eses antes de celebrarse la histórica entrevista, don Jaime conoció a la mujer con la que compartiría el resto de su vida.

El flechazo tuvo lugar el 6 de septiembre de 1947, en el restaurante 11 Faro de Roma. Había quedado para almorzar con unos amigos y éstos se la presentaron. Ante sus ojos surgió, como una aparición, una rubia despampanante, algo fornida, que resultó llamarse Carlota Tiedemann. Enseguida supo que era alemana y descubrió que tenía un fuerte carácter y una desbordante sensualidad.

Sentado a su derecha, cayó rendido ante su gran atractivo, sobre el que años después poetizaría: «Tenía los cabellos de un rubio pálido de leyenda nórdica y los ojos de un azul que no se podía confundir con ningún otro».

¿No era eso estar perdidamente enamorado?

Carlota siguió el juego al hombre apuesto con el cual compartía mesa y tampoco apartó la mirada de él durante todo el almuerzo.

Charló pausadamente para hacerse comprender,y luego bailó con él, sorprendida por la destreza con que su compañero se movía sobre la pista pese a su elevada estatura y su limitación auditiva.

Carlota había nacido en Koenigsberg (Prusia), y tenía entonces veintiocho años, once menos que su nuevo novio.

Era hija de un importante empresario de la importación. Con diecinueve años había conocido a un austriaco de veintiséis, ingeniero electrónico, con el que se casó pese a las advertencias de su madre, que veía en él a un chico irresponsable y frívolo.Al cabo de un año pudo probar ante los tribunales que su encantador vienés se había transformado en un marido tiránico y brutal, capaz de levantarle la mano. Obtuvo el divorcio cuando la hija de ambos, Helga Büchler, tenía sólo tres semanas.

Alentada por los piropos de sus amigos, que alababan su bonita voz, probó fortuna como cantante en diversos cabarets, e incluso posó como modelo publicitaria para la firma de automóviles Ford. Poco después rodó tres películas en las que desplegó todo su ardor sensual. Pero al final eligió su verdadera vocación: la canción; tomó lecciones e ingresó en una compañía de ópera.

Dos días después de su primer encuentro, se podía ver a la nueva pareja de tórtolos paseando de la mano por la playa de Ostia.

Pronto, Carlota se ofreció para ayudarle a efectuar ejercicios de vocalización.

Propuesta -explicaba don Jaime- que yo acepté enseguida, en primer término porque encontraba así un pretexto para pasar más tiempo a su lado [...]. Quería ayudarme a que hablara mejor, a fin de que pudiera expresarme en mis relaciones con los demás tan fácilmente copio lo hacía con ella. De aquel afán surgió lo que luego han considerado muchas gentes que me habían conocido anteriormente casi como un prodigio,y que no fue en realidad sino un esfuerzo cariñoso y obstinado. Lecciones de buen amor que nme daba, con método [no en vano Carlota era cantante] y con ternura, la mujer inteligente y buena que, viéndome nadar muy bien, comprendió sin embargo hasta qué punto necesitaba yo que alguien nme echara un salvavidas.

El novio supo que amaba apasionadamente a su novia en cuanto tuvo que separarse de ella por primera vez, en marzo de 1948, para arreglar unos asuntos económicos con su familia en Suiza.

De regreso a Roma, al cabo de dos meses, comprobó que Carlota no estaba en el hotel Savoy donde la había dejado al marcharse sino que se hallaba en Palermo, de gira. «La vida se me hacía muy dificil sin ella», confesaba años después.

Habló entonces con su representante y acto seguido le envió a ella un telegrama para que regresara enseguida. La mujer respondió que lo haría al día siguiente. Fue entonces cuando don Jaime pensó en casarse con ella.

Días antes, el abogado italiano Ranieri había comunicado a don Jaime la decisión de un tribunal rumano de anular su matrimonio civil con Emanuela, anticipándole que era muy probable que el veredicto judicial fuese confirmado por la justicia italiana. El camino legal para la celebración de sus segundas nupcias estaba así a punto de despejarse.

Pero, antes, en junio de aquel año, don Jaime recibió una carta de su hermano Juan para que fuera a verle a Estoril. Consciente de la precariedad económica en la que vivía, aquél le adjuntó un billete de avión Roma-Lisboa.

El infante acordó con Carlota que se ausentaría de Ronia un par de semanas como máximo, mientras ella aguardaba su regreso en Capri, al sur de Italia.

Nada más llegar a Estoril, partió con don Juan a París para ver a Quiñones de León, y de allí se dirigieron los dos hermanos a Inglaterra para arreglar unos asuntos de la testamentaría de su padre, el rey Alfonso XIII.

Quiñones de León, en efecto, les aguardaba en Francia y con él fueron hasta Arcachon, donde embarcaron en el Saltillo, velero propiedad del monárquico Pedro Galíndez. La travesía de Arcachon a Londres, con mar calmada y un sol resplandeciente, resultó muy agradable.

Llegados a Londres, los dos hermanos hicieron sus gestiones testamentarias y almorzaron luego en elYacht-Club. Pero la tranquilidad del refrigerio se vio interrumpida por la llegada de un telegrama para donjuan, que éste esperaba desde hacía días, en el que Franco le proponía una entrevista en alta mar.

El Saltillo aparejó enseguida, rumbo a la isla de Re, donde fondeó para proseguir al día siguiente hacia Arcachon, puerto en el que se aprovisionó antes de emprender la travesía definitiva hacia la costa vasca.

El 25 de agosto, a las doce del mediodía y a cinco millas al norte de Igueldo, Franco y don Juan mantuvieron su primera entrevista oficial a bordo del yate Azor.

Instantes antes, un bote de este barco, en el que iban el general Pablo Martín Alonso y el duque de Sotomayor, se acercó al Saltillo para recoger a don Juan y conducirle junto a Franco; poco después, la misma embarcación hacía otro viaje para trasladar también allí a don Jaime y a Pedro Galíndez.

En lo alto de la escalerilla del Azor les aguardaba el contralmirante Nieto Antúnez, que patroneaba el barco. Con él y sus acompañantes fueron don Jaime y Galíndez a tomar unas copas de jerez bajo la toldilla de popa, mientras Franco y don Juan charlaban en el salón a puerta cerrada.

La entrevista se prolongó durante cuatro horas y se centró en la educación de don Juan Carlos en España. Don Juan creía abrir así una puerta importante para la restauración de la monarquía en España al contar dentro del país con un miembro de la dinastía reconocido como tal.

Al mismo tiempo, la presencia de don Jaime en aguas de San Sebastián constituía un palpable gesto público de adhesión a quien consideraba entonces como legítimo heredero al trono de España. El entorno del conde de Barcelona se apuntaba así otra victoria importante en la carrera de la sucesión, poco después de haber arrancado a don Jaime su tercera renuncia formal.

Don Jaime recriminó a don Juan por no haberle informado jamás sobre los tenias tratados con Franco en su entrevista privada, pese a que el conde de Barcelona le dijo, mientras regresaban a bordo del Saltillo: «Ya te explicaré».

