Capítulo VIII Un cirujano
María de los Ángeles no durmió durante aquella noche, en que Sebastián Morales pareció estar al borde de la muerte. Apenas amaneció, ella y sus primas engancharon los caballos y todos reanudaron la marcha hacia la casa del doctor Cibrián. Desde una altura, Silveira y César la vieron como una blanca mancha sobre la rojiza tierra, al pie de un monte en forma de torreón. Del guía no hallaron rastro alguno.
El peligro de una hemorragia hizo que avanzaran muy despacio, necesitando tres horas para cubrir la distancia que les separaba de su meta.
- Aquél debe de ser el doctor -dijo César, señalando a un hombre que se paseaba por una pequeña terraza.
Aceleraron la marcha de sus caballos y, a medida que se iban acercando, vieron que el hombre acudía a su encuentro.
- ¿El doctor Cibrián? -preguntó Silveira.
El hombre los observó como si quisiera adivinar sus intenciones. Por fin contestó:
- Yo soy. ¿Qué desean?
- Traemos a un enfermo para que le sea extraída una bala -explicó César.
- Venimos de María Jesús -siguió Silveira-. Los médicos de allí no se atrevieron a hacer la extracción y aconsejaron que viniéramos a verle, porque no estaban seguros de que usted pudiera acudir al pueblo. El herido tiene ahora una fiebre muy alta.
- ¿Cómo dieron con mi casa? -preguntó el falso doctor.
- Nos trajo un guía hasta cerca de aquí; pero anoche desapareció.
- ¿Era mi criado?
Silveira y César describieron a Kyle Porter. El otro les escuchó con simulada preocupación, diciendo al fin:
- No era mi criado. Le envié a María Jesús y no ha vuelto. Estoy temiendo que le haya ocurrido algo. Pero ustedes me necesitan. Ya nos ocuparemos luego de lo demás. Traigan al herido.
Ya llegaba el carruaje. Entre Guzmán y Silveira bajaron al inconsciente Morales y, siguiendo al hombre a quien ellos creían el doctor Cibrián, entraron en la casa y llegaron hasta una amplia habitación, de blancas paredes, en cuyo centro se veía una larga mesa de mármol.
- Déjenlo ahí encima -dijo otro hombre que esperaba en la habitación-. Operaremos en seguida.
- Tengan la bondad de salir -pidió el supuesto doctor a César, Silveira y Guzmán.
- ¿No nos necesitarán? -preguntó el portugués.
- No, no -replicó, algo nerviosamente, el otro-. Mi compañero me ayudará. Ustedes… ustedes estorbarían.
César observó que el médico se frotaba nerviosamente las manos; pero supuso que también a él le afectaba el tener que operar a un hombre en las condiciones de Morales.
- Mi compañero les servirá algo de beber -agregó el doctor.
Salieron los tres hombres, reuniéndose con las mujeres, que esperaban en el vestíbulo. Thayer, en su papel de ayudante del médico, les guió hasta otra salita y fue en busca de unas botellas de licor y agua fresca, colocándolo todo sobre una mesa.
César de Echagüe y de Acevedo no prestaba atención a nada de cuanto estaba ocurriendo. Su cerebro trataba de recordar algo que había visto sin darle, de momento, la debida importancia. ¿Qué era?
Nervioso, empezó a buscar a su alrededor alguna pista hacia aquel detalle que ahora presentía importante; pero en el cual, al tenerlo ante los ojos, no se fijó.
Miró a Thayer, por si en él estaba la pista. No. Nada en aquel hombre, de ademanes suaves y rostro poco expresivo, le despertaba ningún recuerdo. Y no podía buscarlo en sus compañeros, porque la clave tenía que estar en la casa o en sus dos ocupantes.
En el momento en que Thayer se disponía a retirarse, María de los Ángeles le preguntó, nerviosa:
- ¿Cree usted que hay esperanzas?
- La esperanza dura más que la propia vida, señorita -replicó Thayer-. Creo que la herida es grave y que la fiebre indica comienzo de infección. La ciencia no puede realizar milagros, aunque lo intenta sin cesar.
