Capítulo 1

Qué rabia me da escribir. Preferiría dormir. Dios, cuánto me gustaría dormir. Pero no puedo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que he dormido toda una noche a pierna suelta.

Desde que fui al Infierno. Desde que fui a este complicado lugar llamado Infierno.

Cuando tengo la ocasión de echarme a dormir, lo pruebo todo. Cuento ovejas de todas las razas: border leicester, merino, corriedale, south suffolk. Pienso en mis padres. Pienso en Lee. Pienso en Corrie y Kevin y en todos los demás amigos. Pienso mucho en Chris. A veces intento cerrar los ojos con fuerza y ordenarme a mi misma dormir, y cuando eso no funciona me doy la orden de estar despierta. Psicología inversa.

Leo mucho cuando todavía hay luz solar, o cuando me parece que vale la pena malgastar un poco las pilas. Al cabo de un rato, mis párpados se cansan y me pesan, y me giro para apagar la linterna o dejar el libro. Y, casi siempre, ese pequeño movimiento me devuelve de repente al estado de vigilia. Es como si atravesara todo el corredor del sueño y, justo al llegar a la puerta, esta se me cerrara en las narices.

Por eso he empezado a escribir otra vez. Me ayuda a matar el tiempo. No, seré sincera, es mucho más que eso. Me quita cosas de la cabeza y el corazón y las traslada al papel. Aunque eso no significa que dejen de estar en mi cabeza y en mi corazón. Siguen estando allí. Pero cuando las he puesto por escrito, es como si volviera a quedar espacio libre en mi interior. Espacio libre para otras cosas. No creo que me ayude a conciliar el sueño, pero es mejor que estar tumbada en la tienda esperando a que llegue el sueño.

Antes, todos me animaban a escribir. Iba a ser nuestra crónica, nuestra historia. Nos ilusionaba mucho ponerlo todo sobre el papel. Ahora, no creo que les importe si lo hago o no. Eso se debe en parte a que no les han gustado algunas de las cosas que escribí la última vez. Les dije que iba a ser sincera y lo fui, y aunque me aseguraron que les parecía bien, no se quedaron muy contentos cuando lo leyeron. Chris el que menos. Esta noche es muy oscura. El otoño se acerca sigilosamente por el monte, dejando caer algunas hojas acá y allá, coloreando las moras, dando un toque más cortante a la brisa. Hace frio, y me está costando escribir y mantener el calor al mismo tiempo. Estoy agazapada en el saco de dormir como una jorobada, intentando mantener la linterna, el papel y mi bolígrafo en equilibrio sin exponer demasiada parte de mi piel al aire de la noche.

«Mi bolígrafo». Es curioso cómo he escrito eso sin darme cuenta. «La linterna», «el papel», pero «mi bolígrafo». Supongo que eso revela lo que para mí significa escribir. El bolígrafo es un conducto que une mi corazón con el papel. Puede que sea mi bien más preciado.

Aun así, la última vez que escribí algo fue hace siglos, después de la noche en que Kevin se fue en ese Mercedes oscuro, con Corrie herida e inconsciente en el asiento de atrás. Recuerdo haber pensando en aquel momento que, si pudiera pedir un deseo, sería saber que llegaron al hospital y que los trataron bien. Si pudiera pedir dos, el segundo sería saber que mis padres todavía están bien, encerrados en el Pabellón de Ganado del recinto ferial. Y, si pudiera pedir tres, el tercero sería que toda la humanidad estuviera bien, incluida yo.

Han pasado muchísimas cosas desde que Kevin y Corrie se fueron. Un par de semanas más tarde, Homer convocó una asamblea. Todavía estábamos tensos y puede que no fuera el mejor momento para reunirnos, pero por otro lado tal vez llevábamos demasiado tiempo parado. Creía que estaríamos demasiado decaídos para poder hablar de gran cosa o hacer planes, pero una vez más había subestimado a Homer. Había estado reflexionando mucho. No nos lo llegó a decir, pero era evidente por la forma en que hablaba cuando nos reunimos. Hubo una época en la que la idea de un Homer pensante habría sido más rara que la de un ornitorrinco volante, y todavía me costaba un poco adaptarme al cambio. Sin embargo, por lo que dijo aquel día, cuando volvimos a reunirnos en el arroyo, estaba claro que no había estado sumido en una depresión como algunos de nosotros.

Se plantó frente a nosotros, apoyado contra un peñasco, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros. Su cara oscura y seria nos sondeaba, posando sus ojos castaños un instante en cada uno de nosotros, como si analizara detenidamente lo que veía. Primero miró a Lee, que estaba sentado frente al arroyo, a pocos metros de distancia, contemplando el agua. Tenía un palo en las manos y lo rompía lentamente en pequeños pedazos, dejando que la corriente los llevara. Cada vez que uno de ellos desaparecía en el agua que discurría gorgoteando entre las rocas, reanudaba el proceso. No alzó la vista y, aunque lo hubiera hecho, sabía que solo habría tristeza en sus ojos. Verlo me resultaba casi insoportable. Deseé poder disipar su pena, pero no sabía cómo hacerlo.

