Capítulo 7
Lo que vino después fue idea mía, lo reconozco. Ellie asume toda la responsabilidad. Me reconcomía la sensación de no estar haciendo lo suficiente. Siempre pensé que debía de existir salida por el otro lado del Infierno, siguiendo el arroyo. Al fin y al cabo, tenía que desembocar en algún lugar, y no iba a ser colina arriba. En el valle contiguo, en la zona Risdon, discurría el río Holloway. No tenía ni idea si el camino sería transitable, pero sabía que merecía la pena intentarlo. Ansiaba conocer nuevos horizontes, nuevos escenarios, nueva gente tal vez. Como si necesitara unas vacaciones. Pese a lo que nos dictaban tanto los boletines radiofónicos como nuestro propio sentido común, tenía la vaga sensación de que las cosas serían diferentes allí, de que tras esas montañas daríamos con una nueva tierra, verde y apacible, donde no tendrían cabida la desesperación y la hostilidad de Wirrawee. No confesé a nadie mis esperanzas. Solo hablé de la necesidad de abrir una vía de retirada, de que tal vez nos fuera de utilidad saber cómo pintaban las cosas a orillas de Holloway. Después de todo, el conocimiento es poder.
Reaccionaron con bastante entusiasmo, la verdad. No tuve que convencerlos mucho. Homer había sugerido en varias ocasiones que debíamos encontrar a más gente, reunirnos con otros grupos, y quizá Risdon nos brindara esa oportunidad. Además, creo que todos teníamos ganas de intentar cosas nuevas. Nos ayudaría a sentir que estábamos haciendo algo constructivo. Solo Chris prefería quedarse donde estaba. Y, aunque podría venirnos bien que alguien se quedara en el campamento para cuidar de las gallinas y el cordero, no me parecía buena idea de que él se quedase solo. Cada vez se lo veía más retraído, sentado sin más compañía que él mismo y escribiendo en su libreta, con la mirada perdida en los precipicios. Creo que él solito se bebió toda la cerveza que cogimos en casa de los King, porque cuando fui a buscarla no encontré nada, y Lee me dijo que no sabía dónde estaba. Con lo cual ya no quedaba ni una gota de alcohol, que yo supiera, y supuse que quizá por eso estaba de tan mal humor. Tenía arranques de actividad repentinos, por ejemplo cuando nos construyó una sólida y espaciosa leñera para mantener seca la madera. Tardó tres días en acabarla, y no dejó que nadie le echase una mano, pero una vez hubo terminado, ya no hizo mucho más.
Sabíamos que estaríamos unas cuantas noches fuera si queríamos llegar hasta Risdon, así que cargamos mochilas con lo necesario: sacos de dormir, jerséis y chubasqueros. En lugar de tiendas, cogimos lonas y esterillas, que eran más ligeras y nos servían igualmente.
Tuvimos todo un debate de cómo debíamos preparar la caminata por el arroyo. Homer, que poco a poco estaba recobrando su autoridad, insistió en que deberíamos llevar botas, porque así correríamos menos riesgo de resbalar en las rocas. Yo, por el contrario, afirmé que debíamos ir descalzos para que, una vez saliésemos del arroyo, tuviésemos las botas secas y calientes. Tener los pies en aguas tan frías durante tanto tiempo, y con el otoño acercándose a pasos agigantados, no le hacía ilusión a nadie.
Y aquella discusión acabó derivando en otra que deberíamos haber mantenido mucho antes: que Homer hubiera llevado un arma de fuego a la emboscada de Buttercup Lane.
Sucedió así, Homer soltó uno de sus típicos comentarios individualistas, en plan:
—Pues me da igual lo que hagáis los demás, yo pienso ir con las botas puestas.
A lo que yo contesté:
—Genial. Y supongo que, cuando te salgan ampollas, tendremos que cargar contigo. Homer, si no cuidamos los pies, no llegaremos muy lejos.
—Sí, mamá —espetó él, fulminándome con los ojos marrones.
