Capítulo 14
Vimos a los colonos por primera vez solo dos días después. Estuvo lloviendo sin parar, y nos resguardamos en las dependencias de los esquiladores, acurrucados bajo la madera que crujía, gimoteaba y rezongaba. El agua caía en ráfagas que repiqueteaban sobre el tejado de hierro galvanizado, como si alguien nos arrojara piedras encima. Manteníamos turnos de vigilancia que cubrieran las veinticuatro horas del día, pero el tiempo era tan pésimo que las cuadrillas no regresaron. Fuimos a inspeccionar lo que habían hecho: la casa estaba limpia y recogida; las camas, hechas. Todo estaba listo para que unos forasteros, unos intrusos, vinieran a quedarse. Me asustaba y me enfurecía imaginarme a esa gente durmiendo en la cama de los Holmes, comiendo en su cocina, recorriendo sus prados, sembrando semillas en su propiedad. Supuse que nuestra granja correría la misma suerte.
Dejó de llover dos días después. Aun así, el cielo permaneció gris; el aire, frío; el suelo, empapado y fangoso. Decidimos regresar a la casa de Chris en cuanto tuviésemos la oportunidad, por si había regresado. Al anochecer, pese al frío y al mal tiempo, nos pusimos en marcha abriéndonos camino campo a través. Las carreteras eran demasiado peligrosas a aquellas horas, pero sabíamos que podíamos rodear Wirrawee y alcanzar sin demasiados contratiempos Meldon Marsh Road, lo que nos situaría en las proximidades de la casa de los Lang.
Buena parte de la caminata transcurrió en silencio. Dos días más de confinamiento no habían ayudado a levantar los ánimos. Fue un gustazo encontrarse en campo abierto y respirar por fin el aire. Al cabo de los dos primeros kilómetros sentí que empezaba a relajarme. Cogí a Lee de la mano durante un rato, pero se hacía difícil caminar así a oscuras. Tras varios tropiezos, vimos que necesitábamos tener las manos libres para no perder el equilibrio. Me rezagué, dejando a Lee a su aire, y charlé con Robyn sobre películas, tanto las que nos habían gustado como las que no. Tenía muchísimas ganas de volver a ver una peli; mirar una enorme pantalla en una sala oscura y ver hermosos y elegantes personajes diciéndose cosas inteligentes y románticas. Supuse que aún seguirían haciéndose y viéndose esas películas en otras partes del mundo, pero me costaba un montón asimilarlo.
Bordeamos Wirrawee y nos adentramos en Melton Marsh Road. Eran las diez pasadas, y pensamos que ya podíamos transitar por la carretera sin peligro. Era un alivio poder andar por la calzada, y avanzamos mucho más rápido. Sin embargo, a aproximadamente dos kilómetros de donde vivía Chris, vimos una casa con las luces encendidas. Nos quedamos de piedra: no sospechábamos que las casas de la zona rural volvieran a estar conectadas a la red eléctrica. Nos detuvimos y oteamos en silencio. No era una noticia alentadora. En cierto modo, debería haber sido reconfortante ver algo que nos recordara tanto a los viejos tiempos. Sin embargo, las cosas eran distintas ahora. Nos habíamos acostumbrado a ser animales salvajes, a errar de noche por campos oscuros, a vivir sin normas por un territorio sin normas. Pero si los colonos se propagaban por las granjas; si las reivindicaban con sus luces, su electricidad y su propia forma de civilización, nos obligarían a retroceder cada vez más lejos de sus confines y a mantenernos ocultos entre las rocas, en cuevas y escondrijos.
