Capítulo 5

Una sensación muy extraña me invadió en el camino de regresó a través de los prados. Imaginé que estaba encadenada a una gigantesca sombre de mí misma que planeaba en el cielo, siguiendo el paso de mi pequeño cuerpo en tierra firme. Me asustaba, me asustaba mucho, y no había manera de escarpar de ella. Sobre mi asomaba amenazante esa silenciosa criatura de las tinieblas que emergía de mis propios pies. Sabía que si tendía la mano para tocarla, no sentiría nada. Así son las sombras. Y, sin embargo, mientras se cernía sombre mí, el aire que me rodeaba se me antojaba más frío, más oscuro. Me pregunté si mi vida sería así en adelante, si cada vez que matará a alguien, aquella sombra se haría más grande, más negra, más monstruosa.

Miré a los demás. Intenté concentrarme en ellos y, al hacerlo, la sombra fue desvaneciéndose poco a poco. De pronto, como si la sangre me hubiera acudido de repente a los ojos, los vi con suma intensidad. Empecé a ser muy consciente de cada uno de ellos, de su aspecto. Tal vez se debiese a la luz o algo por el estilo. De repente, aparecían proyectados en una gran pantalla de cine, con un cielo nublado y crepuscular de fondo. No era como si los viera por primera vez en mi vida, sino como si los estuviese viendo con los ojos de otra persona. Los veía como lo haría gente que no los conociera, ajena a ellos.

Todos llevábamos ropa que nos proporcionaba un buen camuflaje. Una necesidad que durante los últimos días se había impuesto de forma natural. En ciertas ocasiones, me entraban unas ganas irreprimibles de vestir prendas brillantes y chillonas, algo impensable todavía. Aquel día, sin embargo, no me apetecía nada más que esos colores gris y caqui; deseaba que se convirtieran en mi segunda piel. Era mi traje de luto.

Estábamos dispersos entre dos parcelas, avanzando a campo abierto. Resultaba peligroso, aunque probablemente no demasiado. El único riesgo venia del aire, pero supusimos que, en caso de oír los motores de los aviones o helicópteros, tendríamos tiempo de sobra para ponernos a cubierto. No escaseaban los árboles nuestro alrededor.

Fue una caminata bastante larga. Dios, estaba hecha polvo. Todos lo estábamos. Chris avanzaba con la cabeza gacha e iba algo rezagado. Una imagen que me permitió apreciar lo pequeño y enclenque que parecía: un chico de pelo rubio y de aspecto algo más juvenil que el resto de nosotros.

Al otro lado y cincuenta metros por delante estaba Fi. Incluso arrastrando el cansancio se movía con gracilidad, como para si para tomar impulso sus pies solo tuvieran que rozar el suelo. Caminaba mirando a su alrededor, como un cisne salvaje en busca de agua. No era la primera vez que deseaba tener, aunque solo fuera en una cuarta parte, su estilo. Cuando la mirabas, olvidabas que su ropa estaba tan mugrienta como la tuya, y su cuerpo tan apestoso como el tuyo. Fi tenía clase sin ser consciente de ello; ahí estaba el truco. Y yo, por haberlo descubierto, jamás lo tendría. Bueno, esa era solo una de las razones por las que jamás tendría clase.

A unos cien metros a mi izquierda estaba Homer, casi oculto entre una hilera de álamos menudos planudos allí para actuar de cortavientos. Grande y corpulento, caminando con los hombros alzados y la cara cortando el frío viento, se parecía más que nunca a un oso. Era difícil imaginar lo que estaña pensando. Se había visto metido en tantísimos líos que ya debía de estar acostumbrado. Aquella situación, sin embargo, era algo diferente. Yo seguía sin saber ti debía estar enfadada con él o no. Había roto uno de nuestros acuerdos. Pero el enojo quedaba eclipsado por la pena, el horror que me inspiraba lo que Homer había hecho. También me sentía confusa: a fin de cuentas, tal vez Homer hubiera actuado bien y los demás estuviésemos equivocados. No habíamos tenido tiempo de comprobar cómo se sentía, de aseguramos de que estaba bien. Habría que posponerlo hasta que nos encontrásemos de nuevo entre la paz y la seguridad del Infierno. Entretanto, pensar en él y en cómo se sentiría me ayudaba a evitar pensar en mi.

