lfonso de Borbón Dampierre se sentía también desengañado, y Franco lo sabía.

El Caudillo aplaudió el gesto desprendido del duque de Cádiz al respaldar a su primo y rival sucesorio en La Zarzuela. Orgulloso de él, le dijo a Carrero, según López Rodó: «Se ha portado bien. Le haré embajador».

La designación de su primo marginó a Borbón Dampierre de la vida política del país, sumiéndole de nuevo en ese distanciamiento que había caracterizado su vida anterior, desde la infancia en el exilio de Ronia, hasta la primera etapa de su juventud, en Suiza. Un alejamiento que había sufrido también en propia carne recién llegado a España, viéndose obligado desde el principio a desempeñar un papel secundario que ahora, tras la elección de don Juan Carlos, no hacía sino ratificarse.

Su presencia en el país, acabados sus estudios y producida la designación, era ya casi ornamental. Por eso el ex ministro Castiella le sugirió que aceptase un cargo diplomático en el extranjero; propuesta que poco después concretó el ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo, al ofrecerle, por encargo de Franco, el puesto de embajador en Suecia.

Fue así como, a sus treinta y tres años, el delfin de don Jaime llegó a Estocolmo en enero de 1970.

Su nuevo cargo político le confería la dignidad del título para toda la vida, pudiéndose denominar siempre embajador de España, al contrario de lo que sucedía con los diplomáticos de carrera, autorizados a conservar el tratamiento tan sólo mientras desempeñasen su función.

Borbón Dampierre sumaba ese nuevo título a los que ya tenía por derecho o se arrogaba él mismo. En Estocolmo se presentó en sociedad como príncipe y dejó que le llamasen «Alteza» en las diversas recepciones diplomáticas.

Sin embargo, para el Ministerio de Asuntos Exteriores, respetuoso con el protocolo, don Alfonso merecía simplemente el tratamiento de «excelentísimo señor», y jamás se le llamó «Alteza», sino «señor embajador» y de usted, lo cual le irritaba profundamente, igual que a su padre.

En aquel clima inhóspito, tan parecido al de la fría Suiza, el joven embajador se enamoró perdidamente de una bella señorita a la que había visto por última vez en casa de sus padres, los marqueses deVillaverde, cuando era sólo una niña de trece años.

Carmen Martínez-Bordiú acompañaba en aquella ocasión a su padre, Cristóbal Martínez-Bordiú, en un viaje de trabajo para visitar algunos centros médicos. Alfonso, embajador desde hacía dos años, fue a recibirles al aeropuerto,y al cabo de los años rememoraba así el reencuentro:

Tenía treinta y cinco años, me sorprendía mirando con ternura a los niños en la calle. Había alcanzado finalmente la madurez para casarme y Carmen, a quien no esperaba, sino como una invitada de última hora, respondía bruscamente a mis profundos deseos de fundar un hogar.Todavía no habíamos abandonado el aeropuerto, no había tenido tiempo para formar un proyecto, pero sabía ya que las cosas irían más lejos.

Convencido de que la mujer elegida por él para compartir su vida desataría de nuevo comentarios sobre la sucesión, Alfonso de Borbón Dampierre estaba, sin embargo, seguro de que con Carmen todo sería diferente. Nadie osaría atacar a la nieta del jefe del Estado, ni tampoco a su marido. Pero se equivocó. Él mismo lo reconocería años después:

En primer lugar se insinuó una relación entre mi nombramiento en Estocolmo, que había creado muchas envidias, y mi posterior boda. La cronología de los hechos muestra que esta relación no existía. Más tarde, cuando la gente había tenido tiempo de olvidar algunos detalles, se sugirió que me había casado con Carneen para que el jefe del Estado me designara, con preferencia a Juan Carlos, como rey en su sucesión.También en este caso se despreciaba la cronología, puesto que mi primo fue elegido y presentado a las Cortes, como se ha dicho, en 1969, más de dos años antes de la aparición de Carmen.

Si el enlace Borbón Dampierre-Martínez-Bordiú generaba gran entusiasmo en sus dos principales valedores, doña Carmen Polo y el marqués de Villaverde, no menos entusiasta se mostraba don Jaime, que veía en aquella boda la gran oportunidad de que su hijo volviese a contar en los planes sucesorios de Franco.

Convencido de ello, el mismo día que se anunció la boda, el 20 de diciembre, don Jaime difundió un comunicado desde París-Lausana, en el que seguía titulándose como jefe de la Casa Real de Borbón y duque de Anjou, y confería a su primogénito el tratamiento de príncipe y duque de Borbón, subrayando así la preeminencia dinástica de su rana sobre la de su hermano Juan y su sobrino Juan Carlos:

Por orden del Príncipe, el Secretario del duque de Anjou, Jefe de la Casa Real de Borbón, tiene el gran honor y alegría de anunciar oficialmente la boda de S.A.R. el Príncipe Alfonso, duque de Borbón, embajador de España en Suecia e hijo mayor del Príncipe, con la señorita María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco, hija del marqués y de la marquesa de Villaverde y nieta de sus Excelencias el jefe del Estado español y de doña Carmen Polo de Franco. La ceremonia oficial del compromiso tendrá lugar el 23 de diciembre de 1971 en el Palacio del Pardo de Madrid.'

