corriendo hacia el lugar del siniestro. Y fueron dejando las puertas abiertas a su paso.

No disponíamos de mucho tiempo. Por el rabillo del ojo distinguí a Fi y a Chris, que avanzaban rápido hacia la puerta que daba a las habitaciones comunes. Lee y yo, por nuestra parte, debíamos dirigirnos hacia el ala reservada a la gente mayor, que quedaba en la línea más larga del edificio en forma de «T». Una sola persona había salido de allí, un o una soldado, que cerró la puerta con tanta fuerza que esta rebotó y volvió a abrirse sola.

Me puse en marcha, con Lee un paso detrás de mí. Esperaba que pudiésemos colarnos en el aparcamiento sin que nadie nos viera, pero una vez entramos en aquel desierto desnudo y oscuro, me di cuenta de que nuestra única oportunidad dependía de la rapidez. Agaché la cabeza y aceleré, rezando para que los pasos que oía detrás de mí fueran los de Lee. Sentía la brisa de la noche fresca contra la cara; mucho más helado era el escalofrío que desde la nuca me recorría la espalda: el miedo a que me cosieran a balazos. Llegué a la puerta, resoplando y jadeando, y agradecida por seguir viva.

El tiempo apremiaba. Lo único que pude hacer fue asomar la cabeza por la cabeza por la puerta y mirar a izquierda y derecha. El deslustrado pasillo de madera estaba desierto, de modo que entré, confiando en que Lee me seguiría. No solo lo hizo, sino que estaba tan cerca que podía sentir su aliento en las orejas.

Aunque el pasillo estuviese vacío, uno podía intuir que el edificio estaba atestado de gente. Sigo sin saber bien por qué. Quizá por los ruiditos, crujidos y rumores que nos rodeaban. O tal vez por el rastro de olores corporales, de alientos. O por ese calor húmedo y denso, que ningún calefactor ni chimenea podría generar nunca. En definitiva, supe en el acto que había gente por todos lados, detrás de todas aquellas puertas cerradas que recorrían el pasillo. Tomé la decisión repentina de girar a la derecha, sin motivo aparente. Lo hice sin más. Avanzaba a paso rápido a lo largo de aquella sección, intentando decantarme por una puerta u otra. Cómo deseé poder tener una visión de rayos X. Pasamos junto a una puerta abierta que daba a una pequeña cocina; estaba vacía y sumida en las tinieblas. La habitación contigua lucía la señal «B7». No se advertía luz por debajo de la puerta. Me detuve, me volví hacia Lee y, enarcando ambas cejas, apunté a la puerta con la cabeza. Él se encogió de hombros y asintió. Yo aspiré una profunda bocanada de aire, hice acopio de valor, me aferré al pomo, lo giré y abrí la puerta.

El interior estaba a oscuras. Las cortinas estaban echadas, lo que contribuía a la falta de luz. Aun así, otra vez intuí que la habitación estaba llena de gente. Se me antojó muy pequeña, pero abarrotada. Podía distinguir no pocas respiraciones pesadas, unas lentas y profundas, otras temblorosas y prolongadas. Me quedé inmóvil, intentado acostumbrarme a la oscuridad, sin atreverme a hablar. Pero Lee me dio un golpecito en el hombro y lo seguí de vuelta hacia el pasillo.

—Nos la estamos jugando —dijo.

Estaba empapado en sudor. Oímos un ruido detrás en el pasillo y nos dimos la vuelta. La puerta que daba al aparcamiento se estaba abriendo de nuevo. Ya no quedaba otra opción. Salimos disparados hacia la puerta más cercana, la B8. Procuré abrirla sin hacer ruido, pero no había tiempo para andarse con sutilezas. Ambos irrumpimos a la vez en la habitación, armando bastante alboroto. Lee cerró deprisa de puerta y, acto seguido, una voz preguntó con tono agresivo:

—¿Quiénes sois?

Sentí un alivio tremendo al oír mi idioma. Era una voz de mujer, bastante joven, de unos veinticinco o treinta años tal vez.

—Estamos buscando a un amigo —me apresuré a decir.

Aquella era la primera conversación que mantenía con un adulto desde la invasión.

—¿Quiénes sois? —repitió.

Yo dudé un momento y opté por ser sincera.

—Creo que no nos conviene decirlo.