En el otro flanco, estaba Robyn. Al mirarla, me acordé de todos aquellos héroes de tiempos remotos. Todos aquellos reyes de antaño, por ejemplo, cuyos nombres iban acompañados de títulos: Eduardo el Confesor, Etelredo el Indeciso, Guillermo el Conquistador. En su caso sería Robyn la Intrépida. Cuando las cosas volvían a la calma, a la normalidad, solía mantenerse al margen. Pero cuando se ponían feas, Robyn empuñaba el hacha de guerra, la blandía sobre la cabeza y se lanzaba a la carga. Se crecía en las circunstancias más espantosas, en los momentos más aterradores. Nada parecía amilanarla. Tal vez se sintiese intocable. No lo sé. Incluso ahora estaba andando con bastante tranquilidad, con la cabeza alta. Tuve la impresión de que hasta estaba tarareando algo, por el modo en que golpeaba la mano izquierda contra el muslo.

El que también parecía bastante más animado era Lee. Estaba exultante la noche que destrozamos el puente, pese a que la herida en la pierna no le dejó participar mucho en la operación. Esta vez, habíamos infringido un daño considerable al enemigo —lo sabíamos—, y Lee había estado en el meollo. Lee siempre se movía como un caballo pura sangre cuando estábamos en campo abierto o recorriendo largas distancias, y ahora avanzaba con ímpetu, con la cabeza hacía el frente, mientras sus largas zancadas engullían un kilómetro tras otro. De vez en cuando, echaba un vistazo a su alrededor y me sonreía o me guiñaba un ojo. No sabía si alegrarme por verlo tan orgulloso de sí mismo o preocuparme porque parecía disfrutar matando a la gente y destruyendo las cosas. Al menos, eso le hacía la existencia menos complicada.

En cuanto a mí, tenía la mente tan abarrotada de pensamientos que me rebosaban por las orejas. No me habría sorprendido verlos caer por la nariz. No podía lidiar con todo aquello. Así que opté por quitármelo todo de la mente y empecé a repasar los verbos irregulares franceses. «Je vis, tu vis, il vit, nous vivons, vous vivez, ils vivent». «Je meurs, tu meurs, il meurt, nous mourons, vous mourez, ils meurent». Me pareció más saludable pasar así el tiempo, en vez de pensar en la emboscada, y también me permitía liberarme un rato más de la monstruosa sombra negra que me perseguía.

Llegamos a mi casa con los últimos rayos de sol. Esta vez, ni siquiera entré. Había dejado de resultarme familiar, como si no fuera más que una vieja construcción en la que me había tocado vivir una vez, mucho tiempo atrás. Era evidente que nadie vivía en ella. El césped había crecido de forma descontrolada, descuidada, desordenada. El cristal de uno de los balcones salientes del salón se había resquebrajado, no sé cómo. Puede que algún pájaro se estrellase contra él. La mitad de la parra se había caído de la celosía y colgaba sobre el camino y el jardín. Era culpa mía. Papi me había pedido una decena de veces que la atara mejor.

El leal Land Rover aguardaba pacientemente entre la maleza, a salvo de miradas indiscretas. Lo llevé hasta el cobertizo y llené el depósito. Por suerte, guardábamos la gasolina en un depósito elevado, de modo que la gravedad hacía sola el trabajo. Pero llegaría el día en que nos quedaríamos sin gasolina. No sabía qué haríamos entonces. Deje escapar un suspiro, retorcí la manguera para detener el flujo y me encaramé hasta el depósito para cerrar la válvula. Quedarnos sin gasolina era un problema entre tantísimos otros.

Nos esperaba una noche de faena. Fuimos en el coche hasta una propiedad que se alzaba en lo alto de las colinas. Se trataba de una pequeña casa cuya existencia había olvidado, y que pertenecía a la familia King. Una vez me crucé con ellos en la oficina de Correos. El marido tenía un empleo a tiempo parcial como trabajador social en el hospital y la mujer enseñaba música en la escuela primaria dos días a la semana. El caso es que su principal objetivo consistía en volverse autosuficientes y habían construido aquella casita da adobe sobre un terreno que habían comprado al señor Rowntree. Eran unas tierras pobres por las que habían pagado un precio excesivo. Según mi padre, el señor Rowntree los había estafado. Sea como fuere, ellos vivían allí, al final de un camino de tierra, sin luz ni teléfono, con una variopinta mezcla de reses, cerdos, gallinas, gansos y ovejas de colores, y un par de niños tan mugrientos como retraídos.

