Capítulo X La segunda y la tercera plumas

Dea y su comitiva continuaron la marcha en dirección a la pirámide que se levantaba en el centro del valle. Mientras pasaba bajo un arco de humildes saludos de sus súbditos, Dea conservaba una altivez de reina que impresionaba a cuantos la veían.

Pero una vez que, habiendo desmontado, entregó su caballo a un criado indio y, seguida por sus perros, cruzó la puerta que conducía al interior de la pirámide y que era en realidad un enorme palacio, Dea abandonó su expresión majestuosa, adquiriendo otra más humana.

Ion Thayer, que la seguía de cerca, no advirtió el cambio; pero lo presintió por la viveza del paso adoptado por Dea. En pos de ella llegó, a través de varias habitaciones cuadradas y amuebladas con viejos muebles aztecas y adornadas con cortinas y alfombras de algodón, tejido a la moda de quinientos años antes, a una sala en cuyo centro, sobre un bajo y ancho pedestal, se veía un trono de oro con adornos de piedras preciosas. Dea pasó junto al trono y fue directamente a una puerta oculta detrás de una cortina cuyo dibujo consistía en multicolores águilas y serpientes.

Al otro lado de aquella puerta había un cuarto cuyo mobiliario era una mezcla de antiguo y moderno. Dea tiró el sombrero sobre el sillón y cuando Sherwood Forrestal se levantó del otro sillón que ocupaba, la mujer le ordenó:

- Siéntate. No perdamos el tiempo. Tú siéntate también, Thayer.

- ¿Qué fue de Reader? -preguntó Forrestal al ver que después de los perros y de Thayer no entraba nadie más.

- Era tan malo que ni mis perros quisieron comérselo -dijo, fríamente, Dea.

- ¿Quién le mató?

- El hijo de don César. Cuando Reader estaba a punto de apuñalar a Morales. Me ahorré un trabajo.

Mirando con amenazadora fijeza a los dos hombres que estaban frente a ella, y que palidecieron hasta sus corazones, Dea siguió:

- Con vosotros debería hacer lo mismo. Dejasteis que mataran al hombre que más útil me era.

- No pudimos evitarlo -dijo Thayer-. Ya se lo expliqué a usted antes.

- Yo también se lo dije -explicó Forrestal.

- ¡Sois unos cobardes! -gritó Dea-. ¡Cobardes! Y como todos los cobardes, sois, además, unos sinvergüenzas. Unos traidores.

- ¡Cuidado con lo que dice! -gritó Ion Thayer, levantándose con violencia.

Iba a proferir una amenaza contra Dea; pero antes se oyó un ronco gruñido y Thayer se encontró precipitado al suelo por uno de los mastines, sintiendo junto a su cuello el abrasador aliento del animal, cuyos agudos dientes estaban a dos centímetros de su garganta.

- ¡Déjale! -ordené Dea.

El animal obedeció mansamente y Thayer, incorporándose, tuvo que hacer un esfuerzo para contener su temblor.

- Es la última vez que me interpongo entre la muerte y tú, Thayer -dijo Dea-. He dicho que sois cobardes y traidores, porque en vez de servir con fidelidad a quien os paga mucho más de lo que valéis, intentáis traicionarme. Fracasasteis en el intento de recobrar mi dinero. Un chiquillo se burló de vosotros. He tenido que intervenir para que se me devuelva lo mío y, también, para atraer aquí al Coyote.

- ¿Eh?

- Todo estaba bien previsto; pero al dejar que matasen a Cibrián, las cosas han cambiado. Ya no necesito al hijo de don César. He renunciado a recobrar el dinero. Podéis hacer con el chico lo que se os antoje. Mi consejo es que hagáis lo peor, pues ha tomado la decisión de ayudar a Morales a que encuentre a los hombres que mataron a su mujer. Eso es muy importante para ti, Forrestal.

- Y para él también -dijo Forrestal, señalando a Thayer-. Todos anduvimos metidos en aquel asunto. Reader ya ha muerto. Debemos evitar que se aumente a tres el número de plumas que nos han sido destinadas.

- Matadle y evitad, otra vez, cometer errores tan graves. Desde luego, perderéis vuestros puestos en La Luciérnaga. Buscaré a otros que os sustituyan ventajosamente.

- ¿Es ese el pago de nuestros servicios y de nuestra fidelidad? -preguntó Thayer,

- Es el pago de vuestra estupidez. Y alegraos de que os deje vivos por ahora. Dentro de unos días saldréis de aquí. Ahora marchaos.

Los dos hombres salieron del despacho al mismo tiempo que Dea hacía sonar un batintín.

- No me fío ni poco ni mucho de esa mujer -dijo Thayer.

Forrestal asintió con la cabeza.

- Yo tampoco. Pero en este caso tiene que ayudarnos. Sabe que no nos puede echar a puntapiés, porque conocemos demasiadas cosas acerca de ella. Sería una locura y ella no las comete.

