lfonso XIII fue un monarca inmensamente rico, que inició su fortuna particular con el producto de la Lista Civil que le correspondía como heredero de la Corona desde el mismo año de su nacimiento -1886- hasta 1902.

Durante esos tres lustros fue acumulando las quinientas mil pesetas que le asignaba cada año el Estado. Así, en diciembre de 1902, su Caja Particular arrojaba un saldo de casi nueve millones de pesetas que el monarca llegaría prácticamente a triplicar en 1931, mereciendo pasar a la historia como un auténtico «hombre de negocios», en palabras de Guillermo Gortázar.'

Singular importancia tuvo en la gestación de su fortuna la herencia recibida de su madre la reina María Cristina -9.363.367 pesetas-, que sumada a la que percibió de su padre Alfonso XII y de su abuela Isabel II, representaba más de once millones de pesetas en valores mobiliarios y casi otros siete millones en inmuebles.

Contra lo que pudiera pensarse, Alfonso XIII no fue un terrateniente, a diferencia de otros monarcas europeos. No poseía tierras, al contrario que la Familia Real británica, el emperador de Alemania o el zar de Rusia, que fueron los mayores latifundistas en sus países respectivos.

Su fortuna estaba compuesta por acciones en empresas muy diversas y por los palacios de Miramar en San Sebastián, La Magdalena, y Pedralbes. El primero procedía de las inversiones realizadas por su madre, la reina María Cristina; los otros dos fueron sendas donaciones al monarca de los municipios de Santander y Barcelona. También recibió el rey del ayuntamiento pontevedrés de Carril la isla de Cortegada a fin de levantar allí su palacio de verano, cosa que nunca hizo.

A estas propiedades inmobiliarias, el rey sumó las adquisiciones de dos caseríos en Ollo (Navarra) y Amasorrain (Guipúzcoa), y unas tierras para la cría caballar conocidas por Lore-Toki, en las proximidades del hipódromo de Lasarte.

Ése era todo su patrimonio personal, que en 1931, cuando la Familia Real partió hacia el exilio, superaba los treinta y dos millones de pesetas, que equivaldrían hoy a más de diez mil millones de las ya antiguas pesetas. Una cantidad, sin duda, muy considerable para un monarca español que supo administrar con acierto casi todos sus recursos. Prueba de ello es que sus cuentas bancarias y sus acciones en empresas le reportaron más de veinticinco millones de pesetas de beneficio, la mitad de sus ingresos.

El acierto en la gestión de su patrimonio personal se debió a diversos factores que Guillermo Gortázar, en un concienzudo estudio sobre los negocios del monarca, señalaba certeramente. Al principio, las acciones, obligaciones y bonos en poder del rey estuvieron en su mayor parte depositados en bancos de Londres y París, cuya rentabilidad se redujo durante la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, a partir de 1918, el soberano reorientó sus inversiones hacia empresas de alta rentabilidad como Hispano-Suiza, Metro o Trasmediterránea, mientras los valores extranjeros recuperaban sus ganancias al término de la guerra.

Alfonso XIII supo aprovechar también, igual que otros hombres de negocios, el ciclo de bonanza económica de los años veinte; desde entonces, redujo paulatinamente sus inversiones en valores internacionales y fue haciendo acopio de acciones españolas, hasta que éstas llegaron a representar los dos tercios de su cartera.

Además de su fortuna personal, cifrada en más de diez mil millones de las antiguas pesetas, el monarca se ocupó del capital de la reinaVictoria Eugenia, que en 1931 superaba los dos millones de pesetas en metálico y valores; también gestionó la fortuna de los infantes, que sumaba casi veintitrés millones de pesetas, que equivaldrían en la actualidad a unos siete mil millones de las antiguas pesetas.

La Familia Real disponía así de una fortuna considerable cuando se proclamó la República, el 14 de abril de 1931.

El día 25, la Presidencia del Gobierno provisional prohibió la venta de toda clase de bienes por parte del rey y sus familiares dentro del cuarto grado de consanguinidad. El 13 de mayo, otro decreto dispuso la incautación de todos los bienes de la Familia Real.

La República embargó la mayor parte de esa cantidad al rey; lo mismo hizo con los palacios de La Magdalena, Miramar y Pedralbes, y con la isla de Cortegada, en la ría de Arousa.

