Capítulo 13
El zumbido de las interferencias sofocaba casi por completo las voces que emergían de nuestra radio. El ruido encontró un eco en la lluvia que aporreaba el tejado sin dar tregua, que se filtraba por el hierro galvanizado en algunas partes y calaba las paredes en otras. El diluvio incesante se colaba por la chimenea y salpicaba el suelo de madera.
Ataviados con nuestra ropa caliente, nos apiñamos alrededor de la pequeña radio negra. Las pilas estaban casi agotadas, y aunque durante el primer minuto las voces se oían bastante nítidas, ahora empezaban a sonar distorsionadas. Con todo, por primera vez, las noticias eran esperanzadoras. La voz del locutor estadounidense nos había catapultado al tercer puesto de las noticias más relevantes de día.
—Una amplia extensión de la costa sur ha sido arrebatada a las fuerzas de ocupación. Parece ser que tras una cruenta batalla librada en las inmediaciones de Newington, los Ejércitos de aire y tierra de Nueva Zelanda han infligido grandes pérdidas en un batallón de las tropas invasoras. Las fuerzas de combate neoguineanas han logrado llevar a cabo un desembarco al norte del país, en la zona del cabo Martindale. En Washington, la senadora Rosie Sims insiste en que Estados Unidos revise cuanto antes su política internacional a la luz de las nuevas alianzas formadas en la región Asia-Pacífico. La senadora Sims insta además a que se destine la cantidad de cien millones de dólares a ayuda militar para apoyar al país sitiado, y aunque es poco probable que el Senado apruebe la propuesta de Sims, la opinión pública respalda cada vez más la necesidad de una intervención indirecta.
Acto seguido, oímos la voz de nuestro «gran líder», el primer ministro australiano, el mismo que había cogido el primer avión para salir pitando del país en cuanto se dio cuenta de que la guerra estaba perdida.
—Seguimos luchando al máximo de nuestra capacidad —dijo—. Pero lo que no podemos hacer es…
Hubo un impetuoso movimiento hacia la radio cuando tres de nosotros, encorvados bajo el peso de las mantas, nos abalanzamos sobre el botón. La apagamos y nos acostamos sobre los cuatro viejos colchones que habíamos colocado en fila contra la pared. Observamos el agua fluir alrededor del cobertizo. Estábamos en casa de Kevin, durmiendo en las antiguas dependencias de los esquiladores, una construcción perpendicular al cobertizo de esquileo. Fue un gustazo volver a dormir en un edifico de madera, aunque tuviese tantas goteras y corrientes de aire. Tras dos semanas de lluvias ininterrumpidas, el tiempo acabó sacándonos de quicio hasta tal punto que nos cargamos las mochilas al hombro y nos marchamos del Infierno. Todas nuestras pertenencias habían quedado primero humedecidas, después deterioradas y por último empapadas. El agua había rebosado las zanjas de drenaje y se había colado en el interior de las tiendas. Levantarse por la mañana parecía carecer de sentido: sabíamos que no podríamos ir a ningún sitio ni hacer nada. Así pues, después de construir unos comederos automáticos que nos permitirían dejar solas las gallinas durante una buena temporada, y con nuestras improvisadas mochilas cargadas de ropa mojada, salimos chapoteando del Infierno. Ya no nos soportábamos los unos a los otros; estábamos desesperados por recuperar una pizca de normalidad en el día a día. Secar nuestras cosas nos llevó tres noches de fuegos furtivos, pero al menos empecé a sentirme humana otra vez. Tener la ropa y las mantas limpias, secas y ordenadas infunde una cierta sensación de tranquilidad. Y así fue, aunque los cinco estuviésemos durmiendo en cuatro colchones finos y raídos que iban perdiendo rellenos conforme pasaban las horas.
En realidad, estar secos y en condiciones normales nos puso a todos un poco tontos. Homer y Robyn estuvieron jugando al veo-veo durante media hora antes de empezase el boletín de noticias, pero el juego comenzó a degenerar en cuanto a Robyn se le ocurrieron palabras imposibles de adivinar. Algo que empezaba por «p» resultó ser «porvenires inciertos» y otra cosa que empezaba por «f», «fantasías eróticas», lo cual estábamos experimentando todos, según ella. Después de escuchar las noticias, nos pusimos a jugar al ahorcado y, después, a las películas. Los tuve diez minutos intrigados con mi inspirada reconstrucción de El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, de la que nadie había oído hablar. Yo la había visto en octavo, época en la que me apasionaba la obra de Zindel, pero los demás casi me mataron cuando por fin se rindieron y les revelé el título.