En realidad, don Jaime no hacía sino atenerse al tratamiento de «Alteza Real» que se le había dispensado a él, a su hijo Alfonso, e incluso a su ex mujer, Emanuela de Dampierre, en el comunicado oficial del compromiso difundido por El Pardo cinco días atrás:

El 23 de diciembre, en el palacio de El Pardo se celebrará una reunión íntima y familiar en ocasión del compromiso matrimonial de la señorita María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco, hija de los marqueses deVillaverde, nieta de Sus Excelencias el jefe del Estado y doña Carmen Polo de Franco, con Su Alteza Real el Príncipe Alfonso Jaime de Borbón, hijo de Su Alteza Real el Infante don Jaime y de Su Alteza Real la duquesa de Segovia, doña Emanuela de Dampierre.

Los términos del despacho oficial indignaron a don Juan de Borbón y a su hijo, temerosos de que don Jaime y don Alfonso reabriesen la pugna legitimista, como así sucedió.

Don Juan se apresuró a escribir al ministro de justicia, retomando el frágil argumento del matrimonio morganático para invalidar las pretensiones de su hermano Jaime:

Para tu información te haré un poco de historia retrospectiva de la que fui protagonista principal.

Cuando la boda de mi hermano Don Jaime con Emanuela de Dampierre y Rúspoli, el Rey, nuestro padre, meditó mucho lo que debía hacerse con respecto a este matrimonio, a todas luces de rango inferior. Estuve presente en varias de las discusiones para tratar el tema y la conclusión principal a que se llegó es que nunca debería darse el rango real a Emanuela y por tanto menos a sus posibles descendientes... En razón de lo precedente, y para hacer menos duro a Emanuela y su familia dicha decisión, mi Padre «inventó» el ducado de Segovia y siempre, hasta su muerte en 1941, se les llamó Infante Don Jaime y Duquesa de Segovia. El Rey entendió que daba consentimiento a la boda de su hijo, pero que no consideraba de rango real a la señora. Hay muchos antecedentes parecidos en la familia.

Hablando con mi hijo, nos ha parecido a los dos peligroso que se esgriman nuevamente estos seudoderechos (legitimistas), sobre todo cuando está claro que se pretende obtener, por mi hermano y sobrino, por el lado francés, lo que por el lado español no les corresponde.

Me parece mejor informarte de mi criterio antes de que sea tarde.

Pero, como advertía Balansó, era muy discutible que el matrimonio de don Jaime con Emanuela fuese «a todas luces de rango inferior», como alegaba don Juan. No en vano, además de pertenecer a una noble estirpe de Picardía, Emanuela de Dampierre era hija de los duques de San Lorenzo, que aparecían en el Gotha (la Biblia de la nobleza) en el mismo lugar que los príncipes de Battenberg; es decir, con idéntico tratamiento al de la familia a la que pertenecía la propia madre de don Juan, la reina Victoria Eugenia.

Se daba la circunstancia, además, de que el matrimonio morganático no existía en el trono de Francia ni en el seno de la Casa de Borbón, cuya primogenitura recaía sin discusión en don Jaime. La Historia ofrecía ejemplos como el del rey carlista CarlosVII, quien, tras la muerte de su esposa Margarita de Parma, había contraído segundas nupcias con una aristócrata que no pertenecía a la realeza, la princesa María Berta de Rohan, a pesar de lo cual fue considerada reina por los tradicionalistas. Era también un hecho que los Rohan se alineaban junto a los Battenberg y los Dampierre en el mismo apartado del Gotha.

En medio de las disputas dinásticas, se fijó la petición de mano de Carmen Martínez-Bordiú para dos días antes de Navidad. Alfonso llegó de Estocolmo al aeropuerto de Barajas y se encaminó hacia El Pardo.

Franco se mostró allí parco: «Espero que sea para bien», dijo con su voz atiplada.

Ante más de un centenar de invitados, entre miembros de la Familia Real y del Gobierno, don Alfonso entregó a la novia el brazalete que había pertenecido a su abuela, la reina Victoria Eugenia.

Don Juan Carlos y doña Sofia presenciaron la ceremonia junto a los reyes de Grecia. También se encontraba allí la madre de Alfonso, Emanuela de Dampierre, pero no así su padre, don Jaime, obligado a rehusar la invitación para evitar que Carlota Tiedemann le acompañase, dado que en España su esposa legal era Emanuela.

Tampoco estuvo presente don Juan, enfurruñado por el comunicado oficial que tildaba de Alteza Real a su sobrino y a la madre de éste.

No menos indignada estaba Carlota Tiedemann, convencida de ser ella la única duquesa de Segovia, y no Emanuela de Dampierre, a la que acusaba de haber sido infiel a don Jaime cuando en realidad ella misma había sido sorprendida por su marido en la cama con un apuesto oriental.

