Capítulo VI Letras de luz

El doctor Cibrián estaba de pie junto al trípode del heliógrafo militar con el que había transmitido el mensaje.

Los tres hombres que se hallaban junto a él preguntaron, al cabo de unos minutos:

- ¿No responde?

- Le han de llevar el mensaje y ella ha de dar la contestación.

- Me empieza a fastidiar tanta ceremonia. ¿Por qué no hemos de poder ir directamente al oasis? -preguntó el hombre a quien hasta ahora habíamos conocido con el nombre de Rufus W. Adams.

El doctor le miró, despectivo.

- Si quiere hacer gala de audacia, señor Forrestal, aguarde a estar frente a Dea. No desperdicie sus energías conmigo. Al fin y al cabo, no soy más que un criado, al servicio de la misma dueña que usted.

- Un criado que ya bebió el agua -dijo, burlonamente, otro.

- ¿Qué quiere decir, Reader? -preguntó Cibrián.

- Quiero decir que el truco del agua ha hecho efecto en usted. Cuando era como los demás tenía poco miedo a la muerte; desde que se cree inmortal le aterra hasta la picadura de un mosquito.

- No vale la pena discutir -dijo Ion Thayer, el tercero de los compañeros de Cibrián-. Si él se considera inmortal, no hay motivo para quitarle sus ilusiones. Al fin y al cabo, su creencia le ha rejuvenecido. La fe obra milagros y no me extrañaría que esa fe le hiciera inmortal.

Hacia el fondo del desierto brilló un destello amarillento.

- ¡Ya contesta! -exclamó Forrestal.

El destello del sol en el espejo de otro heliógrafo lucía muy alto, sin duda en la cumbre de una montaña que, a simple vista, quedaba velada por la neblina que flotaba sobre el desierto, en su parte central. Los cuatro hombres fueron copiando el mensaje.

Que S.M.I. vengan mañana. Enviamos gente recogerlos. También enviamos fuerzas para operación convenida.

D.A.

Se apagó el destello y terminó el mensaje. Cibrián llevó el heliógrafo debajo del cobertizo que cobijaba el catalejo y, mirando por éste en dirección Sur, comentó:

- Mañana por la mañana llegarán los viajeros.

Montague Reader se frotó la mano derecha. Una cicatriz en forma de cruz se destacó en aquella mano, bronceada por el sol.

- Supongo que no se le ocurrirá curar a ese Morales -dijo a Cibrián.

- Yo me limito a hacer lo que me ordenan -contestó Cibrián-. Si usted le tiene miedo a ese hombre, dígaselo a ella.

Forrestal y Thayer emprendieron el descenso hacia la casa del doctor. Reader quedó junto a éste y en voz baja le propuso:

- ¿Por qué no comete un pequeño error? Todos los médicos los cometen alguna vez. Nadie le acusaría si Morales falleciese. Además, podría ganar usted algún dinero.

Cibrián forzó su extraña sonrisa. Con un ademán abarcó el desierto que les rodeaba.

- ¿Cree que en este sitio se puede gastar dinero? -preguntó.

- Ahora, no; pero algún día volverá a la civilización. Contra lo que usted cree, Dea no es eterna. Puede morir y entonces usted no tendrá nada que hacer aquí, ni podrá gozar de las comodidades de que ahora disfruta. No haga caso de eso de la fuente de eterna juventud. Es una leyenda que viene de los tiempos de los españoles. Ellos la buscaron primero en Florida, y luego en Tejas, y por fin hacia el Oeste. Hacia donde muere el sol está la vida. Ellos decían esto porque se lo habían oído decir a los indios; pero ya sabe que los indios, conociendo los deseos de los conquistadores, les engañaban con las mentiras que los propios conquistadores habían ideado.

Bajando más la voz, Reader siguió:

- Lo que hace Dea es explorar la mina y el tesoro. Cuando tenga todo lo que desea se marchará, dejándole a usted convencido de que ella le ha dado la inmortalidad. Es más…, hasta podríamos hacernos con el tesoro de Moctezuma, el que desapareció en Méjico y fue traído al desierto Mojave por los fieles del inca.

- Si usted cree que la fuente de juventud eterna es una fantasía, ¿por qué no cree que lo del tesoro también lo es?

- He visto algunas de las piezas de ese tesoro.

- Yo también he visto piezas de oro, antiguos ídolos aztecas y muchas piedras preciosas. Y no sólo aquí, sino en otros sitios. En diversos puntos de California, de Méjico y de Nuevo Méjico se han encontrado tesoros indios escondidos en tiempos de la conquista. ¿Por qué no ha de ocurrir lo mismo aquí? Y si da por cierto que Dea tiene el tesoro de sus abuelos, ¿por qué no acepta la historia de la fuente?