Años después, fue Alfonso de Borbón Dampierre quien explicó los aspectos fundamentales de la trascendental entrevista, censurando a su tío Juan:

Entre los puntos destacados a bordo del Azor se estableció el tipo de educación que era conveniente dar a los jóvenes príncipes. Fue decidido que Juanito, futuro Juan Carlos, y su hermano Alfonsito, mis primos, harían sus estudios en España. Mi padre pidió lo mismo para nosotros, pero su requerimiento no tuvo éxito. Es de suponer que al conde de Barcelona no le agradaría nuestra presencia en suelo español, que podía oponerse a sus intereses.'

El duque de Cádiz aportaba así un dato esencial que pudo variar el curso de los acontecimientos, como era el hecho de que su padre pidiera a Franco que sus hijos estudiasen también en España.

¿Qué habría sucedido si el jefe del Estado hubiese accedido a esa petición? Es probable que Alfonso de Borbón Dampierre y el propio don Jaime hubiesen ganado partidarios para su causa. Pero lo que sí es seguro es que el duque de Cádiz habría sido más popular en España y recibido la educación propia de un príncipe, igual o parecida a la de su primo Juanito. Su presencia en España, al mismo tiempo que la de éste, habría colocado en una situación incómoda al conde de Barcelona.

¿Por qué Franco hizo entonces caso omiso o rechazó la solicitud de don Jaime? Parece evidente que el general no se planteaba en ese momento las opciones dinásticas de Borbón Dampierre. Para él no había sucesor más claro que don Juan. Pero, por si acaso, había empezado a pensar ya en Juanito y quería que se educase en España, cerca de su influencia y del régimen. Deseaba el Caudillo que el hijo se forjase en los principios del Movimiento, con los que el padre no comulgaba.

Entre tanto, Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre, resignados ante la separación definitiva de sus padres, vivían desangelados en el exilio de Suiza. Los dos hermanos pasaron una breve temporada con su madre en Milán, y en septiembre recomenzaron sus clases en el instituto Montana de Zugerberg, en el cantón suizo de Zug.

Alfonso no podía imaginar que permanecería allí con su hermano durante siete años. La ruptura con el cálido ambiente de Roma, donde dejaron familia y amigos, fue dura al principio. Les costó hacerse a la nueva vida en el frío entorno de la Suiza alemana de posguerra, que nada tenía que ver con los juegos en los jardines romanos, los paseos por el Forum, las meriendas o las vueltas en el tiovivo.

El instituto era un gran caserón aislado en la montaña, donde estudiaban sobre todo alemanes e italianos. Entre sus paredes de piedra se respiraba un aire de violencia. Pero con sólo once años, Alfonso no se dejaba amedrentar por nadie y plantaba cara a quienes se metían con su hermano, más débil. En una de esas peleas llegó a fracturarse un dedo al golpearle a un rival en la cabeza.

Los dos primeros años se hicieron insoportables en el internado. Alfonso suplicó más de una vez a su madre que les cambiase de colegio. Él mismo recordaba cómo Emanuela de Dampierre celebró una audiencia con el embajador español en Italia, José Antonio Sangróniz, para pedir que sus hijos estudiasen en España. Pero su gestión, lo mismo que la de don Jaime en el Azor, resultó infructuosa. Su madre jamás recibió una respuesta y nunca supo si la razón fue que el diplomático no cursó la petición al gobierno de Franco, o que éste la rechazó.

La vida en Montana transcurría así con evidente resignación. Los dos hermanos convivían alejados de las chicas. Eran, recordaba el mayor, «como una especie de humanidad aparte, como los bellos animales que se miran en los parques zoológicos a través de las rejas».

Alfonso destacaba en los estudios. Era el mejor de su clase en francés y aprendía alemán e inglés, además del italiano que ya sabía. Pero no hablaba una sola palabra de español. En el tiempo libre, su hermano Gonzalo ponía en escena obras de teatro y él se convertía en actor principal de algunas de ellas, así interpretó a la Marrote de Précieuses ridicules, a la hija de Joad en Athalie, y a don Rodrigo, en El Cid de Corneille.

Los hermanos recibían de su madre el dinero contado y adquirían víveres con sus ahorrillos para enriquecer el pobre «rancho» del colegio.

En una de sus escapadas por aquellos privilegiados parajes de montaña descubrieron un corral repleto de aves, y con ayuda de una cuerda y de un anzuelo se dedicaron a «pescar» pollos. Lograron que «picasen» dos y los asaron luego en el bosque. Alfonso aseguró que nunca había probado un pollo tan sabroso como aquél.

El chaval sufría el gran drama de no poder sentirse español, pese a que su abuelo y su padre lo fuesen. Jamás había puesto los pies en España. Pero aquel año de 1948, mientras asistía con sus profesores y compañeros de clase al encuentro de fútbol entre las selecciones de Suiza y España, supo distinguir muy bien cuáles eran sus colores. Las gradas más próximas estaban repletas de españoles pero pronto reparó en que no estaban allí para animar a su equipo, sino al contrario, para abuchearle: «¡Muerte a los franquistas!», gritaban.

Le sorprendió que aún, tras nueve años de finalizada la Guerra Civil, hubiese republicanos resentidos que manifestasen de esa manera su odio al régimen de Franco. Su actitud le indignó e intentó abalanzarse sobre ellos con los puños cerrados, pero sus compañeros se lo impidieron.

En otoño se publicaba en España el llamado Pacto de San Juan de Luz, suscrito por el Partido Socialista Obrero Español y la Confederación de Fuerzas Monárquicas, que integraba a grupos monárquicos de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de Renovación Española, de la Liga Regionalista de Cataluña y a miembros de la revista Acción Española. Pero el manifiesto apenas tuvo repercusión por el protagonismo que acaparó la entrevista de Franco y don Juan en el Azor.

Mientras, desde Suiza, Emanuela de Dampierre trataba de conservar el contacto con sus hijos. Se ocupaba de ir a visitarles al colegio una vez al mes y los chicos pasaban con ella treinta días en verano. El resto de las vacaciones residían en un hotel o en una pensión de la Riviera italiana, al cuidado de una institutriz. Carecían de un verdadero hogar. La casa de su madre no lo era: Alfonso dormía en la biblioteca y su hermano en un guardarropa.Así vivieron los cuatro primeros años, hasta que el embajador español en Roma encontró otra vivienda más grande para ellos, en la que cada uno podía tener ya su habitación.

Los viajes en tren a Italia, por Navidad, se hacían insoportables. Los emigrantes italianos que regresaban a su país «asaltaban» los vagones, en los que ni siquiera cabía un alfiler.

En aquellos años Alfonso y Gonzalo tenían una segunda madre. Una mujer que les quería entrañablemente y que llegó a reclamar para ella la patria potestad, pero Emanuela de Dampierre se la negó. Esa señora era la abuela de los chicos, la reina Victoria Eugenia, a quien ellos llamaban cariñosamente Guenguen.