Pero al término de la Guerra Civil, Franco devolvió oficialmente a la Familia Real las propiedades incautadas por la República que, muchos años después de la muerte de Alfonso XIII, pasaron al control de don Juan de Borbón, no sin las airadas protestas de su hermano don Jaime y del hijo de éste, Alfonso de Borbón Dampierre, quien recriminó a su tío «haberse quedado con todo».'

Durante su exilio, Franco ayudó económicamente a la reinaVictoria Eugenia. Mediante un decreto-ley de 2 de diciembre de 1955 («Dotación de la Reina Victoria Eugenia»), el Caudillo le asignó una pensión de doscientas cincuenta mil pesetas anuales a cargo de los Presupuestos del Estado, cantidad que elevaría después hasta setecientas cincuenta mil.

Es evidente que Alfonso XIII jamás recuperó el dinero depositado en bancos españoles, pero sí pudo disponer durante su exilio del que tenía a buen recaudo en bancos extranjeros, especialmente en Suiza y Londres. Desde que abandonó España, hasta su muerte, la fortuna del rey se vio disminuida sensiblemente por los gastos que debió soportar para mantener a su familia, primero en París y luego en Roma y Suiza. Sólo las bodas de sus tres hijos -Beatriz, Jaime y Juan-, celebradas el mismo año, supusieron un quebranto para sus finanzas.

De todas formas, el rey recuperó sus inmuebles al concluir la Guerra Civil y conservó una parte importante de sus ahorros.A su fallecimiento, la herencia legada a sus hijos era importante; tanto, que su hijo ilegítimo Leandro de Borbón, fruto de la relación del monarca con la popular actriz Carmen Ruiz Moragas, me comentaba en cierta ocasión: «Yo he tenido en mis manos el cuaderno particional, donde se valora el patrimonio, a precios de entonces, entre dieciséis y dieciocho millones de pesetas, incluyendo posesiones, valores y otros bienes».

Significaba eso que, a su muerte, el soberano conservaba más o menos la mitad del patrimonio que tenía al abandonar España; es decir, poco menos de cinco mil millones de las antiguas pesetas.

Pese a ello, su hijo Jaime pasó verdaderos apuros económicos. Fallecido Alfonso XIII, el gran beneficiario de la herencia fue su heredero Juan. De acuerdo a la ley española, un tercio de la masa hereditaria fue a parar a los descendientes directos, es decir, se repartió entre los cuatro hijos supervivientes del monarca: Jaime, Juan, Beatriz y María Cristina; otro tercio se destinó a los parientes más alejados, dejándose a la libre disposición del testador el último tercio.

El conde de Barcelona recibió su parte correspondiente del primer tercio, es decir, un cuarto, y se hizo acreedor del tercer tercio por voluntad del rey. De modo que su hermano Jaime, así como sus dos hermanas, no recibió más que un cuarto del primer tercio.

Muchos años después, siendo Alfonso de Borbón Dampierre embajador de España en Estocolmo, recibió la visita de su tía María Cristina, la cual le confesó que el rey había cometido una gran injusticia con su padre al favorecer en exceso a don Juan en su testamento; admitió María Cristina que el rey debería haber dejado en mejor posición económica a don Jaime que a su hermana Beatriz e incluso que a ella misma, sobre todo después de las promesas que le había hecho para que renunciara al trono de España.

Los albaceas del difunto rey, Quiñones de León y el conde de los Andes, dieron fe de la repartición, aprobada por los representantes legales de los herederos, incluido el de don Jaime.

El ejecutor testamentario fue el propio don Juan, quien a partir de 1944 confió la administración de la herencia al conde de Aybar. Fue éste el encargado de transferir dinero a don Jaime mientras éste se hallaba en Suiza, pero jamás nadie le presentó las cuentas.

Llegó un momento en el que don Jaime apenas tuvo dinero para vivir. Su esposa, Carlota Tiedemann, le empujó a gastar mucho más de lo necesario: mantenimiento de Villa Segovia en Rueil-Malmaison, habitaciones en hoteles de lujo, salidas nocturnas a cenar y disfrutar de espectáculos de moda, honorarios de asesoramiento a Guido Orlando, joyas, vestidos, viajes... Hasta que el infante no pudo resistir ya sólo con sus rentas y hubo que pensar en conseguir dinero como fuera.

Fue entonces cuando don Jaime habló con su apoderado en Madrid, Joaquín Plaza, para que reclamase al conde de Aybar, tesorero de don Juan, la última entrega de 34.151 pesetas que arrojaba el saldo de su cuenta a fecha 30 de abril de 1953, cuyo administrador era el propio conde de Aybar. Pero éste ni siquiera le transfirió esa cantidad, aduciendo que debía retenerla para afrontar los gastos administrativos de la participación de don Jaime en los palacios de La Magdalena y Miramar, así como en la isla de Cortegada.

