Capítulo 8
La primera vez que vimos a los Héroes de Harvey fue desde una cresta rocosa que se elevaba sobre su campamento. Nos acercamos a ellos con tanto sigilo que llegamos a oír sus voces claramente. Fue un alivio comprobar que hablaban nuestro idioma. Nos tumbamos allí, observándolos atónitos y dirigiéndonos miradas de sorpresa entre nosotros. De haber ocurrido un mes atrás, nos habríamos puesto a gritar y a agitar los brazos, pero nos habíamos vuelto tan cautos que, si nos hubieran regalado un caballo, no solo le habríamos mirado los dientes, sino también la nariz, los ojos y hasta la garganta antes de aceptarlo. Y luego habríamos perdido referencias.
Aun así, no había duda de que aquellos eran unos tipos bastante auténticos. Algunos llevaban uniforme militar, había fusiles apoyados en un gran eucalipto en el centro del claro, y las tiendas estaban camufladas con ramas recién cortadas. Había al menos veinte tiendas, y en los últimos minutos que estuvimos mirando vimos aproximadamente una veintena de personas, todas ellas adultas, en su mayoría hombres. Se movían silenciosamente por el campamento. Tenían un aire relajado que me resultó atractivo. Solo me preocupó que su sistema de vigilancia fuera tan precario que pudiésemos espiados sin que se dieran cuenta.
—Bueno —dijo Homer—, ¿nos acercamos?
Lee empezó a levantarse, pero yo lo detuve.
—Espera —dije—. ¿Qué vamos a decirles?
—¿Sobre qué?
—Bueno… —dudé. No estaba segura de a qué me refería, de qué me había impulsado a preguntar aquello. Al final dije lo único que se me ocurrió—. ¿Les vamos a contar lo del Infierno?
—No sé. ¿Por qué no?
—No lo sé… Pero, por alguna razón, prefiero que no lo hagamos. Quiero que siga siendo nuestro lugar secreto.
Homer estuvo un momento callado antes de decir:
—Supongo que no pasa nada porque no se lo contemos. Al menos hasta que sepamos más cosas sobre ellos.
Tuve que contentarme con aquello. Homer se levantó, y nosotros lo seguimos. Avanzamos unos diez metros antes de que alguien reparara en nosotros. Un hombre vestido de camuflaje salió de una tienda con una pala en la mano, nos vio, puso cara de sorpresa, se irguió y emitió un silbido de pájaro. Pretendía imitar el sonido de una cucaburra, pero no le salió muy bien. Aun así, parece que funcionó. En cuestión de segundos, estuvimos rodeados por un grupo de hombres y mujeres que salieron de todos los rincones del campamento. Eran como treinta o cuarenta. Algunas de las mujeres, para mi sorpresa, llevaban maquillaje. Pero lo más inquietante era lo contenidos que se los veía. Algunos nos dieron unas palmaditas en la espalda, pero no nos dijeron nada. Nos rodearon muy de cerca, lo suficiente como para que pudiéramos oler su sudor, su pelo y su aliento. No parecían hostiles, simplemente precavidos, cautelosos. Parecían estar esperando algo.
Yo fui la primera en hablar.
—Hola. Nos alegramos de veros. Llevamos solos mucho tiempo.
Un hombre bajito y regordete se abrió paso entre los demás. Tenía unos treinta y cinco años, el pelo negro, la cara hinchada y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado y hacia atrás. Su nariz larga y afilada le daba un aspecto duro. Llevaba un uniforme militar deslucido de un color verde amarillento, con una guerrera y una corbata, pero sin gorra. La corbata era de color caqui, como la camisa. Los demás se apartaron para dejarle pasar. El hombre nos miró durante un instante y luego centró su atención en Homer.
—Bienvenidos, muchachos —dijo—. Somos los Héroes de Harvey. Yo soy el comandante Harvey.
—Gracias —dijo Homer, un poco intimidado—. Es fantástico haberos encontrado. No teníamos ni idea de que pudiera haber alguien aquí.
—Bueno, venid conmigo y charlemos un rato.
Lo seguimos por el campamento, aún con las mochilas puestas, hacia un claro que no era un claro, porque había tantos eucaliptos que a veces resultaba difícil pasar entre ellos. Las tiendas estaban desperdigadas por aquí y por allá. Pero, comparado con la densa vegetación que nos rodeaba, podría decirse que era un claro.
