Capítulo 2
Apenas habían pasado dos meses desde la invasión y el paisaje ya no era el mismo. Algunos cambios eran patentes, cultivos sin cosechar, casas desiertas, más reses muertas en los prados, las frutas pudriéndose en los árboles y en el suelo… Otra granja, la de los Blackmore, había quedado reducida a cenizas; quizá fuera el resultado de un incendio accidental, o puede que la pulverizara un proyectil enemigo. Un árbol había caído sobre el tejado del cobertizo de esquileo de los Wilson. Todavía yacía ahí, sobre un nido de hierro galvanizado y vigas rotas. Se veían más conejos en los alrededores que de costumbre; incluso avistamos tres zorros, algo que no solía pasar a plena luz del día.
Otros cambios, sin embargo, pasaban más inadvertidos: aquí y allá, la brecha de una valla, un molino derruido, el rizado zarcillo de una hiedra que se colaba por la ventana de una casa.
Pero había algo más. El ambiente era distinto. La tierra que nos rodeaba desprendía algo diferente. Parecía más salvaje, extraña, envejecida. Todavía me sentía cómoda vagando por la zona, aunque menos importante. Era como si mi vida no valiera más que la de un conejo o un zorro. A medida que la naturaleza recuperaba el terreno arrebatado por las granjas, me convertía en una criatura más del monte. Un animal que se deslizaba por la maleza, sin apenas alterar su entorno. Por extraño que parezca no me resultaba desagradable; todo era más natural así.
Avanzamos sin prisas: nos manteníamos alejados de la carretera, atravesábamos los prados sumidos en las sombras proyectadas por las colinas, nos refugiábamos detrás de los árboles. No mediamos palabra y, aun así, podíamos percibir que una nueva sensación se había apoderado de todos nosotros; una energía completamente renovada corría ahora por nuestras venas. Al alcanzar las ruinas de la casa de Corrie, nos tomamos un descanso para asaltar el pequeño huerto y preparar una buena merienda. Las zarigüeyas y los papagayos habían causado estragos en el manzanal, pero se habían salvado suficientes frutas como para que nos diésemos un buen atracón, que no tardó en pasarnos factura: al cabo de una hora, todos corríamos a agacharnos detrás de un árbol. Las manzanas se precipitaron por nuestros conductos digestivos como una riada por los canales de Venecia.
Aun así, mereció la pena.
Nos quedamos por la propiedad de los Mackenzie hasta bien entrada la noche. Ahí nos sabíamos a salvo; con la casa reducida a una pila de escombros, no había gran cosa que pudiera atraer a los soldados. Había pensado que ver la casa en ruinas me deprimiría, pero la verdad es que estaba demasiado nerviosa pendiente de lo que nos esperaba. Para ser sincera (ya estamos otra vez), había dejado de tener visiones heroicas en las que corría al rescate de Corrie y Kevin. Lo que más me preocupaba era salir sana y salva de todo aquello. Hasta me pasó por la mente la tétrica idea de que tal vez mi cuerpo pronto presentara el mismo aspecto que la casa de Corrie: desparramado por todo el paisaje.
Aunque la idea que más me atormentaba —y me machacaba cada vez más que asomaba su oscura y mugrienta cabeza— era la probabilidad de que Corrie estuviera muerta. No me sentía capaz de encajar semejante golpe. Me temía que su muerte también significara la mía. No sabía cómo ocurriría, pero sí que no podría seguir adelante si la vida de mi mejor amiga había sido truncada por una bala de un ejército invasor en mitad de una guerra. No podría superarlo. ¿Quién podría? Era algo demasiado irreal.
Desde el instante en que Homer había sugerido que volviéramos al pueblo en busca de Kevin y Corrie, todos dimos por imposible que hubiesen matado a uno de los dos, o a ambos. Aquella misión daba sentido otra vez a nuestras vidas. De ahí que no tuviésemos ninguna prisa ante la posibilidad de desengañarnos.
