Capítulo IV El doctor

Llevaban cuatro días de viaje por el desierto. Cada noche acampaban junto a uno de los pozos o manantiales. Al iniciar el quinto día de viaje, el guía explicó:

- No hace falta que carguen mucha agua. Mañana llegaremos a casa del doctor y allí no precisarán de agua sucia y caliente. Tendrán agua fresca y pura.

El guía se colocó luego a la cabeza de la comitiva. Guzmán dijo:

- A pesar de tan risueñas perspectivas, soy partidario de llenar los barriles. Prefiero que nos sobre agua.

María de los Ángeles opinó igual.

- Me gustaría bañarme dentro de un barril de esos. Tengo la piel tan seca como el pergamino.

Angelines y su hermana, que se sentaban en el coche, al lado de su prima y frente a la improvisada cama del herido, lamentáronse:

- ¡Qué calor!

Su prima les dirigió una desaprobadora mirada.

- Os pasáis la vida quejándoos.

- Sí, por eso adelgazamos -replicó Luisita.

- Os hace adelgazar vuestro mal genio.

- Y el calor -dijo Angelines.

- En cambio, ella está engordando -replicó Luisita.

- No engordo. Lo que ocurre es que cuando hace tanto calor, es preferible ponerse mucha ropa. Así se conservan los treinta y seis grados del cuerpo y no se notan los cincuenta o sesenta del exterior. Pero, aunque sea verdad que no adelgazo tanto como vosotras, que, dicho sea, os estáis quedando ofensivamente esqueléticas, el motivo se debe a mi serenidad. Yo no me tomo las cosas tan a la tremenda como vosotras. Si hace calor, no os limitáis a decir: «Hace calor.» Aseguráis: «Nos vamos a fundir. Nos vamos a morir. Nos vamos a deshacer.» Y os enfadáis contra el calor, como si pensarais que él se va a asustar de vosotras.

- Y tú no te enfadas nunca, ¿verdad? -preguntó Luisita.

- Yo, nunca -aseguró María de los Ángeles-. Yo acepto las realidades de la vida y no me molesto en pretender que el calor se convierta en frío, ni el hielo en calor.

Sebastián Morales sonrió, acariciando suavemente la mano de María de los Ángeles.

- Ése es el gran secreto de la vida. No enfadarse nunca. Pero no todos tenemos la necesaria prudencia para poner en práctica este sistema.

- Si usted cree que María no se enfada nunca, es usted más ingenuo que un palomo.

María de los Ángeles se volvió, como una centella, hacia su prima.

- Yo sólo me enfado cuando tengo motivos de verdad -dijo, con voz alterada.

- Es que para ti todos los motivos son de verdad.

- No se peleen -pidió Sebastián-. No vale la pena.

Mirando a sus primas, María de los Ángeles prometió en voz baja:

- Cuando estemos solas os diré unas cuantas cosas que os escocerán. Nadie os pidió que vinierais a hacer de samaritanas.

- ¡Y yo que sospechaba que tú nos lo habías pedido! -dijo Luisita.

- Te voy a arrancar todo el pelo de tonta que te sobra -prometió María de los Ángeles- No sé lo que haré con él; pero te lo arranco.

- Puedes hacerte una barba y un bigote postizos y así estarás más natural -sugirió Angelines.

- No se peleen -suplicó de nuevo Morales.

- Es que nos aburrimos y en algo nos hemos de entretener -dijo María de los Ángeles-. Estoy deseando llegar a casa de ese médico. Él guía no me es nada simpático.

César de Echagüe y de Acevedo, que se había acercado, preguntó, desde su caballo:

- ¿Por qué no le resulta simpático?

- ¡Qué pregunta! -refunfuñó la joven-. ¿Es que se necesitan más razones que ésta? No me resulta simpático. Si supiera por qué no me es simpático, entonces me sería antipático. Me extraña que un guía que conoce tan bien estos lugares necesite una brújula. Además, no es indio.

- ¿Por qué habría de serlo? -preguntó el hijo de don César.

- Porque los criados suelen serlo.

- ¿Se olvida de que nos lo envió sor María de los Milagros?

- No he olvidado nada. Con este largo viaje he tenido tiempo de sobras para recordarlo todo. Pero el que sor Milagros considere bueno a un hombre no quiere decir que no se pueda haber equivocado. Ese interés suyo en que no cojamos demasiada agua…

- El agua es un elemento precioso en el desierto -dijo el joven-. Es natural que no lo quieran malgastar. Debe pensarse siempre en el que viene detrás. Si cada uno derrochara el agua que no puede beber, pronto se agotarían los pozos.

Angelines sonrió a César.

- Me gusta oírle hablar tan cuerdamente.

- ¿Por qué no montan a caballo y así descansarán un poco?

- Sí, hijas, sí, montad a caballo y dejadme sola con el enfermo. Este coche es un horno.

- Está bien, mamá, iremos a caballo -rió Luisa.