Carlota logró al final que don Jaime enviase una carta a Emanuela, prohibiéndole utilizar el título de duquesa de Segovia. Su secretario, Patrick Esclafer de la Rode, difundió el siguiente comunicado inspirado por Carlota:

La señora Dampierre, divorciada por su voluntad del duque de Segovia en 1947 y casada en segundas nupcias con Antonio Sozzani, no tiene autoridad moral para utilizar ninguno de los títulos de su primer marido, a quien no ocasionó más que infortunios por los escándalos públicos que protagonizó. La indecente veleidad de volver a usar el título que había repudiado obliga a recordar que su única «posición» posible es la del olvido.

La boda de Borbón Dampierre ahondó en la división que sufría ya la Familia Real en torno a la sucesión, y suscitó enconadas disputas por la deferencia nobiliaria con que debían ser tratados unos y otros.

Dos días después del anuncio oficial del compromiso, don Jaime cargó de nuevo las naves de la sucesión tras recibir a dos reporteros de Point de Vue, la revista del corazón más importante de Francia.

Al ser preguntado por la boda de su primogénito, el infante se mostró muy ilusionado y aprovechó para reafirmar su «legitimidad, tanto en Francia como en España», proclamándose «Jefe de toda la Casa de Borbón».Y esto último, añadía, «nadie puede discutírmelo».

Don Jaime distinguía muy bien entre la «instauración» monárquica que iba a tener lugar en España por voluntad de Franco, y una quimérica «restauración» cuyos derechos le correspondían en exclu siva a él y a su primogénito Alfonso de Borbón, el auténtico príncipe de Asturias bajo su particular prisma dinástico.

También establecía diferencias don Jaime entre sus derechos a la Corona de España y los delTrono de Francia. Para defender estos últimos, la maquinaria legitimista se puso inmediatamente en marcha, creando el mismo día de Navidad la Casa del Duque de Anjou y de Segovia, al servicio de don Jaime, cuya jefatura se encomendó al duque de Bauffremont.

Poco después, se constituía un Consejo integrado por relevantes miembros del movimiento legitimista, cuyo objetivo era dirimir los diversos asuntos dinásticos en Francia.

Surgió también el Instituto de la Casa de Borbón, organismo de vocación cultural encargado de difundir la historia de los príncipes franceses; y se fundó, en París, el Centro Nacional de Estudio y Acción Legitimista, que aglutinaba a todas las organizaciones provinciales.

El primer cometido del Consejo del duque de Anjou fue preparar el matrimonio de su príncipe heredero, Alfonso de Borbón Dampierre, que con sólo nueve años había grabado ya a fuego en su memoria una frase escuchada al escritor egipcio Georges Cataoui, naturalizado francés y ferviente partidario de la legitimidad, mientras charlaba con su madre Emanuela de Dampierre a bordo de un tren suizo: «Con toda seguridad -dijo entonces Cataoui a la duquesa de Segovia-, el heredero de la Casa de Borbón es ahora su esposo. Lo es desde la muerte de su suegro, el rey Alfonso XIII, desde hace tres años».

Los legitimistas de Versalles facilitaron al joven Alfonso de Borbón Dampierre el texto de la declaración solemne que hizo su padre en 1946, en la cual éste se mostraba firme sobre sus derechos como jefe de la Casa de Borbón, así como sobre los de sus hijos Alfonso y Gonzalo.

Don Jaime acompañaba su declaración con una carta enviada a los príncipes menores de la casa de Francia, comunicándoles que asumía el título de duque de Anjou llevado anteriormente por el primer Borbón de España, Felipe V. Desde ese momento, don Jaime presidió todos los años en San Agustín, y luego en Notre Dame des Victoires, la misa del 21 de enero en memoria del rey Luis XVI.

Fue al cumplir los veinte años cuando Alfonso de Borbón Dampierre acompañó por primera a su padre en un acto público:

-El 8 de mayo -le indicó don Jaime en 1956-, el Memorial de Francia entregará el nuevo relicario de San Luis a la basílica de San Dionisio. Debes estar presente. Por supuesto, hay que ir con frac.

-¡Pero si no tengo! -adujo, muy preocupado, su hijo.

-Que te hagan uno.

Don Alfonso pidió dinero prestado a su abuela, la reina Victoria Eugenia, y el día indicado se situó en la iglesia detrás de su padre, que presidía el acto ataviado con el collar del Espíritu Santo. Todos los Borbones estaban presentes; los cabezas de familia, en primera fila: los Borbón Parma, los Braganza, los Busset... También acudió la reina madre de los belgas, Elisabeth.

Dieciséis años después de su primer acto oficial con los legitimistas franceses, Alfonso de Borbón Dampierre estaba a punto de solemnizar en Madrid un crucial paso en su vida, casándose con la nieta de Franco.

Don Jaime regresó a Madrid, donde no había estado más que una sola vez desde la proclamación de la República. Concretamente, en 1949, cuando, acompañado de su hermana María Cristina, el aeroplano que los conducía desde Lisboa a Barcelona, donde debían embarcar hacia Roma, hizo escala técnica en el aeropuerto de Barajas.

Siete años después de aquella escala técnica y con motivo delAño Santo Compostelano, el infante pisó nuevamente suelo español, sin recalar ya en Madrid, tras pedir permiso a las autoridades españolas para visitar Santiago de Compostela.

En ninguna de las dos ocasiones la prensa informó de su presencia por imposición de la censura.