Con Homer siempre tenía la sensación de que en ningún caso debía echarme atrás, o estaría perdida. Es un hueso duro de roer y suele intimidar a la gente, pero creo que luego menosprecia a los que son demasiado débiles para hacerle frente. Por esa razón yo no le paso ni una, y aquella vez no iba a ser menos.
—¿Cómo es posible que cuando yo les digo a los demás lo que creo que tienen que hacer sueltas comentarios como «sí, mamá», y que cuando tú le mandas algo a alguien esperes que obedezcan en el acto? ¿No podrías ser un poco menos machista?
Aquello fue como preguntarle a un pez si no podría estar un poco menos mojado.
—Ellie, sé que no soportas que las cosas no se hagan a tu manera…
—¿Eso crees? ¿Y cuándo fue la última vez que hicimos las cosas a mi manera, si se puede saber?
—Estarás de coña. ¿Qué me dices de esta mañana, cuando le dijiste a Chris que no encendiese el fuego para el desayuno? ¿O hace un par de horas, cuando no dejaste a Lee abrir una lata de melocotón?
—Vamos a ver, ¿acaso no ves lo que tienen en común estos dos casos? ¡Estoy intentando hacer lo que es mejor para nosotros, para el grupo! ¡Intento mantenernos a salvo! Si alguien detecta el humo, estamos perdidos. Si nos zampamos toda la comida, nos moriremos de hambre. No digo las cosas porque me apetezca, ni porque me guste el sonido de mi voz, ¿sabes?
—Deberías escuchar más a los demás, Ellie. Te empeñas más en ser el hombre orquesta.
Aquel comentario me hizo perder los estribos.
—Muchísimas gracias, pero nunca me ha apetecido ser un «hombre» orquesta; una mujer, en todo caso. Estas dándome la razón, eres un machista. Y apropósito, me hace gracia que seas tú quien diga eso. Fuiste el idiota que, sin decírselo a nadie, recortó los cañones de la escopeta y se la llevó pese a que acordamos renunciar a las armas de fuego. Fuiste tú quien puso nuestras vidas en peligro por querer ser el hombre orquesta, y lo hiciste de forma deliberada. Yo jamás he hecho nada parecido. Estás tan convencido de tener razón siempre que no importa lo que opinen los demás.
—Pues tenía razón, ¿no te parece? Chris y yo estaríamos muertos si no hubiese llevado la escopeta. Puede que todos nosotros estuviésemos muertos. Te he salvado la vida, Ellie. Anda, ¡si soy un héroe!
—Típico de ti que te cuelgues medallas después de un golpe de suerte. Tuviste tantísima suerte, Homer, que ni siquiera te das cuenta. Si esos tipos hubieran llevado los fusiles cuando fueron a los matorrales, ni habrías tenido tiempo de sacar tu puñetera escopeta.
—Ya la tenía en la mano, Ellie. No soy tan lento. Estaba preparado.
—¿Y si llega a sorprendernos una patrulla? Imagina que nos pillan con un arma. Nos habrían puesto contra un árbol y nos hubieran pegado un tiro allí mismo. Ahora tendrías las manos manchadas con la sangre de cinco personas.
—Pero no sucedió nada de eso, ¿no? Eso demuestra que tengo razón.
—¡Eso no demuestra nada! ¡Nos salvamos de casualidad!
—Mira, no ocurrió nada y eso demuestra que teníamos bien cubiertas las espaldas. Las casualidades no existen. Es como lo que dijo ese golfista: los buenos jugadores siempre tienen la suerte de su lado. Mientras actuemos con astucia y precaución, seguiremos teniendo suerte. No creo en las casualidades. Y todo esto lo tenía bien claro antes de decidir llevarme la escopeta.
—¡Homer! ¡Has perdido la cabeza! ¡Podría haber sucedido cualquier cosa! ¿Dices que no crees en las casualidades? Pues no entiendes nada de la vida: todo es casualidad. Actúas como si pudieses controlarlo todo. ¿Quién te crees que eres? ¿Dios? Joder, si incluso en el golf la pelota puede rebotar en un árbol y caer en el hoyo. ¿Cómo explicas eso, entonces? De todos modos, esa no es la cuestión —me apresuré a añadir por si le daba por ofrecer una explicación—. La cuestión es que tienes que acatar las decisiones que tomemos juntos. No puedes pasar de nosotros y hacer lo que te venga en gana. Estamos todos en el mismo barco. Y no vale llamarme hombre orquesta cuando tú llevas tu propia orquesta y encima tus propias partituras.