A las once, emprendimos la marcha hacía Wirrawee. Avanzábamos por la franja de césped que bordeaba la carretera, en fila de dos, con unos cincuenta metros de distancia entre cada pareja. Apenas habíamos dejado atrás la propiedad de los Mackenzie cuando Lee, para mi sorpresa, me cogió de la mano y la sujetó con dulzura. Aquella era la primera vez en semanas que tomaba la iniciativa conmigo. Siempre era yo quien daba el primer paso y, aunque él me correspondía la mayoría de las veces aquello me hacía dudar de si yo le importaba al fin y al cabo. Por eso me sentó muy bien caminar a su lado, en la densa oscuridad de la noche, cogidos de la mano.
Anhelaba decir algo, cualquier tontería, con tal de que le diera a entender lo feliz que era al sentirme atendida de nuevo. Le di un apretón y comenté:
—Podíamos haber cogido las motos, al menos para ir hasta la casa de los Mackenzie.
—Bueno… Ya que no sabemos hasta qué punto las cosas han cambiado por aquí, mejor no arriesgarnos demasiado.
—¿Estás nervioso?
—¡Nervioso! Me cago por la pata abajo, y esta vez no es por las manzanas.
Me eché a reír.
—¿Te das cuenta de que es la primera coña que sueltas en semanas?
—¿En serio? ¿Has estado contándolas?
—Qué va. Pero se te veía triste.
—¿Triste? Bueno, puede ser. Todavía lo estoy. Supongo que todos lo estamos.
—Sí… Pero tú pareces estar más triste que nadie. Y tengo la sensación de que te estoy perdiendo.
—Lo siento.
—No hace falta que te disculpes. Es tu forma de ser. No puedes evitarlo.
—Vale, pues entonces siento lo de «lo siento».
—Oye, con esa ya van dos coñas. A este ritmo, no tardaremos en verte en los monólogos del pub de Wirrawee.
—¿Un pub en Wirrawee? Eso tengo que verlo. Lo más parecido a un pub que hay en Wirrawee es el restaurante de mi familia.
—¿Recuerdas cómo se quejaban todos en el instituto de que nunca había nada que hacer en Wirrawee? Nada de pubs, desde luego. Montaron ese baile cuando íbamos a noveno curso, pero ya no se repitió. Y eso que lo pasamos pipa.
—Sí. Hasta bailamos una canción.
—¿En serio? No me acuerdo.
—Pues yo sí.
Lo dijo con tanta intensidad y apretándome tan fuerte de la mano, que me quedé muy impresionada. Intenté mirarlo a la cara, pero no podía distinguir su expresión en la oscuridad.
—¿Tanto lo recuerdas?
—Estabas sentada junto a Corrie, bajo la bandera de la liga escolar. En una mano tenías un refresco y con la otra te abanicabas la cara. Estabas colorada como un tomate y reías a carcajadas. Hacía mucho calor ahí dentro y acababas de bailar con Steve. Yo, desde el momento en que llegué, quise sacarte a bailar. De hecho, esa era la única razón por la que había ido, pero no me atrevía. Y, de repente, me vi a mí mismo caminando hacia ti sin saber siquiera cuándo lo había decidido, como un auténtico autómata. Te pedí el baile y tú me miraste durante un segundo mientras yo, sintiéndome como un idiota, me preguntaba qué excusa amable darías para decir que no. Entonces, sin decir una sola palabra, le pasaste la lata de refresco a Corrie, te pusiste en pie y bailamos. Yo quería que sonase una canción larga y lenta, pero pincharon Convicted of love. No tan romántica como me habría gustado. Al final, Corrie te arrastró consigo al cuarto de baño. Y colorín colorado.
Me sudaba la mano, al igual que a Lee, supongo. No sabría decir de qué palma manaba el sudor. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo. ¿Tanto tiempo llevaba Lee sintiendo algo por mí? Increíble. ¡Maravilloso!
—¡Lee! Eres tan… ¿Por qué me lo has ocultado durante todos estos años?
—No lo sé —masculló, ahogando sus palabras en cuanto les dio voz.
—Parecías tan… Siempre estoy con la duda de si lo nuestro te importa de verdad o no.
—Claro que me importa, Ellie. Solo que también me importan otras cosas. Mi familia, sobre todo. Me agota pensar en ellos, tanto que apenas tengo tiempo para nada más.