Sin aguzar demasiado el ingenio, Carlota Tiedemann y Alderete repararon en la parte proindivisa del testamento de Alfonso XIII que aún no había cobrado su heredero Jaime. En una cláusula testamentaria se especificaba que si los bienes que correspondían a don Jaime «no habían dejado de ser proindivisos» (es decir, no se habían dividido entre los herederos) hasta una restauración monárquica en favor de don Juan, éste dispondría de un plazo de tres años para comprar su parte a cada uno de los coherederos en condiciones pactadas.

Era evidente que, dada su delicada situación económica, don Jaime no estaba dispuesto a esperar a que esa hipotética «coronación» se produjera. Ramón Alderete visitó así a Quiñones de León para proponerle la cesión amistosa de la parte de don Jaime en los bienes que aún no habían sido repartidos. Pero el embajador se negó a informar sobre las intenciones del infante al resto de los miembros de la Familia Real, en vista de lo cual Alderete no tuvo más remedio que viajar a Madrid para entrevistarse personalmente con el conde de Aybar, quien, lo mismo que Quiñones de León, objetó que el plan de don Jaime suponía incumplir el deseo del rey.

El infante no se dio por vencido, y Alderete viajó de nuevo a Madrid para convencer al tesorero de don Juan de la acuciante situación de su señor. Fue entonces cuando el conde de Aybar propuso la entrega de casi seiscientas mil pesetas a cambio de la participación de don Jaime en la herencia, que valoró del siguiente modo:

A continuación, el conde de Aybar calculó el precio que debía pagarse a don Jaime por su participación en los inmuebles, de acuerdo con el líquido imponible que Hacienda tenía estipulado a efectos contributivos en el momento de realizarse la compraventa, es decir, en 1953; acto seguido, capitalizó la cantidad resultante al 4 por ciento para obtener finalmente el dinero que debía entregarse a don Jaime por sus bienes:

La oferta no satisfizo al entorno de don Jaime, que la consideró «leonina».Alderete regresó a París y la «corte» del infante puso en marcha los resortes contemplados en el Código Civil para hacer valer los derechos en las herencias proindivisas. El primer paso consistió en remitir un requerimiento notarial al resto de los copartícipes (doña Victoria Eugenia, don Juan, doña Beatriz y doña María Cristina), en el cual se detallaba la propuesta de don Jaime.

En cuanto los documentos estuvieron listos,Alderete fue personalmente a entregárselos al cónsul general de España en París, el 26 de julio de 1957, para que éste los hiciese llegar a su vez a cada uno de los coherederos.

Las cartas remitidas a los cuatro copartícipes eran exactamente iguales, y en ellas don Jaime exigía el pago de veinte millones de pesetas por su participación en los inmuebles bajo la amenaza de emprender acciones judiciales y desatar el escándalo, algo a lo que siempre se había opuesto la Familia Real:

La situación agobiadora en que me encuentro me coloca en la penosa necesidad de dirigirte la presente carta notarial por conducto del cónsul de España. He resistido hasta el límite, pero ya no me es posible continuar por más tiempo en esta situación, manteniendo mi coparticipación en los bienes. Por consiguiente me veo precisado a comunicarte al mismo tiempo que lo hago a los demás copartícipes, que he tomado la decisión irrevocable de cesar a partir de este instante en la proindivisión de dichos bienes. Te ruego que en plazo improrrogable de tres meses tomes con los demás copartícipes las oportunas medidas para que en este lapso de tiempo dejemos ultimado este enojoso asunto y podamos firmar la escritura de venta de mi parte en la cantidad que estimo como mínima de veinte millones de pesetas, suma que es desde luego muy inferior al valor real de mi participación. Pero cumplo también el deber de prevenirte de que si transcurre el plazo fijado sin haberme resuelto este asunto, me veré en el doloroso trance de ejercitar mis derechos por vía judicial, solicitando del juez competente que decrete la venta en pública subasta de los bienes inmuebles que poseemos proindiviso en España.'

