Capítulo II En el hospital

El hospital de María Jesús era un edificio sólido, alegre, limpio y acogedor. El pueblo estaba orgulloso de él y no podía decirse que se hubiera levantado en vano. Sus tres salas solían estar casi siempre ocupadas por heridos de plomo, de alcohol o de enfermedad. Estos últimos en minoría, pues las borracheras y los tiroteos eran, en María Jesús, las principales epidemias que surtían de clientes al hermoso hospital.

Cuidaban de los enfermos y heridos cuatro monjas, sin hacer distinción entre católicos, protestantes, judíos o chinos. Les ayudaban seis indias y un cocinero también indio que parecía el verdadero amo del hospital o, por lo menos, de sus seis compatriotas. Cuando los remedios de los médicos fallaban y algún paciente estaba a punto de pasar a la categoría de cadáver, el cocinero se deslizaba hasta la cabecera del moribundo y aprovechando que las religiosas se hallaban ausentes o no le veían, ponía en práctica ciertas hechicerías que en más de una ocasión fueron o parecieron ser la verdadera causa de que el enfermo no pasara a ser un muerto.

Los tres médicos que atendían a los enfermos o heridos se reían en público de la competencia que les hacía el cocinero; pero en privado hasta le consultaban o, por lo menos, le respetaban lo suficiente para no exigir su despido. Al fin y al cabo, como le decían a veces a sor Milagros, lo importante era salvar una vida.

Sor Milagros no se conformaba con tales explicaciones.

- Esas brujerías quizá salven sus cuerpos; pero ponen en peligro sus almas -protestaba.

- De salvarlas ya se encargará usted, hermana -respondían los médicos.

El cocinero, por cuyas venas corrían torrentes de sangre azteca, era buen creyente, había sido bautizado con el nombre de Pedro Bienvenido de la Guardia, apellido que debía a haber sido educado en el Hospicio de la Guardia, en Ciudad de Méjico. El Hospicio lo fundó don Eduardo de la Guardia y, por eso, a todo chiquillo que se bautizaba en él se le ponía el apellido la Guardia, si no tenía otro más legítimo. Pedro Bienvenido hubiera podido llamarse Pedro Bienvenido Sánchez, pero sus padres prefirieron que llevase el apellido del noble fundador del hospicio.

De Méjico pasó a California, deteniéndose en el camino, a pasar un par de años con los indios de su tribu. Allí aprendió dos cosas importantes: guisar y realizar hechicerías.

Era hombre de pocas palabras, obsesionado por la idea de que a pesar de su parquedad en el hablar aún hablaba demasiado. Una escoba resultaba, por comparación con él, tremendamente expresiva. En su lucha por el silencio había llegado a utilizar una sola palabra: «Ahh.» Que lo mismo podía significar sí, no, hola, adiós, ¿qué tal?, estoy contento, estoy triste, me gusta, me disgusta, me marcho, volveré pronto, volveré tarde o no volveré.

Además era aficionado a asistir a las operaciones quirúrgicas, en las cuales dejaba que su rostro expresara algo parecido a la emoción cada vez que ante sus ojos se cortaba un brazo, una pierna o, simplemente, un dedo.

Sor María de los Milagros le reprendió una vez:

- ¡Por Dios, Pedro Bienvenido, no mires con ojos de hambre esa pobre pierna! Cualquiera diría que estás deseando aprovecharla para el caldo de los enfermos.

- ¡Uhhh! -gruñó el cocinero-. Buen caldo. Seguro.

- ¡Eres un salvaje! -replicó la monja-. Serías capaz de comerte a un ser humano.

El indio le dirigió una larga mirada tan inexpresiva que a fuerza de serlo resultaba escalofriantemente significativa.

- ¿Serías capaz de devorarme? -preguntó sor María de los Milagros.

- ¡Uhhh! -replicó el cocinero, y agregó, altivamente-: Tú, monja, eres persona blanca a quien yo menos desprecio.

