mpezó como una filtración de insistentes rumores. Se habló de disparos, de un horrible accidente, e incluso de víctimas mortales... Todos, en la agencia francesa de noticias Havas, anhelaron saber entonces qué había sucedido en realidad en Villa Giralda, la residencia de los condes de Barcelona, aquella tarde del 29 de marzo de 1956.

La confusión y el revuelo persistían aún de noche en la redacción parisina, cuando uno de sus jefes se apresuró a contactar con el secretario particular de don Jaime de Borbón y Battenberg, el periodista Ramón Alderete, para que tratase de confirmar la noticia antes de difundir un despacho.

-Es terrible... terrible...

La voz entrecortada, afligida, del ex embajador José Quiñones de León resonó instantes después al otro lado del teléfono mientras Alderete escuchaba en silencio.

-El tiro -añadió Quiñones con acento afrancesado- ha salido accidentalmente cuando el pobre Alfonso limpiaba su pistola... Todos los intentos han sido inútiles... El desgraciado ha muerto instantes después...

Bastó aquel testimonio desgarrado de quien fue albacea testamentario del rey Alfonso XIII para que Alderete marcase enseguida el número de la agencia y dictase la noticia 245, transmitida a las 23.31 horas, que decía así:

Se ha sabido esta noche en los medios monárquicos españoles de París que el príncipe Alfonso de Borbón, hijo segundo del pretendiente al trono de España, se ha matado el jueves por la noche mientras jugaba con una pistola en Villa Giralda, residencia de su familia en Estoril.'

En Estoril, en efecto, a orillas del Atlántico, junto a la desembocadura del Tajo, sobrevino la desgracia.

La apacible ciudad portuguesa, al oeste de Lisboa, donde banqueros y armadores habían establecido sus fastuosas mansiones, acogía al final de la avenida, en lo alto, a Villa Giralda, una residencia sin pretensiones palaciegas. Se asemejaba a un cortijo andaluz, de fachada blanca y construcción chata.

En aquel chalé petit-bourgeois vivían su exilio don Juan de Borbón y Battenberg y su esposa, María de las Mercedes de Borbón y Orleáns, con sus hijos Pilar, Juanito, Margarita yAlfonsito. Nadie habría adivinado que aquél era el hogar del aspirante al trono de España, y sí, en cambio, que pudiera tratarse de la morada de algún comerciante o del gerente de una compañía maderera.

Si alguien llamaba a la puerta de color verde era observado, sin apercibirse de ello, desde unos ojos de buey camuflados en los laterales.Algunos trofeos de caza del conde de Barcelona, cobrados en sus safaris africanos, adornaban el porche, junto a un tapiz que reproducía una bonita imagen del palacio de La Granja.

Don Juan y doña María de las Mercedes alquilaron al principio la casa, que sólo al cabo de diez años pudieron comprar.

«¡Nos costó un dineral arreglarla!», recordaba la condesa de Barcelona al cabo del tiempo.

Llamaron al chalecito Giralda, en recuerdo del yate del rey Alfonso XIII y de la añorada torre sevillana. Ambos motivos se reproducían en mosaicos a la entrada de la casa.

Villa Giralda era un hogar tranquilo y cálido; el lar ideal de una familia corriente, si no fuera por el inconfundible signo de realeza que distinguía a sus ocupantes. El ayudante de cámara de don Juan, Luis Álvarez Zapata, que sirvió a la Familia Real en el cuarto de la reina Victoria, recibía siempre a los visitantes, invitándoles a pasar a una salita repleta de muebles y fotografias.

Arriba, en la habitación del conde, se acumulaban sus mejores trofeos deportivos, su trompeta y sus escopetas. Pero la mirada entrañable de su padre, el rey Alfonso XIII, plasmada en un lienzo de Laszlo (1910) que presidía el rellano de la escalera, parecía presagiar la inmi nente tragedia.Y ésta llegó, como todas, a traición: una lóbrega tarde del 29 de marzo, Jueves Santo, de 1956.

