Viajaron a Cherepovets

Viajaron a Cherepovets en un tren con los vagones pintados de verde —que era el distintivo empleado para señalar que transportaban prisioneros con destino a los campos de trabajo— y las ventanas enrejadas. Aunque Mendoza, en un alarde de optimismo, había asegurado que el cerco de Leningrado no se había roto, lo cierto es que tal cerco, al menos en invierno, no lo era en sentido estricto. Al noroeste, sobre la superficie helada del lago Ladoga, los rusos habían establecido una ruta que les permitía introducir tropas, víveres y bastimentos en la ciudad; y el tren se dirigió hacia el lago, cuya inmensidad atravesaron en camiones de remolque descubierto, entre temporales de nieve que se cobraron varias vidas por congelación, dejando a un lado la orilla que aún defendían alemanes y finlandeses, para después tomar otro tren que los condujo hasta su destino final, en condiciones infrahumanas de hacinamiento. Aunque la distancia no alcanzaba los seiscientos kilómetros, emplearon en cubrirla más de cuatro días, en los que sólo los alimentaron con la consabida dieta de té amargo y sardinas arenques. La sed no tardó en causar estragos entre los prisioneros más débiles: la lengua se les pegaba al paladar, la saliva no fluía de sus glándulas, la garganta se escareaba produciendo una hinchazón que no tardaba en degenerar en una fiebre que hacía perder el control de la conciencia. El frío, por su parte, extendía sus quemaduras blanquecinas sobre la piel de los guripas; y, cuando se la frotaban, en un intento de reactivar el flujo de la sangre, les afloraban unas ampollas que les deformaban el rostro y que, al estallar, derramaban un líquido purulento y dejaban llagas indelebles. Pero aquellas lesiones superficiales eran las menos temibles, pues sólo afectaban a la corriente sanguínea: las venas se contraían por efecto del frío y la circulación de la sangre se iba haciendo más lenta, hasta detenerse por completo; pero el organismo humano es tan prodigioso que, con unos meros ejercicios de fricción, las venas volvían a dilatarse y la sangre hibernada volvía a fluir. Las lesiones irrecuperables se producían cuando el frío alcanzaba a congelar el hueso: el calcio helado no se regenera; y, cuando esto ocurre, tampoco lo hacen los tejidos muscular, nervioso, graso y epidérmico que rodean el hueso, que no tardan en gangrenarse. Y entonces hay que amputar.

Mendoza, a lo largo de año y medio de campaña en Rusia, había sentido sus manos y pies congelados en infinidad de ocasiones; y una cura de calor siempre había logrado recuperarlos. Pero en la travesía del lago Ladoga el frío le había alcanzado el calcio de los huesos en un par de dedos de la mano derecha, que se le hincharon como butifarras. La perspectiva de la amputación, sin embargo, no ensombrecía su ánimo; y, durante los más de cuatro días que duró el viaje, no cejó en su intento de aliviar las penurias de los guripas, cada vez más deprimidos y conscientes de su destino aciago. Cherepovets, al sudeste de Leningrado, era una ciudad de retaguardia, dedicada por completo a la producción industrial y energética, como un gran yacimiento de chatarra en el que se trabajase a destajo para alimentar las calderas voraces de la guerra. Mientras cruzaban el puente sobre el río Sheksna que los conduciría al campo de trabajo, los divisionarios pudieron contemplar el perfil ferruginoso de la ciudad, como una sucursal descatalogada del infierno, con sus fábricas metalúrgicas vomitando por las chimeneas un humo más negro que la pez y derramando sobre el río un torrente tumultuoso de escorias, como pecados mortales que se han quedado sin remisión. Sobre el cielo de Cherepovets, se extendía una grisalla que parecía repetir el color del hormigón de sus edificios, como una fortaleza de polución de la que hubiesen huido las nubes; y las últimas hilachas de su veneno se extendían a lo lejos, hasta las riberas del mar de Rybinsk, un embalse de dimensiones colosales que Stalin habían ordenado construir en plena región maderera, para asegurar la provisión de electricidad en el frente, a costa de reasentar a cientos de miles de campesinos, meros espantajos en la científica organización de sus planes quinquenales. Aquel panorama amedrentador de obras de ingeniería titánicas, industria pesada campeando por doquier y naturaleza sometida al cemento constituía la más aplastante refutación de los presagios halagüeños a los que Mendoza todavía se aferraba ilusoriamente. Su voz sonaba desmayada, casi exánime, cuando entonó los primeros versos del himno divisionario:

—Con mi canción

la gloria va

por los caminos del adiós,

que en Rusia están

los camaradas de mi División…

Dieron la espalda a la ciudad monstruosa, formando una columna que se pretendía marcial, flanqueados por sus guardianes, que se burlaban de aquel intempestivo ímpetu canoro. A las afueras de Cherepovets se sucedían los edificios de mampostería y ladrillo, separados entre sí por solares y huertos en los que braceaban unos pocos árboles raquíticos. Los guripas se fueron sumando al cántico de Mendoza:

—Cielo azul

a la estepa desde España llevaré,

se fundirá la nieve

al avanzar, mi capitán.

Vuelvan por mí

el martillo al taller,

la hoz al trigal.

Brillen al sol

las flechas en el haz

para ti,

que mi vuelta alborozada

has de esperar.

Pero no habían llevado el cielo azul a la estepa, ni fundido la nieve, ni devuelto el martillo al taller y la hoz al trigal: eran espectros de hombre reducidos a la esclavitud, expoliados de sus ardores juveniles, arrumbados como la ferralla a la vera de un camino, aguardando su descomposición. Discurrieron ante una enorme central eléctrica, con torretas de alta tensión como lanzas disparadas contra Dios, que parecía batirse en retirada. El estribillo final del himno sonaba sarcástico en la mañana pálida:

—Avanzando voy;

para un mundo sombrío

llevamos el sol.

Avanzando voy;

para un cielo vacío

llevamos a Dios.

Los lugareños que se cruzaban por el camino, embozados en sus ropas guateadas y sus gorros con orejeras, los miraban con infinita lástima o infinito tedio, habituados seguramente al desfile de soldados vencidos que acudían a Cherepovets como el grano acude al molino para ser molido. Ante sus ojos se alzaba el campo de concentración, rodeado en su perímetro por cuatro líneas de alambradas; cada cien metros, aproximadamente, se elevaban las garitas de los centinelas, como púlpitos de alguna religión bárbara, sobre pilares de madera a los que estaban sujetos con largas traíllas unos perros furiosos, con los ojos inyectados en sangre y la boca cuajada de espumarajos, adiestrados para abalanzarse sobre cualquier improbable preso que se atreviera a pisar su territorio. La llegada de los divisionarios fue saludada con un concierto de ladridos que atronó el aire, ahuyentando a una bandada de cuervos que anidaba en un bosque de pinos escuálidos. Sus graznidos, en amalgama con los ladridos de los perros, enmudecieron la canción de los divisionarios.

—Bienvenidos a Cherepovets. Espero que hayáis tenido un viaje ameno.

Quien así hablaba era el desertor Camacho, que encabezaba, junto al oficial al mando del campo, la comitiva de recibimiento. La columna de los presos fue pasando por el portón, ante la caseta del cuerpo de guardia, donde los contaban con rutinario desdén, como se cuentan cachivaches inútiles en un inventario.

—Adín! Dvá! Tri!

Así diez, veinte, treinta, cien, hasta más de doscientos cincuenta hombres arruinados que se adentraron en el campo con pasos medrosos, como niños abandonados en la casa del ogro. Ante ellos se extendía una vasta porción de tierra allanada, con dos hileras de barracones inmundos y destartalados que se utilizaban como vivienda para los presos; al fondo, sobre una loma, en otros barracones más decorosos, se cobijaban los almacenes y oficinas de los carceleros, los baños y las cuadras, la cocina, la enfermería y el hospital. Una tristeza mustia, como de cementerio desconsagrado o lazareto de leprosos, se derramaba por doquier.

—Aquí podréis disfrutar de las delicias de la hospitalidad rusa —dijo Camacho, ufano.

Algunos presos del campo, harapientos y sin afeitar, se habían animado a salir de sus barracones, para curiosear y saludar a los nuevos inquilinos. Eran radiografías de hombre que caminaban con lentitud de caracoles, temerosos de que cualquier movimiento brusco los fuese a quebrar.

—¿Por qué no nos fusiláis de una puta vez? —se rebeló un guripa.