Al mismo tiempo, don Jaime corroboraba su desesperada situación en una carta a Franco, en la que le informaba de la oferta «leonina» recibida del conde de Aybar, así como de los requerimientos notariales cursados a su madre y sus hermanos. El infante reclamaba angustiosamente un acuerdo y, mientras éste se alcanzaba, pedía que el tesorero de su hermano Juan le hiciese llegar cincuenta mil pesetas mensuales para poder vivir:

Mi querido general:

Mi situación económica siendo cada día más angustiosa, pues tengo que retirar mensualmente las 50.000 pesetas que necesito para vivir del modestísimo capital que poseo, le expuse hace más de tres años a mi hermano Juan y demás copartícipes de la proindivisión de la herencia de mi padre el Rey don Alfonso XIII (q.e.p.d.) la necesidad para mí de salir de esta situación para poder vivir.

Copio después de haberme propuesto algo menos de 600.000 pesetas por mi parte y tras más de tres años de negociaciones no había conseguido ningún resultado concreto, el 26 de julio pasado dirigí a mi hermano y demás copartícipes un requerimiento notarial informándoles de que si en un plazo de tres meses no había intervenido entre nosotros el arreglo amistoso que ansío, me vería en la obligación de exigir la venta en pública subasta de los bienes inmuebles que constituyen la proindivisión, como lo prevé la Ley.

Cuatro días antes del cumplimiento del plazo que había concedido, intervino un representante de mi hermano, pidiéndome en su nombre que prorrogase el plazo, por un mes, asegurándome que entre tanto intervendría el acuerdo.

Copio tengo la impresión -justificada por muchos precedentes- de que una vez más mi hermano me quiere «torear» esperando arruinarme totalmente, esperando poder hacer de mí lo que se le antoje... mi secretario particular le ha informado al secretario particular de mi hermano que si para el día 7 de diciembre no ha intervenido el acuerdo amistoso definitivo que pido desde hace más de tres años, o no han ingresado en mi cuenta las 50.000 pesetas que exijo hasta la firma del acuerdo -que depende exclusivamente de ellosrecurriré a la vía judicial.'

Don Jaime se despedía de Franco, disculpándose:

Le ruego me dispense, mi querido General, de hablarle de estos problemas, en definitiva tan miserables, y de los cuales por lo demás le supongo informado, pues siempre he tenido al conde de Casa Rojas al tanto. Pero, sin pedirle que tome posición en tan lamentable proceso doméstico, lo hago porque Ud. como yo, mi querido General, pertenecemos a la Historia, y porque no quiero que mañana se pueda decir que el jefe del Estado Español, a quien tanto debemos todos, se ha enterado indirectamente de un problema que, por el origen de sus protagonistas, puede ser comentado en el mundo...

A esas alturas era ya un hecho consumado el gran deterioro que sufría la relación entre don Jaime y don Juan. Meses antes, el infante había escrito aquella estremecedora carta a su hermano en la que exigía una investigación judicial sobre la muerte accidental de su sobrino Alfonsito a manos de Juan Carlos; lo había hecho, sin duda, por hallarse varado. Si algo necesitaba él con urgencia era dinero, y su hermano no se lo daba.

Mientras recibió recursos, no tuvo problema en estampar su firma en los papeles que le daban para que ratificase a su hermano Juan como legítimo heredero al trono de España. Pero en cuanto se vio abandonado económicamente, surgieron las disputas dinásticas. Por eso el duque de Segovia concluyó aquella inoportuna e hiriente carta sembrando serias dudas sobre la recta actuación de su sobrino Juan Carlos: «No puedo aceptar que aspire al trono de España quien no ha sabido asumir sus responsabilidades», osó escribir.

El problema económico conducía así, una vez más, al descrédito dinástico.

Mientras se prolongaban las negociaciones familiares sobre el testamento de Alfonso XIII, sucedió un hecho que repercutió luego en el régimen económico del matrimonio Borbón-Tiedemann. En medio de los continuos altibajos que enturbiaban la relación, llegó de repen te el escándalo: al entrar un día en su alcoba, don Jaime sorprendió a su segunda esposa en la cama con un apuesto oriental que se hacía pasar por príncipe de Afganistán.

El triste suceso llegó a oídos de la embajada española en París, cuyo titular, el conde de Casa Rojas, envió enseguida a Madrid una nota «estrictamente confidencial», titulada «Penosa situación del infante don Jaime» y fechada el 18 de abril de 1958, en la que aseguraba que el duque de Segovia se hallaba «en una situación dramática grave, por la desconsideración de que es objeto en su propia casa».5

A continuación, Casa Rojas resumía el drama: «La señora que vive en su compañía [Carlota Tiedemann] aloja allí a un joven que se hace llamar Príncipe de Afganistán y al que el infante no se atreve a expulsar, atemorizado por los malos tratos que recibe de esta pareja que nada respeta».