El panorama que allí nos encontramos era tan desolador como siempre. Construcciones y vallas a punto de venirse abajo, demasiadas reses muertas, un cercado lleno de ovejas hambrientas que ya habían comido todo lo posible y vagaban por allí, flacuchas y debilitadas. Al menos, pudimos salvarlas al abrirles las puertas. Esperaba que las cuadrillas de prisioneros estuvieran autorizadas a alimentar y trasladar el ganado: muchísimos animales necesitarían que los alimentasen para sobrevivir al invierno. Ojalá hubiesen empezado ya, en alguna zona, a ocuparse del ganado y a mantenerlo en buenas condiciones.

Durante un instante pensé que tal vez los King siguiesen allí, escondidos en alguna parte, pero no había rastro de ellos. Creo que algunos de los estudiantes de violín de la señora King tocaban en la Feria, así que probablemente bajaron al pueblo ese día y fueron apresados. Pero tanto en la casa como en el flamante cobertizo de hierro galvanizado situado detrás nos aguardaba el premio gordo: sacos de patatas y harina, tarros de conservas, una caja llena de melocotón en almíbar que debía de haberles costado barato, dado que las latas estaban abolladas. Grano para las gallinas, té y café, una docena de botellas de cerveza casera que Chris llevó con entusiasmo al coche. Arroz, azúcar, copos de avena, aceite para freír, tarros de mermelada casera y de chutney. Pero nada de chocolate, ¡qué tragedia!

Una vez acabamos, cogimos todas las bolsas que fuimos encontrando y nos encaminamos hacia el vergel. Los árboles eran jóvenes, y pese a las zarigüeyas y los loros, estaban bien provistos. Jamás olvidaré el bocado, jugoso y crujiente, que di a la primera manzana roja que cogí. Nunca había visto una carne tan blanca y pura, ni conocido un sabor tan dulce. Habíamos comido manzanas en casa de Corrie unos días antes, pero aquellas me supieron distinto. Desde luego, las frutas no eran tan diferentes; lo era yo. Estaba buscando absolución y, por extraño que parezca, las manzanas me la dieron. Sabía que una vez que perdías la inocencia, no podías dar marcha atrás; pero la inmaculada blancura de la manzana me hizo sentir que no todo estaba corrompido o podrido en este mundo, que ciertas cosas seguían siendo puras. El dulce sabor se apoderó de mis papilas gustativas mientras unas cuantas gotas de zumo se deslizaban por mi barbilla.

Dejamos los árboles desnudos. Nuestra cosecha incluía manzanas johnny, granny y fuji, y también peras y membrillos. Me zampé cinco manzanas y me sentí algo hinchada otra vez. Pero en aquel frío atardecer, tras haber recogido la preciosa fruta, me sentí algo mejor, algo más viva.

Nuestra última correría fue el resultado de un impulso. Estábamos otra vez en e Land Rover, traqueteando carretera abajo, muy despacito y silenciosos. Llevaba puestas las luces de posición. No me pareció demasiado arriesgado, dado que avanzábamos bajo un toldo de árboles. Conducir de noche sin luces es una auténtica pesadilla. De todas las cosas por las que habíamos pasado desde la invasión, aquello era casi lo que más miedo me daba. Era como conducir en la nada, en el oscuro limbo. Era una tentación extraña y, por mucho que lo hiciera, nunca me acostumbraría.

El caso es que, gracias a esa tenue luz, vi dos pares de ojos que nos observaban con curiosidad. La mayoría del ganado con el que nos cruzábamos últimamente estaba asilvestrado y se alejaba en seguida. Pero aquellas bestezuelas no parecían dispuestas a hacerlo. Mala suerte para ellos. Eran dos corderitos, de unos seis meses de edad, lana negra. Probablemente gemelos. Imaginé que su madre habría muerto, pero no antes de que pudieran apañárselas solos. Se los veía en buen estado.

—¡Cordero asado! —exclamé antes de pisar el freno. Fue un impulso, pero entonces pensé: ¿y por qué no? Me dirigí a los demás para preguntar—: ¿Nos apetece cordero asado?