Cayó el silencio. Entonces, con un tono de voz tembloroso por la emoción, ella prosiguió:

—¿Me estás diciendo que no sois prisioneros?

—Eso es.

—¡Esta sí que es buena! Pensaba que no quedaba nadie ahí fuera.

—¿Estamos a salvo aquí dentro? —preguntó Lee.

—¿Cuántos sois?

—Solo dos —contesté yo.

—Bueno, lo estaréis hasta mañana. Siento haberos recibido así al entrar, pero por aquí nunca se sabe. A veces el ataque es la mejor defensa. Aquí al lado está la vieja señora Simpson, en una cama como Dios manda; por desgracia, es la única que la tiene… Meteos debajo y si alguien enciende la luz, no os descubrirá. Dios mío, no me lo puedo creer.

Avanzamos a tientas hasta la cama y nos arrastramos debajo. La señora Simpson olía bastante mal, pero intentamos no hacer demasiado caso.

—¿Qué está pasando? —pregunté a la mujer—. ¿Quién eres? ¿Quién más hay aquí?

—Me llamo Nell Ford. Trabajaba en la peluquería. Mi marido, Stewart, trabajaba para Jack Culvenor. Nos estábamos haciendo esa casa de ladrillo en Sherlock Road, pasado el aparcamiento de camiones.

—¿Estás ingresada?

—Pues sí. Dios mío, tienes que estar muy mal para que te ingresen. Pero saldré mañana o pasado. De vuelta al reciento ferial.

—Entonces, ¿todos los pacientes son prisioneros?

—En este edificio, sí. Nos han metido a todos aquí, como sardinas. Reservan las mejores habitaciones para los suyos, las del pabellón principal.

—¿Tenéis enfermeras o médicos que os atiendan?

Ella soltó una risa amarga.

—Tenemos una enfermera. Phyllis de Steiger. ¿La conoces? A los médicos se les permite pasarse de vez en cuando, si no tienen saldados a los que atender. Si te llegan a vez media hora cada dos días, puedes darte por satisfecha. Total, que tenemos que apañárnoslas solos. Es muy duro.

—¿Cuánta gente hay en esta habitación?

—Siete. Es un verdadero foco de infecciones. En fin… Y vosotros, ¿qué hacéis aquí? ¿Dices que estáis buscando a alguien?

Bajo la polvorienta cama, junto a Lee, y hablando entre susurros, me había puesto tensa, con los puños tan cerrados que las uñas se me clavaban en la palma.

—¿Conoces a Corrie Mackenzie? —pregunté—. ¿Y a Kevin Holmes?

—Anda. Estabais con ellos, ¿verdad? —dijo—. Claro, ya me cuadra todo. Ya sé quiénes sois. Vosotros sois los que volasteis el puente.

Yo estaba sudando a mares. No me imaginaba que fuéramos tan famosos. No contesté nada, y Nell se rió.

—No te preocupes —dijo—. No soy una chivata. Bueno, supongo que querréis saber cómo están vuestros amigos.

—Por favor —susurré.

—Kevin ya está mejor. Ha vuelto al recinto ferial. En cuanto a Corrie, la pobre… Se quedó callada. Yo sentí en el pecho un peso infernal, insoportable. Mi propio corazón.

—Verás, bonita…

—¿Qué? ¿Qué?

—Pues está bastante tocada, tesoro.

Seguía viva. No podía pensar en otra cosa.

—¿Dónde está?

—Ah, está aquí. En la segunda habitación de este pasillo. Pero como ya te he dicho, está muy tocada.

—¿Cómo de tocada?

—Ay, bonita, sigue inconsciente, ¿sabes? Está en coma. Está así desde que llegó. La cosa no pinta muy bien.

—¿Podemos ir a verla?

—Claro que sí. Pero tendréis que esperar un poco. En principio, los centinelas no tardarán en hacer su ronda. De noche, solo pasa una patrulla, pero como se ha disparado la alarma de incendios, puede que se retrasen.

—Hemos sido nosotros —confesó Lee—. Era el único modo de distraer su atención y colarnos dentro.

—Humm. Dicen que sois unos chicos muy avispados.

—¿Sabes algo más de Corrie? Cuéntamelo todo —le rogué.

Nell dejó escapar un suspiro.