María de los Ángeles volvió el rostro, cual si no quisiera que le descubriesen las lágrimas, y se retorció las manos, como si quisiera estrujarlas.
- ¡La cicatriz! -gritó César, recordando, por aquel ademán de la muchacha, el detalle que había perseguido en vano.
Sin dar otra explicación a sus asombrados compañeros, el joven se lanzó hacia el vestíbulo, apartó de un empujón a Thayer, que trataba de cerrarle el paso, y entró como un toro desmandado en la habitación donde el falso doctor, empuñando un bisturí como si fuese un puñal, estaba inclinado sobre Sebastián Morales.
La cicatriz en forma de cruz se destacaba, lívida, en su mano.
- ¿Qué…? -gritó al oír entrar a César. Y, al reconocerle, movió la mano con intención de hundir el bisturí en el corazón del herido.
Era un ademán instintivo y, también instintivamente, reaccionó César, desenfundando uno de sus Smith y disparándolo tres veces, por encima del cuerpo de Morales, contra el pecho del falso Cibrián.
Éste se contrajo, giró sobre un pie, quiso sostenerse en un armario de cristales, lleno de instrumentos de cirugía, y lo derribó sobre sí mismo cuando se desplomó, quedando de espaldas, con los vidriados ojos fijos en el techo.
Morales tosió a causa de la pólvora quemada.
- ¿Qué… pasa…?-musitó.
- Ya cayó uno -contestó César, inclinándose sobre él al mismo tiempo que Guzmán, Silveira y las tres muchachas entraban en la sala de operaciones, preguntando atropelladamente qué había pasado.
- ¿Quién? -silabeó Morales.
- El de la cicatriz -explicó el hijo de don César-. Le iba a matar.
De un bolsillo, César sacó una pluma de cuervo y la colocó sobre el destrozado pecho de Montague Reader. Cuando iba a incorporarse, una aguda carcajada le inmovilizó un momento.
- Muy folletinesco, muchacho, muy folletinesco.
La que había hablado era una mujer.
César se terminó de incorporar y volvióse, como Guzmán y Silveira, hacia el punto de donde procedía la carcajada.
Los tres quedaron tan inmóviles, que tuvieron la impresión de que hasta la sangre se les había detenido en las venas, las ideas en el cerebro y el corazón en el pecho.
Sólo los ojos conservaban su vida para fijarse, asombrados, en la mujer que estaba frente a ellos, delante de un grupo de hombres vestidos con guayaberas de dril crudo, cubiertos con sombreros de copa redonda y armados con rifles de repetición, que apuntaban contra los tres ocupantes de la sala.
Si la belleza femenina ha alcanzado en alguna mujer la total perfección, este hecho se había dado en la que estaba frente a Guzmán, Silveira y César.
Era de estatura algo más que mediana, de rostro ligeramente bronceado por el sol y, más que bronceado, se debería decir dorado, pues a la intensa luz que entraba por la ventana de la sala de operaciones, la epidermis de la mujer lucía con suave fulgor, como si tuviera luz propia. Bajo unas cejas finamente arqueadas y entre unas largas y curvas pestañas brillaban los ojos, grandes y azulados, casi negros. La boca era grande, pero no con exageración, y los labios, muy rojos, algo carnosos, dejaban ver una perfecta dentadura, muy blanca. La frente, ancha y despejada, enmarcada por una cabellera de azulada negrura. Si algún defecto se podía encontrar a tanta perfección física eran los pómulos, algo salientes; pero aquel detalle o posible falta era como el contraste que transformaba una belleza que tal vez hubiera resultado monótona en una hermosura arrobadora. Acaso por las venas de aquella mujer corriera un poco de sangre india.
Su traje no era indio. Vestía una falda larga hasta por debajo de las rodillas, de negro estambre, que sujetaba a la cintura con una faja de seda granate, en la cual también se ocultaba la blusa camisera de seda crema, adornada en los bolsillos, sobre el perfecto busto, con unos ribetes negros. La blusa, abierta en el cuello, permitía ver, colgando de una cadenita de oro y engarzado en un arito de oro, un brillante del tamaño de un garbanzo mejicano.