Parecían demasiado cansados como para pensar, mucho menos para contestar. Homer fue el único que reaccionó. Mostró más entusiasmo del que había visto en su cara en las últimas veinticuatro horas. Salió por un lado y yo por el otro. Los corderos aguardaron allí, como corderitos. Pues sí, se portaron como corderitos, no voy a utilizar otra palabra. Robyn y Lee empezaron a animarse también ante la idea de darse un buen banquete. Ninguno de nosotros era vegetariano. Serlo es un pecado mortal en esta parte del mundo. Cogimos a los corderos, les dimos la vuelta, les atamos las patas con algo de cuerda que encontramos y despejamos un poco la parte trasera del coche para hacerles sitio.

—No se comerán las patatas, ¿verdad? —preguntó una preocupada Fi, intentando apartar el pesado saco de patatas de la cabeza de uno de los corderos.

—No, Fi, ni tampoco el azúcar.

En un arranque de sangre fría, salí a recoger algo de menta cuando regresamos a mi casa. Aquel corto paseo casi fue mi perdición. Cuando me agaché a cortar la menta, sentí que la gran sombra negra regresaba y se cernía sobre mí como un águila, un depredador. No me atreví a alzar la mirada. Pese a lo oscura que era la noche, supe que esa sombra que me rastreaba era más oscura aún.

Ir sola hasta la mata de menta había sido un gran error. Era la primera vez que estaba sola desde que había disparado a aquel soldado en Buttercup Lane. Era como si aquella horrible cosa llenara el cielo en cuanto me alejaba de mis amigos.

Me quedé agachada durante un par de minutos. Se me había erizado el vello de la nuca y ya no podía oler la menta, pese a tenerla delante de las narices. Al cabo de un rato, oí a Homer llamándome y, después, sus pesados pasos y su cuerpo rozando los frondosos alhelíes. Le costó encontrarme, ya que me sentía incapaz de contestar a su llamada, y el tono de su voz denotó cada vez más preocupación. Cuando por fin dio con migo, fue sorprendentemente dulce. Me acarició la base de la nuca y murmuró palabras que no llegué a entender del todo.

Regresé con él al Land Rover. Sin dirigir una palabra a los demás, ni levantar la cabeza tampoco, giré la llave y encendí el motor. Por fin emprendíamos el lento ascenso hasta el lugar que ahora consideraba mi hogar: el Infierno. Escondimos el Land Rover donde siempre, atamos a los corderos, les pusimos un cubo de agua y, hecho esto, cogimos unas cuantas provisiones antes de ponernos en marcha. Aunque más que una marcha, debería llamarlo procesión. Estábamos agotados, física, mental y emocionalmente; me alegró no tener que reservar más energía. Dudo que a nadie le quedara mucha. Mis movimientos se hicieron maquinales, no podía hacer nada más que colocar un pie delante de otro. Me salió tan bien que pensé que podría avanzar así hasta el fin del mundo. Bueno, excepto en las pendientes demasiado inclinadas, en las que se me agarrotaban los cuádriceps. Cuando llegamos a campamento, Homer tuvo que darme en la espalda para detenerme, como si estuviese buscando mi botón de apagado. Entramos a trompicones en las tiendas y mascullamos buenas noches antes de dejarnos llevar hacia nuestras respectivas pesadillas.

Conseguí conciliar el sueño, aunque no esperaba lograrlo. Soñé toda la noche con alguien muy grande y muy enfadado que se cernía sobre mí, muy cerca, y que me hablaba tan fuerte que todo mi cuerpo vibraba. Me desperté temprano y me acurruqué junto a Fi. No sabía qué me estaba pasando: me obsesionaba la idea de esconderme, de no quedarme sola. Tuve la sensación de que la muerte desplegaba sobre mí toda su sombra. Y, como un ratón acechado por un búho, necesitaba encontrar algo debajo de lo que esconderme. La única diferencia en mi caso era que no buscaba cobijo bajo algo, sino bajo alguien.

Según parece, desde aquella noche, he hecho menos de todo: dormir, comer, hablar. Tras rematar a ese soldado moribundo me he sentido menos humana, menos viva.

Al final me levanté y fui a lavarme la cara.

El día se eternizó, hora a hora. Nadie hizo gran cosa y aún menos habló de nada importante.

