Capítulo primero Reunión interrumpida
El Coyote permanecía a un lado, sentado en el brazo de un sillón de madera y observando desde allí a su hijo, a Silveira, a Guzmán y a María de los Ángeles. Los cuatro estaban sentados en torno a una mesa sobre la cual trazaba un círculo de luz una lámpara de petróleo, cuya verde pantalla impedía que la claridad se extendiera al resto de la habitación.
Era ésta de techo, suelo y paredes de tablas, con una ventana de guillotina por la que entraba un poco de aire; y, por todo mobiliario, una mesa, seis sillas y dos sillones fraileros cuya presencia allí resultaba anacrónica e inexplicable.
María de los Ángeles había terminado de relatar la historia de Sebastián Morales.
- Tienen que ayudarle a probar su inocencia -dijo, mirando especialmente a César de Echagüe y de Acevedo-. Usted es mi amigo y…
- Lo haré -prometió César-. Pero necesitaremos alguna ayuda… -y miró al enmascarado, cuya vaga figura recordaba la de un ave de presa dispuesta a saltar, desde una rama, sobre su caza.
María de los Ángeles también se volvió hacia él.
- Ayúdenos -pidió.
- No es un trabajo adecuado para mí -replicó El Coyote-. Para conseguir las pruebas de la inocencia de Morales hay que trabajar mucho, muy despacio, reunir las pruebas una a una, atar cientos de pequeños cabos sueltos y… eso yo no lo puedo hacer. ¿Por qué no cruzan la frontera y se instalan en Méjico, señorita? Allí vivirán en paz. Sus enemigos no desean que la lucha continúe. A adversario que huya le tenderán un puente de plata; pero si se ven acosados, aceptarán la pelea y… -Se encogió de hombros-: Son muy poderosos y harán más daño del que pueden recibir.
- Yo también creo que vamos a tropezar con un denso muro de intereses particulares… -observó Guzmán.
- ¿Tienen miedo? -preguntó María de los Ángeles-. Si les da miedo -siguió furiosa-, yo les demostraré que las mujeres sabemos luchar tan bien o mejor que los hombres.
- La hembra de la especie humana es más peligrosa que el macho -dijo Silveira-. Pero nosotros no hemos dicho que tengamos miedo. Aunque lo tuviéramos, no lo diríamos.
- Es un caso en que la Justicia ha sido atropellada -observó el joven César-. Un hombre vive desde hace años fuera de la Ley por unos delitos que no cometió, pero que le han sido achacados para encubrir otros intereses. Yo la ayudaré, señorita Mayoz.
María de los Ángeles no supo impedir que su rostro expresara la duda que sentía acerca de la capacidad del joven. Ni el alivio que experimentó al oír a Guzmán y a Silveira decir:
- Ayudaremos a ese hombre que tan mal se ha sabido ayudar a sí mismo. Pero lo malo es que no tenemos más punto de referencia que una cicatriz en forma de cruz en la mano de un hombre cuyo rostro nadie conoce. Hay en los Estados Unidos cuarenta millones de habitantes o sea que, descontando a los negros, debe de haber por lo menos treinta y cinco millones de manos blancas sobre las cuales buscar una cicatriz. Aunque es posible que El Coyote nos pueda dar alguna referencia.
Cuatro miradas buscaron al Coyote en espera de una respuesta que el enmascarado sólo dio a medias.
- Hay una asociación llamada La Luciérnaga que se dedica a agrupar en un bloque a los propietarios de pozos de petróleo para protegerles y esquilmarles. Esa gente busca un cheque de medio millón de dólares. Lo busca en poder de un joven que se hace llamar Cuervo. Si ahora ha fracasado, no por eso dejará de seguir intentando recobrar el cheque.
- Eso no aclara nada -dijo María de los Ángeles.
La sonrisa del Coyote hizo brillar sus blancos dientes en la penumbra.
- Si la liebre no puede seguir el rastro del lebrel, en cambio éste puede encontrarla a ella. Estén seguros de que volverán a saber de esa gente. Lo único que deben hacer es estar prevenidos y no dejarse sorprender.
Guzmán fue a decir algo; pero El Coyote le contuvo con un imperioso ademán, agregando en seguida:
- Yo conozco la verdadera identidad del jefe de la Organización La Luciérnaga, cuyo nombre es alegoría de la luz que se obtiene con el petróleo. Ese jefe es…
Mientras hablaba, el enmascarado mantuvo la mano junto a la culata de su revólver. Al llegar al punto en que se interrumpió, el arma pareció saltar hacia su mano, desde la cual lanzó un chorro de fuego y humo hacia la abierta ventana, contra la cual se precipitó también El Coyote, saltando al exterior antes de que sus compañeros comprendieran el porqué de aquel disparo.
La explicación la recibieron en seguida, al asomarse y ver al pie de la ventana al californiano, inclinado sobre un cuerpo, al parecer, sin vida.
Cuatro metros separaban la ventana de la calle y los tres saltaron, dejando a María de los Ángeles que se reuniese con ellos por la escalera. Cuando llegó a su lado les encontró intentando reanimar a un hombre cuya cara estaba bañada en sangre.