Cuando dejó de llover, Lee salió a dar un paseo. Él quería que lo acompañase, pero no podía ser interrumpida en aquel momento. Estaba en plena escenificación de No me mandes flores, una comedia romántica.
Ya iba por el tercer cuarto de la película —mientras Fi me miraba atenta desde su colchón para ver si se me escapaba alguna lágrima— cuando Lee reapareció con gran sigilo por la puerta. Cerrándola suavemente dijo:
—Vienen soldados.
Me levanté de un salto y eché a correr hacia la ventana. Pegué la espalda a un lado e intenté asomar la cabeza, pero era demasiado peligroso. De modo que hice lo mismo que los demás: buscar una rendija por la que poder mirar. Observamos, inquietos. Dos camiones se acercaban chirriando por el camino de entrada: uno era del ejército, provisto de una cubierta de lona en la parte trasera; el otro, de la ferretería de Wirrawee, más pequeño y con caja de carga. Aparcaron justo el uno al otro en el lado oeste de la casa, cerca del cobertizo de herramientas. Dos soldados se apearon de la cabina de cada vehículo.
—Cielos —gimoteó Fi—. Deben de saber que estamos aquí.
No me había dado cuenta de que Homer había abandonado su posición, pero ahora se encontraba junto a mí, tendiéndome el fusil que yo misma le había quitado al soldado muerto a los pies del precipicio. A Fi le dio la escopeta de calibre 410, a Robyn una recortada del 22, y a Lee otra recortada del 12. Él se quedó con el arma automática. Robyn empuñó su escopeta y vi cómo la observaba durante un momento antes de dejarla con sumo cuidado en el suelo, a sus pies. No supe cómo tomarme su reacción. ¿Podríamos contar con ella en caso de que se iniciada un tiroteo? Y si se negaba a disparar, ¿estaría obrando bien o no? Porque en el primer supuesto, sería yo quien estaría obrando mal. El sudor me irritaba la piel, como si me hubiese restregado contra una ortiga. Me enjugué la cara y miré de nuevo por la larga rendija vertical.
Del interior del camión grande empezaron a salir personas. Los soldados vagaban por los alrededores, vigilándolos. Llevaban fusiles en bandolera, pero no se habían molestado en empuñarlos. Se mostraban bastante despreocupados, bastante confiados. Era obvio que aquellas personas eran prisioneros. Había diez: cinco hombres y cinco mujeres. No pude reconocer a nadie, aunque una de ellas se parecía un poco a la madre de Corrie.
Los prisioneros no esperaron órdenes, parecían saber qué hacer: algunos cogieron sacos de la parte trasera del camión de la ferretería y se encaminaron hacia el huerto; unos cuantos se adentraron en la casa; los dos últimos se dirigieron hacia el cobertizo de herramientas. Un soldado acompañaba a cada grupo; el cuarto permaneció junto a los camiones y encendió un cigarrillo.
Miré a Homer.
—¿Qué opinas?
—Otra cuadrilla más.
—Sí. Tal vez sea una buena oportunidad para recabar información.
—De momento, observémoslos un rato.
—Quieres dedicar tiempo a ser precavido, ¿verdad? Pues una de las mujeres se parece a la madre de Corrie.
—Dudo que sea ella —dijo Fi—. Además de tener el pelo gris, es demasiado delgada y también demasiado mayor.
Nos volvimos para seguir espiando por los agujeros y rendijas. Pude vislumbrar a las personas del huerto, pero ni rastro de las que habían entrado en la casa y el cobertizo. Al cabo de diez minutos, sin embargo, el soldado que había entrado en este último salió con aire despreocupado para unirse a su compañero, junto al camión. Estaba claro que intentaba gorronearle un cigarrillo. La negociación le llevó unos cuantos minutos pero, finalmente, el otro sacó el paquete y le tendió uno.
A continuación, ambos se metieron en la cabina del camión más grande y tomaron asiento para fumarse sus pitillos.
—Será mejor que salgamos de aquí —dijo Robyn—. Vamos armados y no queremos meternos en ningún otro lío.
—De acuerdo —accedió Homer—. Pero antes tenemos que recoger todo esto. Después saldremos por la puerta de atrás y escaparemos entre los árboles.
—Vosotros haced lo que queráis —dije—. Yo bajaré al cobertizo de herramientas.
Todos me miraron dubitativos.
—No creo que… —empezó Robyn.