—Dejadlo ya, chicos —intervino Chris.
Cada uno reaccionó a su manera. Robyn se apoyaba sobre un azadón, observando y escuchando con gran interés. Fi, que odiaba los conflictos, se había marchado al váter, situado entonces a cincuenta metros en el monte. Lee estaba leyendo un libro, Red Shift, y no alzó la vista ni una vez. Chris se dedicaba a tallar un trozo de madera en forma de dragón. Últimamente hacía muchas cosas por el estilo, y se le empezaba a dar bastante bien. Pero se lo veía agobiado por nuestra discusión, y pocos minutos después de interrumpirnos se marchó al arroyo, mientras el resto nos quedamos a organizar la expedición.
Yo estaba preparando el equipaje con furia, lanzando cosas, repartiendo gritos a diestro y siniestro. No me calmé hasta que volvió Fi. O mejor dicho, fue ella quien me calmó. Cogió un palo que yo acababa de tirar y que solíamos utilizar para secar la ropa e intentó colocarlo de nuevo en su sitio. Uno de los extremos quedaba encajado en la horcadura de un árbol que ella no alcanzaba, así que me acerqué a auparla. Me escandalizó comprobar que hizo una mueca en cuanto la toqué. Fue una expresión apenas perceptible, pero durante un segundo pareció creer que iba a golpearla.
—¡Fi! —Me sentó como una patada en la boca.
—Lo siento, Ellie —dijo—. Me has cogido por sorpresa, eso es todo.
Me senté en el suelo, junto a la tienda, y crucé las piernas.
—Fi, no me habré convertido en un monstruo, ¿verdad?
—No, Ellie, por supuesto que no. Están pasando tantas cosas que cuesta mucho asimilarlo todo.
—¿Tanto he cambiado?
—Que va, Ellie, eres una persona muy fuerte y cuando hay personas igual de fuertes a tu alrededor, saltan chispas. Lo que quiero decir es que Homer es fuerte, Robyn también, y Lee también, mucho más de lo que la gente cree. Así que es normal que haya roces.
—Todos somos fuertes a nuestra manera. No pensé que Kevin fuese fuerte hasta que llevó a Corrie al hospital. Y tú también fuiste muy valiente cuando volamos el puente.
—Pero con la gente no soy así.
—¿Todavía me odias por lo que escribí de Homer y de ti?
—¡No! ¡Claro que no! Bueno, me sorprendí un poco cuando lo leí, pero nada más. Tu problema es que eres demasiado sincera, y de ahí mi asombro. Escribiste lo que la mayoría piensa pero no se atreve a decir. O dicho de otro modo, lo que la gente solo escribe en sus diarios y no enseña nunca a nadie.
—Pero no parece que Homer y tú lo hayáis superado todavía.
—No, pero dudo mucho que tenga que ver con lo que escribiste. Homer es muy complicado. A veces es dulce y encantador, pero otras veces me trata como si no existiera. Es muy frustrante.
Por lo visto, aquel día abundaban las conversaciones profundas. Tal vez el hecho de estar a punto de ponernos en marcha hizo que a todos nos entrasen unas ganas repentinas de hablar. La última charla la tuve con Chris y fue mucho más difícil que mi discusión con Homer. Bajé a buscarlo al arroyo, porque había dejado de prestarle atención y me sentía culpable por ello. Cuanto más taciturno se ponía, más lo evitaba yo. Y los demás también. Y supongo que eso solo empeoraba su humor. De modo que santa Ellie decidió arreglar las cosas y allá fue, decidida a hacer una buena acción, por una vez.