César de Echagüe se incorporó para explicar a la joven:
- Estaba escuchando lo que decíamos; pero El Coyote le oyó y para hacerle asomar un poco más la cabeza dijo que iba a darnos el nombre del jefe. Le disparó sólo para dejarle sin sentido. Pero al caer por poco se desnuca.
El desconocido habíase encaramado por la pared, hasta la ventana. Su caída pudo haber sido más grave. La bala sólo le rozó el cráneo, abriéndole una ligera herida, suficiente para que se soltara del alféizar.
Silveira fue en busca de un cubo de agua, cuyo contenido echó sobre el herido. Éste, creyéndose a punto de ahogarse, incorporóse, braceando y gritando roncamente; pero la voz se ahogó en su garganta al ver a los que tenía enfrente.
- ¡No me maten! ¡No me maten! -pidió.
- ¿Crees que te hemos despertado para dejarte vivir en paz? -preguntó Silveira.
- Claro que no -dijo El Coyote-. Ahora traerán la cuerda.
- No quisimos ahorcarte sin que te dieras cuenta de ello -dijo Guzmán, siguiendo la corriente a sus compañeros-. Llevémoslo debajo de aquel árbol.
El herido abrió la boca para chillar pidiendo socorro o perdón; pero, como si lo esperase, Silveira le metió casi hasta la garganta un pañuelo hecho una bola.
- No le ahogues demasiado pronto -pidió Guzmán.
Entre El Coyote y Silveira arrastraron al preso hacia debajo del árbol, por una de cuyas ramas hizo pasar el español una cuerda terminada en un abierto lazo.
- ¿Lo van a matar? -preguntó María de los Ángeles.
- No, no -respondió Silveira-. Sólo queremos tenderle, para que se seque del remojón. Si además queda ahorcado, la culpa será de él.
El cautivo comenzó a patear y a debatirse; pero los puños que le sujetaban eran demasiado fuertes. Estaba congestionado y a punto de tragarse el pañuelo de Silveira que, a una indicación del Coyote, se lo quitó, mientras Guzmán pasaba la cuerda por el cuello del herido.
- No me asesinen -pidió el hombre-. ¡Yo no hacía nada malo!
Silveira se echó a reír.
- Es verdad -dijo-. El pobre no hacía nada malo. Sólo escuchaba nuestra amena conversación. Se quería ilustrar.
- Que rece alguna oración y encomiende su alma a Dios -indicó El Coyote-. Ya que su cuerpo se pierde, por lo menos que se salve su alma.
- ¡Yo les diré cuanto quieran saber! -aseguró el hombre, hablando atropelladamente-. ¡Les diré muchas cosas!…
- No sea estúpido -interrumpió César de Echagüe y de Acevedo-. ¿Cree que nos interesa algo de lo que usted pueda decir?
- ¿Cómo saben que no les interesa, si no me dejan decírselo? -preguntó con mucha lógica el otro.
- Tiene cierta razón -admitió El Coyote, sonriendo interiormente al ver el buen éxito de su treta.
María de los Ángeles comprendió entonces el motivo de aquel comportamiento tan impropio del Coyote y de sus compañeros. No se había podido explicar que unos hombres amantes de la Justicia ahorcasen a sangre fría a un bandido cuyo único pecado había sido el de pretender oír unos secretos o unos planes. Se dio cuenta de que si hubieran intentado hacerle hablar con amenazas no lo hubieran conseguido hasta poner en acción algunas de dichas amenazas. Creyendo el preso que sus informes tenían algún valor, no los hubiese revelado en seguida, seguro de que no le matarían antes de quitárselos. Hubiese regateado la venta de sus secretos. En cambio ahora pensaba comprar su vida con la única moneda que poseía. Era la ley de la oferta y la demanda, en la cual el que ofrece siempre está en peores condiciones que el otro.
- Se hace tarde y lo que él pretende es que vengan en su ayuda -indicó César de Echagüe-. Supone que así le salvarán. No creo que tenga nada que decir.
- Yo tampoco le creo -admitió El Coyote-; pero, si lo dice pronto, no veo inconveniente en oírle. En último caso le podemos disparar unos tiros al vientre, y nadie le salvará.
- Lo que yo les diré es muy importante -dijo el cautivo-. Prométanme la vida y les diré…
- ¡Ahórquenlo de una vez! -pidió, con aguda voz, María de los Ángeles-. Es uno de los que hirieron al pobre Sebastián.
- ¡No, no, no! -chilló el hombre, al notar en su cuello la presión de la cuerda-. Yo no le herí. Yo quiero salvarle. Por lo que he hecho no se mata a nadie…
- Puede que no se mate a nadie en el sitio de donde usted viene -dijo el joven César-; pero aquí es distinto.
- No perdamos tiempo -se impacientó Silveira-. Que hable y así veremos si se le puede perdonar la vida.
Como si hubiera encontrado a un amigo de muchos años, el preso se aferró a las manos del portugués, y con atropellada y tartamudeante voz dijo cuanto los otros deseaban saber.