Esto no significaba mucho, porque lo mismo se podía interpretar como una prueba de afecto, que impediría a Pedro todo intento de canibalismo en la persona de la religiosa, como podía tomarse en el sentido de que, no siendo un manjar despreciable del todo, podía servir para calmar el apetito del azteca.

La llegada de Sebastián Morales coincidió con el despido de dos de las criadas indias. No las despidieron los médicos ni las monjas. Fue Pedro Bienvenido quien les expulsó del hospital, prometiéndoles en su idioma que si volvía a ver sus sucias caras por allí las cocería en grasa de cordero y se las ofrecería como manjar a las águilas, ya que no eran dos mujeres, sino dos lagartos inmundos.

Sor María de los Milagros le riñó a su manera.

- Ya sé que eran sucias, Pedro; pero tú sabes que las necesitamos, aunque sean un poco marranas. Nadie quiere trabajar en el hospital. Pagamos poco dinero. Prefieren ir a barrer y fregar suelos en cualquier taberna, donde encuentran, caídas en el entarimado, hasta monedas de cinco dólares y, sobre todo, muchos centavos que nadie se ha molestado en recuperar.

El indio le escuchó impasible. La monja suavizó aún más su voz:

- ¿Verdad que las volverás a llamar? ¿Verdad que te portarás bien con ellas?

- ¡Uhhh! -replicó el cocinero.

La religiosa no sabía lo que Pedro había querido decir. Por eso insistió:

- Debes ser más amable con la gente. ¿Verdad que te portarás bien con ellas?

Pedro Bienvenido había agarrado por las alas a una gallina de las que tenía atadas a una de las patas de la mesa de la cocina y de un tajo dado con un cuchillo de carnicero, la decapitó.

Sor María de los Milagros lanzó un chillido de horror y escapó de la cocina sin detenerse a ver la sonrisa que por unos segundos iluminó el cobrizo rostro del indio.

Más tarde, Pedro Bienvenido le envió a decir por una de las indias que, si ella lo deseaba, él se encargaría de hacer venir a tantas indias como quisiera.

- ¡Dile que no! -replicó la religiosa, que aún no se había recobrado de la mala impresión que le produjo el degollamiento de la gallina.

- ¿Por que no? -preguntó uno de los médicos, que estaba en la sala.

- ¿Se imagina, doctor, la clase de gente que meteríamos en el hospital? Esto se convertiría en un campamento indio, con hogueras en los pasillos y danzas religiosas entre las camas de los enfermos.

El problema planteado por la marcha de las indias quedó parcialmente resuelto por la oferta de Angelines y Luisita Ríos, que se ofrecieron a cuidar a Sebastián Morales e, incluso, durante la noche, a atender a cualquier enfermo que las necesitara.

Su ofrecimiento fue aceptado por las monjas, pues aunque no resolvía totalmente el problema, ofrecía una solución parcial.

Al hacerse de noche, se aminoraron las luces del hospital. Angelines sentóse a la cabecera de Sebastián Morales, cuya elevada fiebre le mantenía en un denso sopor. Como si la reducción de la luz de las lámparas de petróleo hubiera despertado a los enfermos, en vez de adormecerlos, en el hospital comenzaron a oírse ruidos, gemidos, voces ahogadas, carcajadas, gritos, ronquidos, profundos suspiros que hacían pensar que, al exhalarlos, alguien había empujado con ellos, fuera de su cuerpo, su alma.

- ¡Qué desagradable es esto! -se quejó Luisita-. Si a María de los Ángeles le apetece cuidar de un herido, podía encargarse ella del trabajo, en vez de traspasárnoslo a nosotras.

- ¡Mujer, es un acto de caridad! -replicó Angelines-. ¡Pobre muchacho! ¡Cuánto ha sufrido!