Delante de Lee estaba Chris. Sobre las rodillas tenía un cuaderno, en el que estaba siempre escribiendo. Parecía vivir más en ese cuaderno que con nosotros. Si bien no hablaba con él —bueno, no en voz alta— sí dormía con él, se lo llevaba a las comidas y lo guardaba celosamente de fisgones como yo. Sobre todo escribía poemas, creo. Hubo una época en la que me enseñaba su poesía, pero lo que escribí sobre él le había ofendido tremendamente, y desde entonces apenas me dirigía la palabra. Yo no creía haber dicho nada que fuera tan grave, pero él no lo veía así. En realidad, me gustaban sus poemas, aunque no los entendía. Pero me gustaba como sonaban las palabras.

Los camiones rezongaban en la fría noche

por la senda de la desesperanza.

No hay sol, no hay nubes

ni bandera en lontananza.

Los hombres caminaban cabizbajos.

No les queda amor, ni confianza.

Ese era un fragmento que recordaba.

A mi lado se sentaba Robyn, la persona más fuerte que conocía. Con ella parecía estar pasando una cosa muy curiosa. Cuanto más duraba esta situación horrible, más calmada se volvía. Al igual que el resto de nosotros, se había quedado destrozada con lo de Corrie y Kevin, pero eso no había impedido que se volviera más serena cada día que pasaba. Sonreía mucho. Me sonreía mucho a mí, cosa que valoraba un montón. No todo el mundo me sonreía. Robyn era tan valiente que, en uno de nuestros momentos más difíciles, en que yo estaba conduciendo un camión a través de la tormenta de balas a noventa por hora, logró mantenerme cuerda. De haber estado sola, creo que habría sido capaz de pasar al carril lento para dejar que los vehículos enemigos nos adelantaran. O pararme en un paso de peatones para ceder el paso a un soldado con metralleta. Aquella noche saqué mucho coraje de Robyn, y también en otros momentos. Espero no habérselo chupado todo, como una sanguijuela.

Sentada delante de Homer, con sus esbeltos pies, sus tobillos perfectos y sus piernas de bailarina colgando sobre el agua, estaba Fi. Seguía teniendo el mismo aire de siempre: lista para servir el té a tu abuela en una taza de Royal Doulton. O para salir en la portada de un catálogo de ropa de Western Rose. O para romperle el corazón a otro tío, o para poner celosa a otra chica, o para hacer que tu propio padre se sonroje y se ponga a reír y a charlar como si tuviera veinte años menos. Sí, esa era Fi: bonita, elegante y frágil. Esa era Fi, la que caminaba sola en plena noche atenta a la aparición de patrullas enemigas, la que encendía una mecha de gasolina para volar un puente, la que conducía una moto campo a través en una carrera loca por escapar de las balas.

Con Fi me había equivocado de medio a medio.

Y sigo sin haberla calado del todo. Después de haber volado el puente, se puso a reír, diciendo: «¡No me puedo creer que haya hecho eso! ¡Tenemos que repetirlo!». Y después de que Kevin se llevara a Corrie inconsciente en el asiento trasero del coche, se pasó una semana llorando.

Fi fue la que se quedó más dolida por lo que había escrito sobre nuestras experiencias. A Chris le indignó, y a Fi le dolió. Dijo que había vulnerado confidencias, que a Homer y a ella les había hecho quedar como unos estúpidos, como unos niños, y que la había engañado al no contarle lo que yo sentía por Homer. Y sé que lo que escribí tuvo un efecto negativo en su relación. Se volvieron tímidos el uno con el otro, muy incómodos. Debí haber imaginado lo que iba a ocurrir. La cagué.

A Homer también le había sentando mal, aunque a mí no me dijo nada directamente. Eso era mala señal, porque siempre había sido capaz de hablar con mucha naturalizad. Pero ahora también había empezado a sentirse incómodo conmigo. Si nos encontrábamos los dos a solas en un momento dado, mascullaba alguna excusa y se iba enseguida a otra parte. A mí eso me afecto mucho, tal vez más de lo que me afecto lo de Fi.

Ah, el poder de la pluma.