- Aún no las ha cometido.

- Pero podemos ayudarla a cometerlas -susurró Forrestal, cuando estuvieron fuera de la pirámide palacio.

- Ve con cuidado con las ideas geniales -previno Thayer.

- La de ahora lo es. Ella nos ha sugerido que asesinemos al hijo de don César. Es una buena idea. Y no sólo a él, sino a sus dos amigos y a Morales. El Coyote los protege y es amigo de ellos. El Coyote no perdonará su muerte, que achacará a Dea. Será muy bonita una lucha entre El Coyote y Dea, la diosa del Valle. Quienquiera de los dos que resulte vencido nos proporciona el librarnos de un enemigo. Si gana El Coyote, nos convertiremos en dueños de la fortuna que Dea tiene por el mundo. Si gana ella, nos libramos del Coyote, y una oportuna denuncia al Gobierno traerá aquí a mil soldados que terminarán con este reino independiente. Y si muriesen los dos, podríamos ganar mucho más.

Pero Forrestal se callaba algo más. Ocultaba sus sospechas y su decisión de no intervenir en el juego para saber si se jugaba limpio o no. Era un sistema que en la vida le había sido muy útil. Permanecer al margen hasta saber a favor de quién convenía apostar.

- Busca a Porter -siguió luego-. Él querrá vengarse del puntapié. Acompáñale hasta la casa y deja que él haga la faena sucia. Yo prepararé los caballos para marcharnos de aquí.

* * *

César de Echagüe y de Acevedo volvió la vista hacia la ventana, en que acababa de sonar un tintineo contra la reja.

Hacía un rato que los centinelas habían entrado en la prisión, separando a los tres cautivos y encerrándolos en habitaciones distintas, sin explicar el motivo de tal decisión. César lo aceptó de mala gana, pues el rato que pasó a solas con sus dos compañeros lo ocupó en planear, con ellos, la posibilidad de una fuga. Guzmán y Silveira habían marcado con las espuelas y con el plomo de unos cartuchos diversas señales que deberían permitir hallar el camino hasta la casa de Cibrián.

- Uno solo podrá huir mejor que si intentamos la fuga juntos -dijo Silveira-. Por lo tanto, a aquel de nosotros que se le presente la primera oportunidad de fuga debe aprovecharla.

Pero los separaron antes de que pudiesen precisar nada más.

Acudiendo a la ventana y creyendo que el ruido que percibiera había sido casual, César se encontró, con el natural asombro, frente a un indio joven y de simpático rostro, que le saludó con una sonrisa, diciendo, a la vez que indicaba, con un ademán, que César no debía interrumpirle:

- Tu padre me hizo gran favor hace tiempo. Yo nunca olvido favores. Esta tarde o esta noche te quieren matar. Son los dos hombres blancos que vinieron con Dea, y el otro hombre blanco a quien heriste en la cara con tu pie. Toma y defiéndete. Mi deuda con tu padre queda saldada. Ahora sólo debo olvidar que tú estás armado.

A través de la reja, el indio entregó a César un revólver Colt del 44, diciendo:

- Tiene seis balas. Si con ellas no puedes defenderte, de nada te serviría que te diese más. Buena suerte y buen pulso.

Desapareció el indio por entre unos laureles y César se apartó de la ventana, examinando el revólver. Era moderno, de seis tiros, cargado con cartuchos metálicos.

César abrió la recámara y extrajo uno a uno los seis cartuchos. Los sopesó y, por fin, al azar, eligió uno de ellos, extrayendo, con los dientes, la bala de plomo a fin de comprobar si los cartuchos estaban cargados con pólvora o no. Seguro de que cada cartucho era bueno, metió de nuevo la bala en la vaina y colocó el cartucho examinado en el cilindro de manera que fuese el último que se disparara, a fin de evitar posibles fallos si en la operación de extraer la bala y volverla a meter había caído algo de pólvora. Por último, ocultó el revólver bajo su guayabera y esperó, colocándose en un rincón al cual no se llegaba directamente desde la ventana ni desde la puerta.

Comenzó a anochecer y César sacó las plumas de cuervo que le quedaban, preguntándose si llegaría a utilizar alguna más. Al encerrarlo en aquella habitación sus carceleros dejaron sobre la mesa comida, agua y una botella de vino, previniéndole que aquello era la cena.

Como la mesa quedaba fuera del radio de acción de todo ataque que partiese de la ventana, César comió parte de la cena y, en vez de acostarse, sentóse en un punto desde el cual podía dominar la puerta y no ser visto desde la ventana.

Llegó la noche y César fue trazando sus proyectos de fuga. Con un revólver en la mano no le sería difícil salir del valle. Recorriendo de noche aquel camino, antes de que advirtiesen su fuga podría llegar a casa del doctor Cibrián mucho antes de que se le persiguiera. Allí encontraría rifles y municiones. Luego, con ayuda de su padre, podría rescatar a sus amigos…

Un ruido junto a la ventana le hizo interrumpir sus pensamientos. Una susurrante voz estaba diciendo junto a ella:

- No se le ve… Debe de estar dormido…

- Mejor -dijo otra voz-. Entremos. Los centinelas se han marchado.