La mayor parte de las provisiones se habían quedado en el Land Rover. Resultaba tentador dejarlas allí para siempre. No obstante, por la tarde, cuando me desperté de la siesta —de una de esas cabezadas que te dejan peor de lo que estabas antes—, me obligué a organizar una expedición. Me preocupaban los corderos; además, quería demostrarles a los demás que aún podía ser útil, que no era una mala persona, aunque matase a la gente.

Sin embargo, me costó mucho convencerlos de que me acompañasen. Chris se limitó a gimotear:

—¿Seguro que no puedes esperar hasta mañana?

Y sin tan siquiera mirarme a la cara, desapareció de nuevo dentro de su tienda. Homer estaba tan profundamente dormido que no quise despertarlo. A Lee no pareció entusiasmarle la idea, pero tenía demasiado orgullo para decir que no, así que cerró su libro y me acompañó sin mediar palabra. Robyn me dio otra veintena de razones para posponerlo al día siguiente y, era el último momento, justo cuando partíamos, cambió de opinión y se apuntó. La reacción de Fi fue la mejor. Salió arrastrándose de su saco de dormir y exclamó:

—¡Ejercicio! ¡Eso es justo lo que necesito, más ejercicio!

Le perdoné la ironía porque se la veía animada, y eso era precisamente lo que necesitaba yo.

Salimos alrededor de las cuatro. La actividad física me sentó bien: pareció devolver a mi mente algo de energía y estabilidad. Conocíamos tan bien el camino que no necesitábamos concentrarnos donde pisábamos, con lo que pudimos conversar todo el rato. Recorrimos con esfuerzo el trecho que ascendía serpenteando alrededor de los escalones, a través de la maleza. Pasamos por el bonito puente hecho a mano, heredado del único ser humano que había habitado aquella cuenca rocosa y agreste. Si el viejo ermitaño hubiese asomado la cabeza mientras cruzábamos su puente, como el trol que sorprende a los cabritos del cuento, se habría tragado su propia barba. ¿Quién podría haber predicho lo que había sucedido y que el Infierno se convertiría en nuestro refugio? Siendo tales cosas imposibles de prever, quizá nos pillara igual de desprevenidos el próximo acontecimiento, con suerte, el fin de la guerra. Ese bonito pensamiento racional me reconfortó mientras nos arrastrábamos hacia Wombegonoo.

No hablamos gran cosa, en realidad. Al cabo de un rato, me di cuenta de que los otros intentaban irradiar alegría y buen humor para hacerme sentir mejor. Fi nos fichó para una larga sesión de «Me acuerdo de…», que había acabado convirtiéndose en uno de nuestros juegos favoritos. Era un buen modo de matar el tiempo. Por lo demás, las reglas eran bastante simples: solo tenías que decir una frase que empezara por «Me acuerdo de….», y que fuese cierta, claro. Creo que nos gustaba tanto porque nos permitía rememorar nuestras vidas antes de la invasión. Yo no estaba muy por la labor en ese momento, pero intenté obligarme a participar. Fi empezó.

—Me acuerdo de cuando los padres de Sally Geddes nos llevaron a comer a tu restaurante, Lee, y de que pedí chuletas de cordero porque todos esos nombres chinos me sonaban raro.

—No son chinos, sino tailandeses y vietnamitas —masculló Lee. Entonces, en tono más alto, añadió—: Me acuerdo de cuando los dedos se me hincharon de tanto practicar con el violín y mi profesora me obligó a seguir una hora más.

—Me acuerdo de cuando creí oír al señor Oates decir que si al salir de misa tendríamos «pollo con pisto a la cazuela», y que cuando me apresuré hacia afuera, emocionada, me di cuenta de que había dicho «coro mixto a cappella»

—Me acuerdo de la primera vez que vi un semáforo.

—¡Ay, Ellie! ¡No podías ser más de campo!

—Me acuerdo del día en que preparé gelatina, siguiendo la receta. El tercer paso decía «Reposar en la nevera», y pensé, ¿y por qué no puedo descansar en el sofá en lugar de en el frigorífico?

—¡Fi! ¡Te lo acabas de inventar!

—Es verdad, te lo juro.

—Me acuerdo de que estaba convencido de que le caía bien a todos los profesores y que un día, en segundo curso, oí decir a una profesora que, por niños como yo, había dejado su puesto en la ciudad.