—Te entiendo. Te entiendo perfectamente. Pero no podamos dejar en barbecho nuestras vidas esperando el día en que suelten a los nuestros. No podemos dejar de vivir, lo que implica pensar, sentir y… ¡y avanzar! ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí. Lo único es que a veces es difícil hacerlo.
Estábamos pasando junto a la Iglesia de Cristo, a la entrada de Wirrawee. Homer y Robyn, que iban a la cabeza, hicieron un alto. Los alcanzamos y, juntos, esperamos a Fi y Chris, que se habían rezagado un poco. A partir de ahí ya no podíamos seguir charlando de emociones y sentimientos. Tenía que quitarme de la cabeza mi asombro ante la fuerza y profundidad de los sentimientos de Lee. Debíamos estar completamente atentos y concentrados. Nos encontrábamos en zona de guerra, y nos acercábamos a su centro. Solo para el pueblecito de Wirrawee, debía de haber cientos de soldados movilizados. Y nos despacharían con mucho gusto a la menor oportunidad, sobre todo después de lo que les habíamos hecho a sus colegas.
Las parejas se separaron; cada uno fue a ocupar un lado de la carretera. Yo a la derecha, Lee a la izquierda. Dejamos que pasaran sesenta segundos desde que las oscuras siluetas de Homer y Robyn desaparecieron y, acto seguido, nos pusimos en marcha tras ellos. Avanzamos por Warrigle Road, pasando a los pies de la colina donde se erigía la casa de los Mathers; me pregunté qué estaría sintiendo Robyn. Giramos hacía Honey Street, tal y como habíamos acordado, y nos deslizamos con sigilo a lo largo de la acera. Aquella parte de Wirrawee seguía sumida en la oscuridad, y solo veía a Lee a ratos. No había rastro de los otros cuatro, y tuve que contentarme con esperar que todos avanzásemos a la misma velocidad. Al menos, Honey Street presentaba un aspecto bastante normal, excepto por un vehículo hecho pedazos, empotrado contra un poste telefónico. Se trataba de un coche de color azul oscuro, tan difícil de ver que casi tropiezo con él. Como de costumbre, mi mente empezó a divagar: me pregunté cómo iba a explicar a la policía que me había topado con un coche parado… «Verá, agente, iba por Honey Street en sentido este, a unos cuatro kilómetros por hora cuando, de repente, vi ese coche justo delante de mí. Pisé a fondo el freno y viré hacia la derecha, pero le di de refilón al lateral derecho…»
Dondequiera que me encontrase, me entretenía con todo un repertorio de pasatiempos. Mi favorito consistía en contar cosas, como el número de aparatos eléctricos que teníamos en casa (me avergüenza decir que eran sesenta y cuatro), el número de canciones cuyos títulos contenían un día de la semana (como Let’s make it Saturday), y el número de mosquitos que nunca vendrían al mundo por haberme cargado a sus genitores (sesenta mil millones en seis meses, si cada hembra llegaba a poner mil huevos). Y encontrarme deambulando por un pueblo plagado de soldados ansiosos por matarme no impedía que siguiera pensando en esas tonterías. Me asombraba que, incluso en situaciones como aquellas, me costase tanto concentrarme. Lograba mantenerme alerta durante unos diez minutos, pero entonces algo me distraía y empezaba de nuevo a divagar. Increíble pero cierto. En aquel campo de batalla me sucedía lo mismo que en las clases de geografía del instituto. Me asustaba pensar que cualquiera día uno de mis despistes me costara la vida.
Desde Honey Street atajamos por un pequeño parque sin nombre para llegar a Barrabool Avenue. Nos encontramos, tal y como habíamos acordado, en el jardín delantero de la casa de la profesora de música de Robyn. Allí celebramos una breve asamblea bajo un pimentero.
—Todo está muy tranquilo —dijo Homer.
—Demasiado tranquilo —añadió Lee, con una sonrisa socarrona. Se veía que nuestro Lee había visto unas cuantas pelis de guerra.
—Tal vez se han marchado —dijo Robyn.
—Estamos a manzana y media —apuntó Homer—. Sigamos avanzando, como planeamos. ¿Estamos contentos?
—Sí, yo no quepo en mí de alegría —bromeó Chris.