—Ay, ojalá pudiera darte buenas noticias. La verdad es que se portaron fatal con ella. Kevin la llevó directamente a urgencias y, en un primer momento, permitieron que el médico le echara un vistazo. En cuanto se dieron cuenta que era una herida de bala, las cosas se complicaron. La encerraron en una habitación y no dejaron que nadie la viera hasta que los médicos la examinasen. Y aun cuando eso sucedió, pasó una eternidad hasta que recibió un tratamiento adecuado, y mucho más hasta que la trasladaron aquí y pudimos hacernos cargo de ella. Los soldados solo se refieren a ella diciendo «chica mala, chica mala». Puede que estar inconsciente jugara a su favor, que en el fondo haya sido mejor para ella. Pero la dejaron allí tirada, pobre niña. Al menos acabaron poniéndole un gotero, aunque no parece que esté recuperándose. Hemos hecho todo lo que ha estado en nuestras manos. Es la única que tiene una habitación para ella sola, aunque siempre hay alguien junto a su cama. Esta noche le toca a la señora Slater. Ya la conoces.

Hubo un prolongado silencio. Por primera vez sentí verdadero odio hacia los soldados. Me revolvía una fuerza tan malvada y oscura que me asusté. Era como si un vómito negruzco me llenara por dentro, como si un demonio interior arrojase sus esputos negros en mis entrañas. Estaba muerta de miedo, todo me asustaba: el odio que sentía, el estado en el que Corrie se encontraba, los riesgos que Lee y yo estábamos corriendo.

—¿Sabes algo de nuestras familias? —preguntó Lee.

Nell soltó una risilla honda.

—Antes tengo que saber quiénes sois —dijo—. ¿He acertado antes?

Y se lo dijimos. No sabíamos si fiarnos de ella o no, pero el ansia de saber pudo más que nuestras reservas.

Como toda peluquera que se precie, Nell lo sabía todo de todos. Mi familia estaba bien, aunque mi padre recibió un buen culatazo en el estómago el primer día de la invasión. Al parecer, se había puesto demasiado nervioso; desde entonces, lo habían dejado fuera de combate un par de veces más por la misma razón. Yo siempre temí que algo así sucediese. Los granjeros están muy acostumbrados a ser sus propios jefes. No soportan que nadie les diga lo que tienen que hacer, y esto incluye a sus propias hijas. Apostaba a que mi padre se puso a echar humo por las orejas en cuanto se dio cuenta de que unos tipos de otro país pretendían encerrarlo y darle órdenes durante los próximos años, o tal vez durante el resto de su vida.

La familia de Lee también estaba bien pero, como la mía, tuvo problemas en un principio. Cuando los soldados irrumpieron en su restaurante e intentaron sacarlos a la fuerza, se resistieron. Puede que los trataran incluso peor que ser asiáticos. El caso es que el padre de Lee acabó con un brazo roto, y de su madre, con los ojos morados. Al menos sus hermanos pequeños salieron ilesos, aunque muy asustados.

Los allegados de los demás parecían haber salido también ilesos, excepto el hermano de Homer, George, que se había abierto la mano mientras cortaba verduras para la comida. Y la hermanita de Fi estaba sufriendo graves ataques de asma. La vida en el recinto ferial pintaba horrible. Nell describió las condiciones de hacinamiento, que el sistema de alcantarillado estaba colapsado y que la comida solía escasear. El pabellón hípico estaba provisto de un par de duchas para el uso de los mozos de cuadra, pero el acceso quedaba terminantemente prohibido, por lo que todos apestaban y se quejaban de picores. Cualquier corte o arañazo se prestaba a infecciones. Siempre había alguna epidemia; de hecho, la varicela acababa de tomar el relevo a las paperas. El abatimiento, el nerviosismo y el agotamiento hacían mella entre los reclusos. Surgían riñas a cada momento; algunas personas ni se dirigían la palabra; se habían producido unos cuantos intentos de suicidio; una decena de personas habían muerto. La mayoría de los fallecidos eran personas mayores que habían echado a patadas del pabellón de geriatría, pero también había muerto un bebé y una chica de veinte años, llamada Angela Bates. Fue asesinada, aunque nadie sabía mucho al respecto; hallaron el cadáver una mañana junto a las letrinas. Todos estaban convencidos de que los soldados eran los culpables, pero pedirles explicaciones era una pérdida de tiempo. El asesinato quedó sin resolver.