Ese fue Lee. A continuación, habló Robyn.

—Me acuerdo de cuando estábamos en séptimo y Ellie siempre me reservaba un asiento a su lado. Y un día no lo hiciste, Ellie, y yo sentí que el mundo se me venía encima. Y me fui a casa a llorar.

Yo también me acordaba de aquello y me sentí culpable. Me había hartado un poco de andar siempre con Robyn y quise hacer nuevos amigos.

—Me acuerdo de cuando era cría y pasé junto a una novilla que estaba en un potro de herrar. Y en ese momento levantó la cola y me cagó encima.

—Me acuerdo de cuando le dije a un profe, en primero, que a nuestra gata la habían estilizado, y que tardó años en entender qué había querido decir con aquello.

—¿Y qué habías querido decir?

—Pues que la habían esterilizado, claro. —Fi soltó una de sus típicas risitas, ligeras como campanillas.

—Me acuerdo de haber entrado en el vestuario de las chicas por error, en la piscina.

—Por error. Sí, claro, Lee.

—Me acuerdo de cuando estaba enamorada de Jason y solía llamarlo cada dos por tres y charlar con él durante horas. Y un día, cuando llevaba un rato cascando, dejé de hablar; no se oía nada al otro lado de la línea, y al final colgué el teléfono. Al día siguiente, en el instituto, le pregunté qué le había pasado, y me confesó que se había quedado sobado mientras yo soltaba mi monólogo.

—Me acuerdo de que estaba tan entusiasmada con el primer día de colegio que me acosté con el uniforme puesto, debajo del pijama. —Por supuesto, mi visión de la escuela había cambiado mucho desde entonces.

—Me acuerdo del día que mis padres decidieron enviarme a un internado y que me escondí debajo de la casa. Permanecí allí cuatro horas, hasta que cambiaron de opinión.

—Me acuerdo del día que cambié mi violín por una chocolatina cuando estaba en segundo, y que cuando mis padres se enteraron, me echaron la bronca de mi vida antes de telefonear a los padres del chico para cancelar el trato. Ni siquiera recuerdo quién era el chico.

—Yo si —dijo Fi—. Era Steve.

—No me extraña —contesté yo.

Steve, mi Steve, mi ex, siempre había tenido un pico de oro.

—Te toca, Robyn —dijo Fi.

—Ya, estoy pensando. Vale, me acuerdo del día que mi abuelo me cogió para darme un abrazo sin pensar en el cigarrillo que llevaba entre los labios y me quemó la mejilla.

—Me acuerdo del día, era yo pequeña, que vi a Homer echar una meada y decidí que yo también quería hacerlo de pie, así que me baje las bragas y lo intenté. Pero no salió demasiado bien —añadí, probablemente sin que hiciese falta.

—Me acuerdo de la última vez que vi a mis padres —dijo Fi—. Mi madre me dijo que aunque fuera al monte tendría que cepillarme igualmente los dientes después de cada comida.

—Me acuerdo de que mi padre nos dijo que éramos la pandilla más desorganizada que había visto en la vida, y que sí fuésemos mozos trabajando para él, nos habría echado a todos a la calle —dije, saltándome los turnos. Empezaba a sentirme deprimida de nuevo—. Entonces, se montó en la moto y salió volando sin tan siquiera decir adiós.

—Me acuerdo de que mi padre estaba muy nervioso porque me iba — comentó Lee—. Y que me dijo que tuviese mucho cuidado, que no hiciese ninguna locura.

—¡Y fuiste tan obediente! —añadió Robyn—. Y para no cortar este hilo tan deprimente, os diré cómo fue la última vez que vi a mis padres. Entré en su habitación para despedirme y los pillé haciendo el amor apasionadamente sobre el edredón. Por suerte no me oyeron, así que cerré la puerta sin hacer ruido y esperé cerca de un minuto antes de aporrear la puerta, gritar adiós lo más fuerte posible y meterme en el coche.

Robyn acababa de conseguir lo imposible con su anécdota: hacerme reír.

—Cuando entraste en el coche me pregunté a qué venía esa sonrisa — dijo Fi una vez que dejamos de reír—. Pensé que te alegrabas de verme.

