Capítulo IX El oasis

Marcharon durante toda la mañana, sin concederse ni un minuto de reposo. El desierto, en aquella parte ignorada por los hombres, adquiría una grandeza salvaje. De vez en cuando una ráfaga de aire ardiente, como si brotase de un horno, disolvía la cortina de polvo que levantaban los caballos y César podía ver más claramente el paisaje. Crestas blancas y rojas, lejanos montes color ceniza, como si fueran montones de escorias, residuo de las hogueras del infierno. Sobre alguna de aquellas alturas flotaba un jirón de nube blanca. El cielo, de un azul descolorido, era una bóveda metálica y sofocante.

Más tarde llegaron a una quebrada región, donde se abrían docenas de cañones cuyas bocas, en abanico, eran la entrada a otros tantos laberintos que conducían a la muerte. Sólo uno de aquellos cañones debía de conducir al oasis, y, para que nadie pudiera jamás revelar cuál era, a Guzmán, Silveira y César les fueron tapados los ojos con unos pañuelos.

Antes un indio de pétreo rostro les dijo en español:

- No toquéis pañuelos, porque si os veo retirar la mano de las riendas os pegaré un tiro.

No usó un tono amenazador, ni hizo ningún ademán que acentuara su amenaza; pero se comprendía claramente que no era una vana amenaza y que no dudaría lo más mínimo en convertirla en realidad.

Aún cabalgaron un cuarto de hora por el llano, bordeando las bocas de aquellos cañones; luego, Cesar comprendió, por la inclinación de su caballo y por el creciente y sofocante calor, que estaban bajando, entrando en un cañón y avanzando por él.

Al cabo de media hora más les fueron quitados los pañuelos y se encontraron en una a modo de plazoleta en el fondo de un pozo formado por cuatro altas paredes de roca.

Antes de que pudiesen mirar atrás fueron obligados a pasar bajo un arco de piedra, que formaba un puente natural, penetrando en otro cañón tan lleno de vueltas y revueltas, que al cabo de diez minutos de marchar por él ya no sabían si iban hacia el Este o el Oeste.

El sol, en el cenit, no ayudaba a la orientación.

Entraron en otros cañones, que tras un breve recorrido abandonaban para entrar en otros y, así, recorriendo un endiablado laberinto, salieron a una hondonada que parecía el cráter de un gigantesco volcán. Descendieron a él por un estrecho sendero, y, al preguntarse César cómo podría ir por allí el carro, se volvió, descubriendo que unos indios vestidos sólo con pantalones de blanco algodón cerraban la marcha, llevando en hombros cuatro camillas. En tres de ellas iban, dormidas, las mujeres. En la cuarta iba el herido.

- Por muchos años que vivas, nunca olvidarás esto -dijo Guzmán a César.

- Es maravilloso -replicó el joven-. Esto debía de ser un volcán, ¿no?

- No -contestó el español-. Es, simplemente, la tumba de un meteoro que se enterró aquí, cayendo del firmamento a una velocidad inimaginable. He visto en Arizona algo parecido.

Al llegar cerca del fondo del cráter, César vio que estaba lleno de agua verdosa. A pesar de la presencia de aquel líquido, no crecía en los bordes de la pequeña laguna ni una mata de hierba.

- Veneno -explicó el español-. Sin duda el meteoro, al caer, abrió paso a alguna corriente subterránea de agua; pero ésta, al entrar en contacto con el cuerpo metálico caído del cielo, se impregnó de las sustancias del mismo, volviéndose venenosa.

En la ladera opuesta se abría la boca de una cueva, a la que iba a dar el camino. Los jinetes entraron por ella en fila india, siguiendo la marcha bajo tierra, rodeados de totales tinieblas.

La incomodidad de aquel viaje subterráneo quedaba compensada por la creciente y agradable frescura que allí reinaba.