—Es una buena oportunidad, de verdad —me apresuré a interrumpirla—. No hemos tenido la menor información en las últimas semanas. Quiero saber cómo está Corrie. Y cómo están nuestras familias. Robyn, ¿puedes encargarte de mis cosas?
Ella asintió a regañadientes.
—Yo también voy —se ofreció Lee.
Sentí la tentación de aceptar; ir acompañada me proporcionaría algo de seguridad. Pero era consciente de que no funcionaría.
—Dos serían multitud —dije—, pero gracias de todos modos.
Lee dudó un momento, pero yo no estaba para negociaciones. Quería hacer algo, demostrarme a mí misma que aún me quedaba algo de valor, que lo sucedido aquella terrible noche en el valle del Holloway no me había convertido en una inútil. Y tras todas aquellas semanas de lluvia, estaba muy inquieta. Mi último intento por ser independiente y fuerte me había costado las yemas de los dedos. Y ahí estaba, ansiosa por intentarlo de nuevo, por hacerlo mejor esta vez, por recuperar algo de respeto por mí misma y quién sabe si también de los demás.
Los otros cuatro empezaron a cargar sus mochilas, moviéndose con rapidez y sigilo. Yo salí por una ventana lateral y desaparecí entre los eucaliptos para rodear el corral de las ovejas. Había un cinturón de árboles que se extendía a los largo de la colina, pendiente abajo, y que proporcionaba una buena cobertura. Me mantuve en su sombra hasta que el cobertizo de herramientas quedó entre los camiones y yo. Entonces, fui acercándome lentamente al cobertizo, utilizándolo al mismo tiempo como pantalla protectora. El problema era que la única entrada quedaba al este: de hecho, toda la parte este quedada al aire. Tendría que abandonar la protección de los árboles y dar la vuelta al cobertizo sigilosamente en dirección al único escondite que me quedaba: el depósito de agua que se alzaba en una esquina.
Llegar hasta allí fue una odisea. Lo que más me costó fue templar los nervios, contener el pecho, que parecía haber cobrado vida propia y que se hinchaba y deshinchaba como un grupo de gaitas. Tuve que apretar los puños, gritándome en silencio que debía recuperar el control, calmarme y prepararme para la parte más dura. Me arrastré a gatas bajo la base del depósito. Después, con una lentitud agonizante, avanzando milímetro a milímetro, saqué la cabeza y eché un vistazo por la esquina. No me importa decir que fue uno de los momentos en que demostré más valor en toda mi vida: un soldado podía haber aguardado a un metro de distancia. Pero estaba despejado; frente a mí solo se extendía el suelo de tierra, húmedo y marrón. Podía ver los camiones a unos cincuenta metros de distancia; desde donde estaba parecían enormes y mortíferos. Avancé un poco, girando algo más hacia la izquierda. Desde esa posición alcanzaba a ver el interior del oscuro y profundo cobertizo de herramientas. Había un tractor y un cabezal de cosechadora, y también un vehículo destartalado. Más al fondo había un montón de balas de lana almacenadas. No pude ver a nadie, pero oí un tintineo de herramientas y un murmullo de voces que venía de la esquina más alejada.
Vacilé unos cuantos segundos más y luego respiré hondo. Clavé los pies en el suelo, como si estuviese en la pista de atletismo aguardando a que sonara el pistoletazo de salida. Entonces, salí corriendo en silencio hacia las balas de lana, utilizando el tractor como pantalla. Si hubiese tenido un pompón blanco en el trasero, cualquiera me habría confundido con un conejo. Alcancé mi objetivo sin ningún contratiempo y aguardé, temblando, contra la suave superficie de una bala. Seguía oyendo las voces, que subían y bajaban como las aguas de un río. No pude distinguir las palabras, pero sí que hablaban mi idioma. Empecé a deslizarme a lo largo de la hilera de balas, sin perder de vista la entrada por si aparecía alguien. Al llegar al final de la hilera, me detuve de nuevo. Ya podía oír las voces con total claridad. Estaba temblando y sudando. Las lágrimas me inundaron los ojos en cuanto reconocí una de ellas. Era la de la señora Mackenzie, la madre de Corrie. Mi primer impulso fue sentarme y ponerme a berrear como un bebé. Pero sabía que no podía permitirme semejante gesto de debilidad. Aquello quedaba reservado para los viejos tiempos, los días de inocencia, cuando vivíamos una vida apacible. Y esos días se abrían acabado, al igual que los pañuelos de papel, las bolsas de plástico de los supermercados y los tarros de crema hidratante, todos aquellos lujos inútiles que dábamos por sentados antes de la guerra. Y no solo eso, sino que además nos parecían importantes. Ahora me resultaban tan ajenos y extraños como el lujo de llorar de alegría al reconocer una voz familiar.