Pero las cosas han vuelto a mejorar desde entonces. Siendo un grupo tan pequeño, no podíamos seguir enemistados mucho tiempo. Nos necesitábamos demasiado. La mitad del problema, creo, era que estábamos cansados, tensos como el cable de una alambrada recién puesta, y nos rebotábamos a la primera de cambio. Ya solo deseaba desesperadamente que todo volviera a ser como antes. Lee y Robyn eran los únicos que en general no parecían afectados por lo que había escrito. Me trataban como si no hubiera pasado nada. Aunque mi problema con Lee era diferente: no dejaba de recluirse dentro de sí mismo, de desaparecer delante de mis ojos. Y cada vez era más difícil traerlo de vuelta cuando eso ocurría.

Todo era muy duro. Cuando salimos de acampada, hace apenas unos meses, no teníamos ni idea de que nos embarcábamos en la aventura más grande y más triste de toda nuestra vida. No sospechábamos que no íbamos a pasar juntos una sola semana sino una larga temporada, sin final a la vista. Y allí estábamos, relajándonos en el campo, comiendo, durmiendo y hablando mientras un ejército de soldados enemigos invadía nuestro país sin que lo supiéramos. Fue una operación tan bien organizada que terminó antes de que nadie comprendiera qué estaba ocurriendo. Cuando el efecto sorpresa es tan grande, cuando un país se encuentra tan desprevenido como lo estaba el nuestro, supongo que una invasión siempre es pan comido.

Y, efectivamente, se nos comieron. Al volver del campo, nos encontramos con un gran vacío. Nuestros padres desaparecidos, nuestros hermanos desaparecidos, nuestras mascotas muertas o desaparecidas, el ganado muerto en los campos. Pasamos días, semanas, conmocionados, intentando asimilar lo que había ocurrido y después intentando decidir lo que podíamos hacer al respecto. Y, como decía antes, algo sí que hicimos: volar el puente de Wirrawee, principalmente.

Pero pagamos un precio. Un precio muy alto. Y por eso nos encontrábamos tan deprimidos cuando Homer convocó esa asamblea.

En realidad, no sé por qué las llamábamos asambleas. Eran muy informales. Aunque Homer las presidía la mayoría de las veces, todos estábamos en igualdad de condiciones y todos decíamos lo que queríamos.

Pero nunca nos había costado tanto arrancar. Estaba claro que Homer era el único que tenía algo que decir. Y se lo veía nervioso. Pasó un buen rato antes de que se decidiera a poner en marcha el motor. Nosotros no fuimos de gran ayuda: mirábamos el arroyo mientras él hablaba, Lee seguía partiendo en trocitos del palo, Chris seguía escribiendo en su cuaderno. Yo me puse a rascar una roca con un trozo de hueso, sin conseguir resultados espectaculares.

—Chicos, ya es hora de que pongamos nuestros cerebros a trabajar. Podemos quedarnos aquí esperando sentados a que ocurra algo, o podemos salir y hacer que las cosas ocurran. Podemos ser como los palitos de Lee, dejar que el arroyo nos zarandee, nos golpee y se nos trague, o podemos meternos dentro del arroyo y transformar su curso, sacar todas las rocas hasta que los rápidos desaparezcan. Cuanto más esperemos, más nos costará y más peligroso será. Sé que a veces todo parece una gran putada. Esto nos supera a todos, pero al mismo tiempo tenemos que recordar que no lo hemos hecho tan mal. Nos hemos llevado por delante a algunos soldados, sacamos a Lee del pueblo cuando recibió una herida de bala, y después hemos volado entero el puente. Para ser un puñado de aficionados, nos hemos ganado unos cuantos puntos.

»No sé vosotros, pero yo he pasado bastantes días deprimido y sin hacer nada, pero eso no va a llevarnos a ningún lado. Creo que es la impresión de haber perdido a Corrie y Kevin, justo en el momento en que nosotros cuatro volvíamos tan orgullosos y satisfechos. Destrozar el puente fue genial, y pasar de eso al desastre nos llego de sopetón. Con razón nos sentimos mal, amargados y enfadados. Es normal que hayamos estado saltándonos a la yugular, aunque en realidad no hay ningún motivo lógico para hacerlo. La cuestión es que nadie es culpable de ningún fracaso estrepitoso. Hemos cometido errores, pero nada por lo que tengamos que cortarnos las venas. Nadie podía haber evitado que le pegaran un tiro a Corrie. Nunca podremos cubrir todos los riesgos. Por lo que nos contó Kevin, esos payasos salieron de la nada. No podemos protegernos de todos los ataques posibles las veinticuatro horas del día.

»De todos modos, no es de eso de lo que quiero hablar —Homer meneó la cabeza. Se lo veía cansado y triste—. Ya nos hemos recriminado bastante estas cosas los unos a los otros desde que ocurrió eso. De lo que quiero hablar es del futuro. Y con eso no quiero decir que olvidemos el pasado. De ningún modo. De hecho, una de las cosas que quiero decir lo va a demostrar, pero ya llegaré a eso. Primero, quiero contaros en qué he estado pensando más que nada. En el valor. En las agallas. En eso he estado pensando.

