a última noche en palacio fue una pesadilla. Hasta las estancias y galerías llegaban, desde la Plaza de Oriente, los bramidos de una muchedumbre enfervorizada que clamaba contra la monarquía y saludaba con efusión a la República.

En el gran patio de palacio, una sección de Húsares de Pavía compuesta por veinticinco hombres, y en las habitaciones, un zaguanete de Alabarderos (otros veinticinco hombres), eran las contadas fuerzas que defendían a la agónica monarquía.

Frente a ellas se oponía una marca desbordada de energúmenos, adornados con lazos rojos y republicanos,y gorros frigios, que se acercaban peligrosamente a la fachada profiriendo amenazas e insultos. Varios hombres treparon por los resaltes de los pilares y alcanzaron el balcón principal. Izaron la bandera republicana, amarrándola a la barandilla, para luego descender entre el estruendo de la multitud.

En el interior de palacio, el pánico y la inquietud se adueñaron de los jóvenes infantes, «huérfanos» de padre en aquellas horas angustiosas. La soberana también tenía miedo.Traumatizada en gran medida por el horrible final de su prima, la emperatrizAlejandra Fiodorovna, ocurrido trece años antes, tenía visiones en las que se veía arrastrada con sus hijos hasta un destino similar al de sus primos rusos, durante la revolución bolchevique.

Algunos empezaron a pensar qué hacer si el pueblo rompía las puertas y asaltaba las ventanas. El jefe de las fuerzas no quiso desplegarlas ante la muchedumbre por temor a que pareciese una provocación. Se telefoneó al Ministerio de la Gobernación, donde ya ejercía Miguel Maura. Éste envió refuerzos: los llamados «guardias cívicos». Eran individuos vestidos con trajes modestos, en su mayoría obreros, que lucían como distintivo una faja roja en el brazo izquierdo. Tras disolver a los manifestantes, algunos de esos guardias penetraron en palacio y procedieron a requisar todas las habitaciones, incluida la de don Alfonso de Borbón y Battenberg, quien, desde el lecho, pudo escuchar la voz firme del oficial de guardia:

-Éstas son las habitaciones de Su Alteza el príncipe de Asturias, que está gravemente enfermo. Pueden ustedes recorrer todo el alcázar, pero aquí no entrará nadie.

Ante la resistencia de los invasores, el militar tuvo que intervenir de nuevo:

-Si intentan ustedes siquiera dar un paso, yo, bajo mi responsabilidad, formo la guardia y todos nos atendremos a las consecuencias. ¡Estoy decidido a llegar hasta lo último!

La noche fue insomne en palacio. Como las lámparas estuvieron siempre encendidas, los canarios de los infantes no dejaron de cantar en toda la velada.

Por primera vez, la reina Victoria Eugenia se instaló en el cuarto de estar de las infantas. María Cristina, la pequeña, tenía miedo y su madre permaneció con ella, mientras Beatriz no se movió de la habitación de arriba.

A las cinco de la madrugada, una de las damas avisó a Victoria Eugenia de que un amigo del rey, Joaquín Santos Suárez, deseaba verla con urgencia.

La reina se puso la bata y salió a la estancia contigua. «Estamos en revolución», indicó, alarmado, el visitante. Luego, aconsejó a la reina que saliese de palacio con sus hijos por la Puerta Incógnita y que desde allí tomase la carretera para coger el tren en El Escorial, insistiendo en que, si no obraba así, sus vidas correrían serio peligro.

A las siete de la mañana, el capellán Urriza celebró misa en palacio, ayudado por el infante don Gonzalo.

El aspecto que ofrecía entonces la Plaza de Oriente era desolador.Vendedores de periódicos vociferaban los titulares de portada, irrespetuosos con el rey.

«¡No se ha marchao, que le hemos echao!», gritaba el gentío tras la salida de Alfonso XIII.Y el periódico El Socialista, fundado por Pablo Iglesias, titulaba el 15 de abril en su primera página: «¡Viva España con honra y sin Borbones!».

Coches y camiones, con banderas republicanas y pancartas, transitaban sin cesar repletos de mujeres y hombres trastornados. La verja del Campo del Moro aparecía cubierta por un enjambre humano.

A primera hora de la mañana pudo verse a tres monjas entre la muchedumbre, que se dirigieron hacia los guardias cívicos para que les dejasen entrar en palacio. Eran las religiosas que habían enseñado a leer a don Jaime en los labios y que, en aquellos momentos trágicos, habían decidido estar junto a él.

Llegó el agrio turno de las despedidas. Los criados de palacio dieron el último adiós a la Familia Real, entre lágrimas y gestos emocionados. Doncellas, amas de llave, ayudas de cámara... El príncipe de Asturias correspondió a su criado personal, Barreno, regalándole un estuche que contenía todos sus ahorros en valores del Estado.

A las ocho de la mañana partió la reina con sus hijos hacia El Escorial en varios coches. Los chauffeurs iban sin librea y con boina.

El príncipe de Asturias, incapaz de moverse por sí solo («más que un ser humano era yo, en aquellas horas, un fardo inútil», se lamentaría luego), fue trasladado hasta el vehículo en brazos del marqués de Orellana y de otros amigos, como su mecánico Paco. Su perro Peluzón saltó al coche detrás del amo.

En un segundo vehículo iba el infante don Gonzalo con sus profesores y, detrás, el infante don Jaime. Cerraba la caravana el automóvil ocupado por la reina y sus dos hijas.

Era aún temprano para tomar el rápido de Hendaya en El Escorial y se decidió hacer un alto en Galapagar. A despedir a la reina acudieron los hijos del dictador, Pilar y José Antonio Primo de Rivera. Entristecida y enojada,Victoria Eugenia les dijo, muy segura: «De haber vivido vuestro padre, no hubiera pasado esto».

Llegados a El Escorial, aún tuvieron que aguardar una hora hasta que partió el tren. Durante esa larga espera, el conde de Romanones, renqueante y avejentado, apoyado en su inseparable bastón nacarado, se dirigió a don Jaime con lágrimas en los ojos:

-Señor, dígale a la reina y a toda la Familia Real, que he sido, soy y seguiré siendo toda mi vida un monárquico leal.Vuestra Alteza ha comprendido hace tiempo la situación política y sabe que la monarquía ha caído por culpa de la infidelidad de muchos farsantes que se pretendían monárquicos y del egoísmo desenfrenado de algunos capitalistas.

Años después, sin embargo, la reina Victoria Eugenia confesaría a Gregorio Marañón Moya y a su mujer, María Caro, durante un almuerzo en el exilio de Lausana:'

De quien siempre le previne a Alfonso fue de Romanones. Pero a Alfonso le era cómodo y le hacía gracia.Ya en el destierro me dijo un día Alfonso, en París, que cuánta razón tenía yo, y que no se podía uno fiar de ningún Figueroa. «Me ha hecho mucho daño», me dijo Alfonso. Fue Romanones el que se negó a que fuera La Cierva el ministro de la Gobernación del último gobierno. Impuso al «tonto» de Hoyos. Si llega a estar La Cierva, no hay 14 de abril.Yo no olvidaré nunca que la noche aquella trágica, Gonzalo Figueroa, Grande de España, quiso invadir el Alcázar con la plebe... La Cierva y Mola hubieran podido impedir la República.

Victoria Eugenia hizo a continuación balance de otros significados políticos que habían rodeado a su marido:

El más inteligente que ha tenido Alfonso fue Canalejas, pero el más leal, Dato. Maura tenía un gran talento, pero su orgullo se confía ese talento. La verdad es que ni Alfonso ni yo lo podíamos aguantar.