Se acercó a Sebastián y le observó a la débil claridad de una cercana lámpara.

- Nosotras nos quejamos de nuestras vulgares existencias; pero, ¿no crees que a veces es mejor no tener historia?

- ¡Uhhh! -gruñó alguien al pie de la cama.

Las dos hermanas dieron un respingo y al volverse hacia el que las había interrumpido hubiesen lanzado un chillido, de no contenerlas Pedro Bienvenido con un imperioso ademán.

- ¿Por qué están aquí? -quiso saber.

- ¿Se refiere a nosotras? -preguntó Angelines.

- ¡Uhhh! -asintió el indio, afirmando con la cabeza.

- Estamos para cuidarle -explicó Luisa, señalando con el dedo a Sebastián Morales.

- ¿Traes revólver, pistola o fusil? -preguntó el indio.

- Estamos aquí para cuidar de él, no para matarle -respondió Angelines.

- Sin muchas armas no cuidaréis bien de él. Mujeres no sirven para asustar a pájaro de la muerte que tiene ya las alas abiertas para volar hasta aquí.

- ¿Qué quiere decir? -tartamudeó Luisita.

Pedro Bienvenido observaba con inmóvil fijeza al hombre tendido en la cama.

- Sí -susurró-. Ya se acerca la Muerte. Rezad oraciones por su alma, mujeres. El pájaro de la muerte vuela hacia aquí. Es un buitre de fuertes garras y afilado pico.

Quedó silencioso, pero sus ojos, muy abiertos, buscaban algo que sólo ellos veían. Luisita y Angelines le observaban entre asustadas y divertidas, aunque más lo primero que lo segundo.

Por fin el indio siguió, con monótona voz:

- El buitre sobre el cual cabalga la muerte vuela cerca. Un cuervo le sigue; pero su vuelo no es tan raudo. Un coyote corre tan de prisa como el cuervo. Dos negras sombras marchan al lado del coyote y debajo del cuervo. Quieren llegar antes que la muerte; pero ésta es más veloz.

Volvió a callar. Las dos muchachas le miraban medrosas, sin atreverse a pronunciar una sola palabra.

- Rezad por su alma -dijo Pedro Bienvenido.

Las dos parecían hipnotizadas.

- ¡Rezad! -ordenó con brusca energía el indio.

Angelines y Luisa hicieron intención de arrodillarse junto al lecho. Pedro Bienvenido las contuvo.

- ¡Id a la capilla! -ordenó, señalando hacia donde estaba la capillita del hospital.

Las muchachas marcharon, casi corriendo, a la capilla alumbrada por la rojiza luz de la lámpara que ardía ante el sagrario, y por otras dos lucecitas encendidas a los pies de una Virgen de Guadalupe y un Cristo agonizante.

No se atrevieron a hablar, a cambiar impresiones ni a volver a la sala o avisar a las monjas. Empezaron a rezar maquinalmente, por nada ni a nadie.

Hubo un momento en que percibieron como unos pasos y el entreabrirse de la puerta de la capilla; pero no tuvieron valor para volver la cabeza. Rezaron más de prisa hasta que de nuevo se cerró la puerta, que sólo se había abierto unos centímetros.

- Son ellas. Están rezando. ¿Por qué lo harán? -preguntó uno de los dos hombres que habían llegado hasta la capilla.

- Tal vez él se haya muerto -respondió el otro-. ¡Ojalá!

- Tenemos que asegurarnos.

- No me gusta asesinar a un herido.

- Pero te gusta el dinero que te pagan por ello. Vamos. Dos cuchilladas le despenarán definitivamente. Encerremos a éstas.

Las dos humanas sombras se apartaron de la capilla después de correr el cerrojo de latón de la puerta y fueron hacia la sala en que estaba Sebastián Morales.

- Es raro que no esté por aquí ninguna de las criadas -susurró uno.

El otro replicó, señalando con el pulgar, por encima del hombro, hacia la capilla:

- Ellas las sustituían.

