Capítulo III La ruta del desierto
Desde la alta loma, El Coyote echó una última ojeada a María Jesús. No se sentía tranquilo. Era probable y, más que probable, seguro, que La Luciérnaga intentara un nuevo golpe para recuperar el dinero que su hijo guardaba en un sitio que no había querido decirle. Él tenía sus sospechas y deseaba llegar cuanto antes a Los Ángeles para confirmarlas o desecharlas. ¿Habría enviado César a casa el cheque dentro de un sobre, como una carta cualquiera? El joven sabía que, si iba dirigida a él mismo, ni Lupe ni su padre la abrirían. Pero los de La Luciérnaga podían creer que el cheque estaba oculto en algún otro sitio y, en vez de registrar el rancho de San Antonio, insistir en registrar al hijo de don César.
De momento, su inquietud se centraba en la posibilidad de una emboscada en el desierto que se pudiese achacar a los indios o a los bandidos.
Pero había algo más en la intención del Coyote al dirigirse hacia el Desierto Mojave, o el Desierto de las Leyendas, ya que ningún otro tenía tantas como él. La Mina de los Frailes. El Tesoro de Moctezuma. La Fuente de Juventud Eterna, que Ponce de León buscó demasiado al Este, en vez de seguir el sol hacia donde agoniza. Todas las maravillas de la fantasía humana se encontraban en algún punto de aquellas amarillas arenas y calcinados peñascales. El desierto, yermo en flores, frutos y vegetación, era ubérrimo en sueños. Cientos de hombres, engañados por los espejismos de aquellas leyendas, se perdieron para siempre en sus vastedades.
El Coyote conocía la casa del doctor Cibrián. Conocía, además, algunas cosas que la mayoría ignoraba. No fue una enfermedad la que alejó al doctor de la civilización para encerrarlo en el desierto. Éste no le defendía de las enfermedades, sino del brazo de la Ley, que allí resultaba corto. El doctor nunca hubiera acudido a María Jesús para curar a un herido. El doctor no salía de su refugio, como no fuese para realizar misteriosas visitas a los genios, magos y fantasmas que galopaban entre los vendavales que llevan el polvo y la arena de un extremo a otro del Mojave. Esto decían algunos indios que le vieron con los duendes y demás seres fantásticos.
Sin forzar el trote de su caballo, el enmascarado se fue adentrando hacia el desierto. Conocía los principales pozos, los que nunca se secan, y administró sabia y prudentemente el agua. En el último, antes de recorrer los cincuenta kilómetros de polvo y sequedad, hizo provisión amplia para él, para su caballo y para la posibilidad de que tuviese que recorrer otros cincuenta kilómetros más, aparte de los primeros.
Al reanudar el camino hacia la casa del doctor, El Coyote pensaba en su hijo. La victoria no es nunca del valiente si a su valor no une éste la prudencia. Pocas batallas ganará el general que no sepa cubrir su retirada. Él llevaba agua para llegar a casa del doctor y volver de nuevo al último manantial. Sin embargo, sabía que el doctor Cibrián tenía un pozo del que sacaba el agua más fresca del desierto. Pero tal vez al doctor Cibrián no le agradara la visita del Coyote.
Sin embargo, el doctor Cibrián le vio llegar sin demostrar la menor inquietud, ni tender la mano hacia el potente rifle que tenía junto a él, y con el cual, por mal tirador que fuese (y no lo era), habría podido detener el avance del solitario jinete que se acercaba a la casa, al pie de la alta torre de piedra y tierra blanquecinas.
Cibrián era un hombre de unos cincuenta años, alto, ancho de hombros, cabello entrecano, ojos pálidos, manos fuertes, boca fina, barbilla enérgica y frente despejada. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y cortado a ras de la nuca. Era atractivo, excepto cuando sonreía. Entonces era fácil advertir que su sonrisa resultaba falsa, como algo innatural.
- Se ha retrasado usted, señor Coyote -dijo Cibrián, acudiendo al extremo de la terraza de granito y junto a los escalones de ladrillo que conducían a ella-. Deje su caballo en el cobertizo y venga a tomar un whisky o un coñac con agua de seltz.
El Coyote no cometió la tontería de demostrar inquietud o cautela. Si aquel hombre le hubiera querido matar, habría podido hacerlo antes de que él llegara hasta allí. El rifle Remington, modelo militar, que El Coyote había podido ver en la terraza, tenía alcance suficiente para derribarle herido, por lo menos, quinientos metros antes de que él hubiese podido utilizar sus revólveres contra el doctor, quien luego sólo hubiera tenido que disparar cuatro o cinco tiros más para asegurarse de que el herido pasaba a muerto. No era lógico que, después de dejarle llegar hasta allí, le quisiera atacar a traición.