La reina recordó entonces la primera vez que vio a Franco y el comentario premonitorio que sobre él le hizo el rey:

Recuerdo a Franco almorzando, en el Alcázar, cuando le hicieron jefe de la Legión. Era muy joven y no habló nada durante el almuerzo. Tenía bigote y comió muy poco. Alfonso me dijo por la tarde: «Pues con tan pocos años y tanto bigote, no dejes de fijarte en él pues es lo mejor que tengo en África».

Y ahora la Familia Real, tras la tensa espera en El Escorial, emprendía el camino del exilio a bordo de un coche-salón con las armas reales en sus portezuelas. La señal la dio el marqués de Benicarló, responsable de explotación de la Compañía de Ferrocarriles del Norte, que hacía las veces de jefe de tren. El duque de Zaragoza era el encargado de conducir la locomotora.

Al llegar a Ávila se produjo una parada obligada. Algo grave acababa de suceder. El duque de Zaragoza se dirigió, aterrado, a la reina, indicándole que debían apearse de inmediato del vagón porque salían llamas de los ejes de las ruedas.

El incendio obligó a bajar con urgencia al príncipe de Asturias, incapaz de sostenerse en pie. La imagen de los insignes viajeros aguardando en el andén la llegada de otro vagón avivaba el dramatismo de la situación que sufría la Familia Real desde que, horas antes, fuera expulsada con cajas destempladas de la casa donde habían residido generaciones de Borbones.

A esa hora, en el mismo trayecto que unía España con Francia, otro tren retornaba a la patria a los españoles exiliados que defendían a la recién instaurada República. Ramón Franco, el enemigo de la monarquía de Alfonso XIII, viajaba entre ellos. Sólo el gesto caballeroso de Indalecio Prieto evitó que aquella jornada histórica fuese aún más humillante para los que emprendían entonces el largo y penoso exilio. Puesto en contacto con el jefe de la estación de Miranda de Ebro, Prieto se las arregló para que el tren que trasladaba a los enardecidos republicanos (Ignacio Hidalgo de Cisneros, uno de los sublevados en Cuatro Vientos, viajaba también a bordo) no coincidiese en ninguna parada con el que transportaba a los regios viajeros.

Qué contraste entre una y otra expedición. La apoteosis para los partidarios de la República; la indescriptible aflicción para los que se alejaban sin remedio de su patria.

Una vez en Madrid, Hidalgo de Cisneros subió a un auto con una docena de camaradas y una gran bandera republicana. Al llegar al final de la Cuesta de SanVicente, el vehículo colisionó con otro también repleto de ocupantes. «Seguramente -recordaba él- fue la primera vez en la historia de España, que en un choque no hubo insultos ni tan siquiera palabras gruesas.» Nadie se enfadó, contagiados como estaban todos por el entusiasmo ante la proclamación de la República. Al contrario que la Familia Real.

En Medina del Campo, importante centro ferroviario, una muchedumbre de obreros, procedentes en su mayoría de los talleres cercanos a la estación, recibió con insultos y gestos hostiles a la reina y a sus hijos.

EnValladolid, en cambio, no hubo partidarios ni enemigos.Y en Burgos, el recibimiento fue caluroso. Un tremendo gentío, apiñado en el andén, prorrumpió en vítores y aplausos cuando la reina y sus hijos -salvo el infeliz príncipe de Asturias- se asomaron a las ventanillas.

«¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡No se vayan!», gritaron al unísono centenares de personas.

Algunas entregaron flores a la reina. Una anciana se acercó a don Jaime y, asiéndole las manos, se las agitó con efusión mientras le imploraba: «No os vayáis. Os podéis quedar en Burgos. Aquí no hay republicanos. Todos somos monárquicos y os defenderemos contra quien sea».

La entrañable anécdota, que don Jaime recordaba con agrado al cabo de los años, nada tuvo que ver con la pesadilla que vivió a su llegada a Vitoria. Conforme el tren se aproximaba a la estación, el infante había distinguido a varios grupos de personas que aguardaban en el andén a que la locomotora se detuviese.Tan confiado estaba en la cordialidad del recibimiento, que se colocó en el estribo del vagón para corresponder mejor a los saludos. Pero, en cuanto el tren se detuvo, un chaval se dirigió hacia él, vociferándole: «¡Muera el rey! ¡Mierda para el rey y toda su familia!».

Indignado, don Jaime bajó los dos peldaños que le separaban de aquel muchacho y se abalanzó sobre él, propinándole un puñetazo en el ojo derecho. El violento episodio a punto estuvo de costarle caro, pero, milagrosamente, el ambiente hostil se transformó enseguida en una aclamación unánime a don Jaime y al resto de los miembros de su familia.

El tren pasó luego por Tolosa sin el menor incidente, y llegó al fin a San Sebastián, última capital de provincia en el itinerario. La despedida en la ciudad donostiarra fue inolvidable. Cientos de personas abarrotaban el andén y las vías laterales, y se agolpaban en las calles, detrás de las rejas de la estación; otros permanecían asomados a las ventanas y balcones de los alrededores; algunos portaban ramos de flores e intentaban abrirse paso hacia el vagón para entregárselos a la reina y a las infantas. Una niña de seis años fue la primera que logró acercarse al tren. Don Jaime se percató de ello y bajó del vagón para recoger las flores destinadas a la reina, que procedían del palacio de Miramar, donde la Familia Real pasaba parte de sus vacaciones de verano.

Emocionado, don Jaime tomó a la niña en brazos y la besó.

La muchedumbre correspondió al gesto con vítores y aplausos, y se apretó en torno al infante mientras clamaba en favor de la monarquía. Hubo algunos que le pidieron un recuerdo y él extrajo del bolsillo un pañuelo blanco y lo rasgó, entregando a cada uno un pequeño trozo. Sin darse cuenta, se había distanciado demasiado del vagón y a duras penas logró abrirse paso entre el gentío para volver a subirse al tren.

Al entrar en la estación fronteriza de Irún, la Familia Real divisó en el andén una compañía de carabineros que se había desplazado hasta allí para presentarles armas. Como el príncipe de Asturias permanecía recostado en el interior del vagón, fue don Jaime el encargado de pasar revista a los soldados. Tras el saludo militar, el capitán de la compañía le presentó sus respetos: «Alteza, esta compañía ha querido venir a tributar los honores a la Familia Real, a pesar de que el gobernador militar no había dado orden alguna».

Don Jaime abrazó al oficial, y se dirigió a los carabineros para agradecerles el gesto de lealtad, aun a sabiendas de que podía costarles un arresto.

El trayecto de Irún a Hendaya fue muy corto; tan sólo unos metros de vía que desembocaban en un pequeño puente de hierro, a horcajadas sobre el río Bidasoa. Aquel armazón metálico simbolizaba para don Jaime el comienzo del exilio. Aún pudo distinguir, antes de cruzarlo, la bandera española ondeando a la entrada y algunos pañuelos agitándose desde las ventanas de los primeros chalés de Fuenterrabía. Pero, en un instante, el tren irrumpió en la estación de Hendaya y la Familia Real se adentró entonces para siempre en el exilio.

El viaje y las emociones habían dejado exhaustos a los insignes viajeros. Eran las nueve de la noche cuando el Sud-Express partió de la estación de Hendaya. Poco antes, una representación de las autoridades francesas, encabezada por un delegado del presidente de la República, había despedido a la Familia Real, junto con el prefecto de Bayona, el jefe de la región militar y el alcalde de la ciudad.

La reina y sus hijos se acomodaron en los coches-cama que les habían reservado. El príncipe de Asturias fue trasladado de tren en camilla. Todos, menos don Jaime, trataron de conciliar el sueño. La vigilia había reinado la noche anterior en palacio. Pero don Jaime aún debió permanecer en pie muchas horas para responder cortésmente a los saludos de las gentes que saliesen a su encuentro durante el trayecto. De nuevo, ante la ausencia del padre y el grave impedimento de su hermano mayor, asumía él la responsabilidad de representar a la Familia Real.