Entraron en la sala, avanzando por entre las dos filas de camas, cada una de las cuales parecía un blanco sepulcro de mármol con una negra cruz en la cabecera.

- Allí está -dijo el que iba delante, señalando el lecho de Sebastián.

El otro asintió:

- Sí… él es…

Le temblaba la voz y, al terminar, de su garganta salió un gorgoteo al que su compañero no dio importancia; pero que debía haberle prevenido del peligro que se cernía sobre él y que se materializó cuando, teniendo ya el puñal en la mano, vio pasar ante sus ojos una breve sombra que se cerró en torno a su cuello.

Era un cordón de seda, de cuyos extremos tiraban unas fuertes manos. Un golpe seco. Un nudo que nadie hubiese podido deshacer y, luego, en el suelo, unas violentas convulsiones, que se fueron debilitando hasta cesar por completo.

- ¡Uuhhh! -gruñó, complacido, el indio, arrastrando los dos cadáveres hasta los pies de la cama de Sebastián Morales-. ¡Uuhhh! -repitió, gorgoteando como un animal salvaje satisfecho de su caza.

Registró los bolsillos de los dos hombres y reunió un puñado de billetes y monedas, así como dos revólveres Smith amp; Wesson de último modelo. Se los ciñó a la cintura, utilizando los cinturones canana de sus víctimas. De los dos puñales se quedó con uno, tirando el otro, despectivamente, por la ventana.

Cuando hubo terminado aquellas operaciones, cogió a los dos muertos y se los echó al nombro como si fueran sacos de patatas. Cargado con ellos cruzó la sala en dirección al pasillo. Por éste llegó frente a la capilla y descorrió el cerrojo, gritando a las dos muchachas:

- Ya está bien rezado. Ya os oyeron. Volved.

Siguió hacia el pequeño depósito de cadáveres, tendió los cuerpos sobre las dos mesas de mármol y terminó el registro de sus ropas. Encontró unas carteras con algunos documentos y las dejó sobre los cadáveres. En uno de ellos encontró una bolsita de tabaco Bull Durham y una pipa de espuma de mar, cuya cazoleta representaba la cabeza de un diablo barbudo y cornudo.

- ¡Uuhhh! -gorgoteó, satisfecho, Pedro Bienvenido. Si en su conciencia se agitó alguna vez un remordimiento por su doble homicidio, el premio que para él representaba aquella pipa borró escrúpulos y sentimiento. A su otra víctima le quitó un paquete de tabaco, tirando, despectivo, el librito de papel de fumar y cargando la diabólica cazoleta con una buena cantidad de picadura. La prendió con una sulfúrica cerilla y rió como un niño al advertir que por los cuernos del diablo salían dos columnitas de humo azul.

Sin volver la cabeza hacia la puerta, dijo:

- El Cuervo puede entrar. Su vuelo fue rápido; pero no lo suficiente.

El hijo de don César de Echagüe entró en la salita empuñando un revólver amartillado, cuyo cañón miraba al pecho de Pedro Bienvenido.

- ¿Cómo supiste que estaba aquí? -preguntó-. No hice ruido.

- Mis oídos captan el rumor de la hoja que desde el árbol se precipita al suelo -respondió el indio; luego, como aburrido por tanta conversación, gruñó-: ¡Uuhhh!

Fue hacia la puerta y, como César no se apartase, quedaron uno frente al otro. El muchacho conteniendo a Pedro Bienvenido con su revólver, y el indio contenido por el arma que empuñaba el joven César.

Pedro Bienvenido de la Guardia dedicó aquellos momentos, en que él no seguía adelante y César no se apartaba, en observar atentamente al muchacho. Trataba de leer en sus ojos y en su alma.