Se alejaron los pasos y luego se volvieron a oír, muy leves, al otro lado de la puerta, en el pasillo.

César sacó su revólver y lo amartilló, tratando de apagar el chasquido del percutor al ser levantado. Respiró hondamente y tensó los músculos para saltar contra sus enemigos.

Oyó cómo giraba la llave en la cerradura y a medida que iba creciendo el peligro disminuía su nerviosismo. Por fin se abrió la puerta y dos sombras entraron en la habitación.

- ¡Levántate! -gritó la voz de Porter.

- Debe de estar en la cama -susurró Thayer-. Dispara…

César pensó que tenía pleno derecho a disparar contra aquellos hombres sin darles la oportunidad que ellos le negaban, o sea, la de defenderse; pero hubiese faltado a su código de honor si hubiera disparado el primero contra un enemigo que no esperaba su ataque.

- No se muevan o disparo -dijo en voz alta.

Thayer y Porter no le creyeron. Estaban seguros de que no tenía ningún arma y, por ello, volviéndose hacia él, dispararon contra el muchacho.

Sus disparos iluminaron cárdenamente la estancia, permitiéndoles ver que habían apuntado mal y que César de Echagüe tenía un revólver con el que ya estaba disparando.

Los disparos del hijo del Coyote fueron terriblemente certeros. Guiado por la luz de los fogonazos, César disparó cuatro veces, luego se acercó a los cuerpos y reconoció a Thayer y a Porter. Éste había muerto. Thayer aún respiraba. Tenía dos balas en el vientre y su vida se apagaría dentro de muy rjoco.

- Muchacho -llamó-. Óyeme.

César apartó con el pie el revólver que Thayer tenía junto a él.

- No mueva las manos -advirtió.

- No le haré ningún daño… -replicó Thayer. Agregando con ronca risa-: Ya no puedo.

- ¿Qué quiere?

- Sherwood Forrestal ha planeado esto -jadeó Thayer-. Él me hizo venir con Porter para deshacerse de mí y de él. Estoy seguro de que le dio el arma. Pero vaya con cuidado. Forrestal es un traidor… Le debe de esperar fuera para matarle…

Pero Forrestal no esperaba la salida del hijo de don César. Cuando éste salió de la casa, armado con los revólveres de Porter y llevando al cinto abundantes municiones, Forrestal cruzaba la puerta del valle, intentando regresar a la civilización.

César aún le vio y vaciló entre seguirle o intentar liberar a sus amigos.

Decidió esto último y regresando al interior de la casa llamó a voces a Silveira y a Guzmán. Le contestaron, y así encontró las habitaciones en que estaban encerrados. Las dos grandes barras de hierro, aseguradas con un candado, le disuadieron de todo intento de abrir aquellas recias puertas. Era inútil intentarlo, y tanto el español como el portugués le aconsejaron que fuese en busca de refuerzos para liberarles más eficazmente.

Fuera nadie parecía haber oído los disparos, pues ningún ser viviente se acercó a la casa.

- ¡Os salvaré, cueste lo que cueste! -prometió César.

- Para eso conviene que defiendas tu vida -recomendó Guzmán-. No cometas imprudencias.

César se dirigió hacia la salida del valle. La noche era oscura; pero la luz de las estrellas permitía ver el camino hasta una larga distancia. El fugitivo marchaba a pie; pero al cabo de unos minutos oyó relinchar a unos caballos y en uno de ellos pudo continuar su fuga más de prisa y cómodamente. El caballo, como si le hubiera esperado a él, iba provisto de silla de montar, de la cual pendía una cantimplora de cinc. César la llenó en la gran acequia y por fin, sin que nadie se lo impidiera, pudo salir del valle, lanzándose a la desesperada aventura de cruzar el desierto.

* * *

Dea sonrió cuando hubo acabado el relato de su criado.

- Le persigue y puede que le alcance -dijo-; pero en todo caso nos servirá para atraer al Coyote. Sube al heliógrafo y transmite este mensaje.

Dea tendió al indio que había entregado el revólver a César un papel en el cual había escrito:

«Detened F. y a César E. que le persigue. Han huido del valle. Si es posible cogedlos vivos.»

- Transmítelo cada media hora desde el mediodía hasta la puesta del sol, cuando éste es favorable para los mensajes.

Y al quedar sola, Dea musitó:

- El Coyote lo leerá también… si es que alguien más que él lo lee.

Luego acarició a uno de sus mastines, que apoyó humildemente la cabeza sobre sus rodillas.

- Te gustaría luchar con él, ¿verdad? -preguntó.

Luego, suspirando, agregó:

- A mí también me gustaría. Y si él no viene a mí, yo iré a él.

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11/03/2010