Al llegar ahora por segunda vez a Madrid desde 1931, para asistir a la boda de su primogénito, se encontró con una ciudad muy distinta a la que conoció cuando partió hacia el exilio.

El comandante del pequeño avión que le conducía a la capital quiso agradarle sobrevolando en círculo ésta y sus alrededores para que el ilustre pasajero pudiese comprobar a vista de pájaro el radical cambio sufrido por la ciudad.

Don Jaime se maravillaba ante su hijo Gonzalo, sentado a su lado: «¡Cómo se han desarrollado los suburbios! Está irreconocible. ¡Cuántas fábricas nuevas!».

Tras aterrizar en Barajas después de tantos años, el infante se alojó en el palacio de estilo francés de la condesa de Romanones, Blanca de Borbón,y recorrió con su hijo Alfonso los barrios de su juventud.

Años después, el duque de Cádiz evocaba aquellos entrañables paseos:

Encontraba a conocidos, lloraba de felicidad, abordaba a antiguas amistades con su manera de hacer directa y calurosa. Todos tenían, como él, cuarenta años más y, no obstante, hablaba con algunos como si les hubiera visto el día anterior. Esta espontaneidad siempre me había conquistado, a pesar de nuestras divergencias; uno se olvidaba de todo al verle acercarse, la mano extendida, con una sonrisa que te desarmaba. En la gente del pueblo, sobre todo, esta sonrisa producía un efecto maravilloso.

Don Jaime retornaba a su patria triunfante, sintiéndose halagado porque su hijo estuviese a punto de desposarse con la nieta de Franco. Su inmensa alegría le hizo mostrarse obsequioso con la prensa, a la que concedió numerosas entrevistas. En una de ellas, publicada en la revista Lecturas, desbordaba entusiasmo acompañado de sus dos hijos:

Don Jaime viste traje negro, corbata del mismo color y camisa blanca. Su pelo es grisáceo y su silueta recuerda la de su padre Alfonso XIII. Está pálido, nervioso, emocionado y habla con dificultad. Cuando el piloto del avión le comunicó que ya estaba en tierra española, se le saltaron las lágrimas:

-¡Me parece un sueño estar aquí!

-¿Qué le emociona más, casar a su hijo mayor o venir a España?

-Las dos cosas.

-Desde el avión le puso un telegrama a Franco ¿qué le decía?

El infante está confundido y le enseña al periodista su cámara. Don Alfonso vocaliza lentamente:

-Papá ¿qué has puesto en el telegrama?

Pero don Jaime se sale por la tangente:

-Ahora sólo puedo decir ¡Viva España, viva España! Mire los gemelos que llevo, con la bandera española, me los regaló mi padre poco antes de salir de España, cuántas veces los he mirado pensando me los pondré el día que regrese a España, mírelos, mírelos ¿a que son muy bonitos?

Don Jaime enciende un cigarrillo negro y don Alfonso deja su whisky sobre la preciosa mesa de mármol. Don Gonzalo come queso manchego.

De pronto el Infante salta:

-¡Soy soldado raso!

-Papá ¡cómo! ¿soldado raso? -pregunta muy despacio y gesticulando mucho don Alfonso.

-Tú eres teniente, pero yo soy sólo soldado raso, de artillería, y estoy muy orgulloso de serlo.

-¿No ha fallado ningún tiro importante?

-No, soy hombre de cañonazos.

-¿No se ha arrepentido nunca de nada en su vida?

-No, todo lo he hecho, según me enseñó mi padre, por el bien de España.

-¿Le sorprendió cuando don Alfonso le dijo que se había prometido con la nieta de Franco?

-Que cada uno de mis hijos se case con quien quiera, no me gusta verlos vivir solos.

-¿Cuándo conoció a su futura nuera?

-Hace dos semanas.

Salta de nuevo don Alfonso:

-Pero, papá, te la presenté hace un mes, en Lausana ¿no te acuerdas?

-Don Jaime ¿qué le parece María del Carmen?

-Es adorable, sencilla, simpática y humana. Está a la altura de mi hijo. Es muy cariñosa, pero el que tiene que estar contento eres tú, Alfonso.

Durante el almuerzo en casa de Blanca de Borbón, al que asistieron Juan Carlos y Sofia, don Jaime impuso a su hijo el collar del Toisón de Oro ante la estupefacción y el silencio claustral de los comensales.

La titularidad del Toisón de Oro era motivo de enconadas disputas entre don Juan y don Jaime. Uno de los motivos que esgrimían los monárquicos «juanistas» para reconocer a don Juan como soberano era precisamente su condición de jefe de la Orden del Toisón de Oro, creada por Felipe el Bueno en 1429 y considerada como la de mayor prestigio en Europa.

Los monarcas españoles la habían otorgado desde que recayó en ellos su jefatura por herencia dinástica de los duques de Borgoña. Don Juan se consideraba soberano de la orden y en 1961 se la había ofrecido a Franco, pese a no tener capacidad para hacerlo por no ser jefe del Estado. Pero Franco, con su probada astucia, la rechazó, ya que, en caso de haberla aceptado, habría reconocido implícitamente a don Juan como heredero de la Corona de España desde el punto de vista del legitimismo dinástico.