Para lo que estábamos acostumbrados, la tienda del comandante Harvey era tan grande como un salón. Podríamos dormir en ella los cinco sin ningún problema. Pero en su interior solo había una camilla de campaña cubierta con una mosquitera, una mesa con tres sillas y unas cuantas cajas y baúles. Dejamos nuestras mochilas en la entrada. El comandante Harvey se acercó con paso decidido a la silla de detrás de la mesa y se sentó en ella, dejando a nuestra elección dónde sentarnos. Al final, Homer y yo nos sentamos en las sillas y los otros tres lo hicieron en el suelo.
El comandante me vio mirar la mosquitera y soltó una risa nerviosa.
—Es un pequeño lujo —dijo—. Tengo una piel bastante sensible.
Yo forcé una sonrisa estúpida y no dije nada. El comandante miró de nuevo a Homer.
—Bueno —dijo—. En primer lugar, enhorabuena por no haber caído en las garra del enemigo. Es evidente que os las habéis ingeniado muy bien. Ya me explicaréis cómo lo habéis hecho.
Yo me recliné en mi silla. Estaba agotada. Apenas podía mantener los ojos abiertos ¡Al fin adultos! Alguien que podía tomar las decisiones, asumir la responsabilidad y decirnos lo que hacer. Cerré los ojos.
—Bueno —empezó a decir Homer con aire nervioso. Me sorprendió lo intranquilo que estaba. Su seguridad parecía haberlo abandonado frente a aquel hombre que había dejado tan claro que él estaba al mando—. Bueno —volvió a decir—, estábamos de acampada en el monte cuando empezó la invasión. Así que no nos enteramos de nada. Cuando volvimos, vimos que todos habían desaparecido. Tardamos un tiempo en descubrir lo que había pasado. Cuando nos dimos cuenta, volvimos a adentrarnos corriendo en el monte, y desde entonces no hemos salido. Excepto para algunas incursiones. Nos hemos cargado algunas cosas. Volamos el puente de Wirrawee y atacamos un convoy, y también nos metimos en alguna que otra escaramuza. Perdimos a una amiga, que recibió un disparo en la espalda, y a otro amigo, que la llevó al hospital, y a Lee le dispararon en la pierna. Pero aparte de eso nos las hemos apañado.
Abrí los ojos y miré al comandante Harvey. Estaba contemplando pensativo a Homer. Su cara no mostraba ninguna expresión, pero sus ojos eran vivos, oscuros y penetrantes. Tras unos segundos, cuando era evidente que no iba a decir nada, Homer retomó la palabra.
—Estamos encantados de haberos encontrado —farfulló—. Habíamos venido al valle del Holloway solo a echar un vistazo. No esperábamos encontrarnos algo así ni por asomo. Parece que tenéis montado un pequeño ejército, ¿no?
Se hizo otro silencio. Yo no entendía por qué el comandante no respondía, pero mi cerebro estaba demasiado espeso como para funcionar correctamente. ¿Habría pasado por alto algo evidente? Volvíamos a estar con adultos y, después de todo, esperábamos algún tipo de reconocimiento, algún elogio. ¿No estaban para eso los adultos? Tampoco es que esperáramos una medalla, pero habíamos vivido momentos duros, y lo habíamos hecho lo mejor que habíamos sabido. Yo había esperado que el comandante se entusiasmara un poco al enterarse de lo que habíamos conseguido. ¿Pensaría tal vez que tendríamos que haber hecho más?
Cuando habló, para mí fue un shock . Dijo:
—¿Y quién os dio permiso para volar el puente y atacar un convoy?
Homer se lo quedó mirando estupefacto, con los ojos como platos. Estuvo papando moscas tanto rato que al final decidí tomar yo la palabra.
—¿Cómo íbamos a pedir permiso? —pregunté—. No teníamos a nadie a quien consultar nada. Apenas hemos visto a un adulto desde que todo esto comenzó. Solo hemos hecho lo que pensábamos que era mejor.
—Respecto a ese puente, ¿cómo sabéis tanto de explosivos?
—No sabemos nada de explosivos —contestó Homer—. Usamos gasolina.
El comandante Harvey forzó una sonrisita.
—Está bien —dijo—. No me cabe duda de que habéis hecho lo que considerabais mejor. Ha sido muy duro para todos. Pero a partir de ahora podéis dejarlo en nuestras manos. Supongo que será un alivio para vosotros. Aunque no somos soldados profesionales, yo he estado en el ejército, y este es un campamento militar, con normas militares. A partir de ahora estaréis bajo mis órdenes. Nada de actuar por libre. ¿Os queda claro?
Asentimos, un poco atontados. Él pareció relajarse un poco al comprobar que no pensábamos discutir sus órdenes. Estábamos todos agotados mentalmente, no solo yo. Nos quedamos allí sentados mientras él nos explicaba el funcionamiento de los Héroes de Harvey.