En Lausana tenían otro hogar. Pasaban allí los días sueltos de vacaciones, mientras su abuela se hacía cargo de sus gastos de colegio y, más tarde, de universidad. El propio Alfonso guardaba un imborrable recuerdo de ella:

Guenguen me prodigaba una ternura que yo correspondía. Era en todos los aspectos una mujer admirable, alegre, hacía reinar la felicidad a su alrededor. Aprendí mucho de ella, en particular la tolerancia hacia las personas, quienquiera que fuesen. Se tomaba la vida por el lado bueno. «Acuérdate», me repetía, «que no existe la felicidad en este mundo. Pero hay momentos felices. Lo que cuenta es saber apreciarlos y sacar provecho de ellos».2

Los chicos no tuvieron noticias de su padre en tres años. A esas alturas, don Jaime había sucumbido al hechizo de la rubiales Carlota Tiedemann.

Tal vez por influencia de su nueva mujer, se desentendió de sus hijos durante todo ese tiempo. No les mandaba dinero y llegó a renunciar a la patria potestad. Los chicos tenían una sensación total de abandono. Unas vacaciones de Semana Santa, don Jaime intentó recuperar su custodia y sus hijos se vieron obligados a pasar aquellas fiestas en el internado, a disposición de un juez de menores, mientras el resto de sus compañeros disfrutaba del calor familiar. Alfonso y Gonzalo manifestaron al juez su deseo de permanecer a cargo de su madre, y ahí terminó todo.

La justicia italiana admitió la anulación del matrimonio de don Jaime con Emanuela de Dampierre que ya había dictado un tribunal de Bucarest. La madre de Alfonso no se lo pensó dos veces y contrajo matrimonio ahora con el financiero milanés Antonio Sozzani, en Viena.

Poco después, el 3 de agosto de 1949, don Jaime hizo lo mismo con Carlota Tiedemann, en Innsbruck.

Libre, con apenas treinta años y toda una vida por delante, Emanuela sellaba así su alianza con Antonio Sozzani, a quien había conocido tiempo atrás en Lausana, durante la guerra, y al que siempre le había unido una estrecha amistad. Pero una vez más, y sin que fuera consciente de ello entonces, Emanuela volvería a equivocarse con Sozzani, de quien se divorciaría veinte años después.

Mi error -admitiría-, desde luego, fue inmenso. La equivocación de mi vida. De haber sido algo más experimentada, me habría dado cuenta enseguida de que ese matrimonio resultaba innecesario y que, para mí, era mucho mejor tenerlo [a Sozzani] como amante.

Mientras, la unión de don Jaime con Carlota Tiedemann producía reacciones desfavorables en el entorno diplomático. El cónsul de España en Ginebra informaba así a Franco de que don Juan había visitado en Suiza a su hermano, que «se ha casado con una alemana aventurera e indeseable y está hecho el pobre una calamidad».

Pero el nuevo matrimonio de don Jaime jamás sería reconocido en España, donde no existía legalmente el divorcio, ni la monarquía se había declarado oficialmente laica, como lo es hoy la de Juan Carlos I.

Para resolver el problema que planteaba la existencia de dos «duquesas de Segovia» (Emanuela y Carlota), don Juan convocó a sus dos hermanas Beatriz y María Cristina, y a los restantes infantes de España (Alfonso de Orleáns, Alfonso de Borbón-Dos Sicilias, Fernando de Baviera...), que atribuyeron en exclusiva a Emanuela de Dampierre la titularidad del ducado de Segovia, alegando que era la única esposa de don Jaime reconocida por la Iglesia católica y el régimen de Franco.

Cuatro meses después de su boda con Carlota Tiedemann, el 6 de diciembre, don Jaime reabrió la contienda dinástica con unas polémicas declaraciones en París. Su nueva actitud reivindicativa dejaba en entredicho sus tres renuncias anteriores y el gesto público realizado con motivo de la entrevista del Azor, resucitando la natural preocupación en el entorno de don Juan.

Al día siguiente de las declaraciones, Gil-Robles reflejaba en su diario ese estado de inquietud del que responsabilizaba, en última instancia, a Franco:

Un telegrama de París dice que el desdichado infante don Jaime ha hecho allí unas declaraciones diciendo que ya habla, que ha desaparecido su incapacidad fisica, que considera sin efecto su renuncia a los derechos al trono de España, etc. Cualquier día aparece en todo esto la mano de Franco, que pretenderá hacer con el hijo de don Jaime lo que de momento ha fracasado con don Juanito. ¡Como si la pobre causa monárquica no estuviera bastante embrollada!

Carlota Tiedemann promovía la causa dinástica de su marido y se esmeraba en ayudarle a hablar mejor. Don Jaime abandonó así su actitud dócil y sumisa, amparado también en la Ley de Sucesión. «Pueden ustedes ver que ya no soy sordo ni mudo, y que puedo hablar con facilidad», comentó a los periodistas, en París.

Poco después, el marqués de Sanlúcar, enviado a Londres por el Gobierno, remitía un informe en el que se refería a Carlota Tiedemann en términos despectivos y aseguraba que don Jaime se expresaba cada vez con mayor dificultad:

Aquí están don Jaime y esa mujer que presenta como su esposa que es una aventurera. Estuve atento pero nada han intentado políticamente. El matrimonio anterior no ha sido anulado, luego la Charlotte no puede alegar matrimonio.Vino a verme con ella que pretendía servir de intérprete porque él se expresa mal. Lo que demuestra que no es capaz de hacerse entender. No ha mejorado sino empeorado.'

La prensa española no recogió extractadas las declaraciones de don Jaime hasta unos días después, cuando lo normal era que se hubiesen publicado al día siguiente, como cualquier otra noticia. Pero la censura acabó por ceder, lo cual despertó en algunos suspicacias sobre un posible interés de Franco o de su Gobierno en airear esas manifestaciones, en el marco de un nuevo pulso entre el Caudillo y don Juan.

Poco antes, el ministro de Exteriores, Martín Artajo, había preguntado con sorna a Franco si debían publicarse en el diario Arriba:

Acompaño galeradas de Arriba con las declaraciones de don Jaime que me figuro no se deben dar. Pero no deja de ser curioso que si el infante insiste en su actitud, don Juan no tendrá otra expectativa que la que se deriva de la Ley de Sucesión que él repudiaba, pues la ley de la herencia no le llevaría al trono, ¡oh, bromas del destino!'

La actitud de don Jaime preocupó mucho a su madre, la reinaVictoria Eugenia, que telefoneó a don Juan para urgirle la necesidad de difundir una nota que neutralizase la maniobra de su hermano.

Quiñones de León y López Oliván secundaron a la reina, y don Juan redactó un documento que entregó al conde de Fontanar para que lo enviase a su vez a Gil-Robles. Pero a este último el mensaje le pareció «disparatado» e «impublicable».