Completaba el atavío de aquella mujer un sombrero de fieltro color beige, cuya copa, ligeramente aplastada, iba adornada en su base por un cintillo de conchas de oro y por un cordón de roja seda que, después de rodear la parte delantera de la copa, descendía para servir de barboquejo. La mujer llevaba el sombrero echado hacia atrás, dejando recogida la cabellera en un grueso, alargado y turgente moño bajo la nuca.
Calzaba la desconocida unas botas de altas cañas, de suavísima piel rojo-grana, armadas con espuelas de oro, y, por último, cubría sus manos con unas manoplas de gamuza cremosa, adornadas con flecos de la misma piel y con bordados en oro y granate. Con las dos manos sujetaba, a la altura de su fina barbilla, un rebenque de cuero adornado en el puño con una bola de oro cuajada de pequeños brillantes.
No llevaba a la vista ninguna otra arma.
La presencia de semejante mujer en aquel sitio era tan asombrosa, que los tres hombres ya no sabían si les mareaba aquel inexplicable suceso o el intenso perfume que emanaba del cuerpo de la joven y de sus ropas.
El silencio se rompió con otra risa de la mujer.
- Me has ahorrado un trabajo y lo tendré en cuenta -dijo. Y a los que estaban detrás de ella ordenó-: Echádselo a mis perros.
César movió la mano derecha hacia su revólver y de nuevo rió la mujer al comprender el error del joven.
- Me refiero a ese hombre, no a ti -y señaló el cadáver de Reader.
Dos de los que estaban tras ella entraron en la sala y sacaron, arrastrándolo, el cuerpo. Al cabo de un momento oyéronse feroces ladridos.
La mujer sonrió al advertir el estremecimiento de César.
- Eres muy joven para frecuentar estos sitios. Deja tus armas encima de la mesa. Ustedes hagan lo mismo, señores. Me acompañarán a un sitio donde su amigo será curado.
- ¿A qué sitio? -preguntó Guzmán.
- Lo sabrá cuando llegue a él.
- Entonces… no lo sabré nunca.
La desconocida miró, burlona, al español.
- ¿Qué le ocurre, señor Guzmán? ¿Ha perdido su caballerosidad española?
- Lo que no he perdido es el orgullo, señorita -contestó Guzmán-. Una mujer me podrá matar sin que yo me defienda contra ella. Lo que no podrá hacer nunca es darme una orden y ver cómo la cumplo.
- Me tiene sin cuidado que obedezca de grado o por fuerza. Usted irá al sitio donde yo quiero llevarle. Mis hombres le conducirán… o arrastrarán.
- Apártese y deje que lo intenten -dijo César.
Silveira fue más práctico. En vez de decir nada, desenfundó su revólver y, apoyándolo contra la faja de seda grana, dijo con voz suave y burlona:
- Si no quiere que esta faja adquiera un tinte rojo distinto del que ahora tiene, ordene a sus hombres que se marchen por donde han venido. Me molestan.
- ¿Sería capaz de matarme? -preguntó, con suave voz, la mujer.
- La mataré con el mismo dolor que debió de sentir el bárbaro que destrozó los brazos de Venus.
Los azules ojos de la mujer miraron, irónicos, al portugués.
- Pero usted no es un bárbaro -dijo-. Además, su amigo morirá si no le trasladamos pronto al sitio donde le pueden curar. Y, aunque no fuese así, usted es incapaz de disparar contra una mujer.
Al decir esto bajó las manos y con el extremo del rebenque apartó el revólver.
- Así está mejor -dijo cuando Silveira tiró el arma sobre la mesa.
- Usted gana -suspiró el portugués-. Verdaderamente, no soy un bárbaro.
- Hace tiempo oí contar una leyenda acerca de una reina que vivía en el desierto -dijo Guzmán-. No creí que fuera algo más que una leyenda.
- Oyó usted la historia real de un hecho verdadero -sonrió la mujer.