Don Jaime, añadía el embajador, había enviado a su secretario Alderete a la legación española en busca de socorro. El diplomático le había transmitido luego al infante, a través de su secretario, las siguientes instrucciones:

1 °) Que había que convencer a los criados para que aplazasen su salida de la casa, a fin de no dejar a don Jaime totalmente desamparado; 2°) Que puesto que don Alfonso, el hijo de don Jaime, va a llegar el lunes, espero que su intervención sea provechosa antes de toda actuación mía; 3°) Que si soy requerido por don Alfonso, intervendré cerca de la policía a fin de que, por la fuerza, saque al supuesto príncipe de Afganistán y tome medidas para defender, incluso fisicamente, a don Jaime, que puede ser víctima ahora de cualquier desmán.

Casa Rojas concluía apesadumbrado su informe: «Lo más penoso de todo es que, al parecer, la casa en donde viven fue comprada a nombre de la señora protagonista del caso [Carlota Tiedemann] y que, según parece, añade a su infidelidad el escarnio».

Alertado por Alderete, el duque de Cádiz juzgó indigno que Carlota Tiedemann se beneficiase del dinero que pudiese recibir don Jaime de la herencia de su padre.

Tampoco estaba dispuesto a tolerar que la mujer infiel siguiese viviendo con su padre; por eso, según informaba Casa Rojas, «dejó todo preparado para que pudiera procederse a la expulsión de Francia de la señora [Carlota Tiedemann] que vive en compañía de don Jaime».

El consejero municipal y abogado en ejercicio, monsieur Castille, aseguró al embajador español que el prefecto de policía de París accedería a expulsar de Francia a Carlota Tiedemann si era requerido para ello. Pero Casa Rojas le hizo la siguiente observación: «Si don Jaime estaba realmente interesado por esta señora, lo más probable es que esta medida de expulsión no pusiera término a la relación de ambos, sino que se trasladase el problema de París a la ciudad en donde ella pasase a residir». Casa Rojas ponía el dedo en la llaga: la absoluta dependencia que don Jaime tenía de Carlota.

Pero la cuestión económica era muy distinta. Sin que Carlota lo supiese, el 19 de abrilAlderete viajó en tren a San Sebastián para cerrar allí un pacto, en nombre de don Jaime, con un representante de don Juan y otro del duque de Cádiz. El acuerdo perseguía que don Jaime cediese a su familia, representada por don Juan, su participación en los inmuebles de la herencia a cambio de una parte del palacio de Miramar. En el acta se estipulaba la cesión de esta participación en Miramar a los hijos de don Jaime, que se comprometían a venderla en las mejores condiciones posibles para asegurar a su padre una renta vitalicia.

Sin embargo, no fue hasta años después cuando don Jaime, presionado por los acreedores, se vio obligado a vender su participación en los inmuebles de la herencia a cambio de una cantidad de dinero que antes había considerado «leonina». Luego, para mantener esa suma a salvo de Carlota Tiedemann, la donó a sus hijos Alfonso y Gonzalo, que invirtieron el modesto capital en acciones a fin de que su padre pudiese vivir con el rendimiento de aquellos títulos. Pero las casi seiscientas mil pesetas obtenidas por la venta eran insu ficientes para procurarle una renta vitalicia. Fue necesario así recurrir a la suscripción de veinticinco Grandes de España, que aportaron entre todos doce millones y medio de pesetas al esquilmado bolsillo del infante. Gracias a esa contribución, invertida también en valores, don Jaime pudo obtener un rendimiento de novecientas mil pesetas anuales.

Pero, con todo y con eso, a finales de 1968 el dinero tampoco le llegaba para vivir. El año anterior había pedido un préstamo de quinientas mil pesetas al Banco Español de Crédito para pagar su Mercedes y afrontar algunas deudas.Y meses después cursaba un telegrama a Franco para que le autorizara otro crédito del Banco Exterior, donde trabajaba su hijo Alfonso.

El Caudillo se limitó a trasladar la petición al presidente del banco y éste, ante la urgencia del caso, optó por conceder a don Jaime un préstamo de trescientas mil pesetas, gracias al cual el moroso pudo pagar a su sastre y al dentista.