La madre de Corrie. La señora Mackenzie. Me había tomado mil tazas de té y engullido cinco mil bollos a la mesa de su cocina. Ella me enseño a hacer caramelo, a envolver regalos y a enviar faxes. Con ella me desahogué cuando murió mi gato, cuando me enamoré del señor Hawthorne y cuando le confesé mi primer beso. Y, cuando mis padres se ponían muy pesados o intransigentes, era ella quien me secaba las lágrimas, como si entendiera perfectamente lo que sentía.
Observé asomándome por las balas. Tenía una buena perspectiva de la esquina del fondo del cobertizo: daba al banco de trabajo sobre el que, en la pared, colgaban ordenadamente varias herramientas. No había electricidad, la zona estaba sombría, lúgubre, aunque podía ver a las dos personas que trabajaban en el banco. Un hombre que me daba la espalda trasteaba algo. No pude reconocerlo desde detrás, y tampoco me interesé demasiado por él. Fue la señora Mackenzie quien captó toda mi atención. La miré con avidez y de pronto, sentí una punzada de incredulidad en el estómago. La veía de soslayo; estaba limpiando un carburador con un cepillo de dientes. La penumbra le envolvía el rostro, pero no podía creer que se tratase de ella. Aquella era una mujer mayor y delgaducha, con el pelo gris, largo y enmarañado; mientras que la señora Mackenzie era una persona de mediana edad, entrada en carnes y pelirroja, como su hija. Seguí mirándola; la decepción dejó pasó a la rabia. Hasta llegué a pensar que no se trataba de ella. Pero poco a poco, cuanto más la observaba, más empezaba a reconocer los rasgos de a señora Mackenzie en las facciones de aquella mujer, en su modo de moverse. De repente, dejó el cepillo de dientes, se apartó el pelo de los ojos y cogió un destornillador. Y en ese movimiento de su mano apartándose el pelo reconocí a la madre de Corrie. Embargaba por el amor y la conmoción, la llamé:
—¡Señora Mackenzie!
Ella soltó el destornillador, que hizo ruido al caer y rebotar contra el suelo. Se volvió sobre sí misma, boquiabierta, una expresión que hacía su cara más delgada y alargada todavía. Pálida, se llevó la mano a la garganta.
—Oh, Ellie.
Por un momento pensé que se iba a desmayar, pero solo se apoyó con un movimiento rápido y pesado sobre el banco, antes de llevarse la mano izquierda a la frente y cubrirse los ojos. Quería salir corriendo hacia ella, pero sabía que no podía. El hombre, tras echar un vistazo a los camiones, dijo:
—Quédate ahí.
Aquello me irritó, porque ya lo había decidido por mí misma, pero no dije nada. Ya sabía que había cometido un error al gritar. La señora Mackenzie se agachó para recoger el destornillador, pero tuvo que inclinarse hasta tres veces, y me dio la impresión de que no veía bien. Entonces, me miró ansiosamente. Estábamos a escasos metros de distancia. Lo mismo habrían dado cien kilómetros.
—Corrie, ¿estás bien? —preguntó.
Me asombró que me llamase Corrie y que no pareciera darse cuenta del desliz. Pero procuré actuar con naturalidad.
—Estamos bien, señora Mackenzie —susurré—. ¿Cómo está usted?
—Ah, estoy bien, estamos todos bien. He perdido un poco de peso, Ellie, eso todo… Pero al fin y al cabo hace años que me hacía falta.
—¿Cómo está Corrie?
Volví a sentir aquella horrible sensación que me encogía el pecho. Pero tenía que hacerle la pregunta. Y la señora Mackenzie acababa de llamarme por mi nombre, por lo que pensé que había llegado el momento. Sin embargo, tardó un rato en contestar. Parecía medio dormida, cosa que me extrañó. Aún seguía apoyada en el banco de trabajo.
—Está bien, Ellie. También ha perdido bastante peso, seguimos esperando a que despierte.
—¿Cómo están mis padres? ¿Cómo están todos?
—Tus padres están en buena forma —dijo el hombre. Yo seguía sin saber quién era—. Hemos pasado unas cuantas semanas malas, pero tus padres están bien.
—¿Unas cuantas semanas malas? —pregunté.