Para acabar de complicar las cosas, apareció esos días en escena Guido Orlando, un especialista en relaciones públicas e imagen, de origen italoamericano, que era amigo de Carlota Tiedemann.

El Diario de Lisboa, en un artículo titulado «Un técnico de la publicidad realiza la propaganda de las pretensiones de Don Jaime al Trono de España», esbozaba el currículum de este siniestro personaje que acabó convirtiéndose en una auténtica pesadilla para los intereses de don Jaime.

Orlando llegó a Estados Unidos con sólo tres dólares en el bolsillo -al menos eso contaba él- y, con un genio parecido a su ambición, lanzó al estrellato nada menos que a Clark Gable, Greta Garbo y Pola Negri. Era un hombre que no se detenía ante nada: acreditó marcas de jabón,y hasta interrumpió una sesión de la ONU para hacer constar su admiración por ciertas corbetas vendidas por una condesa. El rey Pedro 1 de Yugoslavia, el alcalde de Nueva York, La Guardia, e incluso el mismísimo Roosevelt recurrieron a sus servicios.

«Este singular personaje -concluía el Diario de Lisboa- no figura en los archivos de la política mundial como agente de publicidad, sino como agregado de prensa».

El embajador español en París, Aguirre de Cárcer, informaba de los primeros movimientos de Orlando en un telegrama enviado a Madrid, el 20 de diciembre:

The Daily Mail dice que Guido Orlando, en nombre de la duquesa de Segovia [título que utilizaba indebidamente Carlota Tiedemann, dado que su matrimonio no era reconocido en España], afirmó que ésta renunciaría a su matrimonio para que Jaime pueda venir a España y convertirse en Regente mientras Franco siga gobernando [...]. La duquesa Charlotte fue detenida en Roma por los americanos copio espía pero la soltaron muy pronto, lo que hace pensar trabaja para ellos.'

Guido Orlando, llamado «el rey de la publicidad», orquestó una falsa campaña de prensa para hacer creer a la opinión pública que don Jaime, por fin, hablaba, y que su esposa, como informaba The Daily Mail, estaba dispuesta a divorciarse de él para no entorpecer sus intereses dinásticos con un matrimonio morganático como era el suyo.

Fue, sin duda, un paripé provechoso para el bolsillo de don Jaime, cuyo caché subió aquellos días en la prensa,pero que, una vez desenmascarado, afectó negativamente a su imagen internacional.

Al día siguiente de la burda representación de Carlota Tiedemann ante los periodistas, el Diario de Nueva York publicaba una crónica titulada inequívocamente «En una escena patética, don Jaime manifestó que se negará a aceptar el divorcio para subir al Trono».

Los duques de Segovia quedaban en ridículo ante los lectores del periódico y ante el propio corresponsal de la agencia International News Service, que les había abordado en el bar del hotel Crillon a la hora del almuerzo.

Don Jainie, visiblemente nervioso a raíz de las declaraciones efectuadas la víspera por su mujer, apretaba la mano de ésta en señal de cariño mientras aseguraba al periodista:

-Ella es para mí tan preciosa como el oro. Mucho me ha ayudado, la necesito y la amo.

Carlota asentía al corresponsal:

-Yo también le amo. Usted lo sabe.

Tras asistir a esta conmovedora declaración de amor, el entrevistador preguntaba al duque si aceptaría el divorcio para aspirar al trono, a lo que éste respondía con vehemencia:

-¡Nunca, nunca! Jamás aceptaré el divorcio! Considero que ése es mi deber. No quiero que se separe de mí.

Pero la duquesa seguía en sus trece:

-Hay muy altos intereses en juego. Puede que más tarde comprenda mis motivos y acepte mi decisión, pues la política es más importante que mi felicidad.

El periodista aseguraba al final de su crónica que don Jaime, según le dijo Carlota, se mostró «furioso» al leer la noticia publicada aquella mañana en la prensa. «Durante toda la noche -afirmó Carlota- no le pude contar lo que había pasado por temor a causarle mucho pesar».

El inefable Orlando había empezado a tratar a la pareja en la capital del Sena.

Carlota -contaba el publicista en sus memorias- había sido cantante en los clubes nocturnos vieneses y ahora le gustaba mucho que el mundo se enterara de que era la duquesa de Segovia. El infante, por su parte, también deseaba con ansia que se supiese que él era el verdadero pretendiente al trono de España y que entendía reivindicar los derechos cedidos, por imposición paterna, a su hermano.'

A partir de ahí, Orlando había escenificado una pérfida pantomima ante la prensa que contó con Carlota Tiedemann como protagonista de lujo.

El propio «rey de la publicidad» explicaba así, radiante de satisfacción, cómo fabricó esa falsa campaña de prensa cuya finalidad era atraer la atención de los medios de comunicación y obtener un provecho económico para él y los duques de Segovia, en un claro ejemplo de montaje para la «prensa rosa»:

Supe por la duquesa -contaba Orlando- que el infante, a pesar de ser sordomudo, le testimoniaba su amor en italiano. E inmediatamente me asaltó la posibilidad de un magnífico trabajo de relaciones públicas. Carlota me explicó cómo durante los cuatro meses de vida conyugal había conseguido remediar, al menos en parte, el defecto que hacía infeliz a su marido. Se había dado cuenta de que don Jaime percibía el tic-tac de un reloj cuando éste se le apoyaba sobre la frente. Y empezó a impartirle graduales y pacientes ejercicios, eligiendo la lengua italiana, porque, rica en vocales, era de más fácil pronunciaCion.

Dos días después yo estaba en Londres con los duques de Segovia, ya que el infante intentaba obtener la parte que le correspondía de los varios millones de libras esterlinas dejados allí por su difunto padre, Alfonso XIII. En el testamento se establecía que la mitad de tal suma le correspondería a su sucesor en el trono, y la otra mitad sería subdividida entre los otros miembros de la familia. Ahora que ya podía expresarse mucho mejor, don Jaime entendía reivindicar los derechos que en 1933 había cedido a don Juan. El servicio de relaciones públicas comenzó a funcionar a través de la Prensa. Informé a los periodistas de la interesantísima noticia: el príncipe sordomudo estaba ahora en condiciones de reivindicar sus derechos y de convocar un Consejo de familia, pues él era el jefe.

Y semejante acontecimiento obedecía a haberle curado con amor su mujer, una famosa artista lírica alemana. Elevé a la cantante de clubes nocturnos a los esplendores de la ópera para que la noticia asumiese un tono de más alta clase. El interés fue grandísimo. Pero no se trataba niás que de un primer paso. Ahora comenzaba la fase productiva del negocio.