También se perpetraron varias violaciones cuando la gente fue concentrada y conducida al recinto ferial, pero ninguna desde entonces. Nell explicó que estos soldados eran muy disciplinados, pero que no dudaban en emprenderla a golpes con cualquiera que desobedeciera las órdenes. Un tal Spike Faraday, un joven campesino que vivía cerca de Champion Hill, recibió un disparo en la rodilla por atacar a un soldado. Y también zurraron a seis personas por intentar escapar; después fueron trasladados al perímetro de aislamiento del campo. Otro Spike, pero apellidado Florance, moro de granja, recibió repetidas palizas por no amilanarse y seguir provocando a los centinelas.

La situación era mucho peor de lo que pensábamos. Los pocos datos que nos habían dado las cuadrillas formadas por prisioneros, y las informaciones radiofónicas que hablaban de una invasión «limpia», nos habían infundido una falsa sensación de optimismo. La situación parecía deteriorarse. No había nada limpio en todo aquello. Me entraron ganas de ir a lavarme las manos.

Tendida en un colchón sobre el suelo, Nell dijo dos cosas que me impactaron mucho. Una, que mucha gente colaboraba con los soldados. No supe qué pensar cuando oí aquello. De las pocas novelas y películas bélicas que había leído o visto, había sacado la idea de que los buenos eran todos unos héroes. O estabas en un bando o estabas en otro —con los buenos o con los malos— y era así de principio a fin. Nell dijo que algunos les hacían la pelota a los soldados, unos auténticos lameculos, vamos. Y lo que es más, algunos hasta ofrecían activamente su ayuda, prestándose a realizar trabajos o saltando a la palestra para defenderlos. Hasta había quienes pasaban la noche con ellos…

Lee y yo no podíamos dar crédito.

—¿Por qué? —pregunto Lee—. ¿Por qué hacen eso?

Nell emitió esa risita amarga a la que empezaba a acostumbrarme.

—Escucha, tesoro —susurró—. Yo soy peluquera, y todas las peluqueras somos psicólogas aficionadas. Creemos que sabemos todo lo que hay que saber sobre la gente, pero en ese recinto ferial he visto cosas que no habría imaginado ni en un millón de años. ¿Quién sabe lo que pasa por la mente de esos desgraciados? Algunos actuarán así empujados por el miedo. Otros, para conseguir comida, cigarrillos o alcohol, o incluso una ducha y un bote de champú. Y están los que lo hacen por afán de poder, supongo. Otros son tan borregos que les gusta que los demás les digan que tienen que hacer. No les importa quién está al mando, siempre que haya alguien. Yo personalmente creo que son unos pirados. Y las cosas se pondrán peor antes de que veamos alguna mejora.

Se produjo otro instante de silencio mientras digeríamos todo aquello. Por mi parte, yo era incapaz de centrarme en otra cosa que no fuese la palabra «borrego». La gente suele hablar fatal de ellos, cosa que nuca haría un ganadero. De modo que maticé:

—Te equivocas con los borregos, Nell. No les gusta recibir órdenes. Y no son tan estúpidos como la gente cree. Tienen un gran instinto de supervivencia…

—Cállate, Ellie —dijo Lee con voz cansada.

Qué le voy a hacer si me gustan los borregos.

Nell pasó al segundo de los temas que tanto nos impactaron. Nos aseguró que mucha entusiasmo respecto gente —nuestra a aquello que gente— mostraba cierto los soldados llamaban «colonización». Es decir, una vez el país estuviera bajo control, nuestros enemigos pretendían traer a millones de los suyos. Cada familia recibiría su parcela de terrenos para cultivar y nos utilizarían a nosotros como esclavos para realizar las tareas más ingratas: esquilar ovejas, recoger patatas o limpiar casas.

—¿Y por qué querrían que algo así sucediese? —susurré.

Empezaba a sentirme asustada hasta lo más profundo de mi ser. De repente, todo parecía tomar un cariz demasiado malo, demasiado espantoso, sin el mayor rayo de esperanza para nosotros.

—Pues, veras… —dijo Nell. Empezaba a divagar, y también estaba cansada—. Es que… Si estuvieseis en el recinto ferial, lo entenderíais. Las condiciones son malísimas, y está atestado de gente. Lo único que queremos es salir fuera. Respirar aire fresco, poder dar un paseo. Por esa razón la gente ya se ofrece voluntaria para participar en las cuadrillas. Cualquier cambio les parece que es para mejor.