Días después, el semanario italiano Settimo Giorno publicaba una sobrecogedora versión de lo que sucedió aquella jornada maldita en Villa Giralda. La crónica de su corresponsal en Lisboa, Ezio Saini, acabó en las fornidas manos de don Jaime de Borbón y Battenberg, que ese mismo día, 10 de abril, confesaba con evidente consternación a su secretario Alderete:

Estoy desolado de ver que la tragedia de Estoril es llevada de esta forma por un periodista al que le ha sorprendido la buena fe, pues me niego a no creer en la veracidad de la versión de la muerte de mi desgraciado sobrino dada por mi hermano. En esta situación y en mi calidad de jefe de la familia de Borbón, no puedo más que estar en profundo desacuerdo con la actitud de mi hermano Juan que, para cortar toda interpretación posterior, no ha pedido que se abriera una encuesta oficial sobre el accidente y que fuera practicada la autopsia en el cuerpo de mi sobrino, como es habitual en casos parecidos.'

¿Autopsia? ¿Investigación judicial? ¿Estaba en realidad don Jaime desvelando que algo presuntamente irregular, delictivo, había sucedido mientras los dos hermanos jugaban en una habitación de Villa Giralda? ¿Acaso era cierta aquella aterradora frase que algunos pusieron en boca de don Juan, según la cual el padre, visiblemente enojado, había exigido a su hijo Juanito el juramento solemne de que no lo había hecho a propósito?

Don Jaime insistía en reclamar una investigación. El 11 de abril, trece días después de la tragedia, el diario británico The DailyTelegraph publicaba la crónica de su corresponsal en París:

Don Jaime, Jefe de la Familia Real Española, ha declarado hoy en París que lamentaba profundamente que su hermano Don Juan, Preten diente al Trono español, no haya verificado una investigación oficial acerca de la muerte en la semana última de su hijo, el Príncipe Alfonso, de 15 años, en accidente de tiro.

El periódico inglés, añadía:

Don Jaime comentaba el informe, según el cual el Príncipe Alfonso fue muerto accidentalmente por su hermano mayor, el Príncipe Juan Carlos. Dicho informe, según un diario de París, será publicado mañana en el semanario italiano Settimo Giorno, procedente de su corresponsal en Lisboa.

Años más tarde, la periodista francesa Francoise Laot recogía la versión de Settimo Giorno; según ésta, la pistola que mató al infante Alfonsito era un regalo de Franco y estaba guardada bajo llave en un secreter. A Juanito y Alfonsito les encantaba disparar y no dejaban de pedir que les dejaran jugar con ella. Días antes,Alfonsito había comprado balas a un armero de Lisboa; quería tirar al blanco con Víctor Manuel de Italia, su vecino y compañero de juegos. Los proyectiles, sin embargo, eran demasiado largos y duros para la pequeña pistola y uno de ellos quedó atascado en el cargador. Los dos hermanos quisieron sacar el arma para apuntarse con ella en broma, pero el conde de Barcelona les prohibió tocarla. La pistola volvió al secreter y don Juan guardó la llave en uno de sus bolsillos. Juanito, de dieciocho años,yAlfonsito, de casi quince, no claudicaron y suplicaron con insistencia a su madre que se la dejara, prometiéndole que no cometerían imprudencias. La madre cedió y fue a buscar la llave a la chaqueta de su marido...

Fue entonces cuando el destino cruel irrumpió en aquella atmósfera cerrada que parecía decorada a propósito, brumosa y lóbrega, soñolienta y fatalista. Poco después sonó un disparo, seguido de un desconcertante silencio. Las miradas despavoridas de los condes de Barcelona se dirigieron súbitamente a la segunda planta, donde jugaban sus hijos.

Doña María de las Mercedes descansaba en su saloncito privado. De su pared principal, sobre la amplia chimenea de madera y már mol, colgaba un óleo de su hermano Carlos, muerto en el frente de Guipúzcoa veinte años atrás. Al lado, sobre el tresillo de color palo de rosa, había un retrato a la sanguina de su hijo Alfonso, al que estaba a punto de perder también.

La condesa se quedó sin respiración al escuchar los gritos de Juanito, que bajaba como una exhalación por la escalinata: «¡No, tengo que decírselo yo!», espetaba el infante a la señorita de compañía.

«A mí se me paró la vida», confesaría la condesa al cabo de los años.'

Don Juan salió como un relámpago del despacho y corrió escaleras arriba, hacia el tétrico escenario. Allí descubrió a su hijo Alfonso desplomado en el suelo, con un disparo en la frente. Su primogénito Juan Carlos, de dieciocho años, estaba unos segundos antes con él. El conde de Barcelona intentó detener la hemorragia. Taponó con sus dedos los orificios de entrada y salida por donde brotaba la sangre a borbotones. Pero el infante adolescente murió irremediablemente en sus brazos. El médico de la Familia Real, José Loureiro, certificó la muerte instantánea.