—Porque en Rusia no se fusila: se aniquila —fue la lacónica respuesta de Camacho.

Los condujeron al hospital, para la inspección médica. Allí los aguardaba un dudoso tribunal, compuesto por tres presuntas doctoras de rasgos agropecuarios, encargadas de dictaminar qué presos eran aptos para el trabajo y quiénes debían pasar antes por la enfermería; por supuesto, a la enfermería sólo enviaban a quienes ya casi eran cadáveres ambulantes, y al resto los clasificaban con arreglo a sus fuerzas físicas, como se clasifica a las bestias de tiro en una feria ganadera. Supervisaba el tribunal Nina, a la que las presuntas doctoras trataban con reverencia, consultándole todas sus decisiones, por miedo a que cualquier error en el diagnóstico les pudiera costar, si no iba refrendado por ella, el destierro a Siberia. La división del trabajo en el tribunal se realizaba al modo de una rapidísima cadena de montaje: una de las presuntas doctoras se encargaba de auscultar a los recién llegados sin fonendoscopio, por el simple procedimiento de pegarles el oído en el pecho; otra les palpaba los músculos de piernas y brazos y, si aún conservaban un poco de carne pegada a los huesos, asentía complacida; la tercera, armada de apósitos y de un frasco de yodo, desinfectaba superficialmente sus heridas. Con las observaciones y comentarios que le hacían, Nina rellenaba con letra menuda unas fichas que luego completaba con los datos identificativos de cada preso. Mientras hacía cola ante tan sumario tribunal, Antonio se preguntó por qué los soviéticos emplearían siempre mujeres en estas tareas de sanidad y reconocimiento: si lo harían por considerarlo un trabajo subalterno o indecente que repugnaba a su virilidad, o más bien por humillar sibilinamente a los presos, por reducirlos aún más a la condición de eunucos a merced de las burlas femeninas. Cuando le tocó el turno a Mendoza, que iba unos pocos puestos por delante de él, Nina levantó la cabeza de las fichas que estaba escribiendo.

—Bienvenido, alférez —lo saludó, con la familiaridad o desfachatez de quien conoce sus más recónditas vergüenzas—. Siempre es un placer volver a encontrarse con… un caballero cristiano.

Mendoza no se dejó soliviantar por sus provocaciones. Después de que lo auscultasen someramente, se dejó palpar por la segunda de las presuntas doctoras, que al reparar en la hinchazón de sus dedos congelados, exhibió su mano derecha como un trofeo ante Nina. Intercambiaron unas palabras en ruso, en las que el diagnóstico funesto se acompañaba siniestramente de donaires.

—Mucho me temo, alférez, que tendremos que operarle.

Lo hicieron sin anestesia ni prevenciones asépticas de ningún tipo. Mientras dos de aquellas presuntas doctoras le afirmaban el brazo sobre la mesa, impidiendo que lo moviera, la tercera, armada de unas tenazas, le amputó los dedos anular y meñique hasta el metacarpo, con la misma displicencia que emplearía en arrancar una postilla reseca o explotar un grano. Mendoza ahogó sendos gritos en la amputación de cada dedo, que se acompañó de chasquidos como de madera astillada; mientras le desinfectaban las heridas con yodo y le vendaban la mano, mantuvo la mirada clavada en Nina, que asentía aprobatoriamente a la exhibición de cirugía cafre. En la mirada de Mendoza hervía el odio; en la de ella una distante, casi angelical, indiferencia.

—Listo, alférez —dictaminó Nina—. Los avances de la medicina acaban de salvarle de padecimientos mayores. —Y, dirigiéndose a los prisioneros que hacían cola, preguntó jovial, como quien invita a un banquete—: ¿Alguno más trae los dedos congelados?

Recogió en un trapo los de Mendoza, como guiñapos huérfanos, y los arrojó a un cubo de latón, entre apósitos sanguinolentos y otras inmundicias. Entre los guripas se difundió un bisbiseo amilanado. Nina reparó en Antonio, que trataba de pasar inadvertido en el grupo.

—¡Soldado Antonio! ¿Hoy no sales en defensa de tu gemelo? Si te animas, estas señoras pueden cortarte un par de dedos, para que tu parecido con él sea perfecto.