- Tú tienes porvenir hermoso -dijo, al fin, volviendo momentáneamente a la locuacidad-. Vida dura. Difícil. Muchos peligros; pero un gran espíritu te protege. Un gran espíritu que también protege a tu padre. Es bueno nacer con suerte.

- ¿Qué quieres decir? -preguntó César.

- ¡Uuhhh!

- Has hablado de mi padre. ¿Cómo sabes quién es mi padre?

El indio sonrió casi imperceptiblemente.

- Tu padre tiene dos caras. Tú sólo quieres tener una. Es difícil salvar la cara cuando sólo se tiene una. Déjame pasar.

- ¿Quiénes son esos hombres? -preguntó César, indicando con un movimiento de cabeza los dos cadáveres.

- Eran -rectificó Pedro.

- ¿Quiénes eran?

- No sé. Ahí tienes papeles que dan sus nombres.

- ¿Los mataste tú?

- ¡Uuhhh!

- ¿Pretendían rematar a Morales?

- ¡Uuhhh!

- ¿Qué piensas hacer con ellos?

- Dejarlos aquí. Los médicos blancos necesitan muertos para saber cómo curar a los vivos.

Silveira y Guzmán llegaron, acompañados por dos médicos. Éstos se habían puesto las chaquetas encima de sus largos camisones de dormir. Uno empuñaba un bisturí. El otro, una mano de almirez de porcelana.

- ¿Qué está ocurriendo en este hospital? -preguntó el del bisturí, tratando de agitarlo como si fuera una espada.

El otro había descubierto los cadáveres y los señalaba con la temblorosa mano de almirez.

- ¿Quiénes son ésos? -tartamudeó.

- ¡Uuhhh! -gruñó el indio-. Siempre preguntas. Sólo preguntas.

Quiso salir; pero había demasiada gente en la puerta, obstruyendo el paso. Los dos médicos se habían acercado a los cadáveres y comentaban que no se trataba de enfermos del hospital. Al fijarse en los cordones de seda que tenían en el cuello comenzaron a hablar de asesinato. Si habían tolerado la competencia de Pedro Bienvenido cuando se trataba de curar a un enfermo, no podían tolerar su competencia en el arte de matarlos.

- ¡Dos asesinatos en nuestro hospital! -gritaron.

- Eran dos asesinos -explicó César de Echagüe y de Acevedo señalando los cuerpos.

Guzmán y Silveira asintieron.

- ¿Qué pruebas existen de que fueran unos asesinos? -preguntó e del bisturí-. Para nosotros son dos hombres cuya vida ha quitado un indio.

- Vinieron con intención de matar al señor Morales -dijo Guzmán.

- Este asunto es de la incumbencia del comisario -dijo, dispuesto a no dejarse convencer, el médico-. Que el comisario decida.

- Un hombre que intentó atacarnos, y que fracasó en su intención, nos dijo que se había proyectado la muerte del señor Morales y que dos hombres ya venían hacia este hospital para asesinar al herido. El que éste se haya salvado se debe a la oportuna intervención de ese indio.

El médico enrojeció.

- Pero es que ustedes no se dan cuenta de que hay aquí dos cadáveres cuya existencia, si es que se puede llamar así a su no existencia vital, tenemos que justificar de alguna manera. No eran enfermos. No han muerto en la calle. Han sido asesinados en este establecimiento, estrangulados…

Silveira comenzó a reír.

- No me parece que la gente se ocupe demasiado de un suceso así. Dos muertos más o menos…

- ¡Pero no en un hospital!

- Lo más probable es que nadie reclame por la desaparición de esos dos -dijo Guzmán-. Háganles la autopsia y estudien en ellos…

- ¿A quién se ha de hacer la autopsia? -preguntó Sor María de los Milagros, entrando en el depósito y lanzando un grito de espanto al ver a los muertos. Señalándolos con temblorosa mano, inquirió-: ¿Quién… quién los mató?

- ¡Uuhhh! -gruñó el indio.