Conduje de nuevo al duque y a la duquesa a París, instalándoles en una suite del hotel Crillon, un alojamiento verdaderamente regio. Comencé por hacer publicar en los diarios parisienses que los duques de Segovia vivían felicísimos en aquel gran hotel, después de la milagrosa cura de don Jaime, porque éste había adquirido el don de la palabra gracias al amor de su mujer. Sucesivamente, hice estallar la bomba: la duquesa estaba decidida a divorciarse si tal sacrificio le procurase a don Jaime los derechos de sucesión al trono de España. La duquesa -dije a los periodistas- había decidido sacrificar su amor para que el matrimonio morganático no se transformase en un pretexto que habría podido obstaculizar las relaciones en curso entre su marido y el general Franco para el regreso a Madrid del duque de Segovia congo rey. Organicé incluso una conferencia de prensa en el hotel Crillon para que la duquesa pudiese confirmar directa y personalmente la noticia y explicar el motivo de su determinación.

Fue un éxito memorable. Además de los periodistas, estaban presentes numerosos taquígrafos y fotógrafos. La duquesa confirmó lo que yo había dicho, añadiendo que su gran amor por don Jainie y la simpatía por el pueblo español le aconsejaban ponerse al margen si de esa manera su marido podía ascender al trono de España. Un periodista preguntó dónde se encontraba el infante y la duquesa contestó que ella había querido ahorrarle la pena de oírle hablar de su propósito de renuncia al matrimonio. Hay que anotar que la duquesa habló repetidamente de «propósito», pero jamás de efectiva renuncia. La reunión aún duraba cuando entró don Jaime, que, viendo a tantas gentes y tantas botellas de champán, en gran parte vacías, quiso saber qué había sucedido. Mientras yo retenía a los periodistas que pretendían asaltar a donJaime,la duquesa dijo a su marido en italiano: "Queri" que yo me divorcio de ti. Vamos a nuestro cuarto; mañana hablaremos, cuando hayas leído los periódicos».

El duque se alejó, mientras yo prometía a los periodistas que intentaría convencerle de que hiciera una declaración.Y obtuve de don Jaime la siguiente: «La política y el porvenir de España son una cosa y los asuntos privados, otra. Me siento sorprendido de que a mi mujer se le haya podido ocurrir semejante idea. ;Por qué el pueblo no puede querer bien a ella como a otra? No se trata de escoger entre el trono y nii felicidad conyugal. Espero que este dilema no sea necesario». El asunto tomaba cada vez un aire niás interesante y yo hice que durante semanas enteras apasionase a la Prensa.

Lo importante para mí -concluía Orlando- era el éxito de la campaña publicitaria. Los duques de Segovia, durante bastante tiempo, fueron asediados por los periodistas en cualquier sitio que se encontraran, y terminaron por conseguir unos beneficios pecuniarios nada indiferentes.'

Don Jaime era víctima así de un entorno que le perjudicaba seriamente, influyendo en cada uno de sus actos. Con razón el Gobierno de Franco estaba muy preocupado por las andanzas que protagonizaba con su inseparable «duquesa», artífice en realidad de gran parte de sus despropósitos bajo la «inspiración» de Guido Orlando.

El 7 de diciembre de 1949, el conde de Sanlúcar informaba al ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, de la estancia de los duques de Segovia en Londres durante tres semanas:

Desde el primer momento de su llegada -decía Sanlúcar en un despacho «personal y reservado»- he estado ojo avizor respecto a lo que podía pretender dicha mujer [Carlota Tiedemann], que es una completa aventurera [...]. De sobra saben todos estos elementos solventes [los miembros de la Familia Real inglesa] que la llamada duquesa de Segovia es una mujer de muy baja categoría y no puede demostrar casamiento válido alguno, ni en la Ley Canóniga ni en la Ley Civil, con el infante español, ya que el matrimonio anterior de éste no ha sido anulado.'

El conde de Sanlúcar aludía después a la audiencia que le había pedido don Jaime, recién llegado a la capital inglesa, y de cómo, al recibirle en la embajada, se había visto sorprendido por la presencia inesperada de Carlota Tiedemann, quien enseguida alegó que estaba allí para servir de intérprete a su esposo, incapaz de expresarse con claridad:

Eso -explicaba Sanlúcar- se demostró inmediatamente, pues lejos de haber mejorado, según dicen algunos periódicos insolventes, de dicción y expresión se encuentra peor que nunca, no pudiendo hacerse entender en ningún idioma.

El ilustre visitante expuso al diplomático los motivos de su visita, entre ellos que hiciera el favor de interceder por él ante el Banco de Inglaterra para que pudiese vender unos valores suyos depositados en un banco londinense, a lo que el noble mandatario se negó, aduciendo que aquella gestión le ponía en un compromiso.

Acto seguido, don Jaime expresó su deseo de que le fuera concedido a Carlota el pasaporte español, petición que también rechazó Sanlúcar dado que, a su entender, la mujer carecía de los requisitos legales para obtener la nacionalidad española.

Con las manos vacías, los duques de Segovia se dirigieron luego al hotel Claridge, donde pernoctaron dos noches, para trasladarse a continuación a la residencia de un rico industrial de Manchester, de nombre Theodore Cole.

El conde de Sanlúcar lamentaba que poco antes de abandonar Inglaterra para regresar a París, la lenguaraz Carlota hiciese unas disparatadas declaraciones, recogidas por el Daily Express en su edición del 3 de diciembre, según las cuales reclamaba para don Jaime el palacio Real de Madrid, el castillo de Segovia y varios millones de pesetas repartidos por diversos países.Y concluía así su informe confidencial:

Todos los elementos solventes se han dado cuenta de que el Infante Don Jaime ha caído en manos de esta aventurera que no puede probar matrimonio ni situación legal alguna, pero que le maneja a su gusto, haciendo las referidas propagandas, que son siempre acogidas con satisfacción por parte de la prensa insolvente.

Casi tres años después, en febrero de 1952, don Jaime regresaba a Londres para asistir a los fastos fúnebres de su sobrino, el rey JorgeVI de Inglaterra, segundo hijo varón del rey JorgeV y de Maria deTeck, duques deYork, que había fallecido de un cáncer de pulmón.

Don Jaime profesaba un especial cariño al soberano británico, que desde niño y hasta que tuvo treinta años fue tartamudo. Pero gracias a un hábil terapeuta australiano, el príncipe Jorge pudo hablar con normalidad una década antes de ser coronado rey.

El duque de Segovia se enteró del fallecimiento por su secretario Alderete, que el mismo día 6 de febrero cursó un telegrama a Londres, anunciando que «el infante don Jaime de España, primogénito de Alfonso XIII y jefe de la Casa de Borbón», estaría presente en los funerales.

Alderete contactó luego con la embajada británica en París para comunicar la decisión de don Jaime, pero esa legación jamás transmitió invitación oficial alguna del gobierno inglés.

Esa misma tarde, Alderete recibió un despacho de Lisboa que comunicaba la asistencia de don Juan de Borbón a las exequias. Pero el vespertino Times publicó la noticia de la próxima presencia de don Jaime en los funerales, sin decir una sola palabra de la de don Juan, lo cual contrarió al conde de Barcelona. Incluso el protagonismo en la prensa dividía a dos hermanos enfrentados ya de por sí en un enconado pleito dinástico.