Y tradujo la broma a las tres presuntas doctoras, que blandieron las tenazas y el frasco de yodo, como quien muestra tentadores manjares, y rieron las gracias de Nina con unánime y sumiso entusiasmo. Más tarde, los guripas sabrían que aquellas presuntas doctoras eran en realidad comadronas, traídas a Cherepovets de otro campo de trabajo, donde cumplían condena por resistirse a aceptar los reasentamientos decretados por Stalin durante la construcción del embalse de Rybinsk. En este aprovechamiento de los forzados se cifraba el éxito de los campos de trabajo soviéticos: puesto que no tenía consignación específica en los presupuestos estatales, sino que se mantenía del trabajo de los propios condenados, la administración penitenciaria no podía permitirse el lujo de mantener miles de guardias y especialistas cualificados. Por eso contaba con apenas unos pocos mandos, encargados de supervisar el funcionamiento del campo y la disciplina de trabajo de los internos, confiando todos los demás puestos a los propios reclusos, que los aceptaban por cobardía, o con la intención (casi siempre defraudada) de obtener en recompensa alguna reducción en su condena, o por un descarnado y egoísta afán de medro. De este modo, los carceleros lograban un doble resultado: los esclavos se vigilaban entre sí, encizañados por la suspicacia y el resentimiento, a la vez que aseguraban la despreocupada existencia de sus verdugos. Dentro de los campos existía todo un escalafón de esclavos con mando: estaban, por un lado, quienes se encargaban de su intendencia (contables, sanitarios, cocineros y hasta barberos); por otro, jefes de brigada y capataces, encargados de organizar el trabajo de sus compañeros y de denunciar ante la autoridad los incumplimientos de la «norma» o cantidad de obra asignada diariamente a cada recluso. En los campos de prisioneros de guerra, estos puestos de supervisión solían adjudicarse a aquellos condenados que, por debilidad o astucia o repentina conversión, abominaban públicamente del fascismo y se proclamaban fervientes comunistas sobrevenidos, lo que, en un mundo regido por una lucha feroz y primaria por la supervivencia, constituía el único modo de escapar a una muerte lenta. Así se explicaba el clima de sospechas en el que los presos se acostumbraban a vivir y la falta de solidaridad y camaradería que existía entre ellos, aunque dentro de cada grupo nacional surgiese siempre un cierto grado de disposición para la mutua ayuda. Este clima fomentaba un estado permanente de división aprovechado por los carceleros, que incluso podían aparecer ante los reclusos querellados entre sí como árbitros benévolos. Pronto, los divisionarios serían empujados a un desgarrador dilema: o resistir sin capitular a los anzuelos que les tendían sus carceleros, o convertirse en sus secuaces, a cambio de un plato de lentejas.

Los barracones del campo estaban en pésimas condiciones. Carecían, por supuesto, de estufas; y por las ventanas de cristales quebrados, como por las rendijas de los tabiques, se colaba la ventisca, arrastrando puñados de nieve que se deshacían luego sobre el suelo, formando charcos de un agua impotable, envenenada por las emanaciones sulfurosas de las fábricas de Cherepovets. Tampoco disponían de luz eléctrica y agua corriente; y estaban provistos de dos filas de literas sin colchón ni mantas, corridas y empotradas en la pared, que los obligaban a dormir como sardinas en banasta, en un reducido espacio de no más de veinte centímetros, lo que a la vez que los protegía del frío los obligaba, cada vez que querían cambiar de postura, a despertar a todos los prisioneros que dormían en la misma fila, para que se dieran la vuelta al mismo tiempo, pues de otra manera era imposible hacerlo. Inevitablemente, acabarían desarrollando una especie de costra amoratada en las caderas, hecha por las rozaduras contra la tabla de las literas y por la presión del hueso sobre la piel. Por las noches, tras el toque de queda, y antes de que el sueño se derramara sobre sus cuerpos agotados, el barracón se llenaba de lamentos y plañidos.

—¡Y pensar que en mi tierra ya habrán florecido los cerezos! —decía uno, sollozando.

—¿Y qué les dirán a nuestras familias? —se preguntaba otro—. ¿Sabrán que hemos sido hechos prisioneros? ¿O les comunicarán que hemos caído en el combate?