Entonces, aquel corpachón de dos metros de estatura se desmoronó por dentro. El recio hombre de mar perdió en unos segundos el rumbo de la historia. El destino acababa de arrebatarle a su hijo pequeño, mientras jugaba con su hermano Juan Carlos, que disfrutaba de un permiso en la Academia Militar de Zaragoza.

Don Juan sabía muy bien cómo ahogar el dolor. En 1934, con sólo veinte años y alférez de la Marina británica, recibió otra tremenda sacudida del destino: el accidente de coche que costó la vida a su hermano pequeño, don Gonzalo, que era hemofilico. El chaval se apagó como una vela desangrado tras recibir un golpe en el estómago. Su hermano mayor tampoco pudo hacer nada entonces. Sólo asirle de la mano y darle el último aliento antes de morir.

El conde de Barcelona sintió de nuevo la terrible punzada del hado cuatro años después; esta vez fue su hermano mayor Alfonso, ex príncipe de Asturias, quien falleció a consecuencia de otro accidente de automóvil. Como don Gonzalo, era hemofilico y agonizó en un hospital de Estados Unidos a causa de una hemorragia interna; el mis mo veneno en la sangre tenía su tío Mauricio de Battenberg, que murió a los veinticinco años de una hemorragia en el estómago.

Y aquella fatídica mañana, enVilla Giralda, el conde de Barcelona subió a bordo de su lujoso Bentley negro sin pronunciar una sola palabra, alejándose a gran velocidad por las angostas carreteras de Estoril. En el salpicadero había una fotografia de sus cuatro hijos -Pilar, Juan Carlos, Margarita y Alfonso- que colocó doña María de las Mercedes, advirtiéndole: «Para que nunca olvides que no tienes derecho a arriesgar tu vida...».

Don Juan llegó hasta el mar y arrojó allí el arma.

La versión de la historiadora Helena Matheopoulos coincidía en líneas generales con la publicada por el semanario Settimo Giorno, recogida por Francoise Laot; si bien Matheopoulos matizaba que, antes de empezar a jugar con la pistola, don Juan Carlos dijo que tenía apetito y su hermano pequeño se ofreció a ir a la cocina en busca de unos bocadillos mientras el primogénito cargaba el arma. Pasados unos minutos, Alfonsito regresó con un bocadillo en cada mano y no vio a su hermano, que empuñaba en pie la pistola, escondido tras la puerta. Alfonsito empujó ésta con el codo y la puerta se abrió de par en par, golpeando a Juanito y haciendo que el arma se disparase. Se trataba sin duda de una versión inverosímil, difundida tal vez para remarcar la involuntariedad de la tragedia. ¿Cómo era posible si no que Juanito disparase por la espalda a su hermano y que el proyectil le hubiese entrado en realidad por la frente?

La verdad era que a don Juanito se le había disparado accidentalmente una pistola Long Automatic Star, del calibre 22. Al parecer, según otra versión, la pistola era un regalo que alguien hizo a don Juan Carlos en la Academia de Zaragoza, días antes de partir hacia Estoril; de tal forma que cuando Juanito recogió a su hermano en Madrid, acompañado de su preceptor el teniente general Carlos Martínez Campos, para viajar juntos en el Lusitana Express a Estoril, la llevaba ya consigo.

El accidente dio paso a un silencio claustral sobre sus circunstancias. El Gobierno evitó cualquier comentario en la prensa que pudiese profundizar en lo sucedido, mientras la administración por tuguesa impidió que se abriese una investigación. Nadie debía conocer los detalles de un suceso tan desgraciado que afectaba nada menos que al heredero de don Juan de Borbón, al futuro príncipe de Asturias de acuerdo con el legitimismo dinástico.

Tan sólo un escueto comunicado oficial, redactado por la Secretaría de los Condes de Barcelona, fue dado a conocer a la opinión pública. Decía así:

Mientras Su Alteza el infante Alfonso limpiaba un revólver aquella noche con su hermano, se disparó un tiro que le alcanzó en la frente y le mató en pocos minutos. El accidente se produjo a las 20.30, después de que el infante volviese del servicio religioso del jueves Santo, en el transcurso del cual había recibido la santa comunión.'

Era evidente que el comunicado oficial faltaba a la verdad. El accidente ocurrió por la mañana, después de la misa del jueves Santo, en lugar de por la tarde, tras los oficios; es decir, que don Alfonsito recibió la comunión en la misa de la mañana, y no en los oficios de la tarde, a los que no pudo asistir porque ya estaba muerto.