Esta vez quería decir que él los había matado. La monja se dejó llevar por la indignación y, enfrentándose con Pedro Bienvenido, le increpó:

- ¿Cómo te atreves, viejo pagano, a cometer un crimen en esta casa? No sólo arriesgas tu alma, sino que, además, expones tu propia vida y el buen nombre del hospital.

- Hay que llamar al comisario -dijo uno de los médicos.

- ¡Desde luego! -contestó la monja, sin parar mientes en lo que decía. Siempre amenazando con la mano a Pedro Bienvenido, siguió-: No te das cuenta de lo que haces. Nuestras enseñanzas han sido agua en un cesto.

- ¡Uuuuuhhh!

- Sí, tú eres el cesto, porque no guardas nada de cuanto se vierte en tu alma. ¿Cómo has podido hacer semejante cosa?

El indio contestó con el expresivo ademán de hacer un nudo y tirar de los extremos de la imaginaria cuerda.

Sor María de los Milagros cerró los ojos y, con las manos, hizo cual si alejase de ella la horrible visión. Pedro Bienvenido la observaba con una sonrisa que tenía algo de burlona y bastante de afectuosa.

Otra monja llegó, atraída por el tumulto, que fue aumentado con sus gritos y exclamaciones de horror. Hubo que explicarle todo lo ocurrido, se repitieron las exclamaciones, las protestas y las indignaciones. César de Echagüe y de Acevedo empezó a sentirse en ridículo. De buena gana habría escapado de allí. Sobre todo cuando llegó el comisario, con sus aires de perdonavidas, y, de vez en cuando, sus miradas de inquietud.

- ¿Qué diablos ha ocurrido aquí? -gritó, entrando en el depósito de cadáveres.

Sor María de los Milagros le dirigió una reprensiva mirada.

- Hasta ahora no había habido ningún diablo, comisario -dijo.

- ¡Eh!… ¡Oh! -El comisario carraspeó varias veces-. Usted perdone, hermana. Es que esta condenada lengua mía…

- Si usted cerrase su boca, comisario, su lengua no le pondría en trance de condenación -observó suavemente la monja.

- Bueno, bueno, hermana, no trastorne al comisario -pidió el médico que lo había traído-. Viene a cumplir su servicio y, hasta ahora, sus servicios no le habían llevado a ninguna casa habitada por siervas de Dios.

- Seguro que no, hermana -dijo el comisario, con un hondo suspiro-. Seguro que no -sonrió estúpidamente, agregando-: Todas las siervas que yo he conocido lo eran del mismísimo diablo.

Sor María de los Milagros apretó los labios y fulminó al comisario con una destructora mirada.

Se hizo un silencio, que nadie sabía cómo romper. César carraspeó y todas las miradas fueron hacia él, con la esperanza de que dijese algo. No supo qué decir y volvió el silencio, que empezó a resultar cómico. Por fin, el comisario agarró de un brazo a Pedro Bienvenido y, gruñendo que se lo llevaba a la cárcel, salió del depósito de cadáveres, encargando a los médicos que cuidaran a los muertos como si fueran seres vivos.

- Yo me acuesto -dijo uno de los médicos-. Me han estropeado lo mejor de mi sueño.

El otro médico no dijo nada; pero le siguió, dejando a las dos monjas frente a César, Guzmán y Silveira.

- ¿Y ustedes quiénes son? -preguntó sor María de los Milagros.

Silveira sonrió con su contagiosa sonrisa.

- Es que… oímos ruido y, como teníamos aquí a un amigo… Pues… entramos a ver qué le ocurría.

- ¿Quién es su amigo? -preguntó, suspicazmente, la otra monja.

- Sebastián Morales.

- Eso quiere decir que si Pedro Bienvenido no hubiese cometido su crimen, lo habrían llevado a cabo ustedes -decidió sor Milagros.

- Pues… ¿quién sabe de lo que es capaz un hombre para hacer un favor a un amigo? -replicó Silveira.