Una vez hubo dejado su caballo en el cobertizo, hecho con troncos y cubierto de trozos de cactos y hojas de la planta llamada «Bayonetas españolas», el enmascarado volvió hacia la terraza. Bajo un blanco toldo había dos sillas, una mesa y, encima de ésta, dos vasos, dos botellas, una de whisky y otra de coñac francés, y, por último, un frasco lleno de agua y tapado con un corcho sujeto con cordel.
- ¿Qué prefiere, señor Coyote? -preguntó el doctor.
- Coñac.
- Yo también. Así verá que no trato de envenenarle.
- Teniendo ese rifle, no necesita usted envenenar a nadie.
El doctor arqueó las cejas, como si encogiera los hombros.
- No crea, señor Coyote. Un cuerpo con una bala dentro, incluso en el desierto, suscita sospechas y provoca investigaciones.
- Lo cual a usted no le gusta.
- Eso es. No quiero muertos así. Prefiero cadáveres sin huella de violencia. Un veneno sólo puede descubrirse mediante una cuidadosa autopsia y, además, en el desierto, un hombre puede morir de muchas enfermedades. Si no presenta herida alguna, quienes lo encuentren lo cubrirán de piedras y, si no es chino o piel roja, le pondrán una cruz junto a la cabeza. Nada más. Se le supondrá muerto de insolación, de sed y de aburrimiento.
- Quien le conozca a usted, doctor, no pensará que el aburrimiento pueda matar a un hombre. Usted está vivo.
- A su salud, señor Coyote -brindó el médico, llevándose a los labios el vaso de coñac y agua carbónica.
- A la suya, si es que ya ha mejorado -replicó el enmascarado, bebiendo. Luego comentó-: Es un buen coñac.
- Desde luego. Y mi salud ha mejorado mucho.
- Supongo que no querrá decirme cómo se enteró de mi llegada a tiempo de prepararme este recibimiento.
El doctor señaló, con displicente ademán, la cumbre del escarpado cerro a cuyo pie estaba la casa, a la cual defendía, al atardecer, de los últimos rayos del sol.
- Allí tengo un catalejo. Con él se ven muchas cosas.
- Ya suponía que no me querría decir cómo supo a tiempo mi llegada.
- ¿No le gusta la explicación del catalejo?
- No me gusta que me crea tan ingenuo. Vi ese cerro desde que salí de entre las Peñas de Las Ánimas. El sol le daba de frente y el cristal del catalejo hubiera brillado, de estar enfocado a mí.
- Es una ingeniosa suposición; pero el catalejo está debajo de un cobertizo de cañas y paja. El sol sólo puede hacer brillar su cristal cuando sale y cuando se oculta, o sea, al lanzar rayos horizontales.
- Perdemos el tiempo tratando de demostrarnos mutuamente nuestra listeza, doctor. El que le avisó de mi llegada vino montado en un caballo que no es el de usted.
Cibrián frunció el ceño.
- Es peligroso descubrir demasiadas cosas, señor Coyote. Incluso para usted.
- El hombre se dirigió luego hacia el centro del desierto… Cualquiera un poco práctico en estos asuntos diría que se dirigió hacia la muerte.
- ¿Era un hombre o un caballo?
- Los caballos son demasiado inteligentes para marchar hacia donde no hay agua, a menos que los obligue el que los monta, ya sea hombre o mujer.
El doctor se echó hacia atrás, recostándose cómodamente en su silla.
- Señor Coyote -empezó. Hizo una pausa y luego, mirando fijamente a su visitante, dijo, sin que ninguna emoción flotara en sus pálidos ojos-: Supe su llegada a tiempo de recibirle en paz o en guerra. Otros han querido llegar hasta aquí y… no han llegado. Una bala, una flecha o un lazo se lo impidieron.
- Usted es la bala -dijo El Coyote-. Sus dos criados son las flechas y el lazo. Y el tercer criado es… ¿Qué es?
- Puede ser el veneno.
- Bien. Continúe.
- Un muchacho, dos hombres peligrosos, tres mujeres muy lindas y un herido vienen a que yo cure a ese último. Lo supe a tiempo de obrar antes de que se metieran en este infierno. Curaré al herido, ya que no puedo hacer otra cosa.
- Bien.
- Pero usted debe olvidar que un caballo marchó hacia donde no hay agua. Además, debe olvidar algo que verá, porque se me ha prohibido que le cierre los ojos para siempre, o lo suficiente para que, al abrirlos de nuevo, todo haya terminado.
- Creo que no le entiendo.
- Desde luego. No me puede entender, porque se trata de algo demasiado fantástico… Pude haber echado un soporífero en su coñac, para dormirle un par de horas. Me lo prohibieron, porque yo habría aprovechado su sueño para quitarle el antifaz.