Lo encontré sentado en una roca. Tenía la mirada fija sobre su pie izquierdo, que llevaba descalzo. En un principio no me di cuenta de lo que estaba observando, pero entonces reparé en el alargado bulto negro y desagradable que sobresalía de su piel, como una gigantesca ampolla de sangre. Lo miré de cerca, me estremecí; lo volví a mirar: era una sanguijuela. Chris estaba allí sentado como si tal cosa, observando cómo se cebaba con su sangre.
—Qué asco —dije—. ¿Para qué estás haciendo eso?
Él se encogió de hombros.
—Para pasar el rato. —Ni siquiera alzó la mirada.
—Venga, en serio, ¿por qué?
Esta vez ni se molestó en responder. Durante toda la conversación, la sanguijuela no se movió de ahí y fue haciéndose cada vez más grande y negra. Me desconcentraba. No podía apartar la mirada del bicho, aunque lo intenté.
—¿Mirarás si hay huevos detrás de esa roca llana? Blossom se mete allí de vez en cuando.
Blossom era una gallina de aspecto bastante triste que no era muy aceptada por las demás.
—Claro.
—¿Y qué vas a hacer mientras estamos fuera?
—Ni idea. Ya se me ocurrirá algo.
—Chris, ¿te encuentras bien? No sé, se te ve muy callado últimamente. ¿Ya no nos soportas o algo parecido? ¿Hay algo que te esté agobiando?
—No, no. Estoy bien.
—Pero antes hablábamos, lo pasábamos bien charlando. ¿Cómo es que ya no lo hacemos?
—Ni idea. No hay de qué hablar.
—Están pasando muchas cosas. Estamos en medio de lo más importante que hemos visto en toda la vida. Sí que hay de qué hablar.
Él volvió a encogerse de hombros, sin levantar la vista del repugnante gusano pegado a su piel.
—Me encantaría que me enseñases algo más de lo que escribes, algo de poesía.
Él se quedó mirando la sanguijuela durante un buen rato, sin pronunciar palabra. Al final, rompió su silencio:
—Sí, me gustó lo que dijiste sobre los últimos poemas. —Y como si estuviese hablando consigo mismo, añadió—: Tal vez debería. Tal vez si, tal vez no.
Se volvió y tendió su mano delante de mí para coger algo de su chaqueta, que descansaba sobre una roca. En un acto reflejo, la cogí y se la pasé. Al hacerlo, distinguí otra vez el olor dulzón y rancio a alcohol de su aliento. Así que aún escondía una reserva de alcohol en algún lugar. Sacó una caja de cerillas. Parecía ajeno a mi presencia. Me quedé alicaída y desanimada. Me había sentido de mejor humor después de haber hablado con Fi, y volvía a hundirme otra vez. Pude oír a Robyn llamándome a gritos; nuestra expedición estaba lista para partir.
—Bueno, nos vemos —dije a Chris—. En un par de horas o en un par de días.
Ni se molestó en despedirse. Subí corriendo la pendiente, agarré mi mochila y me dirigí hasta el punto donde el arroyo se deslizaba bajo la densa maleza; allí comenzaba el camino que llevaba hasta la cabaña del Ermitaño y más allá. Fi, Homer y Lee ya se habían puesto en marcha; solo Robyn me esperaba. Me quité las botas y los calcetines. Habíamos llegado a un acuerdo —no quitarnos las botas, pero sí mantener secos los calcetines—, de modo que me puse las botas sin calcetines y me adentré como los demás en las frías aguas. ¿Era aquella expedición una buena idea? Aunque no lo podía afirmar con seguridad, tampoco me importaba demasiado. Había que hacerlo, y si llevábamos cuidado no teníamos porque temer nada; excepto una buena hipotermia, pensé, al notar el cosquilleo del agua entre los dedos de los pies. Y las sanguijuelas. Empecé a echar miradas nerviosas hacia abajo para asegurarme que no estaban llevando a cabo ningún ataque furtivo.