Con toda la razón del mundo,Alfonso de Borbón Dampierre trataba de convencer a su padre para que frenase su incontrolado tren de vida:

Hace tiempo -le escribía el 25 de noviembre de 1968- que he tratado de que comprendáis la necesidad de aquilatar vuestros gastos y, en lo posible, reducirlos, no porque quiero que viváis peor, pero sí porque la vida encarece y, por desgracia, las rentas no suben en comparación [...]. Por el amor de Dios, te ruego no gastéis niás de lo que recibís aunque sea a costa de sacrificios.6

Al mismo tiempo, consciente del alto poder adquisitivo existente en París, el duque de Cádiz solicitó a Franco que el Estado español ayudase a su padre, y lo mismo le pidió al entonces vicepresidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco.

Pero pasaron los años y la situación económica de don Jaime se hizo cada vez más angustiosa. El matrimonio no tuvo más remedio que abandonar la mansión de Rueil-Malmaison, incapaz de afrontar los gastos, instalándose en París, en un acogedor pinito situado en la Avenue Ingres, donde también residió, hasta su boda, la hija de Carlota, Helga Büchler, a la que el infante apreciaba mucho.

El conde de Casa Rojas informaba al Gobierno de Madrid sobre las vicisitudes que abrumaban entonces al duque de Segovia. En su despacho, que calificó de «muy reservado», y bajo el encabezamiento «Situación triste del infante don Jaime», daba cuenta esta vez de la venta del palacio de Rueil-Malmaison, y señalaba los tres frentes que acuciaban a sus maltrechas finanzas, aludiendo a una sentencia judicial que condenaba a don Jaime a pagar una fuerte indemnización por haber atropellado con su vehículo a un peatón en Italia, al que dejó inválido:

El infante don Jaime vendió su casa de Rueil-Malmaison por precio que ignoro y, según mi información, compró el piso en donde va a vivir en la Avenue Ingres n° 9. Ahora está haciendo obras para poner el piso en condiciones, y vive en la espera, a salto de mata de hotel en hotel.

En compañía de su secretario francés estuvo a visitarme en la mañana del sábado. Su secretario me explicó la penosa situación en que se encuentra el infante por varios motivos; en primer lugar, la partición de la herencia de su augusto padre, que se prolonga y no se liquida; después, el tormento de tres pleitos que mantiene: uno contra su antiguo secretario Alderete, otro en Italia, por la discusión sobre pertenencia de joyas, y un tercero, que ya ha sido resuelto en sentido contrario a él, también en Italia, por daños causados por un coche de su propiedad a una persona que quedó inválida y a la que el tribunal concede como indemnización una fuerte suma. El exhorto para cobrar esta suma ha llegado a París y el infante ha sido requerido para el pago. Si no paga esta cantidad, es posible que sus bienes sean embargados, con el triste espectáculo de alguaciles en casa para manipular en muebles, ropas, etc. Es doloroso empezar a vivir en una nueva casa, iniciando la entrada con un embargo.'

Casa Rojas evidenciaba otro grave inconveniente para el bolsillo de don Jaime, como era la devaluación de la peseta frente al franco, sugiriendo al ministro de Asuntos Exteriores que comunicase a Franco la posibilidad de ayudarle de nuevo:

Por añadidura, los francos que en conversión de las pesetas que le correspondían por los bienes propios que en España tiene depositados, y que gracias al cambio favorable que le fue otorgado por su Excelencia el Generalísimo llegaron a la suma de 585.000 francos, al producirse la devaluación de nuestra peseta, le producen ahora tan sólo 500.000 francos.

En los pleitos poco podemos hacer nosotros. En cuanto al tipo de cambio, yo me atrevo a pleitear su causa y rogarte que hagas llegar su súplica a nuestro jefe del Estado, por si estima oportuno tener esta nueva deferencia con nuestro infante.

Hostigado por su ambiciosa mujer, don Jaime reclamó a su primera esposa, Emanuela de Dampierre, algunas joyas regaladas durante su matrimonio, pero ésta tuvo a buen criterio recurrir a los tribunales, que decidieron protegerlas en una caja fuerte a disposición de los hijos de ambos,Alfonso y Gonzalo.

El pleito de las alhajas que habían pertenecido a la reina Victoria Eugenia y que ésta fue repartiendo entre su familia durante el exilio, dio mucho de qué hablar en la prensa italiana. El diario milanés II Corriere d'Informaziones daba cuenta así, el 24 de enero de 1962, del vano intento de don Jaime por recuperar las joyas regaladas a Emanuela de Dampierre:

La causa concerniente a las joyas de la Corona de España que debía verse esta mañana en la 1.a sesión civil del tribunal de apelaciones, se ha pospuesto hasta el próximo 5 de junio. Esta controversia judicial ha sido promovida por el duque de Segovia contra su esposa Victoria Emanuela de Dampierre, de la cual está separado, con el fin de recobrar las joyas que le había regalado con ocasión de su boda. Las joyas habían pertenecido a la Corona de España.