—Eso siempre, claro —contestó Robyn mientras llegábamos a la cima de Wombegonoo.

Fuera de a protección del Infierno, al alcanzar la vertiente expuesta de la cima, el frío arreciaba. Estaba despejado, pero azotaba un fuerte viento. Algunas volutas de nubes, tan ligeras como algodones de azúcar y tan bajas que casi podíamos tocarlas, se mecían a nuestro alrededor. Llevábamos una larga temporada sin ver una gota de lluvia, pero el despiadado frío traído por el viento dejaba presagiar un cambio drástico. A lo lejos, más allá de las montañas distantes, asomaban los penachos de una nube tan blanca como densa. Parecía estar al acecho. Me estiré para otear la bahía de Cobbler, impaciente por contar los barcos, sí es que había alguno, pero estaba demasiado oscuro como para ver nada.

Nos quedamos allí sentados cinco minutos para recuperar el aliento, y pasamos todo ese tiempo contemplando la feroz belleza de nuestra tierra bajo la última luz del día. Por fin entendía por qué siempre me había parecido un lugar tan aterrador. Incluso ahora, que conocíamos muy bien el entorno, aún presentaba la misma violencia latente que albergan ciertos animales del zoológico. O tal vez se tratase de mí, y ya todo me pareciese amenazante. El Infierno era un colorido revuelto de árboles y rocas, una paleta con tonos verde oscuros, marrón rojizo, gris y negro. Parecía el vertedero de los dioses, un grandioso bullicio de vida que crecía sin ayuda ni patrones, según sus propias reglas salvajes. El lugar perfecto para nosotros.

Llevábamos la radio de Corrie, que debíamos utilizar lo menos posible, ya que las pocas pilas que nos quedaban se gastaban en seguida. Pero habíamos averiguado dónde y cuándo encontrar los boletines informativos, y ahora sintonizábamos una emisora estadounidense. Tuvimos que dejarla puesta durante unos cuantos minutos, puesto que la situación en el país ya no era la noticia principal. No lo había sido en las últimas dos semanas. Aquella vez quedamos relegados al puesto número cuatro. El mundo se olvidaba rápidamente de nosotros. Y había pocas novedades que retransmitir: se habían impuesto sanciones económicas que esperaban que surtiesen efecto; los invasores tenían bajo control todo el territorio excepto las zonas más desiertas del interior y alguna que otra ciudad importante. Washington había mandado un avión de las Fuerzas Aéreas para recoger a los dirigentes del país, les había ofrecido amablemente asilo y nuestros políticos alternaban inspiradores discursos sobre el valor con apasionados desmentidos en cuanto alguien insinuaba que sus políticas eran las culpables de nuestro debilitamiento. En ese punto, nos costó bastante controlar a Lee para que no estrellase la radio.

La guerrilla seguía en activo en determinadas zonas, pero el enemigo controlaba tan firmemente algunas porciones del país que ya empezaban a asentarse las primeras familias de colonos. Solo Nueva Zelanda prestaba apoyo militar directo, mandando ropas y víveres. Disponíamos de apoyo extraoficial de otros países como, Nueva Guinea, pero su gobierno estaba atado de pies y manos por el temor a desencadenar un ataque, a ser los siguientes en la lista. El equilibrio de poderes en la zona Asía-Pacífico se había alterado hasta tal punto que la gente seguía aún sin saber a qué atenerse. Resultaron vanos todos los esfuerzos de una política india designada por la ONU para fomentar un acuerdo de paz, ya que todas sus propuestas fueron rechazadas de plano.

La siguiente noticia se centraba en un famoso jugador de baloncesto que se había roto una pierna en Chicago. Las noticias nos deprimieron. Nos encaminamos hacia el Land Rover en silencio. Robyn y yo nos echamos cada una un cordero al hombro mientras los otros llevaban todo lo que podían. Aún quedaban provisiones para hacer otro viaje, como mínimo. Menos mal que se nos ocurrió pasar por la pequeña granja experimental de los King; gracias a ellos podríamos pasar el invierno y algo más. Tal vez llegaría el día en que tendríamos que robar comida de las granjas ocupadas por el enemigo. Pero, al igual que ocurría con el futuro de nuestras reservas de gasolina, o con suerte que correrían nuestras familias y amigos, tendríamos que preocuparnos por ello más tarde.