Como buen gallego, el Caudillo templó gaitas respondiéndole a don Juan:

-Agradezco en su valor la estimación que hacéis de mis servicios a la Nación y a la causa de la Monarquía, al querer honrarme con tan preciado galardón, que por distintas razones estimo no es conveniente y no podría aceptar.

Y a continuación añadió, a modo de ladina advertencia:

-En este orden de cosas creo debierais pedir información histórica sobre la materia.

Franco mantenía así en el aire la titularidad real de los derechos dinásticos, aunque a su primo Salgado-Araujo le hiciese una insólita confidencia que éste anotó en su diario: «Franco me dice: "El jefe de la Casa de Borbón y por lo tanto el que puede tener derecho a conceder elToisón de Oro es el actual infante don Jaime, hermano mayor de don Juan"».

Convencido o no de lo que decía, Franco se dispuso a ofender de nuevo al conde de Barcelona aprovechando la boda de su nieta con Borbón Dampierre. La misma iniciativa que había tenido don Juan once años atrás, trataba ahora don Jaime de hacerla efectiva para solemnizar el enlace de su hijo.

El duque de Segovia defendía que el Toisón era, ante todo, una orden familiar cuyo maestrazgo correspondía al heredero de los Borbones, es decir, a él mismo. Con esa convicción visitó a Franco en El Pardo, acompañado de su hijo Alfonso.

Don Jaime y Franco se abrazaron, y el infante cayó rendido ante el «milagro español» obrado por el Caudillo con un país sumido en la miseria tras la Guerra Civil, que ahora había decidido convertir en reino. Con ese gesto y esas palabras de agradecimiento, don Jaime se retractaba de su posición hostil y agresiva mostrada contra el franquismo ante las Naciones Unidas.

La boda de su hijo con la nieta del jefe del Estado hacía que don Jaime viese ahora con otros ojos al régimen que le distinguía a él y a su primogénito con el tratamiento de alteza real.

En un momento de la entrevista, el infante entregó a Franco un pequeño cofre que contenía las insignias del Toisón de Oro. El Caudillo le dio las gracias y dejó el estuche sobre una mesita que tenía al lado sin pronunciar una sola palabra más. Jamás luciría la condecoración pero tampoco declinó el ofrecimiento, como había hecho con don Juan.

Años después, la reina Sofia comentaría a Pilar Urbano el verdadero significado del gesto de don Jaime: «[...] Desde hacía unos años, él y su hijo jugaban a confundir.A que pareciese que aquí había dos príncipes, dos pretendientes, dos alternativas...».

Al príncipe de Asturias le desagradó también el ofrecimiento de don Jainie, como advertía López Rodó:

A don Juan Carlos le preocupó mucho el tenia y la antevíspera de la boda nie llamó por teléfono a las diez y media de la noche para que hiciera ver a Carrero Blanco, vicepresidente del Gobierno, lo improcedente de esa concesión delToisón, y que procurara evitar que Franco se lo pusiese en la boda.

Tanto don Juan como su hijo consideraban una provocación intolerable la actitud de don Jaime y sus fundadas razones tenían, dado que ofreciendo a Franco el Toisón, el infante se arrogaba las facultades que habían correspondido en exclusiva a los reyes desde hacía siglos.

Se trataba, en realidad, de una larga disputa dinástica que enfrentaba a los dos hermanos desde la muerte de su padre, el rey Alfonso XIII. Ambos habían otorgado ya por separado la más alta condecoración de la Casa de España; don Jaime lo hizo con el rey Pedro II deYugoslavia, el duque de Polignac y hasta con los primeros astronautas americanos que pisaron la Luna (Armstrong,Aldrin y Collins), que debieron alucinar de nuevo al recibir el áureo vellocino.

El duque de Segovia contaba entre sus partidarios con José Romero de Juseu, marqués de Cárdenas, que defendía su mejor derecho a conceder la distinción, provocando la cólera de don Juan.

Pero no faltaron quienes, mucho después, criticaron el gesto de don Jaime, como Alfonso Ussía, hijo del conde de los Gaitanes (albacea testamentario de don Juan), quien, en una carta abierta a Borbón Dampierre, publicada en la revista Época, señalaba:

Usted sabe que ese Toisón de Oro [el entregado por Alfonso XIII] que tenía su padre, fue rescatado de una casa de empeño de París por la cantidad de tres mil francos franceses, lo que da a entender el respeto que se respiraba en su casa por la más alta y tradicional de las condecoraciones reales.

Es probable, en efecto, que don Jaime, abrumado por su situación económica, recurriese a un gesto tan desvergonzado como aquél. En cualquier caso, la concesión del Toisón a Franco puso muy nervioso al conde de Barcelona y a su hijo. Doña Sofia aseguraba también que Juan Carlos rogó al Caudillo que no luciese la condecoración: «[...] Cuando llegó la boda entre Alfonso y Carmencita, mi marido le pidió a Franco que no se pusiera el Toisón para la ceremonia. Pedirle eso fue un trago fuerte para el príncipe.Y Franco tuvo el buen sentido de no ponérselo ni entonces ni nunca».