- Por cerebro podría ser vuestra madre, aunque por años no lo sea.

Las dos hermanas bajaron, riendo, del coche y montaron en los caballos que iban atados por las riendas a la trasera del vehículo.

César y Silveira habían terminado de llenar los barriles de agua y sus cantimploras. El guía permanecía aparte, indiferente. Era un nombre de mediana estatura, de rostro inexpresivo. Parecía habituado a la vida al aire libre; pero no a la vida en aquella región, de la que a veces parecía saber tan poco como sus acompañantes. En cambio, su facilidad para la orientación con ayuda de una brújula era asombrosa.

- Si no lo hubiese enviado la monja, sospecharía que nos lleva a una trampa -dijo Guzmán a su amigo.

Silveira asintió con la cabeza.

- Pues yo lo sospecho a pesar de la monja; pero no podemos volver atrás y, por otra parte, no creo que nos pueda hacer mucho daño. Un hombre solo contra tres…

- Hasta que seamos tres contra veinte…

Guzmán y Silveira se miraron y comprendieron sin necesidad de decir más. Luego se separaron y el uno fue hacia la derecha mientras el otro iba hacia la izquierda, atentos a cualquier peligro que pudiera llegar desde aquellos puntos.

César y las dos muchachas cabalgaban por el centro y el carruaje cerraba la marcha.

El desierto se extendía, infinito, ante los viajeros. Igual por todas partes. Encima, el cielo azul, que en algunos puntos parecía casi blanco. Sobre la tierra seca, sobre el polvo inmóvil, sobre la fina arena, un halo, una neblina, que brotaba del incendio de la tierra. Ninguna vegetación. La que nació de las lluvias primaverales, cuando por unos días el desierto se convierte en una alfombra de flores, habíase consumido muchos meses antes y sólo quedaban restos retorcidos y secos. Muertos. En realidad el desierto era un inmenso espacio privado de vida y que, no obstante, no daba la impresión de un cementerio. No es que todo hubiera muerto. Era más bien como si la vida estuviese en sopor, esperando el momento de despertar de nuevo.

César les explicaba esto a las primas de María de los Ángeles. Había cambiado su sombrero mejicano por otro más ligero, de ala ancha y copa aplastada. Mas no era el cambio de sombrero lo que le daba un aspecto distinto al de antes. El cambio estaba en sus ojos, que reflejaban la alteración producida en su alma por los acontecimientos en que se había visto precipitado.

- A mí no es que me dé la impresión de un lugar lleno de vida -dijo Angelines-. Creo que sería horrible vivir aquí; pero al mismo tiempo considero que habitando en un sitio así no se debe una convertir en un ser vulgar.

Luisa comentó, burlona:

- Los locos nunca han sido vulgares.

Angelines no replicó a la burla de su hermana. Dirigiéndose a César, dijo:

- Se debe de necesitar mucha voluntad para quedarse aquí. No es fácil amar una tierra como ésta. Sin embargo, he oído decir que cuando se llega a descubrir y comprender su belleza, no se puede encontrar nada semejante ni superior. ¿Lo crees así?

- En realidad, no sé -contestó César-. No he vivido nunca en un sitio desierto. Pero, lógicamente, el vivir en plena soledad ha de ayudar a conocerse bien a uno mismo y a vencer las propias debilidades.

- Es curioso que llamemos debilidades a las cosas que son más fuertes que nosotros.

María de los Ángeles llamó a César. Cuando éste llegó a su lado, la joven preguntó:

- ¿Cómo es que no ha ocurrido aún nada? Desde que salimos estoy esperando un ataque, un asalto o algún accidente.

- Yo también lo espero -dijo César-; pero no ocurre. No me lo explico.

- Han hecho mal en preocuparse tanto por mí -intervino Morales-. Yo soy quien debo resolver mis problemas, y ahora ya sé por dónde empezar. Los que me tendieron las celadas podrán darme la pista. El abogado, el juez, el ayudante del carcelero, los presos que dijeron haberme visto disparar…

- ¿Por qué no olvidas el pasado? -pidió María de los Ángeles, mientras César se alejaba, comprendiendo que no le necesitaban-. No se puede vivir en el presente y pensar en el pasado.

- Si no la vengase… me sentiría indigno de ti -respondió el herido-. Ya sé que no podemos vivir una vida entera obsesionados por lo que al fin y al cabo sólo fue una parte de esa vida. Pero tampoco se puede vivir en paz sabiendo que tenemos una deuda y no la pagamos. Perdemos el crédito ante los demás y ante nosotros mismos.

- ¿Cómo podrás encontrar a aquellos tres hombres? Ahora uno de ellos ya sabe que vas sobre su pista. Él te conoce. Tú no le has visto la cara. Puede estar en cualquier sitio, esperando a que tú llegues… Bastará que cubra su mano con un guante para que tú no le puedas reconocer.

