Capítulo V El cuerpo del delit o
Pedro Bienvenido pasó la noche en la cárcel de María Jesús. No protestó. No escandalizó, lo cual resultaba una novedad en aquel lugar del que todos sus ocupantes deseaban salir en cuanto entraban en él, y para conseguirlo no ahorraban gritos y bramidos. El indio se sentó en un bien poblado camastro y sacando su diabólica pipa comenzó a fumar pausadamente, gozando de cada bocanada de humo que llevaba hasta sus pulmones, exhalándola, luego, con evidente pesar.
Aquel día, el juez don Baldomero de Pedro no se encontraba todo lo bien que él hubiera querido y, por eso, en vez de ir al juzgado se quedó en su casa hasta las tres de la tarde, en que se dirigió a su café predilecto. Permaneció allí hasta la noche y, en mejor estado de salud y de humor, marchó a su casa, cenó, se acostó y al otro día fue al juzgado para atender los asuntos acumulados durante su ausencia.
Despachó los más sencillos y al presentarle el caso de Pedro Bienvenido y la acusación de dos asesinatos que pesaba sobre el indio, el juez preguntó:
- ¿Se ha investigado el asunto?
Su secretario movió negativamente la cabeza, agregando:
- La acusación la presentó el doctor Robles. Los cadáveres están en el hospital.
El juez hizo llamar a Pedro Bienvenido.
- ¿Sabes de qué te acusan? -le preguntó.
- No, señor juez -respondió el indio-. No sé nada.
- ¿No sabes nada y no protestaste cuando te detuvieron?
- ¿Para qué, señor? ¿De qué le sirve a un pobre indio protestar? Ustedes nunca le atienden.
- Debemos de tener nuestros motivos, ¿no te parece?
- ¡Uuhhh! -respondió Pedro Bienvenido, volviendo a su hermetismo.
- ¿Por qué mataste a aquellos dos hombres?
- ¡Uuhhh! -contestó el indio, moviendo negativamente la cabeza.
- ¿Insistes en que no los mataste?
Pedro Bienvenido movió negativamente la cabeza.
El juez consultó el breve sumario.
- Parece que nadie te vio cometer el crimen. Pedro, sólo tú podrás ser culpable. Iremos juntos al hospital y veremos a esos muertos.
- ¡Uuhhh! -asintió el cocinero, cargando de nuevo su magnífica pipa y fumando plácidamente.
El juez le observó; pero no hizo ningún comentario acerca de la pipa. Como el caso de Pedro Bienvenido era el último del día, llamó al alguacil y al comisario y, acompañado por ellos y por su secretario, además de Pedro Bienvenido, tomó el camino del hospital.
Sor María de los Milagros les recibió en su despachito. Al juez le dirigió un severo pero cortés saludo. A Pedro Bienvenido trató de abrumarlo con una mirada de reproche; mas el indio la recibió con una total indiferencia. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que no conocía a la monja.
- ¿Qué desea de nosotras, don Baldomero?
- Sólo las molestaré un momento, hermana. Quisiera examinar los cadáveres.
- ¿Cuáles?
- El cuerpo del delito.
- Las víctimas del crimen cometido por este indio -explicó el secretario del juez.
- ¡Oh! ¿Es que los necesitaban? -preguntó la monja.
- Claro.
- Pues… no están aquí.
- ¿Dónde están? -preguntó el juez, arqueando una ceja.
- Se los llevaron a enterrar.
- Pues los desenterraremos. Díganos en qué lugar del cementerio…
- No sabemos dónde los enterraron. Trajeron una orden de…
Quienes conocían a sor María de los Milagros se hubieran asombrado viendo su turbación, tan impropia de ella.
- ¿Mía, quizá? -preguntó don Baldo-mero.
La monja asintió con la cabeza, agregando, al ver la expresión del juez:
- Ya comprendo que no era legítimamente suya. Si hubiese usted firmado la orden, no hubiera venido a preguntar por los cadáveres. ¿Qué debe de haber ocurrido?
- De momento, ha desaparecido el cuerpo del delito y no podemos mantener preso a Bienvenido. Lo retendremos hasta mañana, en espera de que alguien denuncie la desaparición de dos hombres, o comprobemos por nuestras investigaciones, que no podrán ser muy precisas, que dos hombres han desaparecido en circunstancias que hagan sospechar su muerte.
- Eso no ha de ser difícil -sugirió la monja-. En una población tan reducida…
- Lo es -interrumpió el juez-. De este pueblo se marcha todos los días gente sin decir a dónde va. Por lo mismo que todos los días llegan forasteros que no dicen de dónde vienen. ¿Cómo vamos a probar que de los seis, o siete, o más hombres que se marcharon anteayer, dos de ellos no se marcharon, sino que fueron asesinados? Sus cadáveres serían una prueba concluyente. Sin esos cuerpos, nada se puede probar. Porque supongo que no saben quiénes eran. ¿O sí?
- No… no. Es que yo no quise que el doctor registrara las carteras.
Mirando a Pedro Bienvenido, la monja siguió, señalándole:
- Pero él debe de saber los nombres. Él los registró…
- ¡Uuhhh! -gruñó el indio. Y agregó, para aclarar su gruñido-: Yo no sé de qué habla.
- ¿Cómo te atreves? -preguntó, furiosa, la monja. Luego se calmó un poco-. Puede que todo haya sido una fantasía.
- ¿Quiere decir que aquellos dos muertos acaso no existieron? -preguntó el juez.
- Sí que existieron; pero ya no están aquí. Y si no están, no existe delito, ¿verdad?