Sin mediar palabra, nos acercamos a la casa. Éramos como polillas humanas. Yo no había estado nunca allí, pero era un lugar acogedor, de ladrillo, con grandes ventanas y al menos tres chimeneas. La casa estaba rodeada de frondosos árboles y precedida por un bonito jardín de forma geométrica y con rebordes de ladrillo. Esos mismos rebordes me pusieron a prueba: tras varios días sin dolores, sentí una punzada en la rodilla en cuanto pisé un ladrillo. Logré recuperar el equilibrio y pude comprobar que la rodilla me seguía respondiendo. Alcancé a los demás, que estaban agolpados detrás de un árbol, mirando hacia una de las ventanas iluminadas. Mala idea, pensé. Un enemigo armado podría quitarlos a todos de en medio en un abrir y cerrar de ojos. Cuando llegué al árbol y se lo advertí, se sobresaltaron, pero en seguida se dispersaron para ponerse a cubierto detrás de otros árboles.
Rodeé la mansión por el ala este; me topé con un pimentero con unas estacas clavadas que conducían a una cabaña para niños. Subí la escalera y me senté en la primera horca, desde donde tenía una perspectiva en picado de la cocina. Con un sentimiento de amargura observé a las tres mujeres que se afanaban allí dentro. Se las veía bastante cómodas. Estaban reorganizándolo todo: habían sacado de los armarios todos los tarros, platos, cacerolas y latas, que ahora atiborraban mesas y encimeras. Limpiaban y apartaban cosas, y se detenían de cuando en cuando para examinar más detenidamente algún objeto, o para llamar la atención de las demás sobre él. Parecía fascinarles un artilugio con palancas de plástico de color naranja concebido para abrir las tapas de los botes. Supongo que no conseguían averiguar para qué servía: primero pasaron los dedos por la abertura central y los menearon; luego, hicieron ademán de utilizarlo para desenroscarse la nariz las unas a las otras. Reían mucho. Desde fuera de la casa apenas podía oír sus voces, pero sonaban agudas, estridentes, algo gangosas, diría. En cualquier caso se lo estaban pasando en grande, por lo visto. Parecían muy felices y entusiasmadas.
Al mirarlas, experimenté todo un cóctel de sentimientos: celos, ira, miedo, abatimiento… No podía aguantar más la escena. Me deslicé desde lo alto del árbol, me uní a los demás y nos escabullimos por el jardín para regresar a la carretera.
Intercambiamos información mientras avanzábamos, y llegamos a la conclusión de que había al menos ocho adultos en aquella casa. Hasta entonces había supuesto que instalarían a una única familia en cada granja, pero tal vez les pareciese una excentricidad que tan poca gente dispusiera de tanto terreno. Tal vez pretendieran construir casas por todo el valle de Wirrawee, asignando una parcela por familia, para practicar una agricultura intensiva. Yo no sabía cómo encajaría la tierra semejante cambio. Claro que puede que fuéramos nosotros quienes no la explotábamos lo suficiente.
Avanzábamos cansadamente, en silencio, absortos en nuestras respectivas cavilaciones, teorías e ilusiones. Para cuando llegamos a casa de Chris, era pasada la medianoche. Pese a que no había luz encendida, extremamos las precauciones, por si había colonos durmiendo en el interior. Pero yo ya estaba harta de andar de puntillas.
—Emprendámosla a pedradas contra el techo —sugerí, acordándome de la lluvia sobre el hierro galvanizado del cobertizo de la familia de Kevin. Todos me dirigieron miradas compasivas, pero yo seguía en mis trece. Estaba harta de andar merodeando, escondiéndome y huyendo—. No, en serio —insistí—. ¿Qué puede pasar? Si hay gente ahí dentro, no van a salir en plena noche a disparar sin ton ni son. No serían tan estúpidos. Aquí no faltan sitios para ponernos a cubierto, y luego podremos escapar rápidamente si es necesario.