- Dios lo pondrá de nuevo en mi camino. Estoy seguro. Y entonces le mataré. Aunque sólo sea uno, me sentiré en paz con mi conciencia.

María de los Ángeles no contestó en seguida. Al fin, con voz casi ininteligible, musitó:

- ¡Matar! Siempre matar. Ése parece ser el único móvil importante que trae el hombre a la tierra.

- No es eso -replicó Morales-. Es que a veces uno siente dentro de sí la necesidad de hacer justicia en quien ha causado un daño.

- Dios dice que la venganza le pertenece a él.

- Pero a veces la delega en los seres humanos.

Callaron. Se hizo un silencio que de momento pareció total; pero que en seguida fue quebrado por el crujido de la tierra y de la arena bajo las metálicas llantas de las ruedas del coche. Fuera, el desierto, seguía silencioso y sin vida. Ni un movimiento, ni un soplo de aire. En el cielo no volaba ninguna de las aves de rapiña que se alimentan con las reses que, adentrándose en el desierto, mueren de sed. Cuando, pasado el mediodía, se detuvieron a comer, María de los Ángeles tuvo la impresión de que escuchaba el fragor de la cascada de fuego que desde el cielo enviaba el sol a la tierra del Mojave.

- ¿Cómo es el doctor Cibrián? -preguntó Silveira al guía.

Éste se encogió de hombros y contestó:

- Es un buen médico.

- ¿A pesar de ser tan joven?

- No es joven.

- ¿Viejo? -siguió preguntando Silveira.

- Tampoco.

El portugués se acercó al hombre.

- Amigo, creo que falta poco para que lleguemos a casa del doctor. Todos tenemos la sospecha de que nos piensas jugar una mala pasada, o tender una emboscada. Si lo has decidido así, piénsalo mejor un par de veces. Puede ocurrirte que no vivas lo suficiente para cobrar el premio de tu traición.

- No le entiendo. Yo no les pedí que me acompañaran ni que me dejasen guiarles.

- Pero da la casualidad de que tú no eres el criado del doctor Cibrián. Tú no eres el que llegó a María Jesús.

Era un intento de sacar la verdad con una mentira; pero fracasó ante la burlona sonrisa del guía, que replicó:

- Dicen ustedes muchas cosas.

- Pues no olvides que ninguno de nosotros habla en vano -advirtió Guzmán.

Se reanudó la marcha hasta la noche. La jornada había sido muy dura con la esperanza de poder cubrir en ella la última etapa del viaje; pero al llegar la noche aún faltaban diez kilómetros para alcanzar la casa del doctor Cibrián.

A Sebastián Morales le había vuelto la fiebre con tal intensidad, que deliraba, y era preciso el esfuerzo de María de los Ángeles y de sus primas para retenerlo en la cama. En algunos momentos, César tuvo que ayudarlas. Sólo cuando la fiebre se elevó tanto que al herido le ardían las manos y la frente, éste se derrumbó, agotado por sus locos esfuerzos.

- Tenemos que seguir adelante -exigió César al guía-. El señor Morales está muy enfermo y necesitamos ver en seguida al doctor.

- Fue una locura traerlo aquí -dijo Guzmán-. Pero ya que estamos cerca de la casa del médico, es mejor seguir el camino.

- Al doctor no le gusta que llegue nadie de noche -observó el guía.

- Eso nos lo dirá él -replicó Silveira-. ¡Prepáralo todo para continuar el viaje!

El hombre se encogió de hombros, movimiento que en él parecía continuo.

- Enganchen los caballos -dijo.

Fue en busca del suyo, desapareciendo en las tinieblas. Los demás se ocuparon en enganchar los caballos al carro en que iba el herido, y luego en ensillar los suyos.

Sólo cuando se disponían a emprender la marcha se dieron cuenta de que el guía había desaparecido.

- ¡Maldito! -gritó César-. Le seguiré…

Guzmán le retuvo.

- No seas loco -dijo-. Adentrarte ahora en el desierto sería exponer tu vida tontamente. Te perderías y acabarías muriendo de sed o de una insolación. Es mejor que nos quedemos aquí. Si el guía ha sido un bribón, nosotros, en cambio, hemos sido unos estúpidos no atándole o vigilándole más de cerca.

- ¿Y qué hacemos ahora? -preguntó María de los Ángeles.

- Esperar -contestó Guzmán-r-. Aguardaremos a que amanezca y entonces quizá podamos saber dónde estamos o dónde se encuentra el sitio al que deseamos llegar.

- ¿Y si no lo encontramos? -preguntó Luisa Ríos.

- Sería muy lamentable para todos, señorita -replicó, sonriente, Silveira-. Claro que nos quedará la esperanza de volver sobre nuestros pasos hacia el último manantial. A menos, y Dios no lo quiera, que el viento borrase las huellas que hemos dejado, y que son las únicas que nos permitirían encontrar el agua.

En aquel momento comenzó a soplar un viento cálido que empujaba ante él densas masas de polvo.