Mientras nos decía aquello, los soldados efectuaron su ronda. Los oímos bastante claramente: no se molestaron lo más mínimo en ser discretos. Abrieron la puerta de la habitación, encendieron las luces y las apagaron, apenas un segundo más tarde. Hacía tanto tiempo que no había estado en una habitación con luz eléctrica que el efecto fue el mismo que el de un golpe en la cabeza. ¡Qué intensa! Lee y yo nos pegamos contra el suelo, respirando polvo y oliendo madera rancia.

—No suelen encender las luces —susurró Nell, una vez se hubieron marchado—. La alarma de incendios que disparasteis ha debido de ponerlos nerviosos.

Aun así, yo estaba convencida de que no habían podido identificar la fuente del humo porque, de haberlo hecho, estarían llevando a cabo una búsqueda mucho más frenética. Homer había llevado consigo un saco que pensaba echar sobre la bomba fumígena en cuanto interrumpieran en la habitación que quedaba encima de él. No encontrarían nada más que una sala llena de humo y ninguna causa aparente. Homer había elegido la sección de radiología como objetivo porque, con un equipo electrónico tan aparatoso, no sabrían identificar el origen del incidente.

Oímos las pisadas de los soldados que se alejaban por el pasillo para reincorporarse a sus puestos. Por fin, llegaba el momento que tanto había anhelado. Lo anhelaba más que nada. Entonces, ¿por qué estaba tan aterrada? Supongo que se debía al hecho de ignorar lo que encontraría en la habitación B10: a mi mejor amiga, mi colega de toda la vida, Corrie… o a algún tipo de monstruo irreconocible, un vegetal.

—El campo debería estar despejado ahora —susurró Nell—. Pero llevad mucho cuidado.

En realidad, ese consejo sobraba: no iba a salir de allí gritando ni tampoco montar una carrera de camillas por los pasillos del hospital.

Nos deslizamos desde debajo de la cama, como culebras emergiendo de las zarzas.

—Buena suerte —dijo Nell.

—Vendremos a verte antes de irnos.

—Muy bien, bonita.

Abrí la puerta con suma cautela y eché un vistazo fuera. El pasillo estaba desierto y bastante oscuro. Hacía frío y aquello contrastaba con el denso y cálido olor humano que impregnaba la B8. Avancé tan sigilosamente como pude por el pasillo, sabiendo que Lee me seguía de cerca. Sin embargo, en cuanto estuve frente a la puerta de Corrie, no tuve el valor de abrirla. Desde la invasión, no han sido pocas las veces que me he visto obligada a hurgar dentro de mí en busca de valor. Y sorprendentemente, siempre he acabado dando con él, aunque a veces tuviese que rebuscar hasta el fondo, aunque a veces quedara poquito del que echar mano.

Y ahora, me encontraba con la cabeza apoyada contra la puerta, sin fuerzas. Actuar de ese modo no fue nada sensato. No era como ir por ahí gritando o hacer carreras en sillas de ruedas, pero casi. Lee me rodeó con el brazo, y yo me volví hacia él y hundí la cabeza en su pecho. No derramé ni una lágrima, pero agradecí su fuerte abrazo y su silenciosa comprensión. Lee parecía encerrar en su interior un lugar que no creía que yo poseyera. Tal vez de allí manara su música. Fuese lo que fuese, conecté con aquel lugar durante unos pocos segundos y recobré algo de fuerzas. Fue como una transfusión de sangre.

—¿Quieres entrar tú primero? —pregunté, apartando la cabeza de su cálido pecho.

Eso hizo: me soltó, giró el pomo de la puerta y la abrió. Entró y sujetó la puerta para que yo pudiese entrar, adentrarme en las tinieblas. Una asustada voz exclamó:

—¿Quién anda ahí?

Por un momento, pensé que era Corrie y se me cortó la respiración. Imaginé que se trataba de su fantasma o de un milagro, que Corrie había salido de repente de su letargo para hablarnos. Entonces me acordé de la señora Slater.

—Señora Slater, soy yo, Ellie. Y Lee también está aquí.

—¡Oh! ¡Ellie! ¡Lee! —Se levantó de un brinco, tirando algo al suelo sin querer.