Don Jaime de Borbón y Battenberg se había convertido, de la noche a la mañana, en un exiliado. Mientras recorría el pasillo fumando sin cesar para sobreponerse al sueño, o cada vez que levantaba la cortinilla para distraerse contemplando el paisaje arbóreo, blanqueado por la claridad lunar, era consciente de la multitud de vivencias que dejaba irremediablemente atrás.

Había nacido en La Granja de San Ildefonso el martes 23 de junio de 1908, a la una y cuarto de la madrugada. De su venida al mundo dieron fe, como testigos,Antonio Maura y Montaner, presidente enton ces del Consejo de Ministros; el capitán de navío y ministro de Marina, José Ferrándiz; los marqueses de la Torrecilla, de Viana y de Aguilar de Campoó, el conde del Serrallo, y el duque de Santo Mauro.

Hora y cuarto después, el rey Alfonso XIII, acompañado de la camarera mayor y de los jefes de palacio, presentaba oficialmente a su hijo recién nacido en una bandeja de plata, envuelto en ricos lienzos. Su alumbramiento representaba para el rey una seria esperanza de ver colmado su gran sueño de contar con un sucesor sano, dado que el príncipe de Asturias, nacido el año anterior, había presentado ya los síntomas inequívocos de la hemofilia.

La reina estuvo asistida por los médicos de su Real Cámara, Manuel Ledesma Robledo, José Grinda y Eugenio Gutiérrez, conde de San Diego, quienes declararon que, desde su inicio, «no presentó el parto circunstancia especial que lo desviase de su curso natural».

El mismo día del natalicio, el rey Alfonso XIII informaba con un revelador telegrama al papa Pío X:

Dando gracias al Cielo, apresurarme a comunicar aVuestra Santidad feliz natalicio de un príncipe [nótese cómo el rey llamaba «príncipe» a su presunto hijo sano, cuando en realidad era infante; tal vez lo hiciese premeditadamente al conocer ya que su hijo mayor, el príncipe de Asturias, padecía la tara de la hemofilia] y confiando en el afecto que nos profesa y me ha demostrado siempre impetro reverentemente la bendición apostólica para recién nacido, para la Reina y para mi amada España.'

Una vez redactado el acta del nacimiento, se hizo público el gesto de clemencia del rey al conceder el indulto a un reo de muerte que había de ser ejecutado en Córdoba; el perdón fue solicitado por los periodistas de esa ciudad, por mediación de su compañero Francisco Barber, que era entonces corresponsal en La Granja.

Era costumbre que el monarca recurriese a la gracia del indulto aprovechando el natalicio de sus hijos, como sucedería luego con la infanta Beatriz, al salvar de la pena de muerte a los condenados Juan Guerra, Benigno García, julio Murillo y Catalina García.

A las dos de la tarde del lunes 29 de junio, el infante fue bautizado por el patriarca de las Indias y obispo de Sión, don Jaime Cardona. Se le pusieron los nombres de Jaime, Leopoldo,Alejandro, Isabel, Enrique, Alberto, Alfonso,Víctor, Acacio, Pedro, Pablo y María.

El nombre de Jaime (se dijo oficialmente) obedecía a que el nacimiento del infante coincidía con la celebración del centenario del rey don Jaime; pero no podía ocultarse el nuevo empeño del Gobierno en agradar con ese gesto a los catalanistas.

La elección de ese nombre provocó el rechazo de la opinión liberal, pues así se llamaba también el hijo del pretendiente don Carlos.

La vistosa ceremonia del bautizo tuvo lugar en el Salón del Trono del palacio de San Ildefonso, donde se dispuso un altar portátil, adosado a uno de los lienzos de pared y sobre una tarima cubierta de tapiz, en el centro de la cual se había colocado la histórica pila bautismal de Santo Domingo de Guzmán.

El palacio de La Granja había sido construido a instancias del primer Borbón de España, Felipe V; allí vivió el monarca durante parte de su reinado, y también murió. Nueve generaciones de reyes recorrieron sus soberbias estancias.

Don Jaime creció sano, alimentado por su robusta nodriza María Sierra, una montañesa de Torrelavega que cada verano, cuando la Familia Real pasaba sus vacaciones en Santander, visitaba al joven en el palacio de la Magdalena y le llevaba huevos frescos de la granja de su pueblo. El ama de cría iba siempre vestida de negro y con el pelo retirado hacia atrás en un moño. «Debajo de su frialdad aparente -diría de ella don Jaime-, era una mujer muy bondadosa, con un gran corazón.» Dos días después del nacimiento de su hijo, Alfonso XIII la había designado nodriza con un sueldo de tres mil pesetas anuales.

Desde pequeño, don Jaime requirió los desvelos de su madre, la reina Victoria Eugenia, que en una breve carta escrita al rey desde Miramar, casi mes y medio después de nacer el infante, le informaba: «Vengo ahora mismo de ver a los niños y he encontrado que el pobre pequeño Jaime ha pasado muy mala noche por dolor de estómago».3

Al día siguiente, 7 de agosto, la reina volvía a escribir a su marido con novedades:

My dearAlfonso:

Me encantó recibir tu carta. Jaime está hoy mejor pero parece todavía bastante pálido. Después de los dolores que ha pasado el pobre niño. Alfonso [el príncipe de Asturias] está muy bien y muy divertido. Mientras tú estás fuera yo empleo gran parte de mi tiempo con los niños y así me parece que alivio tu ausencia. La última noche tuve mucho frío y la cama parecía terriblemente grande y vacía. Ansiaba tenerte al lado para acunarte y así poderme calentar. A las doce y media voy a ver al nuncio y al ministro del Japón con su esposa. Por la tarde mamá [la reina María Cristina] y yo nos vamos a Zarauz para tomar el té con los Granada. Su casa es, según parece, tan antigua y extraña que estoy deseando verla. Oí anoche que has ganado un premio récord y me alegro también, darling. Espero que sigas adelante con buena suerte. Besándote con todo mi cariño, I remain your long devoted wife,

Esta última carta evidenciaba que el matrimonio real había logrado sobreponerse a su primera crisis sufrida días atrás, recién nacido su hijo Jaime. Alfonso XIII culpaba a su esposa de la desgracia que afectaba a su primogénito Alfonso y estaba a punto de averiguar la nueva fatalidad que se cebaba también con su segundo hijo.

La relación dejaría de tener arreglo poco después. Pero, antes, el 8 de agosto,Victoria Eugenia dirigió otra cariñosa misiva a su marido:

Estaré todo el día en Bayona. El té con los Granada estuvo muy bien. El duque me dio un libro del padre Coloma, Cuarto azul. Leo un artículo sobre ti como jugador de polo. Estuve tan débil que pensaba que iba a tener el período y me disgustaba que me vieras así, pero fue una falsa alarma. Jaime está hoy mucho mejor. Creo que puedes imaginar la bienvenida que recibirás. Your very loving

Con diez años, y junto a sus hermanas Beatriz y Cristina, don Jaime hizo la Primera Comunión el 23 de diciembre de 1918, en la Real Capilla de Palacio; en aquella misma ceremonia, el príncipe de Asturias recibió la Confirmación.

El confesor y director espiritual del infante, Javier Vales Felie, le preparó para la Primera Comunión. Era una persona de gran talento, miembro de la Academia de Ciencias Morales y de la de San Fernando, a quien don Jaime apreciaba mucho. Por eso, al enterarse, cuatro años después, de que se había suicidado el día de jueves Santo, se echó a llorar desconsoladamente sin hallar jamás una explicación, salvo que hubiese sido víctima de enajenación mental.

A bordo del tren que le conducía hacia Hendaya, don Jaime seguía ensimismado en sus recuerdos mientras su madre y sus hermanos, extenuados por la falta de sueño y la tremenda tensión, trataban de reponerse en los conipartinientos habilitados con cama.