Al día siguiente, víspera de las honras fúnebres, mientras don Jaime aguardaba la salida de su vuelo a Londres con Carlota y su secretario, que habían ido a despedirle al aeropuerto de Le Bourget, coincidió con el rey Pablo de Yugoslavia, con el cual viajó en el mismo avión hasta Londres.

Alderete siguió los detalles de la ceremonia desde París, pero fue interrumpido por una llamada telefónica de Quiñones de León, quien, muy enojado, le pidió que fuera a verle enseguida.

Tras asegurarse de que Alderete ignoraba lo que acababa de suceder en Londres, Quiñones le reveló el motivo de su enfado:

-Su protegido [don Jaime] se ha introducido por sorpresa en el palacio Real y delante de todas las delegaciones oficiales ha presentado su pésame a la reina Isabel en inglés.

Alderete calló, y prometió informarle en cuanto tuviera ocasión de hablar personalmente con don Jaime.

El duque de Segovia relató luego a Carlota y Alderete su particular odisea. El día de su salida de París, tras hora y media de vuelo, llegó al aeropuerto de Croydon, donde una representación de la Corona inglesa recibió al rey Pablo de Yugoslavia, que viajaba con él.

Tras pernoctar en el mismo hotel que su hermano Juan, acudió a la mañana siguiente de gran etiqueta al palacio de Buckingham para firmar en el registro abierto a todos los que quisieran testimoniar su pésame por la muerte del rey. Pero el encargado del libro de registro, al comprobar la firma de don Jaime de Borbón, infante de España, le hizo pasar inmediatamente a la Sala del Trono, donde los delegados de los distintos países desfilaban en aquel momento mostrando su condolencia a la reina Isabel.

Al entrar en la estancia, don Jaime se encontró frente al ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, que presidía la delegación española. Pero al ver éste al infante, le cedió de inmediato la presidencia.

Fue así como don Jaime se convirtió en el representante oficial español en la ceremonia, con la lógica indignación de don Juan y de su fiel Quiñones de León.

El 21 de octubre de aquel año, don Jaime recibió una sensacional noticia para sus intereses sucesorios. El conde de Casa Rojas, embajador español en Francia, se puso en contacto con Alderete, manifestándole que debía ver lo antes posible al infante para transmitirle una importantísima comunicación que acababa de recibir del Gobierno de Madrid.

Acompañado de su secretario particular, el duque de Segovia se presentó al día siguiente en la embajada, a cuya entrada aguardaba ya Casa Rojas.

El embajador estaba impaciente por leer al infante el mensaje y éste por saber de una vez de qué se trataba. Era un comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores que, en nombre del Gobierno español, ofrecía a don Jaime la posibilidad de que sus hijos estudiasen en España.

El infante se emocionó con la propuesta, viendo así más cercano el sueño de que su primogénito pudiese ceñir algún día la Corona de España según la Ley Sucesoria de Franco, dado que él pocas o más bien ninguna esperanza conservaba ya de hacerlo algún día.

Franco acababa de dar un paso trascendental para las aspiraciones sucesorias de Alfonso de Borbón Dampierre, cuyos primos Juanito y Alfonsito estudiaban en España desde hacía cuatro años, mientras que él y su hermano Gonzalo, educados en el instituto Montana de Zug, eran unos completos desconocidos para el pueblo español.

¿Por qué accedía ahora Franco a que los hijos de don Jaime completasen su formación en España, cuando antes se había negado a ello? ¿Significaba eso que el Caudillo consideraba ahora a Borbón Dampierre como un posible candidato a sucederle?

Tal vez se tratase de un mero gesto de cortesía de parte de Franco para con la reina Victoria Eugenia, a quien importaba mucho la suerte de sus nietos Alfonso y Gonzalo, y a quien el Caudillo apreciaba, como me comentaba en cierta ocasión el ex presidente del Consejo de Estado, Íñigo Cavero.

Puede incluso que fuera un loable gesto de generosidad y de justicia por parte de Franco, sin ulteriores miras, según me indicaba Torcuato Luca de Tena; o que a lo mejor se tratase de un mero acto de patriotismo del general, dispuesto a que los nietos del rey Alfonso XIII e hijos de un infante de España encontraran en España una patria y a ser posible un hogar, como me señalaba Antonio Fontán.

Podía tratarse igualmente de un buen detalle de Franco, uno de los tantos que tuvo con Alfonso XIII y sus descendientes, a juicio de Gonzalo Fernández de la Mora, quien me advertía de cómo el Caudillo había devuelto al monarca y a sus descendientes la nacionalidad española y sus bienes; y de cómo, incluso, pagó a la reina Victoria Eugenia su pensión y los atrasos, subvencionó a don Jainie, concedió todo género de franquicias a don Juan, y dispuso que a la Familia Real se le comprasen los palacios que le habían regalado las ciudades de Santander y San Sebastián.

Existía, por último, otra interpretación del gesto de Franco, apuntada por Alderete, según la cual Franco se servía de la oferta a don Jaime para asegurar la presencia de Juan Carlos en España. Es decir, trataba así de advertir a don Juan de que si su hijo no seguía educándose cerca del Régimen, sus sobrinos podían sustituirle.

No en vano Franco, como me señalaba Álvarez de Miranda, era un gobernante bastante astuto, que siempre sabía manejar la negociación a corto plazo y tenía la habilidad de los buenos gallegos, que no ponen todos los huevos en la misma cesta. Según él, Franco hizo aquel gesto para que quien se creía el legítimo depositario de la dinastía histórica, don Juan, se diese cuenta de que él podía jugar otras cartas en la sucesión, como la de su sobrino Alfonso de Borbón Dampierre.

La entrevista del Azor había sido un claro ejemplo de ese tira y afloja entre Franco y don Juan. Poco después de celebrarse ésta se había publicado en la prensa un escueto comunicado que dejaba entrever la posibilidad de una restauración monárquica en la persona de don Juan Carlos.

El conde de Barcelona montó en cólera nada más ver la nota de prensa y decidió enviar a su hijo al colegio de los marianistas de Friburgo, en Suiza. Pero las aguas volvieron a su cauce y Juanito estudió aquel año en España.

El curso siguiente (1949-1950), a raíz de otros comentarios en la prensa en el mismo sentido, don Juan volvió a trasladar a su hijo, esta vez a Estoril, donde pasó el invierno.

Pero lo cierto era que Franco ya había advertido al conde de Barcelona, un año antes de su mensaje a don Jaime, de que podía escoger a otras personas para la sucesión. En una extensa carta meditada en su tranquilo pazo de Meirás, del 14 de septiembre de 1951, había manifestado a don Juan que no existía rama dinástica de mejor derecho que otra y que, a fin de cuentas, la designación quedaba abierta conforme a la Ley de Sucesión, sugiriéndole incluso que podía darse el caso de que tuviese que renunciar a sus derechos y hacer un sacrificio por la patria, como lo había hecho su padre, el rey Alfonso XIII.