- Pero aquella mujer debía de ser su abuela -contestó el español-. ¿Cómo se llama usted?
- Me llaman Dea.
- Diosa -musitó César, haciendo gala de sus conocimientos de latín.
Dea, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:
- Y soy la misma de quien le hablaron.
- Linda historia -dijo Silveira-. Yo también conozco la leyenda y, si fuera lo que usted sugiere, tendría usted cien años.
Dea miró burlonamente al portugués.
- ¿Recuerda a don Fernando da Silveira, su antepasado, gran poeta?
- Le he oído nombrar.
- Yo le conocí -replicó Dea, como sin dar importancia a la cosa-. Poseo algunas de sus poesías escritas en el mil cuatrocientos ochenta y nueve. Le aconsejé que me acompañase aquí; pero él prefirió quedarse en Europa y morir asesinado.
- En el mil cuatrocientos ochenta y nueve no se había descubierto América -observó César.
- Pero yo había descubierto ya Europa -replicó Dea-. Ya tendré tiempo de contarles algunas de las cosas que viví y de las personas a quienes conocí.
- Pero…, ¿es que ha vivido usted quinientos años? -preguntó César.
Dea se echó a reír.
- No cuento los años -dijo-. Los años y el dinero solamente los cuentan aquellos que tienen pocos. El rico en oro y en siglos no se molesta en echar cuentas. Vamos.
- ¿Y las señoritas? -preguntó César, al no ver a María de los Ángeles ni a sus primas.
- Están durmiendo -explicó Dea-. Bebieron los licores que les sirvieron, y que contenían un soporífero, para que no pudieran impedir el crimen.
Sin agregar nada más, Dea volvió la espalda a los que estaban en la sala, dejando que sus hombres los desarmasen. Ella pasó como una reina entre sus más humildes súbditos y los prisioneros pudieron darse cuenta del respeto, mezcla de temor, que le demostraban no sólo los hombres de tez broncínea, sino también los blancos que se mezclaban con ellos.
- Es una de las aventuras más divertidas que hemos corrido -dijo Silveira.
- Yo no lo encuentro divertido -dijo César.
- Aguarda al final -dijo el español.
- ¿Por qué no hacemos resistencia y tratamos de huir? -preguntó el muchacho.
Guzmán, que se había librado del peso de su cinturón canana y de los revólveres que pendían de él, movió negativamente la cabeza.
- A una mujer no se la puede matar como se mataría a un hombre que tratara de detenernos. Esto, en primer lugar. Luego está el desierto. Aunque pudiéramos salir de aquí, si no lo hacíamos con nuestros caballos y bien provistos de agua no iríamos muy lejos. O nos cazarían los hombres de Dea o nos vencerían la sed y el sol. Cincuenta o sesenta kilómetros nos separan del primer manantial. Y bastaría desviarse quinientos metros del camino que conduce a él para que, en vez de encontrar agua, encontrásemos la muerte. Y muertos por muertos, es mejor ser testigos de uno de los hechos más increíbles de estas tierras.
Los servidores de Dea les hicieron montar en sus propios caballos, aunque despojándoles de sus cantimploras y anulando así toda esperanza de fuga. Colocándolos en el centro de una doble columna de jinetes y centinelas, los obligaron a marchar hacia la parte central del desierto. La nube de polvo que levantaban los caballos impedía a los prisioneros ver apenas nada de cuanto les rodeaba. Sólo sabían que tras ellos marchaba el carro en que iba Sebastián Morales, y que delante, al frente de sus huestes, cabalgaba, impasible, indiferente y majestuosa, Dea, la misteriosa dueña del oasis, a quien seguía a bastante distancia Ion Thayer.
Del cuerpo de Reader no vieron nada, ignorando si realmente lo habían devorado los cuatro grandes mastines dálmatas que trotaban junto al caballo de Dea.
Aunque presentía que la fuga iba a ser difícil, si no imposible, César esforzábase en captar todos los detalles del paisaje, con la esperanza de que, en un momento dado, le fuese dable escapar y regresar a Los Angeles.