Pasamos frente a la vieja cabaña y seguimos adelante. Explorábamos territorio desconocido. La excursión no tardó en hacerse bastante engorrosa. Yo iba todo el rato encorvada, no dejaba de resbalar con las rocas y el dolor me ascendía desde los pies congelados por las piernas. Avancé entre resoplidos y quejas. No dejaba de buscar mejores formas de llevar la mochila a la espalda, sintiéndome más y más como una tortuga a cada segundo que pasaba.
—Qué manera más dura de ganarse la vida —espeté al trasero de Robyn.
Ella se echó a reír. O eso me pareció, al menos. Volvió ligeramente la cabeza hacia atrás para preguntar:
—Por cierto, Ellie, ¿los cangrejos de río muerden?
—Sí, más vale que te cuentes los dedos de los pies cada vez que nos paremos. Esos bichos son voraces.
—¿Y las libélulas pican?
—Un montón.
—¿Y los bunyips?
—Son los más temibles de todos.
Tuvimos que avanzar más encorvadas aún, porque la maleza empezaba a enredársenos en el pelo. La conversación quedó interrumpida de momento.
Continuamos así durante un buen rato. Aunque una vez que me acostumbre, no fue tan mal.
Los primeros minutos trascurrieron entre sudor y sufrimientos, hasta que coges el ritmo y te dejas llevar. Adaptarse cuesta tanto física como mentalmente pero, por suerte, esas molestias iniciales no tardaron en remitir. Así pues, anduve a paso lento, siguiendo a Robyn, que a su vez seguía a Lee, que seguía a Fi, que seguía a Homer. De vez en cuando, el arroyo se ensanchaba y ondulaba sobre la gravilla, lo que hacía el recorrido más fácil y agradable. En ocasiones, resbalaba con las piedras lisas o me arañaba con las puntiagudas; otras veces, nos veíamos obligados a encaramarnos a algún sitio para rodear pozas más profundas. Alcanzamos un tramo en el que el arroyo fluía recto y oscuro sobre un fondo arenoso, a lo largo de unos ochenta metros. Pudimos caminar con la cabeza tan erguida como si estuviésemos en una autopista.
Yo siempre me había imaginado el Infierno como una cuenca, una hondonada, aunque jamás lo había comprobado. Desde la Costura del Sastre, el extremo más alejado del infierno parecía una cresta de rocas y árboles, mucho más baja que la propia Costura. Efectivamente, daba la impresión de construir la pared de una cuenca, con el monte Turner como única cumbre que despuntaba. Pero más allá se extendía el valle del Holloway, y el arroyo debía de abrirse camino de algún modo hasta allí.
Fueron dos horas de caminata muy duras en las que fuimos perdiendo altitud la mayoría del tiempo. Me preguntaba si sería capaz de volver a enderezarme o me quedaría en aquella posición para toda la vida, como un monstruo jorobado del monte. De repente, me di cuenta de que el trasero de Robyn había cambiado de dirección y se alejaba de mí; en realidad, estaba subiendo, abandonando el lecho del arroyo. Alcé la mirada. Robyn estaba saliendo del agua para reencontrarse con los demás, que se habían desparramado a un lado de la orilla y se quitaban las botas mientras gimoteaban y se frotaban las piernas para devolverles algo de calor. Por primera vez desde que salimos del campamento, estábamos en un claro. Era un llano de solo unos pocos metros, pero bastaban. Incluso había algo de sol al que tumbarse; el denso dosel de árboles se abría y nos dejaba ver un cielo escampado y azul.
—Mmm, que agradable —dijo Robyn.
—Menos mal que estaba justo aquí —dije—. No había podido ir mucho más lejos. Menudo remojón. ¿De quién fue la brillante idea?
—Tuya —contestaron los cuatro al unísono.
Me quité las botas caladas y eché un vistazo a mí alrededor mientras me frotaba los pies y las piernas. El arroyo fluía sin nosotros, canturreando, pero cambiaba de melodía un poco más abajo. Podía distinguir un sonido más tosco, sonoro y aislado. Y a través de los árboles se filtraban más rayos de sol; el telón de fondo de tonos verdes y marrones se transformaba en uno de color azul claro. Caminando como el paciente de un hospital en su primer día fuera de la cama, me tambaleé hasta el otro extremo del claro, seguida por Homer. Nos adentramos unos cuantos metros en el cinturón de árboles, donde nos quedamos observando. Ahí estaba el valle del Holloway.