La conversación discurría mediante apresurados susurros, acompañados por muchas ojeadas a los camiones.
—Hemos perdido a bastante gente.
—¿«Perdido»? —Casi me atraganto con la pregunta.
—Ese hombre nuevo…
—¿De quién habla?
—De ese paisano nuestro que han reclutado fuera de la ciudad. Un «tizas», creo. Se dedica a interrogar a la gente y, cuando termina con ellos, a muchos se los llevan.
—¿Adónde?
—¿Cómo vamos a saberlo? Ellos no van a decírnoslo. Lo único que podemos hacer es rezar para que no sea al pelotón de fusilamiento.
—¿Y a quiénes interroga?
—Bueno, empezó con los reservistas del Ejército. Sabía muy bien quiénes eran. Después les tocó a los agentes de policía, a Bert Heagney y a un par de profesores tuyos. A cualquiera que tuviera la menor capacidad de liderazgo, ¿me entiendes? No nos conoce a todos, pero sí a muchos. Si tres de las cinco personas a las que interroga al día están de vuelta al anochecer, nos podemos considerar afortunados.
—Pensaba que ya había chivatos en el recinto ferial —apunté.
—Este hombre es diferente. Hay gente que les hace la pelota a los invasores, pero la cosa no llega hasta tal extremo. No les ayudan en los interrogatorios. No como ese hijo de perra.
Al acabar la frase, la voz del hombre se cargó de tanto odio que, bruscamente, subió el tono. Yo me agazapé en las sombras durante un momento, pero nadie apareció. Sabía que tendría que irme pronto, pero deseaba que la señora Mackenzie me contara algo más. Se la veía demacrada, cansada y pálida.
—¿Cómo está la familia de Lee? —pregunté—. ¿Y la de Fi? ¿Y la de Homer? ¿Cómo están los padres de Robyn?
La señora Mackenzie se limitó a asentir con la cabeza.
—Están todos bien —respondió el hombre.
—¿Por qué los han traído aquí? —pregunté.
—Quieren tenerlo todo listo. En los próximos días, los colonos se instalarán aquí. Debéis andaros con mucho ojo, chicos. Ahora hay cuadrillas de prisioneros por todos lados. Esperamos la llegada de cientos de colonos.
Sentí nauseas. Nos estaban acorralando. Quizás algún día no me quedase otra que aceptar lo impensable, lo inconcebible: que fuésemos esclavos durante el resto de nuestras vidas. Un futuro sin porvenir, una existencia vacía de vida. Pero no era el momento de pensar en ello, sino de actuar.
—Tengo que irme, señora Mackenzie —dije.
Para mi horror, prorrumpió de súbito en escandalosos sollozos. Me dio la espalda, se desplomó sobre el banco de trabajo y, al echarse a llorar, volvió a dejar caer el destornillador. Lloraba y gritaba al mismo tiempo. El efecto fue igual que si me aplicaran un electrochoque de doscientos cuarenta voltios en el cuero cabelludo. Era como si, en un instante, acabaran de raparme el cráneo al cero. Asustada, reculé deprisa; corrí hasta el otro extremo de la hilera de balas y me agaché detrás. Oí abrirse la puerta de un camión antes de que un soldado irrumpiese en el cobertizo.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—No lo sé —dijo el hombre, bastante convincente, como si todo aquello no le importarse demasiado—. Se ha echado a llorar sin más. Apuesto a que son esos puñeteros carburadores suecos. Cualquiera que se echaría a llorar con ellos.
Agazapaba en la oscuridad, casi sonreí.
No pareció ocurrir nada durante un momento. El único sonido que me llegaba era el de los sollozos de la señora Mackenzie, que ya eran más silenciosos. La oí tragar saliva mientras intentaba llenar sus pulmones de aire, retomar el control.
—Vamos, querida —dijo el hombre.
Oí más pasos, que deduje que eran del soldado y que se alejaron del cobertizo para encaminarse hacia la casa.
—Ya puedes irte, Ellie —dijo el hombre cono tono neutral, como si estuviese hablando a la señora Mackenzie.
No me quedaba otra que confiar en él, así que emprendí la retirada sin decir una palabra, doblé la esquina del cobertizo, pasé de largo el depósito y me adentré en la vegetación. Me reuní con los árboles con la alegría del que se reencuentra con sus amigos, con su familia. Me escondí detrás de uno de ellos durante un momento y me quedé abrazada a su tronco mientras recuperaba el aliento. Después, subí penosamente la cuesta para reencontrarme con mis amigos.