El jefe del Estado le había recordado también el daño infligido al país con su manifiesto de Lausana, censurando los desafortunados consejos que recibía de su entorno. Era evidente que Franco pensaba ya en Juan Carlos como sucesor:

[...] No entro en el problema legal de derecho sucesorio que decís representar, aunque sí deseo recordaros que a la legitimidad sucesoria nuestros tradicionalistas han exigido siempre la legitimidad de ejercicio: la identificación del Príncipe con las esencias y principios que en la Monarquía tradicional se encarnan, y que precisamente por haberse apartado de ellas repudiaron un día a su príncipe heredero. En este espíritu y por considerarlo esencial, se inspiró nuestra Ley de Sucesión, no aventurándose a determinar a priori la ranga o línea del mejor derecho.

Respecto a vuestra decisión de «no alterar las que llamáis leyes históricas de la sucesión con renuncias no justificadas por una suprema urgencia nacional», espero que, llegado el caso, si así conviniese al interés de nuestra Patria o de la propia institución monárquica, seguiríais el camino patriótico del renunciamiento, de que os dio ejemplo vuestro Augusto Padre [...].

[...] No puedo menos de reconocer el hecho incontrovertible del grandísimo divorcio que desde vuestro manifiesto de Suiza ha venido produciéndose en los más importantes sectores de la nación, alimentado por las reiteradas y desafortunadas exteriorizaciones de vuestro desvío hacia cuanto el Régimen representa, y que en su fondo coincide con esa campaña de injurias y calumnias que un grupo indeseable de vuestros partidarios viene sosteniendo dentro y fuera de España, con evidente estrago para la institución monárquica, y de la que, por vuestra falta de condenación, la opinión sensata no os inhibe.'

La alegría de don Jaime contrastaba ahora con la evidente preocupación de su hermano. El infante se apresuró a comunicar, entusiasmado, la magnífica noticia a sus hijos y al director del internado de Zug, con quien se entrevistó personalmente. Pero éste se negó a transmitir su petición alegando que las decisiones sobre la educación de Alfonso y Gonzalo correspondían sólo a su madre, Emanuela de Dampierre.

El infante no se dio por vencido e intentó disuadir a sus hijos con esta carta:

Mis queridos Alfonso y Gonzalo:

Después de la entrevista que he tenido esta mañana con el director de vuestro colegio, creo mi deber explicaros las razones que me hacen pedir por los tribunales el deber de ejercer mis derechos de padre.

Ante todo deseo que sepáis de una vez por todas que no me anima la idea de vejaros, sino exclusivamente lo que creo ser vuestro interés. Durante los seis años que vivimos separados, nunca he dejado de preocuparme de vuestra salud y de vuestra educación, y en particular cuando hasta ignoraba vuestro paradero.

No he querido intervenir hasta ahora porque consideraba que, siendo aún unos niños, era el deber de vuestra madre -cuyos sentimientos respeto profundamente- ocuparse de vosotros y de vuestra educación.

Hoy las circunstancias han cambiado.Ya no sois niños, sois casi ya hombres, e importa aseguraros el porvenir, y también prepararos para desempeñar el papel que os corresponde en la vida.

Sois príncipes de la Casa de España,y a este título,y cualquiera que sean las circunstancias que conozca España, os corresponde desempeñar este papel, que tal vez no os honre, pero que vosotros debéis de honrar. Para ello es necesario que no sólo conozcáis todo en general, sino igualmente las costumbres y el pensamiento de vuestra Patria. Es por esto que he decidido que terminéis vuestros estudios en España, para que en los años que os separan de vuestra mayoría, os volváis unos buenos y nobles españoles. Ignoro lo que se os habrá dicho [Emanuela] de mí; quiero sencillamente que sepáis que obro como padre y únicamente en vuestro interés.

No deseo de ninguna manera separaros de vuestra madre, que respeto en esta calidad. No quiero que dentro de cuatro años, túAlfonso, y dentro de cinco años, tú Gonzalo, podáis echarme en cara el que no me haya preocupado de vuestro porvenir.

Os pido de comprenderme [sic], pues hoy tenéis ya la edad para hacerlo y también para comprender las obligaciones que os crea el nombre que lleváis.

Como no he podido conseguir por las buenas -y a pesar de toda mi paciencia- lo que es mi derecho -y también mi deber- he debido de recurrir a la justicia. No tenéis razón ninguna para inquie taros, y estoy convencido que el día de mañana agradeceréis lo que hago hoy.

Hasta pronto, hijos míos. Un fuerte abrazo de vuestro padre.`

Acompañado de su secretario, don Jaime visitó a sus hijos en el internado de Zug. Paseó con ellos por el campo tratando de convencerles de la importancia de aceptar su traslado a España. Pero Alfonso, de diecisiete años, se mostraba inflexible y en nombre de su hermano menor, que no despegaba los labios, manifestó su decisión de permanecer con su madre, aduciendo que nada tenían que hacer en España, país que ni siquiera conocían y que era la patria de un padre que sólo tenía contactos con ellos para «causarles problemas».

Alderete intentó persuadir al mayor para que siguiese los pasos que su padre le marcaba, pero su mediación resultó igualmente infructuosa.

Alfonso llegó a recriminarle así:

-No te conocía personalmente, pero había oído hablar de ti por mi abuela y mi tío Juan... Sé el nefasto papel que juegas cerca de mi padre, haciéndole adoptar una actitud puramente artificial, que en realidad no es la suya, que le ha convertido en oponente de toda la familia y de todos los que quieren nuestra felicidad y la de España. Te pido que no sigas ocupándote de nuestras cosas y dejes a mi padre tranquilo, libre de seguir sus decisiones.

A tan dura respuesta, el secretario de don Jaime contestó con parecida contundencia:

-A mi juicio no es vuestra opinión particular la que acabo de escuchar, sino la de los vuestros. Permitid que me sienta honrado de que sea así y os diga que continuaré sirviendo a vuestro padre contra los suyos, incluyéndoos a vos y a vuestro hermano si es necesario... Seguramente éste es el lenguaje al que no estáis acostumbrado. Es el de una modesta persona, que se encuentra en el puesto que ocupa como consecuencia de la verdadera deserción de los que lo tendrían por derecho...

Don Jaime no se resignaba a perder una oportunidad histórica como era que sus hijos pudiesen educarse al fin en España, cerca de sus primos; una ocasión única de ver colmadas sus aspiraciones y las de su primogénito a la Corona de España. Por eso, antes de regresar a París, se detuvo en Ginebra para contratar a uno de los mejores abogados de la ciudad.

Pero un tribunal de Zug falló luego contra sus intereses, viéndose obligado a declinar por carta el ofrecimiento de Franco, que ya estaba al corriente de sus problemas judiciales.