Pero Carlota Tiedemann se saldría al final con la suya, luciendo en actos sociales algunas alhajas que habían pertenecido a la reinaVictoria Eugenia, como informaba la revista ¡Hola!:

En una de las últimas fiestas a las que han asistido los duques de Segovia en París, los presentes no podían apartar los ojos del cuello de la duquesa. Motivo: el fabuloso collar de las reinas de España, compuesto de cuarenta grandes diamantes representando 287 quilates que relucían sin competencia posible.

Más tarde, se supo que Carlota se había quedado también con un bello collar de chatones que legó en su testamento doña Victoria Eugenia a su hijo Jaime, y que con el paso de los años formaría parte del ajuar de la reina Sofia de Grecia. Compuesto de veintisiete piedras, sería subastado en Ginebra por la Casa Christie's en 1977, por orden de Carlota, y adquirido por el joyero madrileño Alejandro Vega por 220.000 francos suizos, equivalentes a más de dieciocho millones de las antiguas pesetas.

Carlota vendió también el broche del cuerno de la abundancia que formaba parte del lote de joyas de la reina Victoria Eugenia.

El pleito por las alhajas proseguiría tras la muerte de don Jaime, cuando Carlota hizo la siguiente confesión a la revista Primera Plana, en mayo de 1977:

Alfonso y Gonzalo se han portado muy mal conmigo, impugnando el testamento de su padre para al final dejarme sin nada: hasta las cucharillas se llevaron de mi casa porque, según ellos, tenían el escudo y no nie correspondían. Me han quitado las joyas que mi alarido heredó de su madre y que él luego me regaló porque deseaba que las luciese yo.

Mentía Carlota, porque algunas valiosísimas joyas las había llevado ella misma a subastar, obteniendo pingües beneficios por ellas.

Don Juan no podía ni verla. En una de las ocasiones en que invitó a sus sobrinos Alfonso y Gonzalo a su residencia de Estoril, les había convencido de que «esa bruja» (como llamaba a Carlota) estaba arruinando a don Jaime y que para evitar más dispendios era preciso proceder a la incapacitación de su hermano ante un tribunal.

El conde de Barcelona indicó a sus sobrinos que, como beneficiarios de su padre, les correspondía a ellos mismos promover la cau sa judicial.Y así lo hicieron éstos, alegando ante los tribunales franceses que su padre dilapidaba su patrimonio y estaba desequilibrado.

El 4 de marzo de 1960, el Tribunal de Gran Instancia del Sena decretó la reunión de un Consejo de Familia «para dar su opinión sobre la unidad y oportunidad de la medida solicitada».

El Consejo de Familia, encabezado por don Juan, se reunió dos semanas después en la alcaldía del distrito 16 y declaró por unanimidad que era «útil y oportuna la medida de entredicho solicitada contra don Jaime de Borbón y Battenberg, duque de Segovia y Anjou».

El 23 de diciembre, Alfonso y Gonzalo solicitaron al presidente del Tribunal que fijase el día, lugar y hora en que se procedería al interrogatorio de su padre, en presencia del procurador de la República. La vista oral tuvo lugar el martes, 31 de enero de 1961, y a continuación se realizaron al demandado los oportunos y desagradables exámenes médicos para confirmar o descartar su desequilibrio mental.

Don Jaime, como era natural, se sintió vejado y maltratado por quienes él pensaba que le querían. Dolido con sus hijos, recriminaría sin embargo a su hermano Juan, durante el resto de su vida, su perversa influencia para postergarle de la sucesión mediante aquel deshonroso procedimiento.

Fue así como el 9 de junio hizo público un dramático llamamiento al pueblo español, denunciando la vil maniobra que había emprendido contra él su propia familia. En su extenso manifiesto culpaba implícitamente a su hermano Juan y hacía valer, una vez más, sus derechos como «heredero del Trono», así como los de su primogénito Alfonso de Borbón Dampierre:

No sin dolor, impregnado de amargura, tomo la decisión de hacer público este documento después de muchas horas de reflexión y, por qué no decirlo, de dudas y vacilaciones [...1. Quiero que se sepa que no ha sido Jaime de Borbón quien desprestigia, ni siquiera por involuntaria fatalidad, su apellido; y que tampoco considera que sus hijos sean los conscientes actores del reprobable intento, sino únicamente los instrumentos de quienes pretenden resolver en beneficio propio un problema de histórico alcance.