—Ahora mismo, el enemigo tiene el control de este valle —dijo—. Pero aquí tienen muchos menos efectivos que en la zona de Wirrawee. Wirrawee es vital para ellos porque, si lo controlan, controlan la carretera que lleva a la bahía de Cobbler. Y creemos que la bahía es uno de sus principales puntos de suministro.
»Nuestro trabajo consiste en hostigar al enemigo todo lo que podamos, causándole todos los problemas posibles e interfiriendo en sus actividades siempre que sea factible. Ellos nos superan en número, y tienen muchas más armas. Pero, en cierta manera, hemos influido en esta guerra. Hemos saboteado varios de sus vehículos, destruido dos centrales eléctricas y causado bajas importantes. —Sonrió discretamente—. Creo que podemos decir que son más que conscientes de nuestra campaña militar.
Nosotros sonreímos también y murmuramos algunos elogios. Él siguió diciendo:
—En breve os presentaré a mi mano derecha, el capitán Killen.
—Yo solté una risilla al oír aquel nombre, pero el comandante me lanzó una mirada dura.
—Lo siento —dije.
El comandante siguió hablando sin mirarme, y tardé un instante en darme cuenta de hasta qué punto le había ofendido.
—Somos una unidad de combate en activo —dijo—. Y acabáis de presenciar un ejemplo perfecto de por qué no hay muchos miembros del sexo débil entre nuestros efectivos. La tendencia a la frivolidad en momentos inapropiados no es algo que nos guste fomentar.
Mi risita dio paso a una oleada de furia escandalizada. Homer se apresuró a ponerme la mano en la rodilla, y eso fue lo único que me impidió saltar. ¿El sexo débil? ¿Frivolidad en momentos inapropiados? Por Dios, si lo único que había hecho era reírme.
Del resto del discurso del comandante Harvey no me enteré. Me quedé allí sentada, reprimiendo mi ira, hasta que «su mano derecha», el capitán Killen, entró y él nos lo presentó. Fue entonces cuando me di cuenta de que el comandante ni siquiera nos había preguntado cómo nos llamábamos.
Al menos, el capitán parecía bastante inofensivo: un hombre alto y enjuto con una voz suave. Tenía una nuez bastante prominente que subía y bajaba por su garganta mientras hablaba, y no paraba de pestañear. De todas maneras, era un hombre de pocas palabras. Estuvo un instante con nosotros enfrente de la tienda del comandante Harvey, señalándonos las distintas partes del campamento, y luego nos enseñó el lugar donde íbamos a dormir. Acto seguido nos condujo hacia el extremo oeste del campamento, y se detuvo frente a otra gran tienda.
—Aquí los chicos —dijo, indicando la entrada. Homer y Lee dudaron y nos miraron. Homer enarcó las cejas y, con una mueca de resignación, se metió en la tienda. Lee, impasible como siempre, lo siguió. El capitán Killen ya se estaba marchando, y nosotras tres echamos a correr para seguirle. Nos abrimos paso por una hilera de tiendas, donde tropezamos con algunos cables. Al final de la hilera había una separación, un seto bastante espeso de aproximadamente un metro de altura y al otro lado había más tiendas, todas de color verde.
El capitán se detuvo y gritó:
—¡Señora Hauff! —Más que un nombre, por la forma en que lo soltó parecía una tos.
La señora Hauff salió de la primera tienda. Era una mujer alta y corpulenta, de unos cincuenta años. Llevaba un jersey negro y unos vaqueros azules. Nos miró un poco como la dependienta de una tienda cuando quieres cambiar una camiseta que no te gusta.
—¿Vosotras sois las chicas a las que tengo que acomodar? —dijo—. De acuerdo, venid conmigo. Gracias, Brian —dijo al capitán Killen, que asintió y dio media vuelta.
Nosotras seguimos, nerviosas, a la señora Hauff. Esta nos colocó en tiendas separadas, con sacos de dormir incluidos. Mi tienda estaba junto a la de Fi. La de Robyn estaba a ochenta metros de distancia.
—En este campamento no hay chicas de vuestra edad —dijo la señora Hauff mientras señalaba las tiendas—. Así que tonterías las justas. Yo misma he criado a tres niñas y sé cómo va el tema. Tendréis que arrimar el hombro igual que los demás. No esperéis libraros de eso.