El peliagudo asunto del Toisón colocó a don Alfonso ante un auténtico dilema: si lucía la insignia el día de su boda se ganaría para siempre la enemistad de su primo Juan Carlos, pero, si no lo hacía, ofendería a su padre. Tras considerarlo detenidamente, se inclinó por lo segundo.

La boda del año en España se celebró en la capilla real del palacio de El Pardo, el 8 de marzo de 1972.

Hubo más de dos mil invitados, que no cupieron, por lo que fue necesario instalar un circuito cerrado de televisión para los que permanecieron afuera.

Luego, durante el banquete, una corte de camareros tuvo que habilitar dos patios interiores donde se pusieron los buffets y unas mesitas redondas para que pudiesen sentarse todos. Parecía la boda de un emperador oriental.

En las invitaciones se rogaba la asistencia con frac y condecoraciones para los hombres, y con traje largo para las mujeres. La novia iba deslumbrante con el suyo blanco de Balenciaga, salpicado de flores de lis, símbolo de la realeza borbónica. La diadema, de esmeraldas, se la había regalado su abuela Carmen.

Entre los asistentes se encontraban la Begum Aga Khan, los príncipes de Mónaco, Grace y Rainiero, el hijo del dictador de Paraguay, Stroessner, la hija del presidente Thomas de Portugal, Imelda Marcos, la mujer del dictador filipino.. .Y otros muchos personajes populares como el cantante julio Iglesias, acompañado de su entonces esposa Isabel Preysler, los deportistas Manuel Santana y Francisco Fernández Ochoa, y hasta las folclóricas Carmen Sevilla y Lola Flores.

Durante la ceremonia, oficiada por el cardenal Tarancón y apadrinada por Franco y doña Emanuela de Dampierre, don Jaime lanzó desde su sitial miradas de reproche a su hijo Alfonso por no lucir en su uniforme de embajador la insignia del Toisón que él si portaba altanero, sino sólo la gran cruz de Isabel la Católica que le había concedido el Gobierno español.

Aquella misma mañana, en casa de don Alfonso, había otorgado por primera vez las órdenes dinásticas francesas a sus hijos y a un grupo de legitimistas desplazado a Madrid para asistir al enlace. La tarde anterior había concedido también elToisón de Oro a su hijo mayor, y al menor, Gonzalo, el título de duque de Aquitania.

Jamás perdonó don Jaime la afrenta de su primogénito, como recordaba éste: «Su resentimiento fue duradero: cuando le pedí que fuera el padrino de mi segundo hijo, aceptó, pero se negó a asistir al bautismo.Y Luis [Luis Alfonso] no conoció jamás a su abuelo».

Don Alfonso optó por ofender a su padre para no contrariar a su primo Juan Carlos. Pero su negativa a lucir el Toisón durante su boda no fue razón suficiente para evitar resquemores. Su casamiento con la nieta de Franco levantó suspicacias sobre la sucesión, especialmente en algunos partidarios de don Juan que habían aceptado muy a su pesar la candidatura del hijo como única vía posible para la instauración de la monarquía en España.

Uno de ellos era, según Anson, Pedro Sainz Rodríguez, que no se mordió la lengua cuando él le anunció la boda de Borbón Dampierre con Carmen Martínez-Bordiú: «¡Coño, qué me está usted diciendo! Pues si Franco no estira la bota enseguida se puede ir al quinto carajo todo lo que hemos hecho hasta ahora. Hay que joderse, menuda putada».

El enlace del heredero de don Jaime suscitó también multitud de comentarios en la prensa internacional. Para Philippe Nourry, corresponsal del diario francés Le Figaro en Madrid, era indudable que el acontecimiento reabría el debate sobre la sucesión:

El Príncipe de España, don Juan Carlos, tiene otras razones para mostrarse inquieto. El matrimonio de su primo hermano don Alfonso de Borbón Dampierre con María del Carneen no es una simple página de revista del corazón. Bullen, por lo menos en el espíritu de muchos, las cartas de un juego que se creía definitivamente repartido.

Juan Carlos, es cierto, no tiene razón alguna para pensar que el jefe del Estado español haya soñado jamás al consentir en esta unión en apartarlo en provecho de su «nieto político» [...]. Pero ¿quién puede en la España de hoy alimentar su porvenir de certezas absolutas?

En un país donde el régimen no ha querido «restaurar» la continuidad dinástica, sino «instaurar» un reino nuevo, heredado de la Cruzada, el ocupante del trono puede aparecer como fácilmente intercambiable.

Todo lo que se puede asegurar hoy es que este matrimonio añade un factor de inquietud inútil a un futuro ya precario.

Los falangistas hicieron causa común de su candidato Borbón Dampierre y acosaron a Franco para que diera marcha atrás, respaldados por el tándem de la marquesa deVillaverde y doña Carmen Polo de Franco.

Años después, la reina Sofia advertía a Pilar Urbano la intervención de la esposa de Franco en el enlace Borbón Dampierre-Martínez-Bordiú: «...Y, por supuesto, estuvo detrás de lo de la boda de su nieta Carmencita con don Alfonso de Borbón».

Anson tampoco dudaba de que el enlace supuso una seria amenaza para los intereses de don Juan Carlos, al asegurar que «la espada de Damocles, más taraceada y amenazadora que nunca, vuelve a pender sobre el gaznate del Príncipe».