- La ley sólo puede acusar a un hombre de asesinato si existe el cadáver de su víctima o, por lo menos, si se sabe que ha desaparecido un ser determinado y conocido. Sin estos requisitos tendremos que dejar en libertad a Pedro Bienvenido. Pero, antes, dígame si sabe quiénes vinieron a buscar los cadáveres.
El rostro de sor Milagros se iluminó.
- A ellos sí que los conozco. Eran los señores Forrestal, Reader y Thayer. Los conocí hace tiempo, en Chicago. Eran unos caballeros muy respetables, y por eso no tuve inconveniente en que se llevasen los cuerpos.
- ¿Les dijo que los conocía? -preguntó el juez.
La monja quedó pensativa.
- Sí -dijo, por fin-. Mas… pareció que ellos no se acordaban de mí. Claro que, para ellos, una monja que sólo sabía hablar el español tenía menos importancia que, para mí, el hecho de encontrar en Chicago a tres caballeros capaces de entenderme.
El juez se volvió hacia el secretario y el alguacil y encargó:
- Infórmense de si se encuentran en María Jesús esos caballeros a quienes ha nombrado sor María de los Milagros. El detenido y yo volveremos al juzgado. Adiós, hermana.
- Que el Señor le acompañe y le ilumine -deseó la religiosa.
- Todos lo necesitamos -replicó el juez, saliendo del hospital.
Por el camino dijo a Pedro Bienvenido:
- ¿Esperabas esa ayuda?
- ¡Uuuhh! -contestó el indio, encendiendo su pipa.
- ¿Quién te regaló esa magnífica pipa?
El indio encogióse de hombros.
- Si no descubren los cadáveres, tendré que dejarte en libertad.
Pedro Bienvenido no se molestó en encogerse de hombros ni en lanzar uno de sus gruñidos.
- Pero si los encontramos, tendré que hacer que te ahorquen.
- ¡Uuuhh!
Don Baldomero no insistió. Dejó encerrado al preso y se marchó a su casa, luego a su café y hasta la mañana siguiente, pues antes no hubiera tolerado que le molestasen con tonterías, no le fue comunicado que nadie en María Jesús confirmaba la declaración de sor Milagros respecto a la presencia de los señores Forrestal, Reader y Thayer.
- Pues que le pongan en libertad -replicó el juez, refiriéndose al indio.
Pedro salió de la cárcel del juzgado una hora más tarde. Quienes imaginaran que el indio regresaría al hospital se equivocaban. Pedro Bienvenido se encaminó a una de las casas del barrio viejo, llamó a la puerta, fue introducido en una estancia pobre pero limpia y, tras aguardar en ella un rato, fue introducido por la misma india que le había abierto la puerta en otra habitación, ocupada por un hombre que, a juzgar por su aspecto, tenía, como hubiera dicho un indio, «toda la edad del mundo».
- ¿Qué tal, Pedro Bienvenido? ¿Cómo te fue en la cárcel?
A pesar de su vejez, el anciano hablaba con voz clara y firme.
- Muy bien, señor -replicó el cocinero del hospital-. Una cárcel es un lugar donde el hombre prudente aprende sabias enseñanzas acerca del bien y del mal, de la riqueza y de la mala fortuna.
- Tuviste fe en el pronóstico -dijo el otro-. Eso es bueno, Pedro. Ahora debes emprender la aventura. Ya tienes la fuerza del toro, la astucia de la zorra, el valor del jaguar y la inteligencia de nuestros ancianos. Tus manos son hábiles, tus ojos son agudos, tus oídos son finos y tus labios saben filtrar las palabras, reteniendo aquellas que están mejor no dichas.
- Estoy dispuesto -dijo Pedro Bienvenido.
- No dejes que tus manos vacilen.
- Mis manos ya probaron que eran fuertes. Y mi fe demostró su fortaleza al aceptar tu promesa de que nada me ocurriría. Me han dejado en libertad y ya no me acusan de nada.
- Así estaba escrito en el libro del destino; pero una fuerza superior nos impide leer tu suerte en la nueva aventura que vas a emprender. Ella es una usurpadora; mas si hubiera bebido en la fuente sería un sacrilegio quitarle la vida que el agua hizo eterna.
- A veces hay que cometer sacrilegios necesarios.
- Efectivamente. Pero… se precisa valor. La vida material se pierde y, a cambio, recibimos la vida eterna del alma. Mas, cuando es la vida eterna la que peligra, el hombre tiene derecho a ser cobarde.
- Gracias, anciano, por tus palabras. Yo confío en que Dios, que conoce las intenciones que rigen nuestros actos, me juzgue por ellas y no por ellos.
El anciano se inclinó, acariciando suavemente las manos de Pedro Bienvenido.
- Si necesitas oro… -empezó.
- Nada necesito, como no sea que pidas por mí a Dios.
- Por ti pediré hasta que reciba la señal de que nuestra venganza se ha realizado.
Pedro Bienvenido de la Guardia se levantó, saludó al anciano y salió de la estancia, de la casa y, poco después, de María Jesús, montado en un caballo y llevando tras él otro cargado de víveres y agua.
Los últimos que le vieron calcularon que se dirigía hacia el desierto.
Al conocer este detalle, don Baldomero de Pedro se extrañó de la que él creía precipitada e innecesaria fuga. Innecesaria, porque nadie había visto a los señores Forrestal, Reader y Thayer, únicos que, de existir en otra parte que en la imaginación de sor Milagros, podrían haber presentado los cuerpos de los asesinados por el indio. Como el cuerpo del delito no había aparecido y, además, en el cementerio no se había enterrado a nadie en los tres últimos días, la marcha de Pedro Bienvenido resultaba inexplicable.