Se puso en cuclillas, cogió una ramita seca del suelo y se puso a mordisquearla. Estaba mirando al suelo, y aunque se notaba que se sentía incómodo, siguió hablando. En tono más bajo pero con mucho sentimiento.

—Puede que esto sea evidente para todos vosotros. Igual ya lo teníais claro desde que levantabais un palmo del suelo, y yo todavía estoy en pañales, intentando alcanzaros. Pero resulta que hasta la semana pasada o así no se me ocurrió como funciona esto del valor. Está en la cabeza. No naces con él, no te lo enseñaban en el colegio, no lo aprendes en un libro. Es una forma de pensar, eso es todo. Es algo para lo que entrenas la mente. No lo había entendido hasta ahora. Cuando sucede algo, algo que podría ser peligroso, el miedo puede volver loca a tu mente. Tu cabeza empieza a galopar desbocada hacia territorios salvajes; ve serpientes y cocodrilos y hombres armados con metralletas por todas partes. Pero es tu imaginación. Y tu imaginación no te está haciendo ningún favor montando esos tinglados. Lo que tienes que hacer es ponerle riendas, domesticarla. Es un juego mental. Tienes que se estricto con tu cabeza. Ser valiente es una elección que haces. Tienes que decirte a ti mismo: voy a ser valiente, me niego a pensar en el miedo o en el pánico.

Homer, con la cara pálida y ansioso por convencernos, hablaba con énfasis al suelo, levantando la vista solo de vez en cuando.

»Hemos pasado semanas dando palos de ciego. Estábamos enfadados y teníamos miedo. Pero ya es hora de que volvamos a tomar el control de nuestra mente, de ser valientes, de hacer las cosas que tenemos que hacer. Esa es la única forma de poder mantener la cabeza alta, caminar con orgullo. Tenemos que bloquear esos pensamientos de balas y sangre y dolor. Lo que tenga que ser, será. Pero cada vez que cedemos al pánico, nos debilitamos. Y cada vez que pensamos con valentía, nos fortalecemos.

»Hay algunas cosas que deberíamos estar haciendo. Estamos entrando en el otoño; los días están volviéndose más cortos ya, y las noches están haciéndose frías del copón. Tenemos que seguir almacenando provisiones, preparándonos para el invierno. Cuando llegue la primavera, podemos plantar muchas más verduras y tal. Necesitamos más animales de granja, y tenemos que decidir qué resultará más práctico tener aquí, ya que no hay pastos. Tenemos ropa de abrigo suficiente, y nunca vamos a quedarnos sin leña, aunque a veces no es fácil encontrarla. Pero estas son solo las cosas básicas, las de supervivencia. No estoy hablando de escondernos aquí como una serpiente debajo de una piedra sino de salir y actuar con valor. Y hay dos cosas en concreto que creo que deberíamos hacer. Una es ir a buscar más gente. Tiene que haber más grupos como nosotros, y esas emisiones de radio están siempre hablando de actividad de guerrilla y de resistencia en las zonas ocupadas. Deberíamos intentar entrar en contacto con esta gente y colaborar con ella. Estamos actuando a ciegas: no sabemos dónde está nada, ni qué está sucediendo ni qué deberíamos estar haciendo.

»Pero antes de salir a su encuentro quiero buscar a alguien más. Creo que deberíamos ir por Kevin y Corrie.

Si alguien hubiese estado observándonos —y espero que no hubiera nadie—, nos habría tomado por una clase de ballet al aire libre. Todos abandonamos nuestra postura y nos volvimos hacia Homer. Lee soltó el palo. Chris bajó el cuaderno y el bolígrafo y levantó la cabeza. Yo me puse en pie y subí a una roca más alta. ¿Buscar a Kevin y a Corrie? ¡Naturalmente! La idea nos llenó de esperanza, emoción y osadía. Ninguno de nosotros se lo había planteado porque parecía algo imposible. Pero el hecho de que Homer lo dijera en voz alta lo había traído al terreno de lo factible, hasta que de pronto parecía que era la única opción que teníamos. En realidad, lo que dijera en voz alta lo había hecho parecer tan factible que era como si ya hubiera sucedido. Tal era el poder de la palabra hablada. Homer nos había vuelto a poner en danza. Las palabras empezaron a brotar de todos. Nadie dudaba que tuviéramos que hacerlo. Aquella vez no hubo discusión, no hubo debate sobre implicaciones morales. Solo hablamos de cómo lo haríamos, no de si lo haríamos.

De pronto, nos habíamos olvidado de la comida, de los animales de granja y de la leña. No podíamos pensar en otra cosa que en Corrie y en Kevin. Nos dimos cuenta de que verdaderamente podíamos hacer algo al respecto. Incluso me sentí estúpida por no haberlo pensado antes.