Mi poder persuasivo era mejor de lo que creía. Tardé treinta segundos en convencerlos. No sabía muy bien de qué (esa sugerencia la había hecho medio en broma), pero dar marcha atrás ahora me habría puesto en entredicho. Eso es lo que pensaba, contrita, mientras recogía tantas piedras como podía llevar. Determinamos un sitio donde reunirnos en caso de que las cosas se torcieran, y rodeamos la casa. A la señal que dio Homer, un prolongado, sonoro y espeluznante «cuiiiií», empezaron a volar los proyectiles. Fue bastante emocionante. Un escuadrón de zarigüeyas calzadas con tacos de fútbol y empujando a toda velocidad un carrito de la compra defectuoso podrían haber armado el mismo alboroto, pero para eso tendrían que haberse empleado a fondo. Me batí en retirada deprisa, mordiéndome el labio inferior de asombro, y casi llegué a arrancármelo de cuajo al tropezar con una silla de jardín. Desde luego, mis tobillos y espinillas siempre acababan recibiendo durante aquellas expediciones nocturnas. Un buen minuto después de la lluvia de piedras, un último proyectil vino a estamparse contra el tejado a modo de propina inesperada. No se oía el menor murmullo dentro de la casa que, después de aquello, con total seguridad estaba libre de ocupantes.
Nos juntamos nuevamente cerca de la entrada principal. Cuando Homer confesó haber tirado la última piedra, lo mandamos a echar un vistazo por la ventana de la cocina.
—Está demasiado oscuro para ver gran cosa —refunfuñó. Y entonces, tras examinar el lugar un poco más, añadió—: Creo que está igual que la última vez, cuando le dejamos la nota a Chris. Yo diría que por aquí no ha pasado nadie.
Y efectivamente, así era. Fue una constatación descorazonadora. Comprobamos la vieja pocilga donde Chris se había refugiado los primeros días de la invasión, pero tampoco encontramos la menor señal de vida. Cansados y decepcionados, acabamos alrededor de la polvorienta mesa de la mohosa cocina. El subidón que nos había dado la sesión de pedradas contra el tejado había durado más bien poco. Nos sentíamos muy decepcionados por lo de Chris, muy impotentes. Todas las conjeturas acerca de su paradero eran deprimentes. Estaba enfadada conmigo misma por no haber caído en preguntar si sabían algo del asunto a la señora Mackenzie y al hombre del cobertizo de herramientas. Ese día estaba demasiado confusa y nerviosa. Encontré mi único consuelo en un comentario que hizo Robyn. Según ella, si Chris había sido detenido y llevado al recinto ferial, los dos adultos lo habrían mencionado.
—Bueno, suele decirse que la ausencia de noticias es una buena noticia —suspiró Fi.
—Te acabas de lucir, Fi —repuse yo con brusquedad—. Debe de tratarse de la expresión más estúpida jamás inventada.
Fi pareció dolida. Ya era la una de la madrugada pasada, y todos estábamos cansados. Y el frío también empezaba a arreciar.
—No podemos hacer mucho más —terció Homer—. A decir verdad, lo más probable es que… odio decir esto… que haya muerto.
Todos censuramos sus palabras con bramidos de indignación. Ya habíamos contemplado esa posibilidad, claro está, pero darle voz era una aberración. Una idea demasiado aterradora y horripilante para que alguien la expresara. Puede que nos asustara que, al decirlo de viva voz, se hiciese realidad, ocurriese de verdad. Yo ya había aprendido mucho sobre el poder de las palabras.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Lee—. No podemos quedarnos aquí.
—Sí que podemos —repuso Fi.
—No creo que sea muy seguro —apuntó Homer—. Y con esos colonos carretera arriba, aquí al lado… No sabemos hasta qué punto se han extendido a este lado del pueblo. Puede que mañana lleguen hasta la casa de los Lang.
—Pero es muy tarde, y estoy muy cansada. Y tengo frío. ¡Estoy tan harta de todo! —dijo Fi. Se sentó a la mesa y hundió el rostro entre los brazos.
Compasivo, Lee le dio unas palmaditas en la cabeza. Los demás estábamos demasiado cansados para hacer nada.
—Podemos quedarnos unas cuantas horas más —propuso Homer—. Pero tenemos que marcharnos antes del amanecer. Prefiero tener un buen descanso más tarde que uno pésimo ahora.
Guardamos silencio, pendientes de Fi, con la esperanza de que acabara cediendo por solidaridad.
—Venga, vale —dijo por fin, enfadada, antes de apartar la mano de Lee y ponerse en pie—. ¿Y adónde iremos entonces?