Conocíamos muy bien a la señora Slater. Era una de esas personas capaz de convertir días de veinticuatro horas en días de treinta y dos. Su marido había muerto en un accidente de tractor años atrás, y desde entonces ella se había encargado de la granja, de educar a sus hijos, de escribir dos libros de jardinería, de aprender caligrafía y bordado, y de cursar la mitad de una carrera de Humanidades en la universidad a distancia. Incluso había encontrado tiempo para echar una mano en el comedor del colegio, donde su hijo menor, Jason, estaba en décimo curso.

Una vez me dijo: «Hay dos tipos de personas en el mundo, Ellie. Los que se sientan a ver la tele y los que se remangan y hacen las cosas».

Me obsequió con el más largo de los abrazos que había recibido nunca, y por fin me eché a llorar. Había pasado muchísimo tiempo desde la última lágrima. Pero era el primer adulto conocido que veía, el primero en abrazarme, en vincularme con mi añorado y feliz mundo. Y también con mis padres, dado que la señora Slater era muy amiga de mi madre.

—Ay, Ellie —dijo—. Pobre niña. Y qué mal hueles.

—¡Señora Slater! —Me había hecho reír, y le di un golpecito en el pecho en señal de protesta. Acto seguido, abrazó a Lee.

Supongo que llevábamos tanto tiempo juntos que no nos dábamos cuenta de lo mal que olíamos. En general nos lavábamos en el arroyo, pero la temperatura del agua había bajado con el paso de los días y últimamente nos bañábamos poco en él.

—No te preocupes —dijo—. Todos huelen peor en el recinto ferial. Mucho peor. Pero los pacientes tenemos derecho a una ducha cada dos días, y nos acostumbramos rápido a la limpieza.

Ya no la estaba escuchando. Me había vuelto hacia la cama, donde Corrie yacía en silencio. La única luz de la habitación procedía del aparcamiento y se filtraba por las ventanas. Podían distinguirse las zonas de cristal que la condensación había empañado. La habitación en sí era lúgubre, como en una iglesia a última hora de la tarde, antes de que enciendan las luces. Los objetos que resaltan eran o bien muy oscuros o bien muy claros: una puerta de armario asomaba como una cicatriz negra en la pared, la mesita de noche, más reluciente, parecía una blanca y benévola figura inclinada hacia la cama de Corrie; la sábana que cubría a mi amiga resplandecía con una plácida luminosidad. Su cabeza sobre la almohada era como un pequeño parche negro, una piedra redonda, inmóvil. No podía distinguir sus rasgos. Intenté localizar los ojos, la nariz, la boca. Y al no discernirlos, ese parche negro empezó de repente a asustarme, como si no fuera humano, como si nada tuviera que ver con Corrie. La examiné una y otra vez, intentando reprimir el miedo en el estómago para que no se abriera camino por mi garganta y emergiera de mis labios. ¿Era eso su boca o solo una sombra? ¿Eran esos sus ojos o puntos negros, ilusiones ópticas? Ya no tenía constancia de la presencia de Lee ni de la señora Slater. No solo ya no se encontraban en la habitación, sino que habían dejado de existir. Allí no había nadie más que yo y aquella silueta de la cama. Di tres pasitos hacia ella, muy despacio. Y, de repente, desde aquel nuevo ángulo, con aquel nuevo contraste de la luz que caía sobre la cama, volví a encontrar a Corrie. Allí estaba: su piel suave, su cara rechoncha, sus ojos cerrados. Mi boca se entreabrió, de sorpresa. Lo que veía ni se parecía a mi amiga de toda la vida, ni a la Corrie nacida de mis peores fantasías. No se la veía demacrada, deteriorada ni amoratada, pero tampoco parecía feliz, animada ni locuaz. Era más bien una muñeca de cera, un completo duplicado de Corrie. Sus labios se movían ligeramente al compás de cada inspiración y espiración, pero no podía apreciarse otro movimiento. Estaba viva aunque, de algún modo, ya no estaba entre nosotros.