Yo estaba demasiado intimidada por aquellos adultos como para protestar. Me metí a gatas en la tienda, empujando mi mochila frente a mí, y una vez dentro abrí la cremallera. Lo único que quería era dormir. Aparté a un lado el saco de dormir que había allí antes de sacar el mío y estirarlo en el lado derecho de la tienda. Tras meter un poco de ropa dentro de una camisa para hacer una almohada, me tumbé lentamente, como una viejecita con artritis. Durante unos minutos estuve demasiado cansada como para pensar en nada. Veía la luz brillar con un resplandor verde a través de las paredes de la tienda. El día tocaba a su fin, y, mientras estaba allí tumbada, la luz cambió rápidamente hacia un tono más tenue y oscuro. Una sombra, grande y deforme, cruzó la lona cuando alguien pasó junto a la tienda. Me encogí, apartándome de ella y recordando la sombra que me había estado persiguiéndome después de disparar a aquel soldado. Mientras mi mente se tranquilizaba, indagué en mis pensamientos, en mis sentimientos. Lentamente, me di cuenta de que lo que sentía era alivio. No me importaba lo imbéciles que pudieran ser aquellas personas, lo poco razonables que fueran o que estuvieran llenas de prejuicios. Eran adultos. Ahora ellos podían dedicarse a preocuparse y a tomar todas las decisiones. Podía dejárselo a ellos. Ya no tendría que elegir más entre opciones horribles. Me limitaría a hacer lo que me habían dicho: ser una buena chica, callarme y vegetar.
Mientras pensaba aquello tenía los ojos cerrados, y poco a poco fui quedándome dormida.
Me despertó el ruido de alguien que se movía bruscamente en la tienda, a mi lado. Abrí los ojos de golpe, muy a mi pesar. Estaba demasiado oscuro como para ver nada, salvo algunos destellos de una silueta que se movía torpemente entre las cosas que había desperdigadas por la tienda: las botas, las bolsas de aseo, mi mochila.
—Lo siento —dije, estirando el brazo medio dormida para apartar mis vaqueros.
La chica, sin mirar siquiera, dijo:
—Tendrás que ser muy ordenada si quieres seguir en esta tienda.
—Lo siento —volví a decir. Parecía mayor que yo, y sonaba irritada. Debió de ser un palo para ella encontrarse de sopetón con que tenía que compartir aquella tienda con una desconocida.
Me quede allí tumbada, mirándola, mientras mis ojos se acostumbraban a la luz. Estaba colocando todo en hileras bien ordenadas. Se quitó los vaqueros, los dobló y los dispuso perfectamente alineados con la base del saco de dormir. Parece que voy a tener que currármelo un poco más, pensé. Todas aquellas semanas sin mamá me habían vuelto un poco indisciplinada en cuestiones de orden.
Volví a dormirme y me desperté con la luz del día. Fuera hacía un frío que pelaba, pero me levanté igualmente y me vestí deprisa, esperando atrapar todo el calor posible dentro de la ropa. Mientras me vestía, miré a aquella chica, en el otro saco de dormir. Con la luz del amanecer, resultaba difícil distinguir sus facciones. Era pelirroja, y en seguida me acordé de Corrie, pero no tenían ningún otro rasgo en común. Aquella chica aparentaba unos veinticinco años y tenía una boca pequeña y fina, con los labios apretados incluso mientras dormía. Llevaba rímel, o lo que quedaba de él. Aunque también podían ser ojeras de cansancio, pero no parecía el caso. Lo del maquillaje me parecía alucinante. Primero la señora Hauff y ahora mi compañera de tienda. Llevaba mucho tiempo sin ver a mujeres con maquillaje y sin pensar siquiera en él. Aquel lugar parecía un salón de belleza.
La dejé allí durmiendo y salí de la tienda para terminar de ponerme las botas junto a un tronco húmedo y frío. Siempre era una lucha ponérmelas, pero una vez puestas resultaban cómodas. Aquel esfuerzo matutino valía la pena. Me las até y salí a dar un paseo por el campamento, al otro lado del seto y por las hileras de tiendas. Divisé la tienda del comandante Harvey entre los árboles, y lo vi sentado a su mesa, con el uniforme puesto y la cabeza sobre un montón de papeles, escribiendo concienzudamente. Él no me vio. Seguí caminando por entre los árboles hasta donde parecía haber más luz. Tenía curiosidad por saber qué había más allá de la vegetación, quizá por echar otro vistazo al valle del Holloway. Recorrí unos cien metros y, aunque por la brillante luz parecía que iba a salir a un claro de un momento a otro, aquello no ocurrió. La arboleda proseguía, cada vez más densa. Al cabo de diez minutos, me detuve y miré a mi alrededor. A veces la vegetación parecía un océano que se extendía en todas direcciones. Quizá, si tuviera un olfato más fino, habría notado la diferencia. El olor terroso del suelo húmedo y fértil; el olor mohoso de la bruma; el penetrante aroma de las hojas de eucalipto; sabía que variaba de un árbol a otro, de un sitio a otro, pero nunca había tenido el tiempo o la paciencia necesarios para explorarlo debidamente. De repente, movida por la curiosidad, me puse a gatas y olfateé un montón de hojas húmedas. Parecía un wombat, y empecé a preguntarme si acabaría convirtiéndome en uno. Recorrí algunos metros de pendiente en aquella postura, intentando imitar el trote rítmico de un wombat en busca de comida. Hundí la nariz en otro montón de hojas húmedas, marrones y negras.