—Vamos a Wirrawee —sugirió Homer en el acto—. Hace un siglo que no hemos estado en el pueblo, y deberíamos ver cómo pintan las cosas, si hay algo que podamos hacer allí. Si nos ponemos en marcha ahora, llegaremos antes del amanecer.
Estábamos demasiado cansados como para discutir. Y de todas maneras, nadie tenía más ideas. Me entusiasmaba bastante ir a Wirrawee. Deseaba estar todo lo cerca posible de la civilización. No quería volver a ver el Infierno durante una buena temporada.
Diez minutos después de salir de la casa de Chris, empezó a llover otra vez. Lo más inteligente hubiese sido dar la vuelta, desandar lo andado y buscar un cobertizo en el que resguardarnos, pero nadie lo sugirió siquiera. Supongo que, después de habernos decidido y puesto en camino, nos negábamos a plantearnos cualquier alternativa. Así pues, nos arrastramos por el camino, en silencio, cada vez más y más empapados. Estaba muy oscuro, pero podíamos andar por la carretera sin miedo a que nos interceptaran, por lo que proseguimos sin demasiados problemas. No recuerdo que intercambiásemos una sola palabra desde que salimos de la casa de Chris hasta que llegamos a Wirrawee.
Alcanzamos la casa de la profesora de música al romper el alba. La acuosa luz gris de levante apenas se distinguía de las tinieblas de la noche. Los cuatro permanecimos en el jardín, escondidos detrás de los árboles, tiritando, calados y chorreando, mientras Homer comprobaba que la casa estuviese vacía. Me pregunté de dónde sacaría la energía; parecía tener más que yo, más que nadie. Por fin nos hizo una señal para que entráramos. Nos arrastramos penosamente hacia dentro, chapoteando. Buscamos toallas y mantas, y nos desvestimos en el cuarto de baño de arriba. Homer se ofreció a hacer de vigilante, y nadie se lo discutió. Robyn y Fi compartieron una cama; yo ocupé otra, en la habitación contigua. Lee desapareció por el pasillo y entró en el cuarto del fondo. Solo quedaba confiar en que no llevasen a cabo una redada en la casa mientras íbamos en pelotas, aunque no había el menor indicio de que alguien hubiese estado allí desde nuestra última visita.
Me acosté y, como a menudo ocurría, tras haber esperado toda la noche el momento de echarme en la cama a dormir un poco, me fue imposible conciliar el sueño. Nunca me había sentido tan despierta. La rugosa manta de lana me rascaba la piel, aunque no de una forma desagradable; tenía un tacto tosco, primitivo. Durante un buen rato no conseguí entrar en calor. Apreté las piernas la una contra la otra, me hice un ovillo bajo las mantas para calentarme. Al final quedé completamente tapada. Crucé los brazos y me puse las manos debajo de las axilas. Un hormigueo me recorrió la piel conforme la sangre volvía a circular, hasta que solo mis pies seguían fríos. Coloqué el derecho sobre el izquierdo con la esperanza de que se descongelaran. Por fin sentí todo el calor, el abrigo y la comodidad que echaba en falta desde hacía tanto tiempo, y pronto mi relajación fue total. Estaba en la gloria allí tumbada cuando oí un susurro:
—¿Estás despierta?
Asomé la cabeza fuera, sobresaltada. Me sentí como una zarigüeya que sale del tronco de un árbol; sabía que tenía los ojos desorbitados y el pelo despeinado por la manta, así que probablemente también pareciese una zarigüeya.
Era Lee.
—Otra vez te has transformado en oruga.
—Más bien en zarigüeya, ¿no?
—Bueno, también. ¿Me harías un sitio ahí dentro?
Estaba envuelto en una manta, tiritando de frío. Sus ojos marrones me miraban suplicantes. Sentí una cálida oleada de excitación, pero intenté ocultarla.
—¡No! —dije—. No llevo nada debajo de las mantas.