No tenía miedo de ella, sino de tocarla. A punto estuve de pedir permiso a la señora Slater, de preguntar si no pasaba nada, pero aquella idea no tardó en desvanecerse. Al cabo de un rato, tendí hacia ella un tembloroso dedo, cuya yema recorrió la parte inferior de su mejilla derecha. Aquella no era la Corrie que yo abrazaba, usaba de confesora y criticaba. Tampoco la que tantas veces se había sentado en rodillas cuando el autobús del instituto iba lleno. Esa Corrie se había alejado en silencio, dejando tras de sí esa apacible respiración, esa tez pálida. Me incliné un poco hacia ella, la besé en la frente y reposé la cabeza en la almohada, a su lado. No dije nada. En realidad, tampoco podía pensar en nada. Ella tenía la piel fría, aunque no lo pensé en ese instante, sino más tarde. A través de su mejilla pegada a la mía, pude notar su respiración. Permanecí en esa postura un rato, un buen rato. Finalmente me puse en pie y le susurré al oído: —Lleva mucho cuidado por aquí, Corrie. Cuídate mucho.

Después, salí al pasillo y esperé a Lee. Ni siquiera me despedí de la señora Slater, un gesto muy feo por mi parte.

Lee estaba tardando bastante, así que me escondí detrás de una cesta de ropa blanca hasta que por fin apareció. Me puse en pie de un salto y eché a andar delante de él para volver a la B8 y decir adiós a Nell.

—¿Estás bien bonita? —me preguntó esta—. ¿Te has puesto triste?

Pero en lugar de contestarle, le hice una pregunta que había estado atormentándome.

—Antes has dicho que Kevin estaba bien «ahora». ¿Por qué? —pregunté.

—Ah, ¿he dicho eso?

—Pues sí. ¿A qué te referías con eso de «ahora»?

Ella intentó dar con algún tipo de manera piadosa, pero no pudo. Tras un instante de silencio, se dio por vencida y acabó confesando.

—Le dieron una paliza brutal, Ellie.

Salimos y avanzamos con sigilo por el pasillo, en dirección a la puerta principal. Gracias a Nell, sabíamos dónde se encontrarían los soldados: en la sala de enfermería, cerca de la salida. Mientras nos escondíamos en la pequeña cocina, a una distancia de unos veinte metros, agarré a Lee por la cabeza y lo atraje hacia mí para poder susurrarle al oído:

—Quiero coger un cuchillo.

—¿Para qué?

—Para matar a los soldados.

Sentí que su cuerpo daba una sacudida, como si acabara de recibir una pequeña descarga eléctrica. Durante un instante no articuló palabra, y se limitó a ponerse en pie mientras yo permanecía agachada junto a él, como el animal en el que me había convertido. Entonces, volvió a agacharse y acercó su boca a mi oreja.

—No puedes hacer eso, Ellie.

—¿Por qué no?

—Podrían tomar represalias contra los pacientes. Ya no volvimos a hablar. Nos quedamos allí esperando un momento en el que los soldados bajaran la guardia, una oportunidad de burlar su vigilancia. De vez en cuando, los oíamos hablando en su gutural lengua. Había una especie de lamento musical en sus voces que casi resultaba agradable. A veces, también podíamos oír la voz de una chica, baja y ronca. A veces se reía y a veces hacía algún comentario en algo que parecía inglés, pero en voz tan baja que no llegábamos a entenderlo. Después de lo que Nell había dicho, tuve la peor de las sospechas acerca de lo que podía estar haciendo aquella chica. Y allí en la oscuridad, la odié en silencio.

De camino al baño, un soldado pasó junto a nuestro pequeño escondite. Como no sabíamos donde se encontraba el otro, no nos atrevimos a mover un dedo. Eran las 3.45. Regresó pocos minutos después, y no hubo más movimiento hasta las 4.20, cuando el otro soldado recorrió el mismo camino hacia el baño. Segundos más tarde, una chica alta, de unos diecinueve años tal vez, apareció por la puerta de la cocina y susurró hacia la oscuridad, de cara a nosotros.

—Daos prisa, el otro está durmiendo. Pero no hagáis ningún ruido.

Nos quedamos boquiabiertos. Durante un momento nos preguntamos si realmente estaba dirigiéndose a nosotros. Entonces, comprendí que así era. Nos pusimos en pie y nos movimos sigilosamente por los carritos de comida hasta la puerta. La chica ya había desaparecido. ¿Quién era? ¿Cómo sabía que estábamos allí? Sigo sin saber la respuesta a esas preguntas. Pero tanto da quién fuese o lo que estuviese haciendo en ese instante. Lo importante es que le debíamos una muy grande.