- Un médico no debiera creer esas fantasías descabelladas -refunfuñó Reader-. Una cosa es un tesoro y otra, muy distinta, es lo de que un trago de agua fresca pueda volver inmortal a quien lo bebe.

- ¿Bebería usted o no de ese agua si se le presentara la oportunidad?

- Claro que la bebería; pero no para ser inmortal. La bebería sin fe.

- Pero no dejaría de bebería, por si acaso la leyenda fuese algo más que simple leyenda. Dejemos este asunto y no volvamos a hablar de él. Es peligroso para los dos.

- Mate a Morales -exigió Reader.

- No sea estúpido. No mataré a nadie. Y, si vuelve a insistir, comunicaré a Dea sus ofrecimientos.

Cibrián volvió la espalda a Reader y se encaminó hacia el sendero que conducía al pie del torreón de piedra.

Reader le siguió con malévola mirada y, bruscamente, dejándose arrastrar por una súbita inspiración, desenfundó un revólver y disparó dos veces contra la espalda de Cibrián cuando éste se hallaba a unos cuatro metros de él.

Lanzando un grito de agonía, Cibrián saltó hacia delante, se tambaleó al borde del camino, perdió pie y despeñóse envuelto en piedras y polvo, rebotando en tres salientes, hasta caer desde una altura de doscientos metros. Quedó de bruces, con los brazos en cruz al pie de aquella natural atalaya.

Forrestal y Thayer desanduvieron el camino, volviendo junto a su compañero. El primero estaba furioso y, arrancando el revólver que Reader aún empuñaba, lo tiró por el precipicio, gritando:

- ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo se te ha ocurrido esa barbaridad?

- Le pedí que matase a Morales y se negó. Dea le había ordenado que curase al californiano. No me arrepiento de lo que he hecho. Así he demostrado que lo del agua inmortal es una paparrucha.

- Si ella se entera te hará descuartizar o comer por las hormigas -dijo Thayer.

- Yo sé cómo tratar a esa mujer -contestó Reader-. Sobre el cadáver colocaremos una pluma de cuervo. Ya podéis imaginar sobre quién recaerán las culpas. Dea tendrá un motivo más en contra del hijo de don César.

Forrestal llevó la mano al revólver.

- Te voy a matar -dijo.

Thayer le contuvo.

- No perdamos la cabeza y empecemos a destruirnos mutuamente. Yo también opino que ha sido una locura; pero necesitamos estar unidos frente a esa mujer. Ya sabéis que nos desprecia. Nos utiliza y nos sonríe porque nos necesita; pero algún día empezará a no necesitarnos y, entonces, cualquier excusa será buena para deshacerse de nosotros, de uno en uno, o de todos a la vez.

- ¡Este imbécil ha buscado la oportunidad para que Dea le haga matar!

- Tal vez no.

- ¡Claro que sí! Cibrián era uno de los mejores auxiliares que ella tenía. Una especie de hombre de confianza, aunque la confianza que esa mujer es capaz de conceder es muy relativa. Se pondrá furiosa.

Y no se tragará la historia de que le mató El Cuervo. Querrá mejores pruebas.

- Quizá se las podamos proporcionar -replicó Reader-. De momento, disponemos de tiempo. Empleémoslo prudentemente.

Thayer fue hacia el catalejo y miró por él hacia el lejano punto en que se encontraban los que se dirigían hacia la casa del médico.

- Puede que lleguen esta noche y no mañana -dijo-. En todo caso, esta noche acamparán muy cerca. Tal vez hubiese alguna manera de dar verosimilitud al hecho de que el hijo de don César haya matado al doctor. De momento, Reader puede adoptar la personalidad del doctor. No le conocen y podrá pasar por él, excepto ante el guía; pero ya cuidaremos de que nuestro hombre no lo vea. Ésta es una situación grave, que no admite planes demasiado perfectos. Tendremos que resolver el problema a medida que se vaya planteando. Esperemos. El cadáver de Cibrián habría que meterlo en algún sitio menos visible.

Mientras los tres amigos trasladaban el cuerpo del hombre que había creído en la inmortalidad, muy lejos, en lo alto de una colina desde la cual, hacia oriente, se divisaba la amplitud del desierto y, hacia occidente, ya se vislumbraban los primeros campos cultivados, El Coyote releía el mensaje que había copiado en la arena a medida que sus ojos fueron captando los intermitentes y lejanísimos destellos del sol en el espejo de un heliógrafo.

«Alguien tiene mucho interés en que yo acuda a una cita en pleno desierto -musitó para sí el enmascarado-. No iré; pero, en cambio, permaneceré junto a la puerta, por si acaso.»

Montando a caballo se encaminó, sin prisas y sin antifaz, hacia el cercano pueblo de Las Aguas.