—Eso esperaba. Yo tampoco llevo nada más.
—¡Lee!
—Por favor…
—Que no. Bueno, puedes echarte encima de la cama, pero eso es todo —dije mientras se abalanzaba de un brinco sobre mí—. Y olvídate de intentar engatusarme para conseguir nada más.
—Pero mi encanto y mi personalidad…
—Sí, sí, ya me los conozco.
Se acomodó a mi lado, con la cabeza sobre el brazo derecho; me miraba, pensativo, esbozando una sonrisa.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó en seguida.
—Pues…—Me había tomado por sorpresa. Era demasiado excitante tenerlo tan cerca. Estaba empezando a ponerme caliente debajo de las mantas—. Creo que prefiero no contestar.
—Venga.
—Solo contestaré parte de la pregunta. Me estaba preguntando a qué venía esa sonrisa.
Para mi sorpresa, no dijo nada durante un buen rato. La sonrisa se le había borrado de la cara. Se lo veía muy serio, como si estuviera en una iglesia o algo así.
—¿No puedes dormir —pregunté.
—No. No duermo muy bien últimamente. No desde aquella noche, cerca del precipicio.
—Cambiemos de tema —me estremecí.
De pronto, se acercó un poco más y me besó con avidez. Yo le devolví el beso, puede que incluso con más intensidad todavía. Qué sensación tan fresca. Lo que desconocía era adónde nos llevaría todo aquello, adónde deseaba yo que nos llevara. Poco a poco, sus besos pasaron de intensos y salvajes a dulces y juguetones. Se posaban, ligeros, en uno y otro punto de mis labios. Era estimulante. Seguimos así durante un buen rato antes de quedarnos con la cabeza apoyada en el hombro del otro. Su manta se había deslizado un tanto, y me aseguré de que no ocurría lo mismo con la mía. Sentí el suave hueco de su clavícula, su piel caliente y rebosante de vida. Yo la rocé con los labios, creando pequeños sonidos mientras le frotaba los brazos con las manos. Di con un pequeño punto donde latía el pulso bajo la piel, y concentré mis besos en esa zona. Él gimoteaba muy flojito. O eso me pareció, porque no sabría decir con seguridad si aquel murmullo provenía de su piel o de su voz. Él jugueteó con mi cabello, con mi nuca, acariciándome con una sorprendente confianza. Deslizaba sus largos y finos dedos entre mi melena; desenredó algún que otro nudo y dejó que los mechones se escurriesen entre sus manos.
—Qué pelo tan bonito —dijo al fin.
—Está muy grasiento —protesté.
—A mí me gusta así. Es más natural. Y sexy.
—Gracias —reí.
Debió de tomarse la respuesta como una invitación a proseguir porque, por primera vez, aventuró las manos por debajo de la manta, que encontraron mis omoplatos. ¡Socorro!, pensé. Y ahora, ¿qué? Mi padre siempre decía que comer y rascar, todo es empezar, cosa que podía aplicarse también a esa situación. Yo no quería parar, pero pensé que tal vez deberíamos hacerlo, que si no le paraba los pies cuanto antes, lo lamentaría. ¡Pero me sentía tan bien! ¡Qué puñetero!, pensé. ¿Cómo puede saber lo que me gusta? Me pregunté si mis manos tendrían el mismo efecto en él y, para averiguarlo, bajé los dedos por su costado hasta donde alcanzaba, que no era muy lejos. Se le ponía la piel de gallina bajo mi caricia, cosa que me encantó. Me incorporé un poco para tocarle el pezón izquierdo. Steve me dijo una vez que los pezones de los chicos eran tan sensibles como los nuestros. Aunque los de Lee eran distintos. Los de Steve eran claros y anchos, como huevos fritos. Me gustaban más los de Lee: eran pequeños y de un tono caramelo, como granitos de arroz. Al toquetearlo, el izquierdo se endureció y me dediqué a hacerle cosquillas con la yema del dedo.
—¡Ay, ay, ay!
—¿Hablas tailandés o vietnamita?