[...] La Ley ha hecho de mí el heredero del Trono. Durante un tiempo, los que tienen pretensión distinta fundaron supuestos derechos en dos hechos que, quiéranlo o no, son la negación de la legitimidad. Uno, mi renuncia. Otro, la voluntad, real o aparente, de quien posee el poder. Eminentes juristas han probado que esos argumentos no son válidos.

[...] Sirviéndose de mis hijos como instrumento, y ello sólo ha sido posible por la consciente explotación de su juventud, se pide a un Tribunal francés la declaración de mi incapacidad. Los inductores de la demanda, que no mis hijos, no han reparado a renunciar a la jurisprudencia única que sería la competente para declarar la incapacidad del heredero del Trono: las Cortes españolas. Impacientes, no han querido esperar que la auténtica representación del pueblo español exista, y acuden a un tribunal extranjero para que al decidir sobre un hecho de simple apariencia privada, sin otro alcance que el familiar, quede resuelto nada menos que el problema de la Sucesión al Trono español. El antipatriótico maquiavelismo no podía limitarse al intento de privarme de personalidad civil, a convertirme en un «ente protegido» e irresponsable; sino que tenía que descalificar ante el pueblo español al legítimo sucesor del incapaz. Sorprendiendo y utilizando la ingenuidad infantil, hicieron de mi heredero el protagonista de la demanda, pretendiendo así privarle de las simpatías de un pueblo extremadamente sensible a los sentimientos filiales.

[...] Y añado: la creen [la medida para incapacitarle] necesaria, porque esperan con ella anular mis indiscutibles derechos y los de mi hijo Alfonso.

Reforzada mi conciencia con el abrumador dictamen médico, hago juez al pueblo español, que no está compuesto de vasallos, sino de ciudadanos.'

Tres años después, el 20 de enero de 1964, la Primera Sala de la Cour d'Appel del Tribunal de Gran Instancia de París declaró a don Jaime plenamente responsable de sus facultades mentales, y condenó a sus hijos a pagar las costas.

El proceso, aireado por la prensa, dio desde luego una muy penosa impresión de la Familia Real.Alfonso de Borbón Dampierre, haciendo suya la tesis de su padre, responsabilizaría luego a su tío de haberle manipulado para desprestigiar a su adversario en la sucesión.

Pero la reconciliación entre padre e hijo no fue fácil.Tras conocer el fallo de la justicia francesa, el duque de Cádiz se mantuvo unos meses en silencio, al cabo de los cuales intentó acercarse a su padre a través deValiño, un procurador en Cortes que simpatizaba con su causa. Pero don Jaime a punto estuvo de agredir a su hijo en Biarritz.

Poco a poco, sin embargo, el rencor y la indignación de don Jaime cedieron ante su buen corazón. El arreglo tuvo lugar al fin en un exótico escenario: un castillo en las afueras de París, que pertenecía a un ex ministro de Hacienda del rey Pablo deYugoslavia, llamado Boris.

Más tarde, don Jaime justificaba así la reconciliación con su hijo Alfonso a su secretario Alderete:

-¿Qué quieres, Ramón? Me ha explicado que don Juan le había engañado como a un chino. Hay que saber perdonar en la vida.Además, mira si es bueno, que se ha comprometido a resolvernos la papeleta.Antes de tres meses, Franco pondrá un hotel a nuestra disposición; la embajada se ha comprometido a hacerme entrega inmediatamente de la placa del Cuerpo Diplomático para mi coche; y dentro de tres semanas tendremos el Mercedes que nos regala la casa fabricante a petición de mi hijo Alfonso.

Pero las promesas del duque de Cádiz fueron un mero espejismo.Al cabo de los años, don Jaime seguía sin hotel, sin matrícula oficial, y con un Mercedes que debía pagar de su propio bolsillo.

Desde su separación de Emanuela de Dampierre, la relación de don Jaime con su primogénito fue complicada; sólo cuando Alfonso abrazó abiertamente la causa de su padre, reivindicando sus derechos al trono, la sintonía entre ambos fue ya casi inalterable.

Pero, hasta entonces, padre e hijo tuvieron que sortear no pocos obstáculos.