A su llegada a San Juan de Luz y La Negresse, la colonia española que allí vivía se acercó al andén para saludarles. En Bayona aguardaban las autoridades locales (prefecto, alcalde y gobernador militar), a quienes el infante saludó cordialmente en nombre de su familia.

El trayecto hasta Burdeos se hizo demasiado largo. Llevaba ya muchas horas don Jaime sin dormir, de guardia, y el traqueteo del tren al recorrer la línea recta de la zona de Las Landas hizo que fuese adueñándose de él un sopor indescriptible. Pero siguió aferrándose a los vivos recuerdos de su niñez para mantenerse despierto; a esos tiempos que ya jamás volverían; a los años en los que había recibido una exigente formación por ser infante de España, pero que él renienioraba con ternura.

Desde pequeño se había acostumbrado a levantarse a las siete de la mañana todos los días. Cada jornada estaba planificada de antemano. A las ocho y media desayunaba con su hermano Alfonso, que compartía con él un sector de las habitaciones de palacio. Cada uno tenía su propio aposento, cuarto de baño y guardarropa, pero utilizaban con juntamente el comedor, la sala de estudio y el gimnasio. Completaban el apartamento otro dormitorio y un cuarto de baño para el ayudante de servicio.

El desayuno era casi siempre el mismo: café con leche o chocolate, tortilla y churros. Daban buena cuenta de él sentados a la mesa con el ayudante de servicio, que una veces era Félix de Antelo y otras Mariano Capdepón, comandante del Regimiento del Rey.

A las nueve comenzaban las clases. Pasado un tiempo, don Jaime dispuso de su propio horario, de lunes a sábado, durante el cual estudiaba aritmética, gramática y caligrafia, conversación y escritura, historia, dibujo e historia sagrada.Al cumplir los dieciséis años, el conde de Grove le impuso que repasase también la Constitución todos los días durante media hora.

Su rendimiento en los estudios, comparado con el de sus hermanos Juan y Gonzalo, era intermedio. El profesor evaluó a sus tres alumnos durante el primer semestre de 1924 con el siguiente criterio: 3 equivalía a «muy bueno»; 2, era «bueno»; 1, «regulan»;y 0, «malo».

En el cuaderno de calificaciones, el maestro consignó de su puño y letra los siguientes resultados:'

A diferencia de sus hermanos Jaime y Gonzalo, el futuro conde de Barcelona resultaba a veces problemático en clase. Al pie de las calificaciones, el profesor anotó: «Faltas en enero. Juan, expulsado por contestar y mal genio. Día 29».

Con dieciséis años, don Jaime demostraba en clase escasa agilidad mental, igual que sus hermanos pequeños: «Ninguno discu rre. No saben cuántos metros tienen 5,5 kilómetros», se quejaba su maestro.

A las diez se suspendía la clase para que los chicos hiciesen la visita a sus padres. El rey aprovechaba esa media hora para estar con sus dos hijos mayores y preguntarles por sus estudios.

A las diez y media se reanudaban las lecciones, hasta las once y media; a esa hora, los chavales solían recibir la visita de su abuela, la reina María Cristina, que interrogaba a los profesores sobre la marcha de sus tareas. Eran unos minutos deliciosos para ella, durante los cuales más de una vez habría evocado su propia educación en el castillo de Gross-Seelowitz en Moravia, residencia de sus padres (el archiduque Carlos Fernando y la archiduquesa Isabel), ilustres miembros de la Casa de Austria.

Criada entre sus tres hermanos (los archiduques Federico, Carlos Esteban y Eugenio), María Cristina se forjó desde niña un carácter recio y exigente en Viena, a la sombra melancólica de la vieja Hofbourg, la corte más rígida y hermética de Europa. Ese estricto cumplimiento del deber fue precisamente el que la reina intentó inculcar siempre a su hijo Alfonso XIII y a sus nietos mayores.

Junto a su gran afición por la música (interpretaba magníficamente al piano a dos de sus compositores predilectos, Beethoven y Chopin), María Cristina prestaba especial atención a la educación fisica, ya recorriera a caballo los campos o se entregase al placer de la natación o al de remar.

Resultaba curioso que, igual que sus hijos se criaban entonces con su abuela María Cristina,Victoria Eugenia también se hubiera educado en la corte británica bajo la influencia de su abuela, la reinaVictoria, que ejerció como una segunda madre. EraVictoria de Inglaterra quien gobernaba el hogar, dado que la princesa Beatriz y el príncipe Henry de Battenberg (padres de Victoria Eugenia) no podían tener entonces su propia casa.

Tras media hora de descanso, llegaba el turno de los ejercicios fisicos en palacio. A las doce en punto, don Jaime hacía gimnasia sueca con sus hermanos en los jardines del Campo del Moro; otras veces practicaban lo que ya entonces se conocía en inglés como cross country.

El infante recordaba, ufano, la mañana en la que había logrado dar la vuelta al Campo del Moro a paso atlético, siendo el único de los hermanos que pudo concluir el recorrido.

La gimnasia era casi un ritual en palacio. Alfonso XIII predicaba con el ejemplo. Cada mañana, hiciese frío o calor, el monarca efectuaba ejercicios de nueve y media a diez en una terraza que daba al Campo del Moro. Don Jaime le vio un día asomado al balcón con el torso desnudo, en una de esas mañanas en las que el aire gélido de la sierra madrileña cortaba la piel como un filo de acero. Cuando la temperatura bajaba mucho, el rey seguía practicando ejercicio en su lugar favorito: el Salón del Trono. Allí, entre consolas doradas de estilo rococó, grandes espejos con preciosos marcos, esculturas de bronce de tamaño natural y arañas de cristal tallado con montura de plata, el monarca ejercitaba como una liturgia su tabla de gimnasia.

El almuerzo se servía a las dos y cuarto. La Familia Real compartía mesa con los ayudantes de servicio, gentilhombres y damas de turno, el jefe de alabarderos y el coronel del regimiento que estaba de guardia. A veces, cuando el rey tenía que ir al tiro de pichón o a jugar al golf, se adelantaba la hora del almuerzo. Entre semana solía sentarse a la mesa algún ministro. Los domingos, en cambio, se comía algo más tarde y sólo en familia.

Don Jaime era un gran aficionado a los museos: el de Historia Natural era su favorito; disfrutaba en él casi tanto como en un espectáculo de circo. Sus profesores le llevaban a verlo y él se deleitaba recorriendo las urnas de cristal, admirando la enorme variedad de insectos disecados y la fabulosa colección de aves. En cierta ocasión, el infante se convirtió en uno de los donantes más jóvenes del museo al aportar una perdiz que había disecado con admirable esmero en sus clases en palacio.

A las cinco de la tarde se tomaba el té, aunque, en honor a la verdad, la única que lo hacía era la reinaVictoria Eugenia. En la España del chocolate con picatostes y agua fresca del botijo con azucarillos fue casi una revolución la introducción de una costumbre tan británica por influencia de la reina.

Los infantes solían tomar una generosa ración de tarta, de chocolate casi siempre, mientras los reyes aprovechaban ese momento para conceder a sus hijos recompensas y castigos.

Don Jaime no se libraba de fuertes reprimendas por sus travesuras. Una tarde, en connivencia con su hermana María Cristina (Crista, como la llamaban en familia), que era muy golosa, cogió una gran tarta que había sobre la mesa del salón y se la llevó a escondidas a una habitación contigua, donde se la comió entera con ayuda de la infanta. Cuando entró su madre y vio la bandeja vacía, llamó a todos sus hijos y los fue interrogando de uno en uno para averiguar quién había sido el artífice de la trastada. Ninguno de ellos confesó al principio. Pero, finalmente, ante el temor a ser descubierto por los restos de chocolate que aún conservaba en la boca, don Jaime admitió su culpa y fue castigado a no probar tarta durante tres días. Sin embargo, haciendo luego sus propios cálculos, el joven se consoló al comprobar que aquella tarde había comido más tarta que en tres días de correctivo.