Imagino que pocos lo describirían como hermoso. El verano había sido muy seco y, aunque los alrededores del río se veían de un suave color verde, los prados que se extendían alrededor de Risdon habían adoptado un tono ocre, el mismo que parecía teñir parte de mi vida, parte de mí misma. El exuberante verde de nuestras primaveras y principios de verano no solía durar mucho. Estaba más acostumbrada a ese amarillo seco y monótono; tan acostumbrada que, en cierto modo, me había empapado de él y ya no estaba segura de dónde quedaba la línea que me separaba del paisaje. Me acordé del señor Kassar. Una vez contó en clase que había estado viviendo un año en Inglaterra y que al regresar a casa y reconocer las llanuras secas en el paisaje se sintió tan feliz que incluso le dolía el corazón. Sé perfectamente lo que quiso decir con aquello.
El amarillo ni siquiera era del todo amarillo. Había algunos puntos verde oscuro que aportaban los árboles y las líneas de cortavientos; los destellos de los tejados de hierro galvanizado parecían pequeñas charcas de agua cuadradas; los depósitos y cobertizos, los corrales y las presas, el aburrido sinfín de vallas… Así era mi país, más que maleza y montañas, más que ciudades y pueblos. Me sentía como en casa entre aquellos cálidos prados mecidos por el viento.
Pero del valle nos separaba una línea de precipicios y una gran extensión de maleza. Habíamos bordeado el monte Turner sin darnos cuenta siquiera, y ahora quedaba a una buena distancia a mi izquierda. Homer y yo estábamos al borde de uno de los precipicios más bajos, por el que el arroyo caía en un largo y fino hilo de agua sobre rocas situadas cincuenta metros más abajo, antes de desaparecer borboteando entre la vegetación. Allí la maleza parecía tan densa como el trecho que acabábamos de atravesar por el Infierno.
—Suerte que Kevin no está aquí —dijo Homer, mirando hacia abajo.
—¿Qué? ¿Por qué dices eso?
—¿Acaso no lo sabes? Tiene pánico a las alturas.
—¡Madre mía! ¿Hay algo que no le dé miedo? Y eso que se las daba de tipo duro.
—Hum. Bueno, al final demostró serlo.
—Pues sí.
Regresamos con los demás y les contamos lo que acabábamos de ver. Dejamos las mochilas y fuimos a dar un paseo sobre los precipicios, buscando un camino por el que bajar.
—Es casi para descender haciendo puenting… —dijo Lee al cabo de diez minutos.
—¿Y cómo volveríamos a subir? —observó Robyn, siempre tan pragmática.
Los precipicios no tardaron en hacerse infranqueables por aquel lado. La zona estaba llena de árboles, y solo se abrían pasajes aquí y allá, algunos con piedras resbaladizas y peligrosas en el suelo. Nos dimos por vencidos y nos aventuramos al otro lado. Atravesamos de nuevo el arroyo y allí también nos topamos con superficies lisas de pizarra. Teníamos una única opción: un árbol que había caído de cabeza al precipicio y había muerto allí. Su esqueleto desnudo y blanquecino quedaba recostado como la pared rocosa; sus ramas parecidas a huesos sobresalían por todos lados y formaban una especie de escalera natural.
—¡Cielos! —exclamó Fi con su voz de abuelita mientras observábamos desde lo alto.
—Ni de coña —sentenció Lee.
—No veo por qué no —Rebatió Robyn.
—No tengo seguro médico —contestó Lee.
—Deberíamos haber traído cuerda —añadió Homer—. O más bien una escalera mecánica.
—Yo creo que es posible —dije—. Si alguien lo intenta primero sin mochila y funciona, ya daremos con el modo de bajar los paquetes.
Todos me miraron mientras decía aquello, y siguieron haciéndolo una vez hube acabado. Empecé a sentirme algo incómoda.
—¿De quién fue la idea de hacer este viaje? —preguntó de nuevo Homer.