—Ninguno de los dos. Es un idioma universal.
—Ja.
La manta seguía tapándome la parte delantera, justita, pero no la trasera, por donde las manos de Lee seguían vagando. Durante un instante, me quedé quieta, sintiéndome culpable por no hacer nada más que disfrutar de sus caricias. Yo tenía la piel tan caliente que creí que las manos de Lee se abrasarían. Me aparté un poco de él, aunque no pude evitar juguetear un minuto más con su pezón derecho, tal y como había hecho con el izquierdo. Entonces, en un amplio movimiento, mientras lo besaba apasionadamente, mi mano se perdió más abajo.
—¿Crees que podrás parar? —inquirí.
—Claro, claro.
—¡Qué mal se te da mentir!
Al apartarme, le dejé algo más de espacio. Como quien no quiere la cosa, él coló la mano bajo la parte de la manta que aún seguía tapándome por delante. Al mismo tiempo, me besaba con intensidad, como si quisiera distraerme. Y yo me dejé distraer. Le permití que recorriera mi piel con las manos, considerando que era justo que hiciese conmigo lo que yo acababa de hacer con él. Le revolví el pelo, y mis mejillas se enrojecían conforme me excitaba más y más. ¿Sería capaz de controlarme? ¿Quería controlarme? Conocía de antemano la respuesta a esa pregunta. La conocía desde que Lee había aparecido en mi habitación.
—Por Dios, Lee —dije, sin tener idea de cómo debía acabar la frase.
Mis manos se aventuraron más allá de lo que debieron, hasta su cintura y más abajo. Era como si hubieran cobrado vida propia. A la porra, que pase lo que tenga que pasar, pensé. La última vez que estuvimos en aquella casa, pasé mucho tiempo envuelta en una manta de tela escocesa; fue cuando Lee me llamó oruga por primera vez. Una «bella y sexy oruga». Y otra vez volvía a ser esa oruga, solo que ahora emergía de su capullo de mantas. Las manos de Lee se posaban ahora sobre mis nalgas, y estaba girándome un poco. Le acaricié el interior de los muslos, tan arriba como me atreví, aunque sin llegar a tocarlo todo. Aun así, eché una pequeña ojeada. Lo que vi me fascinó: qué cosa tan salvaje, ávida, dispuesta. Sabía que Lee me estaba mirando a su vez, y me sentí algo incómoda. Aunque tampoco demasiado. Era obvio que le gustaba lo que veía y yo saboreaba para mis adentros el efecto que causaba en él.
—¿Tienes un…? —pregunté, volviendo un poco la cabeza. No me atrevía a decir la palabra.
—¿Un qué? —quiso saber.
—Ya sabes, un condón.
—¡Ay, no! —gruñó—. Ellie, ¡eso no! ¡Ahora no!
—Vale, vale, —dije—. No pasa nada, siempre que estés dispuesto a quedarte preñado en mi lugar.
—Joder —espetó—. ¿Tiene que ser así?
—Pues, ¡claro! ¿Te imaginas si me quedo embarazada?
El rebote le duró un momento. Luego dijo:
—Creo que Homer tiene unos cuantos.
—¿Y cuántos piensas necesitar? —pregunté, sofocando la risa tonta contra la almohada.
Él se dispuso a levantarse.
—¡Espera! —lo interrumpí—. ¿Qué vas a hacer? No puedes ir a verlo y pedírselos así por que sí.
—No soy tan idiota —contestó, aún refunfuñón—. Los lleva en la cartera, que debe de estar en sus pantalones, y sus pantalones están secándose en el cuarto de baño.