El que fuera pillo y revoltoso no impedía a don Jaime mostrarse casi siempre benevolente. «Era el más bondadoso de todos nosotros -recordaba años después su hermana María Cristina-. Cada uno teníamos un mote en la intimidad familiar. El suyo era el Serenísimo.»

Como su madre, don Jaime tampoco guardaba rencor cuando era castigado, o, si se enfadaba, enseguida se le pasaba. En la aburrida corte británica que regía con mano firme su abuela la reina Victoria, la pequeña Victoria Eugenia había aprendido a ser flexible en sus reacciones, espontánea, leal, e independiente de espíritu. Esto último se manifestaba en el hecho de que intentara emular las proezas fisicas que realizaban sus hermanos. Ella no era menos que ellos cuando, por ejemplo, se trataba de subirse a un árbol: «¡Puedo hacerlo!, ¡puedo hacerlo!», se animaba a sí misma, sin darse nunca por vencida.

Su hijo Jaime se parecía a ella en esa tenacidad, en ese afán de superación que le llevaba a no escatimar esfuerzos para destacar en las competiciones deportivas con sus hermanos, o para sobreponerse a su sordomudez descifrando el movimiento de los labios.

Su madre, igual que él, nunca fue una mujer profundamente religiosa, aunque tuviese que abrazar la religión católica para poder casar se con Alfonso XIII.Y ello, pese a que su abuela intentó en balde que Victoria Eugenia memorizase de pequeña algunos pasajes de la Biblia, como en aquella ocasión en que la reina Victoria preguntó a su nieta:

-Ena [así la llamaban en la corte británica], ¿qué son las epístolas?

La niña, temerosa de meter la pata, replicó:

-Creo que son las esposas de los apóstoles.

Las mañanas de domingo, los infantes se vestían de exploradores. Después de la misa, subían a un autocar de palacio para dirigirse a La Zarzuela, acompañados de sus primos Carlos, Luis Fernando y José de Baviera, de las primas María Dolores, Esperanza y Mercedes, y de la prima Isabel, hija del infante don Carlos.

Nada más llegar a La Zarzuela, procedían entre todos a instalar laboriosamente las tiendas de campaña, ayudados por sus profesores. Así, una vez ensambladas, podían iniciar el servicio de guardia de exploración.

Almorzaban siempre al aire libre y algunos domingos, hacia las tres de la tarde, recibían la visita del rey, que les pasaba revista e inspeccionaba el campamento donde ondeaba la bandera española que la reina María Cristina había regalado a sus nietos.

Los chicos hacían ejercicio por el campo y regresaban extenuados al final de la tarde a palacio. Entonces, la reina María Cristina les recompensaba con un cálido recibimiento: una espléndida merienda-cena, durante la cual gozaban de gran libertad para jugar y expresarse, permitiéndoseles incluso armar cierto alboroto. La abuela se prodigaba en manifestaciones de cariño familiar y sus nietos disfrutaban con ella de sus juegos infantiles.

Todos los años preparaba para ellos un árbol de navidad, exactamente igual que hacía para sus hijos Alfonso, Mercedes y MaríaTeresa; era un árbol muy especial, engalanado con regalos que los infantes a duras penas alcanzaban a recoger de las ramas más altas. Su padre entonaba ante el luminoso abeto uno de esos villancicos que canta ba desde niño, mientras ellos levantaban las ingenuas frentes y miraban los envoltorios con ojos resplandecientes.

Cuando llegaba el verano, mediado el mes de junio, los niños se preparaban para emprender un apasionante viaje a La Granja de San Ildefonso; aunque, para los mayores, el trayecto no era desde luego tan apasionante. El recorrido se efectuaba en coches tirados por mulas (tres parejas en cada uno), que era el medio más seguro para transitar por los caminos terrosos y empedrados que atravesaban la sierra madrileña.

Pero aquél no era, ni mucho menos, un viaje confortable: el traqueteo de los vehículos por aquellas agrestes sendas sacudía el cuerpo de los viajeros como si fueran marionetas y levantaba una enorme polvareda que les irritaba los ojos.

A los niños, sin embargo, aquel ajetreo les divertía. Sentían el entusiasmo de la aventura, adentrándose en aquel paisaje montañoso.

Aprovechaban el cambio de mulas para almorzar al aire libre, en las afueras de Cercedilla y, al caer la tarde, llegaban a los suaves ramajes de La Granja, fatigados pero deseosos de iniciar al día siguiente sus ansiadas correrías por aquel inmenso parque que había frente al palacio, donde jugaban a lo inimaginable.

Una de sus actividades favoritas era la pesca de truchas. En La Granja había de sobra para satisfacer el prurito del pescador más exigente. Los criaderos funcionaban con gran eficacia durante el año, haciendo que en verano hubiese numerosos ejemplares prestos a morder el anzuelo.

Los reyes visitaban a sus hijos de vez en cuando. Viajaban hasta allí en uno de los Hispano-Suiza a los que el soberano era tan aficionado. Claro que la rapidez y seguridad del coche eran sólo aparentes cuando éste debía circular por accidentados caminos de tierra, donde los carros tirados por mulas jamás pinchaban. El Hispano-Suiza sufría a menudo averías que hacían que los reyes llegasen a La Granja casi al mismo tiempo que los infantes.

El Corpus era la fiesta grande de las vacaciones. Se celebraba con una procesión por los jardines de palacio, a la que acudían como invitados los vecinos del pueblo. A don Jaime le emocionaba desfilar junto a las fuerzas vivas de San Ildefonso. La muchedumbre seguía con miradas de afecto a los infantes y hacía comentarios sobre ellos a su paso por los jardines en un tono que para don Jaime, lo mismo que para su hermana Beatriz, que había nacido también allí, resultaba casi familiar. Ambos sintieron una gran emoción cuando la Diputación Provincial de Segovia les entregó el título de hijos predilectos el 28 de junio de 1925.

El alborozo de aquellos días concluía a primeros de julio, cuando la Familia Real tomaba el tren en Segovia para trasladarse a Santander, al palacio de la Magdalena, donde permanecía hasta la segunda quincena de agosto; entonces, viajaba a San Sebastián, al palacio de Miramar, para alargar las vacaciones hasta comienzos de octubre.

En Santander, a diferencia de en La Granja, volvían a estar presentes los estudios en la vida diaria de los infantes. El conde de Grove, veterano general de Brigada y antiguo profesor del rey, a quien éste llamaba afectuosamente «abuelito», era el director de estudios de los chicos, encargado de establecer el programa que les hacía cumplir a rajatabla.

Antes de ir a la playa del Sardinero, don Jaime y sus hermanos tenían una hora de clase y otra de estudio. En el Sardinero disponían de un espacio reservado y de una caseta con catorce cabinas para los reyes, los infantes y sus invitados. Les encantaba corretear por la arena y tomar un baño; también disfrutaban buscando cangrejos por las rocas de la costa frente a la Magdalena.

Don Jaime aprendió allí a dar las primeras brazadas y pronto se convirtió en un consumado nadador. Pero eso no significaba que a veces no tuviese pereza para tomar un baño, sobre todo cuando el cielo estaba encapotado y soplaba una brisa fresca. Un día, mientras acompañaba a su padre a bordo de un balandro, al rey pareció importarle bien poco que el tiempo fuese desapacible. En un arranque de voluntad, Alfonso XIII se lanzó al mar vestido con chaqueta azul de franela, pantalones, zapatos blancos y gorra de marinero. A don Jaime no le quedó otro remedio que seguir su ejemplo de reciedumbre.