Don Jaime había escrito al Caudillo meses antes, el 16 de enero, desde su residencia de Rueil-Malmaison, agradeciéndole su respaldo económico y pidiéndole que le ayudara a recuperar la patria potestad de sus hijos:

Gracias a su amable intervención, ya recibí la mitad de la parte que necesito del dinero que tengo en el Banco de Crédito y que copio le explicaba me es necesario para cancelar mis compromisos financieros, y pronto pienso recibir la segunda mitad y le repito mi agradecimiento. Hoy vengo a solicitar no su ayuda pero sí su intervención para que pueda yo solucionar el más importante de los casos que tengo por resolver: el de la recuperación de mis hijos [...]. Con esto nme sobrará y así tendré el inmenso gusto de cumplir con el compromiso que contraje con VE. con respecto a Alfonso y Gonzalo."

Casi ocho meses después, el 11 de septiembre, la sentencia de un tribunal de Madrid anulaba la decisión de la justicia suiza. Pero era ya un poco tarde. Se habían perdido cinco valiosísimos años desde la entrevista del Azor, al principio por el desinterés de Franco, y ahora, paradójicamente, por el de Alfonso de Borbón Dampierre.

El duque de Cádiz no hizo la menor referencia en sus memorias a su negativa a estudiar en España, ni a los vanos intentos de su padre para convencerle, quejándose incluso de que a su tío Juan no le interesaba que ni él ni su hermano Gonzalo se educasen allí, como si el conde de Barcelona hubiese sido el principal responsable de que no realizaran entonces el viaje.

Pero lo cierto es que la relación entre tío y sobrino era buena en aquellos tiempos. Alfonso se distanció de su padre, pero con don Juan procedió de otra manera, dado que el muchacho no aspiraba entonces a la Corona de España y reconocía a su tío como legítimo heredero.

Así lo confirmaba Gil-Robles en su diario:

El desdichado don Jaime no hace más que disparates; en cambio, su hijo mayor ha manifestado al Rey que jamás se sumará a las intrigas de su padre. El Rey va a invitarlo, junto con su hermano, para que pase las próximas vacaciones en Estoril.

Doña María de las Mercedes, esposa de don Juan, recordaría luego a González deVega, muy dolida, la actitud que adoptaría finalmente su sobrino Alfonso:

Me dio mucha pena cuando luego Alfonso, yo creo que mal aconsejado, hizo declaraciones diciendo que su tío no le quiso nunca. La verdad es que hace ya muchos años Juan le ofreció el ducado de Badajoz y él dijo que no, que esperaba, cuando fuese mayor de edad, tener un título más importante. El pobre era un ser amargado y que se dejaba influir. Luego se llamó duque de Anjou y se hizo reconocer por algunos grupitos de legitimistas como rey de Francia. El conde de París dice siempre que hablo con él de esto: «Mira, es una cosa que ni vale la pena que desmienta».

Alentado por su círculo de influencia (la terna Tiedemann-Alderete-Orlando), don Jaime no claudicó en su reivindicación del trono de España, pese a ser consciente de que aproximadamente el 60 por ciento del pueblo español desconocía quién era él y otro 30 por ciento ignoraba si vivía o había fallecido.

Curiosamente, su figura era más conocida fuera que dentro de España, lo cual tenía una sencilla explicación: la prensa extranjera del corazón publicaba en aquella época sus líos de faldas.

Muchos le tomaban a broma, como el embajador español en París, Aguirre de Cárcer, que ironizaba así sobre él: «Con que se quiere organizar a don Jaime un partido... Naturalmente, supongo que se tratará de un partido de pelota».

Desde que en 1949 se desdijese de sus renuncias, los diplomáticos españoles que seguían sus pasos hacían crueles comentarios sobre él y Carlota Tiedemann: «Aquí están don Jaime y esa mujer que presenta como su esposa y que es una aventurera. El matrimonio anterior no ha sido anulado, luego la Charlotte [sic] no puede alegar estar casada»; «don Jaime se ha liado con una alemana arribista e indeseable y está hecho una calamidad»; «el infante bebe y ella más que él, y siempre andan a la cuarta pregunta»...12

Prácticamente los únicos que le guardaban cierta consideración eran algunos republicanos e izquierdistas franceses, que pretendían dividir a los monárquicos españoles dóciles al régimen de Franco.

Don Jaime ahondó así, bajo la batuta del confabulador Orlando, en la polémica sobre sus derechos sucesorios, como advertía de nuevo Gil-Robles en su diario, el 18 de abril de 1953:

El desdichado infante don Jaime ha hecho en París otras declaraciones en las que dice que en 1949 dejó sin efecto su renuncia al trono. Aprovecha para hacer un elogio a Franco, a quien dicen que puede estar sacando dinero.

Su reivindicación sucesoria, que llevaba aparejado el enfrentamiento con su hermano Juan, coincidía una vez más con su apurada situación económica tras el matrimonio con Carlota Tiedemann.

La mujer estaba convencida de que su marido debía heredar una fortuna que el rey Alfonso XIII no había registrado en su testamento.Y no hacía más que cuestionarse: «¿Qué había sido del tesoro que se había depositado en Inglaterra, de las inversiones y operaciones financieras de gran importancia que el Rey había realizado en Suiza...?».

Tan convencida estaba Carlota de la existencia de esos bienes ocultos, que evaluó en varios cientos de millones de pesetas sólo la parte de la herencia que correspondía a don Jaime.

Acuciado sin duda por su precaria situación económica y desoído por Franco, don Jaime se dirigió por carta el 6 de mayo de 1954 a varios jefes de Estado, reivindicando la Corona de España y anulando sus renuncias anteriores:

Excelencia:

Tengo el honor de dirigirme aV.E. a fin de informarle que desde el año 1949, a través de varias declaraciones, he anulado la renuncia a mis derechos al trono de España que había efectuado a favor de mi hermano Juan, conde de Barcelona. Esta renuncia era nula en Derecho debido a que nunca fue ratificada por las Cortes, como lo exigía la Constitución española.

Renuevo, pues, solemnemente anteV.E. esta anulación y reivindico mis derechos a la Corona de España, en mi calidad de hijo mayor de mi difunto padre, Su Majestad el Rey Alfonso XIII.'

Esa carta era un eslabón más de la campaña promovida por Alderete y Orlando para difundir en el exterior la figura del infante como legítimo heredero al trono de España, cuyo siguiente paso fue establecer contacto con los embajadores latinoamericanos acreditados en Francia.

Pero, a fin de cuentas, se trataba de apoyos aislados de personas con escasa relevancia internacional, comoVíctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA peruano, que se ofreció a organizar entre sus compatriotas y junto a dirigentes de otras naciones de América del Sur, un movimiento de respaldo a don Jaime que reclamase a Franco el reconocimiento de sus derechos dinásticos; iniciativa que, por cierto, jamás llegó a concretarse.

Al mismo tiempo, don Jaime, alentado por su ambiciosa mujer, preparaba una ofensiva legal a la desesperada para conseguir dinero, apelando al fabuloso patrimonio que había pertenecido a su padre.