Robyn y Homer avanzaron de puntillas entre los árboles. Instantes después, oímos el ruido sordo de sus pies pisando la gravilla al volver a la acera desde el jardín.
—¿Podemos ir nosotros detrás de ellos? —susurró Fi.
—Vale. ¿Por qué?
—Me mata la espera.
Se la veía muy delgada en la oscuridad, como si fuese un fantasma. Le toqué la mejilla, que estaba muy fría, y dejó escapar un pequeño sollozo. No me había dado cuenta de lo asustada que estaba. Todo aquel tiempo que habíamos pasado escondidas en el Infierno había hecho mella en Fi. Pero, en el pueblo, debíamos ser fuertes. Y la necesitábamos a ella si queríamos registrar el hospital a fondo.
Así que me limité a decir:
—Tenemos que ser valientes, Fi.
—Sí, tienes razón.
Se volvió sobre sí misma y siguió a Chris mientras Lee me tomaba otra vez de la mano.
—Ojalá Fi y yo nos llevásemos tan bien como antes —le dije.
Él no contestó, pero me apretó la mano.
Salimos de nuevo a Barrabool Avenue, y los integrantes de cada pareja volvimos a separarnos a ambos lados de la calle. Al menos, ya no me costaba tanto concentrarme. Por lógica, la zona que circundaba el hospital no tenía por qué ser más peligrosa que cualquier otra del pueblo; dábamos por sentado que no habría demasiada vigilancia allí. Sin embargo, se trataba de nuestra meta, nuestro objetivo, y por eso me encontraba alerta, vigilante y nerviosa.
El hospital de Wirrawee queda a la izquierda de Barrabool, cerca de la cresta de la colina. Es un edificio de una sola planta con numerosas alas agregadas a su alrededor con el paso de los años, por lo que, en su configuración actual, parece una letra «H» junto a una «T». Entre todos sumábamos suficiente experiencia en el hospital como para disponer de un buen mapa del lugar. Todos teníamos algún dato que aportar. Lee había pasado por allí varias veces cuando nacieron cada uno de sus hermanos. Robyn había estado hospitalizada durante unos días cuando se rompió el tobillo en una carrera de cross. La abuela de Fi había permanecido varios meses allí antes de fallecer. Yo habla ido para hacerme una radiografía del hombro, recoger medicamentos para mi padre en la farmacia y visitar a varios amigos ingresados. Sí, todos conocíamos el hospital.
El problema era que no sabíamos cuánto habrían cambiado las cosas desde la invasión. Los prisioneros adultos con los que habíamos hablado una vez nos habían dicho que nuestros compañeros seguían recibiendo atención médica en el hospital. Sin embargo, imaginábamos que no estarían en las mejores habitaciones. En el aparcamiento, en todo caso. En tiempo de paz, el vestíbulo quedaba en el listón central de la «H»; urgencias, el ambulatorio y la sala de radiología ocupaban la barra de la derecha; y las habitaciones en general se repartían por la parte izquierda. En el listón superior de la «T» se encontraban los despachos, y el largo pasillo que se extendía tras ellos quedaba reservado a geriatría.
De modo que nuestro hospital se utilizaba también como residencia de ancianos; no teníamos muchas operaciones a corazón abierto ni trasplantes de riñón en Wirrawee.
Era la 1.35 cuando llegamos allí. Como cada vez que habíamos estado de expedición por el centro de Wirrawee, en aquella parte del pueblo sí había electricidad. No funcionaban los semáforos, pero sí un gran foco de seguridad que apuntaba hacia el aparcamiento. Había luz en el hospital, pero solo en los pasillos y el vestíbulo. No había muchas habitaciones con las luces encendidas.
A la 1.45, tal y como habíamos acordado, Homer y Robyn dieron el primer paso. Desde el cinturón de árboles que quedaba al otro lado de la carretera, frente al aparcamiento, Lee y yo vimos dos siluetas oscuras deslizándose hacia el extremo más alejado del ambulatorio. Robyn iba delante, y Homer escrutaba los alrededores conforme avanzaba tras ella. Me sorprendió lo pequeños que se los veía. Había una puerta junto a aquella zona del edificio que imaginamos que sería la entrada menos visible, y confiábamos en que estuviese abierta. Pero Robyn no tardó en dar media vuelta y comprobar las ventanas del lado más cercano a nuestra posición, mientras Homer desaparecía en el otro extremo. Minutos más tarde, Homer reapareció, Robyn se le unió y ambos regresaron aprisa hacia los árboles A todas luces, una opción descartada.