En Santander almorzaban alrededor de la una y dormían luego la siesta hasta las tres y media de la tarde. Al despertar, recibían otra hora de clase y paseaban después en coche por la ciudad y sus alrededores hasta las siete de la tarde, más o menos, en que iban a saludar a sus padres.

La cena se servía pronto, y minutos después se acostaban. La vida allí, igual que en Madrid, estaba milimétricamente organizada; aunque en Santander, los chicos gozaban de mayor libertad.

A don Jaime le encantaban las excursiones, cuanto más largas, mejor. Casi todos los veranos visitaban las cuevas de Altamira, el pintoresco pueblo de Santillana del Mar, o iban a rezar al Cristo de Limpias.

El deporte formaba parte esencial de sus vidas. Por las tardes, los chavales solían jugar al tenis. El equipo de los «segovianos» (integrado por Beatriz y Jaime) se batía contra el de los «madrileños» (compuesto por Alfonso y María Cristina). Don Jaime se jactaba de que su equipo ganaba casi siempre.

San Sebastián, tras las estancias en La Granja y Santander, constituía la recta final de las vacaciones. A don Jaime le gustaba especialmente veranear en la capital donostiarra porque podía disfrutar de la compañía de su abuela, que disponía de una zona privada muy extensa y de una caseta en la playa de La Concha, a la que se podía bajar en un pequeño funicular que hacía las delicias de los niños. Igual que los helados que la reina compraba a sus nietos en la pastelería Casa Garibay, antes de almorzar.

En cuestión de pastelerías y salones de té, María Cristina no tenía quien le hiciese sombra.Algunas tardes llevaba a sus nietos más lejos a merendar, como a la chocolatería Elgorriaga, en Irún, cuyas exquisiteces justificaban por sí solas el largo desplazamiento hasta allí.

Don Jaime descubrió en San Sebastián los partidos de pelota y las regatas de traineras.A pelota y a pala jugaría mucho, años después, con sus hermanos y amigos bajo la supervisión del célebre pelotari Irigoyen.

Les sobraba tiempo para hacer diabluras. Una tarde, don Jaime y su hermano Alfonso tuvieron la genial idea de entrar en una tienda de pirotecnia, acompañados de uno de sus profesores. Los chavales estaban encaprichados con unas «tracas japonesas» y otros pequeños fuegos de artificio que pretendían encender en el jardín de Miramar. Aprovechando un descuido del profesor, introdujeron también un gran petardo en la bolsa.

De regreso en palacio, se dirigieron rápidamente a su cuarto para prender fuego al petardo y arrojarlo por la ventana. Estaban encantados con su travesura. Instantes después, el petardo estalló con un enorme estruendo. Ellos se asustaron al principio, lo mismo que la reina María Cristina, aunque el más impresionado resultó ser el conde de Grove, lo cual divirtió enormemente a los chicos.

En palacio se armó un gran revuelo. Los soldados de la guardia corrían de un lado al otro del jardín intentando descubrir al autor del presunto atentando terrorista. Temerosos de lo que pudiera ocurrirles,Alfonso y Jaime se encerraron en la habitación sin atreverse a salir. Poco después, su padre entraba en el cuarto para interrogarles sobre lo sucedido. Don Jaime acabó confesando su culpa y,para su sorpresa, el rey le sonrió restando importancia a su diablura.

La reina María Cristina perdonó también a sus nietos, y el rey levantó a don Jaime el castigo impuesto por el conde de Grove de no salir a la calle durante unos días.

En octubre, la Familia Real volvía a la rutina en el madrileño palacio de Oriente. Los infantes alternaban estudio y deporte, y tenían tiempo también para sus distracciones. Don Jaime cambió enseguida las tardes de circo por las de toros. Era ya un adolescente, que a los quince años asistía a su primera corrida de Beneficencia cuando aún no existía la plaza de toros de las Ventas, inaugurada tras proclamarse la República.

Hacía escasos años que la rivalidad entre José Gómez Ortega, Joselito, y Belmonte rendía al toreo una de sus épocas doradas. La muerte del maestro Joselito en la plaza de Talavera de la Reina, el fatídico año de 1920, movió al insigne escultor Mariano Benlliure a erigir un monumento que cobijase los restos del diestro en el cementerio.

La reina Victoria Eugenia visitó el taller de Benlliure para contemplar la obra de arte en la que un grupo de gitanos, fundido en bronce, contrastaba con el mármol blanco de Carrara en el rostro del torero, que era portado a hombros envuelto en un sudario.

Alfonso XIII se acercaría en 1930 al cementerio para admirar detenidamente esa maravilla de mausoleo.

Cumplir los dieciséis años significó para don Jaime la mayoría de edad dinástica. El mismo día de su celebración, el rey le presentó oficialmente ante las autoridades durante una fiesta en palacio. Era la primera vez en su vida que vestía el uniforme de maestrante de Sevilla mientras asistía a misa en capilla pública.

Desde aquel día gozó de mayor libertad de movimientos. Iba con frecuencia a jugar al golf en el club Puerta de Hierro,y otras veces se escapaba con sus amigos al centro de Madrid para almorzar en el reservado de algún restaurante, o tomar copas en cafés donde su presencia pasaba casi inadvertida.

En palacio, don Jaime convivía más estrechamente con su hermano Alfonso, un año mayor que él. El príncipe de Asturias había nacido el 10 de mayo de 1907 tras un penoso parto que duró doce horas y dejó exhausta a la reina en su lecho. «Alfonsito», como le llamaban en familia, pronto estuvo limitado para saltar, correr y jugar como sus hermanos. Al principio se mostraba siempre alegre y extravertido; pero luego comenzó a sentirse enfermo como consecuencia de una caída tras bajar precipitadamente del coche para entrar en palacio por la Puerta Incógnita. Sucedió una tarde de octubre de 1920. Desde entonces, el príncipe de Asturias ya nunca más estuvo sano. Sufría frecuentes recaídas, especialmente en otoño e invierno, y su carácter se agrió, volviéndose huraño y receloso, lo cual, como era lógico, repercutió negativamente en la relación con su hermano Jaime; aunque ambos jamás dejaron de adorarse.

Siendo un adolescente,Alfonso tenía las piernas salpicadas de varices, como gruesas lombrices, que le causaban fuertes dolores y molestias; le operaron dos veces, pero con escaso éxito. Poco a poco fue apartándose de la vida oficial, hasta que su hermano Jaime le sustituyó en la práctica como príncipe de Asturias.

Alfonso encontró en el doctor Carlos Elósegui un verdadero ángel de la guarda. Éste era un estudiante vasco de hematología, discípulo del célebre doctor Pittaluga, de quien había recibido el encargo de ocuparse de varios enfermos hemofílicos en la policlínica de la Facultad de Medicina de Madrid.

Pronto se dio a conocer como un médico humanitario y cariñoso con sus pacientes, y sus resultados científicos rebasaron el ámbito meramente hospitalario. En vista de su creciente fama, Alfonso XIII le invitó en la primavera de 1925 a que reconociese a su hijo Alfonso y se hiciese cargo de su tratamiento.

Elósegui cursaba entonces el último año de carrera y era casi de la misma edad que Alfonso, lo cual facilitó la amistad entre médico y paciente, que convivieron largo tiempo en El Pardo, La Granja y Madrid.

Con veinte años, el príncipe de Asturias era un hombre apuesto, a quien sólo su enfermedad le impedía figurar en las quinielas casaderas de la corte europea. Era distinto a los demás: alejado de la diversión y los placeres propios de su edad, no iba a fiestas, tampoco bailaba, ni siquiera hacía esfuerzos por saltar o correr. Pero un día, el destino quiso que la princesa Ileana irrumpiera en su vida.

Fue en la primavera de 1929, cuando la reina María de Rumanía, viuda del rey Fernando 1, visitó Madrid acompañada de su hija Ileana; era ésta una hermosa muchacha de veinte años, espigada y con una profunda mirada azul.