- ¿No saben que la intención peca lo mismo que la acción?

- Es cierto -admitió Guzmán-. Nunca se nos ocurrió.

- Pues vayan a limpiar sus almas, caballeros. Y usted, jovencito, busque mejores compañías.

Recordando las agudas respuestas de su padre, César quiso ser agudo:

- Jesucristo, puesto a elegir a los que debían acompañarle, no fue muy exigente, madre.

- Hijo mío -replicó sor Milagros, fría y dura como una hoja de acero-: Hablas como un niño. Son los discípulos quienes han de escoger buenos maestros, no el Maestro el que elige discípulos que sepan más que él. Y no creo que seas tú quien pueda enseñar nada, bueno ni malo, a esos caballeros.

- Le aseguro, sor Milagros, que este muchacho nos ha asombrado en más de una ocasión -dijo Silveira.

- Esperemos que Dios haga el milagro de que la manzana buena sane a las malas. Buenas noches, caballeros. Las horas de visita están indicadas en la puerta.

- Un momento -pidió Guzmán-. Hemos venido a algo más que a visitar a un amigo. La vida de Sebastián Morales corre un grave peligro. Desearíamos quedarnos a protegerle.

- Esto es un hospital, no un cuartel.

Pero, en vez de dirigirse hacia la puerta, Guzmán, Silveira y César encamináronse a la sala donde estaba Morales.

Sor Milagros y su compañera les siguieron lanzando ligeras exclamaciones de indignación.

- ¿Qué significa…? -empezó a preguntar sor Milagros.

No terminó la pregunta, porque al entrar en la sala, se ofreció a sus ojos el más asombroso espectáculo.

Sebastián Morales estaba tendido no en la cama, sino en una camilla, en medio del pasillo. Junto a él se encontraban tres mujeres y un hombre, cuya presencia en el hospital colmaba la medida de la paciencia de sor Milagros.

- ¿Creen que esto es un baile de máscaras? ¿Cree que estamos en un carnaval, caballero?

El Coyote sonrió ante la irritación de la monja.

- Cálmese, hermana -pidió-. En sitios más sagrados que éste entré con el rostro cubierto y nadie se ofendió.

Sor Milagros dio un paso atrás.

¡El Coyote! -exclamó-. ¡Dios mío!

La otra monja se santiguó. Era mejicana y no sabía nada del enmascarado.

- ¿Qué desea? -tartamudeó sor Milagros.

- Tenemos que llevarnos de aquí a este hombre, hermana. Su vida corre peligro. No es una fantasía, sino una desagradable realidad.

- Como usted desee, señor -musitó la monja-. Sus palabras son órdenes para nosotras. Pero…

- Dígame, hermana.

- El herido necesita alguien que cuide de él. Hay que renovar los vendajes, lavar la herida…

- Nosotras sabemos hacerlo -intervinieron Angelines, Luisa y María de los Ángeles.

- Es que, además…, la bala está muy mal metida en la herida. Hay que sacarla… Claro que aquí tampoco podemos hacerlo; pero yo pensaba enviar un mensajero al doctor Cibrián, pidiéndole que consintiera en venir a María Jesús…

- ¿Dónde está ese doctor? -preguntó El Coyote.

- Vive en el Desierto Mojave. Estaba enfermo y, para salvar su vida, tuvo que dejar de salvar las ajenas. Sólo le acompaña un criado, que ahora está en María Jesús. Él les puede guiar hasta allí, si quieren tener la seguridad de que el doctor cure a su amigo. A éste lo podrían llevar en un coche. Es un viaje largo; pero ahorrarán tiempo, porque no tendrán que esperar a que el médico venga aquí.

- ¿Dónde podemos encontrar un coche? -preguntó Guzmán.

- Yo sé dónde -respondió El Coyote-. Se lo enviaré. Buena suerte.