- ¿Qué inconveniente hay en que usted vea mi rostro?
- Pues… -Cibrián se encogió de hombros-. No sé. Sospecho, sin embargo, que es algo así como el deseo de no leer el final de la novela antes de llegar a él a través de sus sucesivas emociones. Puede que alguien desee descubrir quién es usted; pero no quiere que se lo digan antes de tiempo.
El doctor volvió la cabeza hacia el cerro y El Coyote, al imitarle, vio algo que no esperaba ver. Veinte jinetes se acercaban, procedentes de la parte central del desierto. Tras ellos iban no menos de cuarenta mulas.
- ¿Qué es? -preguntó El Coyote, haciendo intención de levantarse.
- No se mueva -previno el médico-. El criado de la flecha le observa.
Dirigiéndose al invisible servidor, Cibrián ordenó:
- Hazla vibrar.
El Coyote captó la vibración de la cuerda de un arco al ser tendido.
- Además, debe de estar por aquí el de la cuerda, ¿no?
- Claro. Por favor, no me obligue a tener el placer de matarle. Me censurarían.
El Coyote se recostó, con fingida indiferencia, contra el respaldo de su silla, y observó lo que hacían los jinetes.
Parecían soldados de un bien instruido ejército. Todos vestían pantalones blancos, de hilo, anchos y relativamente cortos, pues terminaban veinte centímetros más abajo de la rodilla. Cada hombre calzaba altas botas de montar, armadas de grandes espuelas de plata dorada o de oro. Eran botas indias, de flexible cuero, que debían de sentar como guantes. Llevaban, además, camisas cremosas y, encima, unas guayaberas de dril crudo, que les llegaban por debajo de la cintura, ceñidas por un cinturón canana con un revólver de gran calibre. Cada jinete llevaba ante él, pendiente de la silla de montar, un enfundado rifle de repetición. Por, último, todos se cubrían con sombreros grises, de ala ancha y copa redonda, cuya base rodeaba un cintillo con conchas de plata o algo parecido, pues a aquella distancia no se podía precisar con detalle.
- Un espectáculo sumamente curioso -murmuró el doctor-. Puede que sea un espejismo.
- Han tenido tiempo de retrasarlo o anticiparlo a mi llegada.
- Si quiere saber…, averigüe por sí mismo el secreto, señor Coyote. Pero, si lo hace, no me molestaré en curar a su amigo.
El enmascarado no contestó. Durante dos horas vio cómo aquellos extraños jinetes, parte de los cuales eran indios, pero entre quienes abundaban también los blancos, entraban en un almacén lateral, del que sacaron gran cantidad de fardos que colocaban, cuidadosamente, sobre las mulas. Mientras unos hacían esto, otros fueron al pozo a por cubos llenos de agua para dar de beber a las mulas y a los caballos antes de regresar por donde habían llegado. Cuando se perdieron tras una lejana nube de polvo, el doctor dijo:
- Puede usted quedarse; puede usted marcharse. ¿Qué cenará?
- Nada. Muchas gracias -contestó El Coyote-. Dígale sólo, a quien ha proyectado este espectáculo, que mi curiosidad es relativa. Que nunca me ha dominado, y que no cometeré la locura de lanzarme en busca del tesoro de Moctezuma, de la Mina de los Frailes, ni de la Fuente de Juventud Eterna.
- ¿No cree en nada de eso?
- ¿Y usted?
- ¿Yo? -El doctor Cibrián sonrió con su peculiar expresión-. Le contestaré como contestó un amigo mío: para creer en Buda, Brahma y demás, hay que ir a la India.
- O sea, que para creer en el tesoro, la mina y la fuente hay que vivir en el desierto Mojave.
- Eso es. Yo he bebido el agua de la fuente de eterna juventud, de eterna inmortalidad. Cada año que pasa soy más joven. Pero no soy feliz.
- Lo comprendo -asintió, burlón, El Coyote-. Usted es dueño de un tesoro infinito; pero no tiene dónde guardarlo. Lo deja todos los días y las noches al alcance de cualquiera que se lo pueda robar. Su vida inmortal es un tesoro; pero usted está inmunizado, sólo, contra la muerte natural, por enfermedad, por veneno o por cualquier otra cosa; mas un tiro, una cuchillada o un lazo en torno del cuello… serían la pérdida de su tesoro.
- Se ha burlado muy bien de la realidad, señor Coyote. Y, sin quererlo, ha acertado usted en su juicio. Jamás temí tanto a la muerte como ahora que soy dueño de la vida eterna. Pero usted no me cree, y… quizá sea mejor así. Adiós. Lamento no haber podido ver su rostro.