El príncipe de Asturias se enamoró de ella nada más verla, y le pidió que se casase con él. Alfonso XIII y Victoria Eugenia estaban encantados con la posibilidad de que su primogénito contrajera matrimonio; y sus fundadas razones tenían: Ileana era una chica abnegada, siempre volcada en los demás.

Pero el compromiso matrimonial jamás se hizo público. La explicación de ese misterioso silencio se halló un día en los Archivos Reales de Rumanía, en Bucarest, donde se conserva una estremecedora carta de la reina María, en la que ésta manifiesta que el comportamiento del rey Alfonso XIII con las mujeres era un gran obstáculo para la celebración de la boda.

La carta, desde luego, era de las que dejan huella:

El rey español -escribió la soberana- se interesa por todas las mujeres nuevas que conoce, y luego se las arregla para declarar que son ellas quienes se arrojan a sus pies. Una nuera bonita, esposa de un hijo incapacitado, no estaría segura a su lado.

Como digno Borbón, don Jaime tuvo también el primer gran amor de su vida: Blanca de Borbón y León, descendiente de una rama morganática de la Casa Real, la de los duques de Sevilla, le sorbió el seso sin que el joven apenas se diese cuenta.

Era una mujer buena, guapa... y rubia, que trataba a don Jaime con un afecto casi maternal, con una ternura que el enamorado, sordomudo, agradecía infinitamente. Pronto se convirtieron en disciplinados novios que se carteaban con regularidad. Pero a la seductora calma sobrevino, inesperadamente, la más díscola tempestad; bastó un simple comentario del conde de Grove al rey para que éste se opusiese radicalmente al noviazgo.

¿Qué le dijo el noble súbdito al monarca? Tan sólo que doña Blanca era diez años mayor que su hijo.Ahí acabó todo... o casi, dado que los novios, fascinados por lo prohibido, hicieron lo indecible para verse a solas en fiestas y reuniones sociales. Pero su tenacidad duró poco. La pareja, resignada al final, rompió de mutuo acuerdo su relación. Blanca de Borbón se desposaría en 1929 con Luis Figueroa, segundo conde de Romanones.

Don Jaime halló pronto un recambio sentimental. Se llamabaVictoria y era una de las hijas del marqués de Benicarló. La conoció en Madrid, donde la chica residía habitualmente dado que su padre era gentilhombre de cámara con ejercicio y servidumbre, y solía ir con frecuencia a palacio.

La relación formal empezó en realidad en septiembre de 1929, cuando don Jaime acompañó al general Miguel Primo de Rivera a Valencia. Allí pudo visitar a Victoria en su casa, y coincidir con ella en algunas fiestas organizadas con motivo de su viaje. Esta vez fue un hecho ajeno a la familia el que puso fin a la relación: la repentina proclamación de la República.

Antes de salir de España, el infante entregó al marqués de Benicarló una carta para su hija, aprovechando que éste había acudido a Irún para despedirse de la Familia Real. Eran las últimas líneas afec tuosas de un joven enamorado, consciente de que el exilio se interponía sin remedio entre él y su novia.

La madrugada del jueves 16 de abril de 1931, el tren que conducía a la reina y a sus hijos fuera de España llegó a la estación de Burdeos.

Don Jaime había vencido el sueño fumando incesantemente, o saliendo al pasillo mientras le asaltaban lejanos recuerdos de su patria. La acogida en la ciudad francesa fue menos entusiasta que en las Vascongadas. Sin duda, por lo avanzado de la hora; pero aun así, las autoridades acudieron allí para dar la bienvenida a los insignes exiliados.

Las siguientes paradas, enAngulema y Poitiers, obligaron al infante a interrumpir su duermevela. En Angulema tuvo que bajar al andén para corresponder a los saludos oficiales y a los vítores de varios grupos de españoles desplazados hasta allí; en Poitiers, recibió en el vagón a las autoridades. Cuando el tren partió de esta última estación, don Jaime, agotado, se entregó al sueño unas horas antes de llegar a París.

El recibimiento en la capital francesa fue cordial. Junto al presidente del Consejo municipal, el gobernador militar y un representante del Ministerio de Asuntos Exteriores, se hallaba el prefecto de Policía, Chiappe, que era un seguidor incondicional de la monarquía española.

El embajador Quiñones de León y buena parte del personal de la legación española aguardaban también a la Familia Real.

Quiñones acompañó a la reina y a sus hijos hasta el hotel Meurice, situado frente a la estación, al otro lado del Sena y de las Tullerías.

Una vez allí, recibieron la llamada del rey desde Marsella, anunciándoles que aquella misma noche llegaría a París.

El Cate d'Azur Express, a bordo del cual viajaba Alfonso XIII desde Marsella, entró en la estación de Dijon a las siete y diez de la tarde. El rey rehusó hablar con los periodistas que le acechaban a su llegada. La consigna era terminante: nada de declaraciones, mientras se prohibía la entrada al departamento del monarca.

En Laroche, penúltima estación antes de París, los periodistas intentaron invadir de nuevo los vagones. El rey recibió allí al duque de Alba, al embajador Quiñones de León y al vizconde de Casa Aguilar.

Poco después de las once de la noche, el tren hacía su entrada en la estación de Lyon, donde el monarca fue agasajado por un grupo de españoles y franceses, entre ellos el mariscal Pétain.

La presencia de la Familia Real en París inquietó, sin embargo, a la infanta Eulalia, que al enterarse de que sus parientes tenían previsto instalarse en la capital francesa, donde ella residía, no pudo más que exclamar: «¡Dios mío! ¡Ahora se me mete aquí toda la familia!».

El jueves 16, en efecto, llegó la reinaVictoria Eugenia con sus hijos y, horas después, lo hizo don Alfonso XIII, a quienes se unirían, al cabo de unos días, don Juan y su tía la infanta Isabel, la Chata.

Pero poco iba a durarle su preocupación a la infanta Eulalia, dado que una ley vigente durante la Tercera República francesa establecía que los miembros de las familias reales europeas, reinantes o destronadas, no podían elegir domicilio en Francia a menos de sesenta kilómetros de la residencia habitual del jefe del Estado.Y el hotel Meurice, donde se alojaba temporalmente la Familia Real, se encontraba apenas a un kilómetro del palacio del Elíseo.

La Familia Real buscó entonces otro lugar para instalarse y encontró pronto el hotel Savoy, en Fontainebleau, aunque Alfonso XIII conservó un gabinete y un salón en el Meurice, a donde iba dos veces por semana para celebrar audiencias.

En el hotel Savoy se consumó precisamente la ruptura del matrimonio real, herido de muerte tras las primeras infidelidades del rey a los pocos días de su boda.

Curiosamente, Alfonso XIII entró una tarde en la habitación que ocupaba la reina para exigirle, encarecidamente, que pusiese fin a su relación con dos de sus mejores amigos, los duques de Lécera.

La verdad era queVictoria Eugenia ninguna razón tenía para romper con Jainie y Rosario Lécera,por más que Alfonso XIII diera pábu lo a los infundios, según los cuales la duquesa estaba enamorada de la reina y ésta mantenía a su vez un romance con el duque.

Victoria Eugenia no podía dar crédito a la escena que le montaba su marido, inexplicablemente celoso.Aguardó pacientemente a que terminase de hablar y cuando el rey la puso entre la espada y la pared para que eligiera entre él o los duques de Lécera, ella no titubeó: «Les elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara».

La reina explotó tras las terribles desilusiones y traiciones que sufría por parte de su esposo prácticamente desde el inicio de su matrimonio.

No en vano, el mismo año de su enlace conVictoria Eugenia, don Alfonso XIII fue padre por primera vez.Y Victoria Eugenia no era precisamente la madre de la criatura. El hijo ilegítimo del rey se llamaba Roger deVilmorin y guardaba un asombroso parecido con él.