Seguían mirándome. Yo dejé escapar un suspiro y empecé a deshacerme de la mochila. ¿Eran imaginaciones mías o estaban acorralándome y escoltándome hacia el borde del precipicio? Por lo visto, tenía dos posibilidades de salir de allí: ninguna y ninguna. Me puse a cuatro patas y empecé a deslizarme hacía atrás por el borde.
—Agárrate a mis manos —dijo Homer.
—No tiene sentido. Si el único modo de bajar ahí es sujetándonos el uno al otro, ¿qué hará el último?
La copa del árbol quedaba unos tres metros más abajo, pero me pareció que podría alcanzarlo. El borde del precipicio no era vertical, sino curvado, y mi mayor problema consistía en no patinar con la gravilla suelta y en alcanzar con el pie la copa. Siguiendo unas cuantas instrucciones de Robyn, me enderecé y estiré todo lo posible durante unos pocos segundos. Tenía que dar un paso a ciegas y no caer en el intento. Aspiré una profunda bocanada de aire, tragué saliva y me solté. Me deslicé solo durante un segundo, aunque se me hizo eterna la horrible idea de que no alcanzaría el árbol y me precipitaría al vacío. Me pegué a la roca aún más, buscando a tientas un apoyo para los dedos en la superficie llena de gravilla. Entonces, mis pies se toparon con el tronco muerto y, casi de inmediato, mis piernas lo rodearon. Me dejé deslizar un poco más y abracé la vieja madera blanca; tenía los ojos cerrados y apoyaba la cara en el tronco.
—¿Estás bien? —gritó Robyn.
—Genial. —Abrí los ojos—. Solo que ahora ya no pienso volver a subir.
Miré hacia abajo, buscando un lugar en el que apoyar los píes. Debajo de mí, quedaban bien dispuestas las ramas del árbol, que llegaban hasta su base. Parecían bastante alineadas. Coloqué el pie izquierdo sobre la primera rama, apoyé todo el peso del cuerpo y me enderecé un poco, aliviada. La rama se partió en el acto. Volvía a agarrarme al árbol, mientras desde arriba empezaba a lloverme un sinfín de consejos: «No separes demasiado los pies del tronco», «No descanses todo tu peso en una sola rama», «Tantea primero las ramas». Eran sugerencias bastante sensatas, pero en definitiva nada que no hubiese pensado ya. Notaba cómo el sudor empezaba a calentarme la frente y a empaparme la camiseta; apreté los dientes y busqué la siguiente rama.
Mantuve los pies tan cerca del tronco que las suelas de los zapatos se deformaron contra su superficie. De ese modo, logré avanzar. No es que llevara el calzado ideal para semejante descenso, pero era lo que había. Tarde cinco minutos —que me parecieron quince—, pero al fin me encontré al otro lado del tronco, abrumada por el alivio, y de espaldas a la maleza.
—Vamos —grité.
—¿Y las mochilas?
—Meteos las cosas más frágiles en los bolsillos y lanzadlas.
Y así lo hicieron. No llevábamos demasiadas cosas frágiles a parte de las linternas, la radio y un par de prismáticos. Luego tuve que esquivar la lluvia de mochilas. Estoy segura de que no apuntaba hacia mí a propósito. Estoy bastante segura, vamos. Y resistí la tentación de prenderle fuego al tronco conforme ellos descendían, uno tras otro, con cuidado.
—Tendremos que conseguir una cuerda en algún sitio —dijo Homer cuando nos reunimos, casi sin aliento, a los pies del árbol—. Tal vez la encontremos en Risdon. Nos ayudará a subir luego.
Ningún camino se abría entre la maleza, y los árboles crecían muy juntos. Se anunciaba toda una odisea. Franqueamos una cresta, encontramos un embudo que se abría en una pared rocosa y lo seguimos hasta el final. Después proseguimos el penoso avance. Tardamos una hora en recorrer un kilómetro.
—Lo que daría por estar de nuevo en el arroyo —dije a Fi.
Y fue en ese preciso instante cuando oímos las voces.