Cinco minutos más tarde, Chris y Fi salían de su escondite, detrás de unos cobertizos que quedaban algo más arriba en la colina. Su objetivo era el edificio en forma de «T», el reservado a la administración y a geriatría. Tardaron diez minutos, o casi, pero el resultado fue el mismo: el lugar estaba cerrado a cal y canto. Chris miró en nuestra dirección y extendió los brazos con las palmas hacia arriba. No podía vernos, o eso esperaba yo, pero más o menos sabía dónde nos encontrábamos. Entonces, Fi y él emprendieron la retirada a cubierto, dejándonos el campo libre. Lee me miró e hizo una mueca; yo le sonreí, esperando que no se me leyera en la cara lo asustada que estaba en realidad.
Esperamos cinco minutos, lo acordado. Eran Las 2.09. Di un golpecito a Lee en el brazo, él asintió y nos pusimos en marcha. Con la gravilla crujiendo bajo nuestros pies, ascendimos hasta un pequeño terraplén adornado con unos alhelíes rojos, algo descuidados, y nos encaminamos hacía una puerta lateral que daba al ala principal. Avanzábamos muy despacio, a unos tres metros de distancia el uno del otro. Yo respiraba con fuerza, jadeando como si acabara de correr un maratón, empapada en sudor. Tanto se enfriaban las gotas sobre mi piel, que parecían congelarse. Se me había formado tal nudo en la garganta que sentía como si me hubiera tragado un hueso de pollo. En resumen, me sentía enferma. Estaba asustadísima. Casi había desaparecido el sentimiento que nos había empujado hasta allí: el amor por Corrie y Kevin. Solo quería que todo terminase, los encontráramos o no, pero salir de allí cuanto antes. Eso era todo.
Alcancé la puerta, sumida en la oscuridad excepto por la señal luminosa de color verde que, sobre ella, indicaba la salida. Giré el pomo lentamente. Primero, empujé; después, tiré. El resultado fue el mismo: la puerta estaba cerrada con llave.
Igual que habían hecho los demás antes, nos separamos y empezamos a echar un vistazo a las ventanas. Las que daban al pasillo estaban todas cerradas, pero al otro lado había algunas abiertas. Sin embargo, estaban muy altas, y no podíamos acceder a ellas sin la ayuda de una escalera. Yo estaba acercándome demasiado a la luz procedente del vestíbulo, así que volví atrás, y me encontré otra vez con Lee cerca de la puerta de salida cerrada. Como era demasiado peligroso hablar allí, nos alejamos hasta un cobertizo que quedaba a unos cuarenta metros de distancia —una pequeña construcción de madera, también cerrada— y nos escondimos detrás.
—¿Cómo lo ves? —preguntó Lee.
—No sé. Esas ventanas abiertas tienen que dar a las habitaciones. Y dudo que dejarse caer en una habitación sea lo más acertado.
—Además, están muy altas.
—Ya.
Nos quedamos un instante callados. No tenía ni idea de qué hacer a continuación.
—Ojalá los demás estuviesen aquí. Tal vez sabrían qué hacer.
—Solo faltan diez minutos hasta la hora de la retirada.
—Hum.
Pasó otro minuto más. Yo dejé escapar un suspiro y comencé a enderezarme. No veía qué sentido tenía aguardar allí, en un lugar tan peligroso. Pero en cuanto empecé a moverme, Lee me agarró por el brazo.