La madre, Mélanie deVilmorin (Mélanie de Dortan, de soltera), estaba considerada como una de las mujeres más hermosas de Europa. Se había casado a principios de siglo con el multimillonario Philippe Vilmorin y vivía con él en el castillo francés de Verriéres, lugar de cita obligado de la gente de más alta alcurnia de su tiempo.

Don Alfonso se quedó enseguida prendado de la gran belleza de la mujer y, al contrario de lo que sucedió con otros tres hijos bastardos suyos,jamás se refirió a Roger deVilmorin ni trató de asegurarle un futuro económico, tal vez por ser consciente de la fortuna que manejaba el marido de Mélanie.

Esa circunstancia no impidió que existiese una buena amistad entre el monarca y su amante, que se mantuvo hasta la muerte de ésta, en 1937.

Otra bella mujer, Beatrice Noon, reemplazó a Mélanie de Vilmorin como amante del rey. Nacida en Escocia, pero de ascendencia irlandesa, la Noon era miembro de la servidumbre del palacio Real de Madrid como institutriz de los infantes, a quienes impartía también clases de piano.

Alfonso XIII, con su insaciable apetito sexual, acabó dejándola embarazada también a ella. Para evitar el escándalo, Beatrice Noon fue expulsada de la corte y dio a luz en París a una niña, en 1916. Era la viva imagen de su padre, y se la apellidó Milán (el rey de España conservaba el ducado de Milán entre sus títulos históricos) para evi tar que con sólo el apellido materno se pusiese en evidencia la deshonra del monarca y de la institutriz.

El rey sentía predilección por su segunda hija natural, Juana Alfonsa Milán, como recordaba su íntimo amigo, el periodista Ramón de Franch:

Ya en el exilio, en 1940, el rey se paseaba por Ginebra del bracete de una joven, y la gente dio en pensar que era una nueva amante, cuando lo cierto es que era su estampa. Joven, rubia, algo coqueta y muy elegante, lleva con garbo de princesa la ilegitimidad de su origen.'

De JuanaAlfonsa Milán se ocupó durante muchos años el que fue embajador español en París durante la monarquía, el siempre fiel Quiñones de León, hasta que la j oven se casó y se trasladó a vivir a Madrid, donde murió en 2005.

Pero, sin duda, el gran amor de Alfonso XIII (además, por supuesto, de doña Victoria Eugenia, de la cual se enamoró perdidamente al conocerla) fue la popular actriz Carmen Ruiz Moragas, a la que empezó a tratar en los años veinte. Carmen estaba separada del célebre torero Rodolfo Gaona, y con ella el rey tuvo otros dos hijos naturales: María Teresa, nacida en 1926 y fallecida ya, y Leandro Alfonso, que vino al mundo en 1929.

Leandro Alfonso vive hoy en Madrid y ha sido reconocido como hijo ilegítimo de Alfonso XIII, pudiéndose apellidar Borbón con todas las de la ley.

El monarca instaló a la actriz en un lujoso chalé madrileño, justo donde la avenida de la Reina Victoria desciende a la Ciudad Universitaria por la avenida de la Moncloa.Alli la visitó asiduamente hasta que no tuvo más remedio que abandonar España tras proclamarse la República.

La relación extramatrimonial llegó enseguida a oídos de la reina, como también los rumores de que los dos hijos sanos del rey con la actriz podían constituir una prueba para la nulidad matrimonial, una vez demostrado así que la hemofilia era una tara atribuible aVictoria Eugenia.

La reina sospechó enseguida que la posibilidad de una anulación eclesiástica, e incluso el romance de su marido, se debían a la nociva influencia del marqués de Viana, su principal enemigo en la corte. Sin dudarlo, le mandó llamar para decirle muy severamente, en el ocaso ya de la dictadura de Primo de Rivera:

-No está en mi mano castigarle como usted merece. Sólo Dios puede hacerlo. Su escarmiento tendrá que esperar hasta que usted esté en el otro mundo.

Fue tal la impresión que le produjo al marqués deViana esta especie de maldición de la reina, que sufrió un desmayo a su salida de palacio, y aquella misma noche falleció.

A su llegada a París, don Juan despejó su futuro inmediato. Preguntado por su padre, respondió muy seguro que deseaba acabar la carrera de Marina.

-Pues voy a ir a Inglaterra, a ver si Jorge V te mete en la Marina inglesa -le dijo el rey.

Poco después, un telegrama de Alfonso XIII obligó al hijo a trasladarse sin demora a Londres; en el hotel Claridge, el monarca le comunicó el resultado positivo de sus gestiones, y don Juan ingresó en la Escuela Naval de Darmouth.

A cientos de leguas de allí, sus hermanos se adaptaban sin grandes complicaciones a la apacible vida en Fontainebleau, excepto el príncipe de Asturias, obligado por su grave enfermedad a ingresar en una clínica del barrio de Neuilly, acompañado por su fiel doctor Elósegui y por un enfermero.

Sus padres acudían a verle allí una o dos veces por semana.

Entre tanto, don Jaime jugaba con sus hermanos al tenis y al golf, y daba largos paseos por el bosque a caballo. En una de esas travesías, tras internarse en la espesa arboleda, descubrió el pequeño pueblo de Barbizón, cuyo intenso colorido proporcionó espléndidos paisajes al óleo a los pintores de la célebre Escuela de Barbizón, que tanto influirían luego en los impresionistas.

Pero en Barbizón no había sólo ilustres pintores. Don Jaime conoció a numerosos turistas y curiosos. Uno de éstos era un americano rollizo llamado Alf, que había combatido como voluntario en la Primera Guerra Mundial y acabó estableciéndose, fascinado por el entorno, en el bosque de Fontainebleau. Alf regentaba una cafetería en Barbizón y jamás pedía a sus clientes la misma cantidad por una consumición. A la hora de cobrar, redondeaba siempre el precio al alza... o a la baja; dependía de si estuviera ebrio o no. Los clientes como don Jaime estaban de suerte si el inefable Alf había bebido más de la cuenta, en cuyo caso las rondas les salían más baratas. Pero eso sucedía de modo excepcional.

En Fontainebleau, don Jaime aprovechó para perfeccionar su francés en el Collége SaintJacques de París, una institución especial para sordomudos instalada en un adusto edificio de la calle Cherche-Midi, en la que el joven recibía tres horas semanales de clase.

Había un serio inconveniente: el colegio estaba demasiado lejos de su casa, y el alumno tenía que madrugar para coger el tren que llegaba a París a las nueve y media de la mañana, para luego, desde la estación de Lyon, tomar un autobús hasta la escuela.

En Fontainebleau fue donde el infante se concienció más del aislamiento en que le sumía su sordomudez, y buscó refugio en los libros. Pero, al final, su recurso a la lectura acabó convirtiéndose en un hábito que practicaba con gran complacencia. La historia le apasionaba. Uno de los libros que más le impresionaron fue Le roí, de Funk-Brentano, obra en la que la monarquía francesa aparecía, a su juicio, fielmente reflejada a través de sus vicisitudes históricas. Su autor mostraba hasta qué punto la casa de Francia era una realidad histórica, política, humana, originaria de la nación, y protectora de los intereses de la comunidad. La misma casa de Francia cuya corona reivindicaría don Jaime durante gran parte de su vida, auspiciado por una corte de legitimistas que le reconocerían de modo entusiasta como el primogénito de los Borbones.

Fue en Fontainebleau también donde el infante dio el paso dinástico más trascendental de su vida, alejándose irremediablemente de la Corona de España; una decisión precipitada de la que se arrepentiría el resto de su vida.

Tan sólo diez días antes, su hermano mayor Alfonso había sido el primero en cruzar para siempre aquel decisivo umbral.