César no podía calcular el tiempo que llevaba caminando por el túnel. Los minutos se le hacían interminables, y no hubiera sabido decir si llevaba una hora, dos o sólo media cuando, al fin, se encontró en una gigantesca sala subterránea, adornada con una fantástica decoración de estalactitas. Metidas en diversos agujeros ardían quince o veinte antorchas, cuya luz se reflejaba en las húmedas superficies de la roca. De algún sitio llegaba el fragor de una corriente de agua precipitándose en un invisible abismo.

Los jinetes se detuvieron y desmontaron. El indio que antes les amenazaba con volarles la cabeza se acercó, indicándoles que bajaran de sus caballos.

Los tres obedecieron y, temiendo que Morales no hubiera podido resistir el viaje, fueron hacia donde estaba su camilla. Con la natural sorpresa, le encontraron muy mejorado. Apenas tenía fiebre y había recobrado el conocimiento.

- No entiendo nada de lo que ocurre -dijo-. ¿Dónde estamos?

Guzmán y César le explicaron lo que sabían, que, por lo que al lugar en que estaban y sitio a que se dirigían, era muy poco.

- Gracias por haberle matado -dijo el herido a César, estrechándole la mano-. Por lo menos, ya se ha cumplido una parte de la venganza.

Después explicó que, en el carro en que realizara una parte del viaje, un indio muy viejo le había hecho beber un líquido amargo, que le sumió en un sueño profundo y reparador. Al despertar había sentido un intenso dolor en la herida, y el indio le mostró la bala que le había extraído.

- Me dijo que estaba tan cerca del corazón, que sólo la voluntad de Dios pudo impedir que la herida fuese fatal. Aquel hombre debía de ser un mago.

Luego lo colocaron en una camilla, le taparon la cara con un lienzo oscuro y apenas vio nada en el resto del viaje.

La parada en la gruta sirvió para distribuir la comida, que se había preparado en una gran hoguera. César intentó acercarse a Dea; pero le detuvieron mucho antes de llegar adonde estaba la mujer.

A pesar del gran número de personas allí reunido, en la cueva reinaba un silencio que sólo era roto por el fragor de la catarata. A falta de otra ocupación, César y sus compañeros entretuviéronse examinando la fantástica cueva. Se veían infinidad de aberturas y comprendíase que no sería fácil encontrar, entre tantos caminos, el que conducía a la libertad.

Cuando las antorchas empezaban a apagarse reanudóse el viaje, y de nuevo se hizo éste en total oscuridad, aunque las ráfagas de viento que de vez en cuando se notaban indicaban que la salida estaba cerca.

Efectivamente, al cabo de unos tres cuartos de hora de marcha, lució frente a los jinetes un punto de luz que se fue haciendo mayor, hasta que la salida del túnel adquirió exactos perfiles, y de nuevo se encontraron los viajeros en medio del desierto, avanzando hacia una montaña rojiza, en cuyas laderas verdeaban algunas matas.

Se bajó un rato, mientras el calor, por contraste con la frescura de la cueva y del túnel, resultaba intolerable. Luego emprendióse la subida por un camino ancho y bien trazado, que llevaba a la montaña, ascendiendo por ella en zigzag hasta su parte media. Allí la bordeaba en línea recta. Siguiéndolo llegaron a un punto en que el camino se introducía por entre dos vertientes, seguían unos cien metros por ella y, por último, desembocaba ante el más maravilloso e inesperado de los paisajes.

- ¡El oasis! -exclamó César.

Ante los viajeros se extendía un inmenso valle, rodeado de montañas pobladas de árboles. En la cumbre de alguno de aquellos montes debía de haber algún caudaloso manantial, pues se veía un canal de unos dos metros de anchura, que bordeaba los montes, en continuo descenso, dando tres vueltas completas al valle antes de desembocar en él. Las cortaduras que a veces le cerraban el paso eran salvadas por puentes de piedra, especie de pequeños acueductos. Otras veces las aguas entraban en túneles abiertos en la roca. Esparcidas de cien en cien metros, poco más o menos, había compuertas de desagüe, que servían para dejar que el agua se derramase montaña abajo, regando los árboles que, de otra forma, no hubieran podido vivir en aquel cálido lugar.