—Chis. Espera. Hay algo…
Yo también lo oí, en ese preciso instante. Era el sonido de una puerta que se abría. Asomé la cabeza por una esquina del cobertizo; Lee echó un vistazo desde el otro lado. Se trataba de la puerta que habíamos esperado encontrar abierta. Un hombre vestido con uniforme militar estaba saliendo. Podíamos verlo perfectamente gracias a la tenue luz del pasillo que lo iluminaba desde detrás. Ni siquiera se molestó en mirar a su alrededor. Se limitó a caminar junto al terraplén, mientras sacaba algo de su bolsillo. En cuanto se llevó la mano a la boca, supe lo que estaba haciendo. Estaba fumando. Había salido a echar un pitillo. Como nosotros, esa gente tenía prohibido fumar en el interior de los hospitales. Me conmovió bastante. Solía penar en ellos como en animales, monstruos, y, sin embargo, resultaba que también tenían códigos de conducta, reglas. Supongo que parecerá una ingenuidad por mi parte, pero era la primera vez que me percataba de tener algo en común con ellos. Fue muy extraño.
Era muy frustrante permanecer allí agachados, mirando esa puerta abierta. Y con esa luz amarilla que se filtraba desde el pasillo, era como si estuviera delante una mina de oro. Me devané los sesos buscando un modo de colarme allí dentro. De repente, algo interrumpió mis pensamientos. A lo lejos, entre los árboles de nuestra izquierda, resonó un ruido, un bramido, como el de un bunyip que estuviera de parto. Se me puso toda la piel de gallina. Me volví hacia Lee, me aferré a él y lo miré con espanto. Mis cejas ya habían rebasado el nacimiento del pelo y seguían subiendo. Se oyó de nuevo aquel grito, más desgarrador y prolongado esta vez. El bunyip necesitaría unos cuantos puntos de sutura. Lee me susurró al oído.
—Es Homer.
En cuanto dijo aquello, lo comprendí todo. Homer estaba intentando atraer al soldado para que pudiésemos colarnos por la puerta abierta. Lee y yo nos separamos y nos reincorporamos a nuestros respectivos puestos de vigilancia. Pero nos llevamos una buena sorpresa. En lugar de correr valerosamente hacia los árboles, el soldado volvió echando leches a la puerta. La alcanzó derrapando y desapareció dentro, dando un portazo tras él. Incluso a aquella distancia pudimos oírlo cerrar con llave y echar un par de cerrojos para curarse en salud.
—Homer es idiota —dijo Lee—. Se cree que esto es un juego.
—Espero que no haya ningún incendio en el hospital esta noche —comenté—. Necesitarían como media hora para salir por esa puerta.
—Yo creía que los soldados eran tipos duros, profesionales bien adiestrados.
—¿No recuerdas lo que nos dijeron? Que hay profesionales, sí, pero también hay muchos reclutas. Aficionados. Y algunos sin mucho entusiasmo, por lo que hemos visto.
—Será mejor que nos larguemos de aquí.
Emprendimos la retirada. Nos encontramos con los demás veinte minutos más tarde, en casa de la profesora de música. A Homer se lo veía algo avergonzado, a la defensiva incluso. Tampoco iba a convertirse del todo en un hombre hecho y derecho de la noche a la mañana. Pero aún quedaba algo del Homer loco e irresponsable.
—Venga, ¿quién quiere ser el primero en cantarme las cuarenta? —dijo, antes de que pudiera decirle ni media frase—. En ese momento me pareció buena idea, eso es todo. Si el soldado hubiese ido a echar un vistazo, Lee y Ellie podrían haberse colado. Y ahora estaríais todos invitándome a cervezas y dándome besos en los morros.
—Yo sí que te daría en los morros, y no precisamente besos —masculló Lee.
—Ha sido una estupidez —añadió Chris—. Si ese soldado hubiese llevado un arma encima habría podido dispararte. Y, desarmado, no iba a meterse en los árboles para investigar. Así que ha sido una estupidez, lo mires por donde lo mires.
No parecía haber mucho más que añadir. Todos estábamos cansados, en pésima forma. Nombramos a Homer responsable del primer turno de vigilancia mientras los demás echábamos una cabezada en la planta taja. Era la casa más segura que conocíamos, ya que las ventanas de arriba ofrecían muchas vías de escape por las ramas de los árboles. Y también tenía buenas vistas de la carretera. Nada podría acercarse sin que el vigilante lo avistara.
Aprecié de veras poder estar de nuevo en una cama, en una habitación. Bonito, seguro y cómodo… Fue todo un lujo. Me tocó el turno de vigilancia entre las seis y las ocho; después dormí otra vez hasta la hora de almorzar.