El propio don Juan Carlos temía que su designación pudiera malograrse por la gran influencia que ejercían las mujeres más destacadas del régimen, y llegó a comentar así a más de uno en su despacho de La Zarzuela: «Si dos tetas valen más que una carreta, imagínate seis tetas a la vez.. .Vamos a ver qué pasa».

Por si fuera poco, los partidarios de Borbón Dampierre pretendían incluso que las Cortes aprobasen el enlace, como exigía la Ley de Sucesión para «los matrimonios regios, así como el de sus inmediatos sucesores».

Alarmado por esa iniciativa, don Juan Carlos acudió a El Pardo con una nota redactada por López Rodó en la que, muy acertadamente, se consideraba un despropósito una medida semejante, dado que aún no se había instaurado la monarquía en la persona de un rey.

Pero don Juan Carlos no pudo evitar que los marqueses deVillaverde, como habían hecho antes con las invitaciones para el compromiso, cursasen las de la boda con el tratamiento de «Príncipe» y «Alteza Real» para su primo Alfonso. Afrenta que se sumaba a la concesión del Toisón de Oro que ya había hecho don Jaime a Franco y que éste, al contrario de lo que hizo con el de don Juan, no rechazó.

La boda del primogénito de don Jaime fue aprovechada por los enemigos políticos de Carrero y López Rodó, los dos grandes valedores de don Juan Carlos, para sembrar la confusión.

El ministro de Información,Alfredo Sánchez Bella, encargó al Instituto de la Opinión Pública una encuesta confidencial sobre el enlace semanas antes de que éste se celebrase. Pero, luego, tal vez por influencia directa de la familia de Franco, el sondeo fue difundido por el propio Ministerio de Información.

Sus resultados eran muy elocuentes: el 89 por ciento de los encuestados aseguraba que estaba enterado del acontecimiento, mientras que otro 76 sabía que don Alfonso era embajador de España en Suecia.

El sondeo estaba realizado para que, inevitablemente, las personas consultadas comparasen a los dos primos como candidatos al trono.

Una de las cuestiones planteaba si don Alfonso, en su calidad de nieto mayor del rey Alfonso XIII, podía alegar derechos a la Corona, a lo que el 47 por ciento respondía afirmativamente. Otro 69 consideraba que Borbón Dampierre reunía las condiciones formales necesarias para suceder a Franco a título de rey, y sólo un 15 por ciento le cuestionaba.

Sin embargo, don Juan Carlos obtenía mayor respaldo de las instituciones que su primo, especialmente del Ejército, los círculos monárquicos y la banca.

Los esfuerzos de José Solís y Mariano Calviño para difundir la candidatura de don Alfonso de Borbón Dampierre entre los sindicatos oficiales resultaron vanos: tan sólo un 7 por ciento de los encuestador le otorgó su apoyo.

Mientras, los novios alcanzaron un gran protagonismo mediático, hasta el punto de eclipsar a don Juan Carlos y doña Sofia.Y ello, como era lógico, favoreció los equívocos. El genial Salvador Dalí tituló provocativamente su retrato de la novia Princesa María del Carmen, mientras que en el entorno de Franco se prodigaba a don Alfonso el tratamiento de «Príncipe», como consignaba el periodista Jaime Peñafiel:

[...] En los círculos próximos a El Pardo fue llamado y considerado «príncipe», con todo el protocolo que ello lleva consigo: reverencias, tratamiento y lugar preeminente en actos oficiales. Hasta doña Carmen hacía la genuflexión en público.

De regreso a su embajada en Estocolmo, don Alfonso conservaba aún su estado de embriaguez nupcial que le llevó a repartir tarjetas autotitulándose «príncipe», cuando en España no había más que uno, el príncipe de Asturias, que no era otro que su primo Juan Carlos, al menos en su calidad de sucesor de Franco a título de rey.

En realidad, en toda la historia de España sólo dos personajes habían ostentado el título de príncipe con carácter excepcional: Manuel Godoy, como «príncipe de la Paz», y el general regente Baldomero Espartero, que fue «príncipe de Vergara».

Arrobado por los fastos nupciales, don Alfonso ordenó también que en las participaciones oficiales de la embajada se tratase a su esposa como «Su Alteza Real la Princesa de Borbón».

Hasta tal punto llegó a ser obstinado y escrupuloso con el tratamiento, que el diario monárquico ABC se quejó de que las cartas enviadas al embajador de España en Suecia eran devueltas sin abrir en caso de que las siglas reales no apareciesen antepuestas a su nombre.

Pero, en realidad, algunos argumentos de Borbón Dampierre para exigir el tratamiento de príncipe eran endebles. Él mantenía que en todos sus pasaportes de soltero figuraba ese título y que en el decreto por el que se le nombró embajador también se consignó.

Por eso lo había utilizado en las tarjetas de agradecimiento por los pésames recibidos tras la muerte de su abuela, o en algunos de sus documentos acreditativos. Aunque, en el fondo, la auténtica razón por la que reivindicaba el título era su convencimiento de que le asistían los derechos dinásticos para hacerlo, por considerar nulas las renuncias de su padre al trono de España.