Pero lo más trascendente del caso era que el arma la manejaba Juan Carlos, y no su hermano pequeño. ¿Por qué había necesidad de mentir sobre las causas del accidente?, ¿es que había que ocultar algo?, ¿acaso quienes mantenían que la Familia Real acudió a los oficios confundían éstos con la misa de la mañana?

Franco sabía perfectamente que fue don Juan Carlos quien disparó accidentalmente sobre su hermano. Por eso, dirigiéndose a don Juan, escribió:

El recuerdo de la desgracia de su hijo el Príncipe Alfonso causa emoción a cuantos se encuentran unidos a esta familia por lazos de amistad y de cariño, e incluso en quienes, no conociéndolos, participan en el dolor de esta familia. Pero en el orden político, el recuerdo puede arrojar sobre su hermano Quan Carlos] sombras por el accidente y en las gentes simplistas evocar la mala suerte de una familia cuando a los pueblos les agrada la buena estrella de sus príncipes.'

El general ofrecía así una posible explicación del silencio sepulcral sobre la tragedia. El jefe del Estado creía que la discreción (o más bien el engaño a la opinión pública) era el mejor medio de proteger los intereses futuros de don Juan Carlos al trono de España; tal vez pensara ya en él como posible sucesor, reservándose la carta del hijo por si le fallaba el padre.

De todas formas, con el paso de los años se publicarían testimonios implacables e injustos sobre don Juan Carlos. Uno de éstos provenía de la que fue su novia poco después de la tragedia, Olghina de Robilant, que contaba entonces veintitrés años y frecuentaba los círculos aristocráticos de Estoril cuando visitaba a su tía Olga, que residía en Sintra.

Antigua jefa de redacción del diario italiano Momento Sera, 01ghina de Robilant plasmaba así sus impresiones en sus memorias tituladas Reina de corazones:

No podía dejar de pensar en la tragedia que se había abatido sobre Juanito, que había llenado muchas páginas de los periódicos y de la que había oído hablar en casa.Varios meses antes Juanito había matado por error a su hermano Alfonso. Estaba jugando con unas armas cuando se disparó el revólver que manejaba Juanito, alcanzando a Alfonso en plena frente. Algunos decían que la bala era de rebote, pero, según Baba y la tía, sólo se trataba de atenuantes inventadas para aligerar la responsabilidad de Juanito. Había sido un terrible accidente y pensé que, si me hubiera ocurrido a mí, probablemente, en un primer momento, habría dirigido el arma contra mí misma. Sin duda me habría dejado en estado de shock durante muchísimo tiempo. En cambio, Juanito no daba señales de tener el menor complejo. Llevaba corbata negra y una banda negra en señal de luto. Eso era todo. Me pregunté si era falta de sensibilidad o se había impuesto ese comportamiento.7

Poco a poco, a través de los despachos reservados a los responsables de las agencias de información, y sobre todo a raíz de los rumores que siguieron al infortunio, don Jaime de Borbón y su secretario Ramón Alderete fueron descubriendo la verdad:

Contrariamente -recordaba Alderete- a lo que había sido oficialmente afirmado por la casa de don Juan y por los gobiernos portugués y español, que seguían manteniendo la tesis del accidente, don Alfonso no se había matado jugando con una pistola, sino que fue su hermano Juan Carlos quien lo había matado, por supuesto de forma accidental.A pesar de que esta segunda noticia había saltado a los titulares de la prensa mundial, ni en los medios oficiales juanistas, ni en los franquistas, se emitía ningún desmentido a la tesis anterior."

El 16 de enero de 1957, casi diez meses después de la tragedia de Estoril, don Jaime redactó una despiadada carta dirigida a su secretario Ramón Alderete; en ella, el infante reclamaba formalmente una investigación judicial sobre las circunstancias del accidente que había protagonizado su sobrino mayor.

Ocupaba entonces don Jaime con su segunda esposa, la prusiana Carlota Tiedemann, una mansión en Rueil-Malmaison, zona residencial próxima a París. El pueblo de Rueil debía su nombre y celebridad a Malmaison, el palacio que Napoleón adquirió para Josefina, y en el cual vivió a intervalos el futuro emperador mientras fue primer cónsul. En Malmaison residió Napoleón hasta 1815, antes de partir al exilio en Santa Elena.