Acto seguido, desapareció por la puerta, envuelto en su manta y arrastrando los pies. Yo me quedé allí tumbada, sonriendo. No podía creer que estuviese a punto de hacerlo. Recé para no cagarla, y para que no me doliese demasiado y para que fuese fantástico. Estaba nerviosa, pero anhelaba su presencia, sentirlo de nuevo contra mí. Sus calientes manos hacían maravillas. Solté una risita, una risa de estupefacción, de asombro, de excitación. Regresó al cabo de lo que me pareció una eternidad, pero al fin llegó, arrastrando los pies. Se echó encima de mí, con un par de pequeños envoltorios en la mano y una sonrisa tímida. Intentando actuar con pudor, abandonó su manta para acomodarse debajo de la mía. Sentir el contacto de nuestros cuerpos desnudos, piel con piel, fue la sensación más salvaje que había experimentado en mi vida. Si antes me pareció estar ardiendo, ahora saltaban chispas de mi cuerpo. El paseo hasta el cuarto de baño había calmado a Lee, y también lo había enfriado. Pero lo calenté restregándome contra él, y no tardé en notar que reaccionaba.
—Póntelo —dije finalmente, señalando con la cabeza el puño que llevaba cerrado.
Él abrió un condón. Se apartó de mí, con la mirada gacha, para poder ver lo que estaba haciendo. Observé, curiosa.
—No mires —dijo sonrojado, intentando taparme la vista con el antebrazo.
—¡Qué tierno estás cuando te pones tímido! —dije.
Cuando estuvo listo, lo abracé y lo atraje hacia mí. Le mordisquee la oreja un minuto antes de rodearlo con mis piernas. Lo que vino después estuvo bien; no genial, pero sí bien. Lee estuvo un poco torpe, supongo que por los nervios. Aquello me puso nerviosa a mí también, lo cual no ayudó mucho. Yo, que quería ser una gran amante, la pareja perfecta, no lo estaba siendo. Y cuando estuvo completamente dentro de mí, no pudo aguantar más tiempo. Después no se mostró tan apasionado; solo quiso tenderse y tenerme en sus brazos.
Lo ayudé a ser algo más creativo, hasta que yo también tuve suficiente. No supe muy bien lo que sentí entonces. Una mezcla de cosas: estaba contenta por haberlo hecho por fin y que no hubiese sido un desastre, lamentaba que no hubiese sido mejor y me preguntaba si a partir de ese momento me notaría a mí misma cambiada. Pero disfruté de la sensación de estar en sus brazos. Durante aproximadamente media hora nos quedamos tumbados, con los ojos cerrados, acariciándonos lentamente los brazos y la espalda, vagando dentro y fuera de los confines del sueño.
Nos interrumpió un suave golpe en la puerta y el susurro de Homer:
—Ellie, te toca el turno de vigilancia.
—De acuerdo —contesté—. En seguida voy.
Me concedí unos minutos antes de apartarme con cuidado del cuerpo de Lee. Me tapé envolviéndome en una manta, con la idea de bajar y coger ropa seca de mi mochila antes de empezar mi turno. Pero al llegar a la puerta del cuarto, reparé en algo. Homer había tocado a la puerta antes de hablarme desde el pasillo. Nunca antes había hecho algo semejante. Más bien solía irrumpir en la habitación y zarandearme hasta que me despertaba. Nos conocíamos desde hacía tanto que no andábamos con demasiados miramientos. Me volví hacia Lee, que yacía en la cama.
—Lee —dije—. ¿Por qué ha llamado Homer a la puerta?
—¿Qué? —contestó, medio dormido.
—¿Por qué ha llamado Homer a la puerta? ¿Por qué no ha entrado a lo bruto como hace siempre?
De repente, estaba despierto del todo. Me lanzó una mirada cargada de culpabilidad.
—Eres un cabrón —dije fríamente.
—No podía encontrar los condones —repuso—. No tuve otra elección.
Abrí la puerta con violencia y salí como una exhalación, arruinando un poco el efecto al pisar la manta y tropezar. Estaba hecha una furia. No quería que Homer supiera lo que habíamos hecho. Si él se enteraba, todos los demás lo sabrían muy pronto. Claro que, mirándolo por el lado positivo, estuve bien despierta durante el turno de vigilancia gracias a la indiscreción de Lee. Pasé el rato teniendo conversaciones imaginarias con él, diciéndole cuatro verdades. Es lo bueno que tiene el enfado.