Pero su tío Juan lo veía de otra manera y jamás le reconoció ese título. De hecho, con motivo de la boda de su hija Margarita, el 12 de octubre de 1972, cursó desde Estoril la invitación a su sobrino con el tratamiento de «Su Excelencia».

Alfonso, indignado, le contestó en estos términos:

De nada valen, tío Juan, subterfugios, ni maniobras privadas, ni argucias periodísticas. El título y tratamiento que me son debidos los ostento por derecho de sangre y nacimiento y no me pueden ser arrebatados por persona alguna. Están por encima de tu voluntad y la mía, pues son herencia directa de la sangre de nuestros antepasados y de nuestra historia...

Don Juan Carlos aún tuvo que salvar otro escollo importante tras enterarse el 21 de octubre, por López Rodó, de que Franco pretendía conceder a su primo el título de príncipe. Le faltó tiempo para presentarse en El Pardo y convencer finalmente al Caudillo de que la existencia de dos príncipes confundiría a la opinión pública y sería motivo de que algunos pudieran acusarle de favorecer a su familia.

Don Juan Carlos propuso que, a cambio, se otorgase a su primo el título de duque de Cádiz, que era el que había tenido antes de su matrimonio el rey Francisco, y que en aquella época de Isabel II evocaba a la ciudad de las Cortes.

El título de duque de Cádiz llevaba consigo el tratamiento de Alteza Real, pero Franco lo concedió a regañadientes: «Siempre se le ha llamado príncipe a Alfonso de Borbón y ahora que se ha casado con mi nieta no le quieren reconocer esa condición», se lamentó.

Al cabo del tiempo, don Juan Carlos comentaría que esa entrevista con Franco había sido uno de los momentos más duros de su vida, que le hizo «sudar por dentro».

Pero don Juan Carlos demostró conocer muy bien al Caudillo, jugando astutamente con él su principal baza, consciente de que Fran c o i amás correría el riesgo de que alguien pudiese acusarle de nepotismo. Desde ese punto de vista resultaba infundado el temor de muchos partidarios de don Juan Carlos a que el jefe del Estado pudiese revocar la designación con motivo de la boda de su nieta.

La gran duda era si, de haberse celebrado el matrimonio antes de 1969, Franco habría podido designar a don Alfonso, en lugar de a don Juan Carlos.

Emilio Romero, en sus Cartas al Rey'-, expresaba su convencimiento de que eso sí habría sucedido:

Si el matrimonio de vuestro primo Alfonso de Borbón Dampierre se hubiera convenido antes de 1969 -y ello habría sido posible-, no había una salida sucesoria de Franco más históricamente razonable, y más políticamente deseada por las fuerzas mayoritarias de adhesión incondicional al Régimen. Ahora ya es tarde.

Parecida opinión me brindaron Fernando Álvarez de Miranda y Torcuato Luca de Tena hace unos años.

Don Juan Carlos no tuvo más remedio que aceptar el tratamiento de Alteza Real para su primo y la esposa de éste, Carmen Martínez-Bordiú, que fue decretado por Franco el 22 de noviembre de 1972, en un documento que decía así:

A petición de Su Alteza Real el Príncipe de España, y en atención a las circunstancias que concurren en Su Alteza Real don Alfonso de Borbón y Dampierre, nieto de Su Majestad el Rey don Alfonso XIII (q.s.g.h.), he tenido a bien concederle la facultad de usar en España el título de duque de Cádiz, con el tratamiento de Alteza Real, cuyo título y tratamiento ostentarán igualmente su cónyuge y descendientes directos.3

En la prensa se defendió también el tratamiento que debía darse a Borbón Dampierre. Para el periodista José Ramón Alonso, de Sábado Gráfico, debía ser cuanto menos de infante:

Acaso convenga que en tan delicadas materias dinásticas tengamos la fiesta en paz. Puesto a buscar algo inédito podría recordarse que entre el príncipe don Alfonso de Borbón y Battenberg y el conde de Barcelona, el infante fue efuneramente príncipe de Asturias.Y los hijos de un príncipe de Asturias han sido siempre, por lo menos, infantes de España.

Tres años después, la trágica muerte de don Jaime convirtió a su primogénito Alfonso de Borbón Dampierre en el nuevo «jefe de la Familia».

La lógica sucesoria del duque de Cádiz quedaba bien expresada en sus propias palabras:

Acepté la Ley de Sucesión española de 1947 porque era válida, parecía útil al bien común del país, y por ello no soy el Rey de España. Pero jamás he dejado de tener como nulas las renuncias dinásticas de mi padre.

Borbón Dampierre reconocía así la designación de su primo Juan Carlos, pero hasta el final de sus días -trágico, como el de su padrese consideró el legítimo heredero de la Corona, diferenciando los dos polos de la sucesión: el estrictamente legal, que dejaba en manos de su primo el Trono de España, y el propiamente dinástico que, al considerar nulas las renuncias de su padre, hacía recaer en él los derechos del segundo hijo de Alfonso XIII.

Pero víctima de esa «mala estrella» que en todo momento lució su padre,Alfonso de Borbón Dampierre se topó repentinamente con la muerte en las montañas de Colorado, al oeste de Estados Unidos, un fatídico 30 de enero de 1989.