Casualidades de la vida: a esa misma zona residencial se trasladaría a vivir la nieta de Franco, Carmen Martínez-Bordiú, tras separarse del primogénito de don Jaime, el duque de Cádiz, e iniciar una nueva vida con el anticuario francés Jean-Marie Rossi, con el cual contrajo matrimonio civil en el juzgado número 11 de Rueil-Malmaison.

Por una cantidad razonable para su bolsillo -nueve millones de francos- don Jaime y Carlota adquirieron la mayoría de las acciones de una empresa hotelera en quiebra que antiguamente había explotado allí un hotel. Villa Segovia, como llamaron a la nueva vivienda, ofrecía al visitante un aspecto señorial con sus inmensos salones, sus veinte habitaciones, la gran terraza, el precioso parque, y hasta una pista de baile con firme de vidrio.

Villa Segovia se convirtió, desde su adquisición, en la digna sede de la «corte» de don Jaime, desde la cual el infante redactó unas des garradoras líneas reclamando que se investigasen los hechos que habían segado la vida de su sobrino Alfonsito. Decía así la misiva:

Mi querido Ramón:

Varios amigos me han confirmado últimamente que fue mi sobrino Juan Carlos quien disparó accidentalmente sobre su hermano Alfonso.

Esta confirmación de la certidumbre que tuve desde el día en que mi hermano Juan se abstuvo de citar ante los tribunales a los que habían expresado públicamente tan terrible realidad, nme obliga a rogarte que solicites, en mi nombre, cuando lo consideres oportuno,y de las jurisdicciones nacionales o internacionales adecuadas, que se proceda a la investigación judicial indispensable para establecer oficialmente las circunstancias de la muerte de mi sobrino Alfonso (q.e.p.d.).

Exijo que se proceda a esta encuesta judicial porque es mi deber de jefe de la Casa de Borbón, y porque no puedo aceptar que aspire al trono de España quien no ha sabido asumir sus responsabilidades.

Te abrazo muy fuerte,

La muerte de don Alfonsito hacía resurgir, una vez más, el enfrentamiento dinástico entre don Jaime y don Juan.

Días después del entierro en el pequeño cementerio de Guía, en Cascaes, a ocho kilómetros de Estoril, don Jaime dirigía otra inoportuna carta al conde de Barcelona, en la que reafirmaba su preocupación por la falta de atenciones con sus hijos Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre durante el sepelio:

No tengo noticias directas tuyas, pero supongo os encontraréis bien, aunque bajo la dolorosa impresión de lo ocurrido al pobre Alfonsito que, indudablemente, ha de gozar a estas horas la gloria eterna.Yo tampoco lo olvido [...]

[...] Concretamente con motivo de esta desgracia de Alfonsito me ha dolido mucho que mis hijos no hayan tenido toda la consi deración que realmente merecen... Mi queja es que, habiendo ido Gonzalo a Estoril para asistir en mi representación a todos los actos en sufragio del alma del pobre Alfonsito y a su entierro, no haya tenido su sitio. En este último particularmente no estuvo en la prinmera presidencia sino en la cuarta y se dio el triste caso de que en el cementerio el tío Ali Orleáns le echó para atrás [...] Sinceramente, no se nie alcanza que recibidos Alfonso y Gonzalo como Altezas Reales hace un año, se los silencie ahora sistemáticamente en la prensa, se confundan sus nombres las contadas veces que en ella aparecen. Ellos mismos están asombrados y no se explican tal cambio... "'

La reivindicación del trono de España sería casi constante en don Jainie, años después de su renuncia. Pero quien realmente perdía con la muerte de Alfonsito era don Juan.A1 margen del inmenso dolor que suponía la desaparición de un hijo, el conde de Barcelona se quedaba también sin un posible recambio para la Corona. Ahí radicaba la clave dinástica. La muerte de Alfonsito, como señalaba Rafael Borrás en El rey de los rojos", privaba al conde de Barcelona de un valioso sustituto en el campo dinástico en caso de que el príncipe de Asturias, don Juan Carlos, aceptase ser el sucesor de Franco en contra de la voluntad paterna y de acuerdo con la Ley de Sucesión, como así ocurrió.

«No resulta aventurado pensar -sostenía Borrás- que de vivir el infante y de mantenerse leal a la línea dinástica, tal vez hubiese condicionado la conducta de su hermano en sentido diferente a como se produjo.»

Aunque no fueran más que fundadas suposiciones, era evidente que la muerte del infante don Alfonsito ahondaba aún más en las disputas sucesorias entre don Jaime y don Juan, que serían frecuentes desde entonces.

El pleito dinástico estaba servido.