Entonces oí un carraspeó a mis espaldas, humano sin duda.
Era Lee.
Pues sí, me sentí como una idiota, pero estoy segura de que todo el mundo hace cosas así cuando está a solas. Aunque puede que no imiten a un wombat. Ni que olisqueen basura. Vale, quizá la gente no haga nada de eso.
Lee y yo nos sentamos en un tronco, y él me rodeó con su brazo enjuto y fibroso.
—¿Qué estás buscando? —preguntó, intentando no reírse.
—Pues nada, lo típico. Raíces, brotes y hojas. ¿Y tú? ¿Me estabas buscando?
—No, has sido una sorpresa. Quería escaparme unos minutos, supongo. Molan los amaneceres, ¿verdad?
—Bueno, si eres capaz de levantarte supongo que sí.
Miramos la luz, que se hacía cada vez más intensa a medida que el aire se volvía más seco.
—¿Qué te parece esta gente? —pregunté.
—¡Uf! ¡Algunos son muy raros! Anoche se pasaron dos horas contándome lo heroicos que son. Parece que su mayor hazaña ha sido incendiar un camión averiado. Vieron que los soldados la dejaban allí y se marchaban en una camioneta, así que el grado de peligro era como de dos en una escala del cero al cien.
—¿Les contaste lo que hicimos nosotros?
—No, solo querían hablar de ellos mismos, así que me quedé allí sentado escuchando. Homer fue más listo: fue a acostarse enseguida. No sé por qué no lo hice yo también. Supongo que no tenía fuerzas.
—Las mujeres van maquilladas.
—Sí, ya me he fijado.
—Supongo que vivir a este lado de las montañas no es como en Wirrawee, donde todo está tan controlado. Como dijo el comandante Harvey, esta no es una zona importante, militarmente hablando. Así que supongo que los Héroes de Harvey no han necesitado ser demasiado heroicos.
—Qué fuerte lo de los Héroes de Harvey. Que nombre más soso.
—Pues sí.
—Entonces, ¿qué seríamos nosotros? ¿Los héroes de Homer?
Una hora más tarde, cuando regresamos al campamento, nos vimos metidos en un lio. Allí nos recibió mi compañera de tienda, que salió disparada hacia nosotros en cuanto aparecimos de entre los árboles. No miró a Lee, solo a mí.
—¿Dónde has estado? —me preguntó—. ¿Y qué haces con él?
—¿Con él? ¿Te refieres a Lee?
—Oye, más te vale que te enteres de algunas cosas. No se puede salir de los limites sin permiso. No se puede ir a las tiendas de los hombres. El único sitio en el que puedes estar con los hombres es en la fogata y la zona de la cocina y de las comidas. Aquí hay muchas cosas que hacer, y deberías estar ayudando.
—Lo siento —dije fríamente—. Nadie me lo había dicho.
Sabía que estaba siendo una blanda, pero no me sentía con fuerzas para encararme a ella. Ya no me quedaban ganas de pelear. Habían desaparecido en cuanto nos habíamos visto rodeados de adultos. Ahora volvía a tener ocho años. Y no era de extrañar. Llevábamos ya un tiempo funcionando a más revoluciones de las que estábamos preparados para soportar. Al fin podía apagar el motor. Lo único que quería era meterme en un escondrijo y quedarme allí. No me importaba hacer algunas concesiones a cambio de estar con aquella gente, y desde luego no quería entrarles mal. Guiñé un ojo a Lee y seguí a la chica hacia la zona de la cocina, donde me lanzó un paño. Al parecer, me había perdido el desayuno, y ver los trozos de comida flotando en el agua gris y grasienta de fregar los platos me dio náuseas. Pero sequé los platos sin rechistar y al terminar tendí los paños en una cuerda de detrás de la tienda. Luego me puse a buscar a los demás.