Este riego casi continuo había permitido el rápido desarrollo de los árboles, escogidos, sin duda, entre los que mejor se podían criar en aquellas condiciones. Como en su mayoría eran árboles exóticos, o sea, de especies que no se dan espontáneamente en aquella región, su presencia allí sólo se podía explicar suponiendo que hubieran sido plantados por alguien bien informado de su capacidad de desarrollo en aquel clima.

Al mismo tiempo el copioso riego refrescaba el ambiente y, más que refrescarlo, le daba una humedad que faltaba en el resto del desierto.

La mayor parte de los habitantes del valle eran indios, entregados a las labores agrícolas; pero no faltaban blancos, cuya especialización debía de ser la artesanía, pues los que vieron los prisioneros estaban ocupados en hacer sillas de montar, objetos de barro, cacharros de cobre para cocina, zapatos y otros objetos. Algunos indios les ayudaban y otros trabajaban haciendo cestos de mimbre.

En su descenso hacia el valle, los prisioneros cruzaron tres puentecitos sobre las aguas del canal. Al llegar abajo pudieron observar que el canal era convertido en río, que serpenteaba por el valle y terminaba en un ancho lago. Antes de correr por el lago, las aguas eran utilizadas para mover cuatro grandes ruedas hidráulicas, cuya existencia hacía suponer que en el misterioso valle existía alguna industria.

- ¿Qué te parece? -preguntó Guzmán a César, mientras Silveira se colocaba al otro lado del muchacho.

- No se me ocurre otra expresión que ésta: ¡Es fantástico!

- Lo es -replicó el español-. Y me gustaría que lo fuese un poco menos.

César miró interrogativamente a Guzmán, mientras el portugués explicaba el sentido de la frase de su amigo:

- No es lógico que esa señora esté dispuesta a que todo el mundo conozca cómo es y dónde está su fortaleza, su imperio o lo que ella quiera llamar a esto. Por tanto, no nos dejará marchar y, vivos o muertos, quedaremos enterrados aquí.

- No… -empezó César-. No puede ser. Tenemos probabilidades de marcharnos.

Él mismo no creía en sus palabras, pues se daba cuenta de que no sería cosa fácil salir de aquel valle, cruzar el laberinto de pasos y caminos, parte de los cuales recorrieron con los ojos vendados, llegar a la casa de Cibrián y, desde ella, alcanzar la civilización. Aquel valle estaba defendido por una muralla, infranqueable aunque nadie la vigilase. Por ello le asombró oír al español contestar:

- Es posible huir; pero no será fácil, a pesar de las medidas tomadas.

- ¿Te refieres a las que yo tomé? -preguntó Silveira.

- A las tuyas y a las mías -contestó el español-. El camino debe de estar bastante bien señalado.

- ¿Qué quieres decir? -pidió César.

- Él y yo fuimos dejando huellas en los pasos difíciles -explicó Guzmán-. No sería difícil regresar valiéndose de dichas huellas.

- Entonces… podemos huir cuando queramos.

- Sólo cuando podamos -replicó el portugués-. Y sospecho que esta gentecita no nos va a dejar muchas oportunidades.

- Sin embargo, ¿con qué fin nos deben de haber detenido? ¿De qué utilidad podemos serles?

- Esta es una pregunta que, sin duda, se hace el ternero cuando se lo llevan hacia el matadero. Si a él no le gusta la carne, ¿cómo puede imaginar que a otros animales les guste?

- A lo mejor nos devoran -rió César.

- No es un imposible -dijo, muy serio, el español-. Uno de mis antepasados, capitán en el ejército de Cortés, fue descuartizado en una pirámide mejicana, después de haber sido capturado en la retirada de la Noche Triste. Y, según observo, a esta gente no le falta sangre azteca en las venas ni su pirámide.

Al decir esto, Guzmán señaló una pequeña pirámide, por uno de cuyos lados subía una escalera de piedra hasta la aplanada cima.

La pirámide ocupaba el centro geométrico del valle, y hacia ella se dirigía la comitiva.

Cuando pasaban entre una doble fila de pequeños y blancos edificios de adobe, de los que asomaban los extremos de los troncos que sostenían el techo, César vio, a la puerta de uno de ellos, a Kyle Porter, el guía que los llevó desde María Jesús a los umbrales de la casa de Cibrián.

- ¿Le ves? -preguntó César.

- Sí; pero es mejor no demostrarlo -aconsejó el español-. Le alegraría nuestro despecho.

César opinaba de distinta manera.

- Prometí matarle si le volvía a ver ante mí -dijo.

Antes de que sus amigos le pudiesen detener lanzó su caballo hacia donde estaba Kyle Porter.

Éste le vio llegar y, adivinando las claras intenciones del joven, tiró el cigarrillo que estaba fumando y llevó la mano derecha a la culata de su revólver, mientras se echaba hacia delante, como tigre que se dispone a saltar sobre su presa.

César podía ser un impulsivo, pero aparte de esto llevaba en sus venas una sangre demasiado guerrera, demasiado astuta y demasiado limpia para caer en la tontería que de él esperaba Porter.

No se tiró desde su caballo al cuello del falso guía. Sin desmontar, sacando sólo el pie derecho del estribo, redujo su ataque a pegar contra el rostro de Porter un feroz puntapié en el que puso toda su fuerza y toda su rabia.

Alcanzado en la boca y en la nariz, sangrando copiosamente, Porter fue lanzado hacia atrás dando con la cabeza contra la pared de la casa y derrumbándose como un saco, boca arriba, con la cara, el cuello y el pecho llenos de sangre.

Dea contuvo con un imperioso grito la acción de uno de sus hombres, que había levantado su revólver para golpear con él al joven. Dio luego una orden en un idioma desconocido para César, quien se encontró devuelto violentamente junto a sus amigos.

- Buen puntapié -rió Silveira-. Me extrañó no ver salir disparada la cabeza del sinvergüenza.

Dea, entretanto, hablaba con el indio que antes tapara los ojos a los prisioneros. El hombre la escuchaba con la cabeza inclinada, y cuando ella terminó de darle órdenes, el indio inclinóse aún más, yendo luego hacia donde estaban el californiano y sus amigos.

- Ese tiene tipo de gran sacerdote -comentó Silveira-. Seguro que nos viene a leer la sentencia.

Kyle Porter fue llevado hacia un lavadero, donde dos criados o soldados de Dea le lavaron la cara y devolvieron el sentido sumergiéndole en el agua hasta que sus convulsiones y sus esfuerzos para no ahogarse les indicaron que ya había vuelto en sí.

Entretanto, el indio llegó ante César y le dijo, con su inexpresivo semblante y su monótona voz:

- Dea te previene contra tus impulsos. Sólo ella tiene la potestad de derramar sangre en el Valle. No vuelvas a hacerlo, pues entonces tu sangre se mezclaría con la de tu víctima. Dea me encarga que os anuncie que viviréis en una casa del valle, que no podréis salir sin permiso y que recibiréis cuanto os sea necesario. Seguidme.

- ¿Y las muchachas? -preguntó César.

- Serán bien cuidadas por los servidores de Dea. Nada les ocurrirá. Venid.

Apartándose de la comitiva, los tres prisioneros siguieron al indio. Antes de doblar un recodo del camino por el que iban, César volvióse hacia la dueña del Valle. Le sorprendió hallarla con la mirada fija en él y, mucho más, que al tropezar sus miradas, ella sonriese entre amable y burlona.

Los árboles que crecían a ambos lados del camino se interpusieron entre ellos, y César ya no vio más a Dea.

Al cabo de unos minutos, entraba en una fresca y bien acondicionada casa. Aquella seria su cárcel, pues las ventanas tenían rejas y la puerta dos guardianes.