—¿Por qué vine aquí, Dios mío? —se lamentaba un tercero—. ¿Por qué permitiste que me engañaran? ¿Por qué no dejaste que me mataran de un tiro?

Las lámparas de queroseno excavaban sus facciones demacradas, a la vez que desprendían un humo negruzco que los obligaba a toser y gargajear. Sus esputos, populosos de bacilos y hollín, naufragaban en los charcos de agua sucia del suelo, como almas arrojadas al limbo. Mendoza se esforzaba por levantar su moral:

—No os dejéis llevar por la desesperación, guripas. Igual que nos sobraron ánimos para soportar las calamidades del frente, ahora debemos tenerlos para soportar el cautiverio. Hemos de seguir luchando.

Un murmullo exhausto se extendía por las literas, como un gas que aprovecha una espita mal cerrada para liberarse. Antonio se rebeló:

—¿Luchando? ¿Contra quién?

Mendoza se revolvió en la litera, removiendo a toda la fila de prisioneros:

—¿Contra quién? La guerra no ha terminado, Antonio. Cualquier día pueden venir a rescatarnos; y para entonces tendremos que estar preparados, manteniendo la disciplina militar.

—Ya —cortó Antonio, poco propenso a las ensoñaciones—. ¿Y si no vienen nunca?

—Pues razón de más para perseverar en la lucha. De nuestra actitud y comportamiento depende que sigamos siendo personas dignas o marionetas que los ruskis manejan a su antojo. Tenemos que resistir, Antonio. ¿No oíste lo que dijo Camacho, cuando llegamos al campo? En Rusia no se fusila, se aniquila. Eso es lo que pretenden: aniquilarnos. Nuestra obligación es impedirlo a toda costa.

No era una labor sencilla, porque se trataba de una aniquilación paulatina, científicamente graduada, que iba cerrando poco a poco su lazo sobre la garganta de la víctima. Tal estrategia de aniquilación incluía, desde luego, los castigos más atroces y el bataneo constante de la propaganda, pero se desarrollaba sobre todo a través de una muy calculada y ruin dosificación de la comida en función del rendimiento. El objetivo no era otro sino mantener al prisionero en un estado de hambre medianamente intensa, de tal manera que el riesgo de inanición se convirtiese en un acicate o incentivo del trabajo. Los bolcheviques sabían que, cuanto más escasa era la ración de comida, más se podía hacer rendir al preso; y también que premiar ese rendimiento acrecentando su ración de comida generaba en él una instintiva diligencia en el trabajo, que a su vez le provocaba más hambre. Así, los soviéticos habían establecido una gradación en el trato alimenticio que les permitía incrementar incesantemente la productividad de los prisioneros, sin llegar a matarlos de hambre ni tampoco a matarles el hambre, manteniéndolos en un estado de semihambre constante: había raciones punitivas para los que no alcanzaban la «norma», raciones corrientes para los que la cumplían y raciones con prima de gratificación para los que la excedían; y todas ellas tasadas rigurosamente en gramos, con una precisión matemática. Esta estrategia de aniquilación, fundada en la dosificación del hambre, conseguía que toda la actividad mental de los prisioneros girase en torno a la consecución de un mendrugo de pan; y la tensión de la supervivencia lograba apoderarse por completo de sus almas, hasta reducirlos a peleles.

Faenaban de sol a sol, divididos en brigadas de trabajo de veinte o treinta hombres, al mando siempre de algún renegado y vigilados por guardianes que arrojaban contra ellos sus perros amaestrados, a poco que observaran que desfallecía su esfuerzo. A los españoles los destinaron a las obras de construcción del puerto fluvial de Cherepovets, donde tenían que excavar agujeros en la tierra, helada durante el invierno y convertida en primavera en un barrizal infestado de mosquitos que los acribillaban de picaduras, chupándoles la poca sangre que todavía circulaba por sus venas. La tierra que extraían la trasladaban luego en carretones tirados por ellos mismos hasta un descampado de las cercanías. Acababan la jornada baldados, incapaces de inclinarse sobre el suelo y de levantar el más insignificante peso, incapaces incluso de sostenerse sobre las piernas, tan debilitados que hasta los esfuerzos más nimios —mover una mano en ademán de saludo, pronunciar una palabra— les exigían esfuerzos ímprobos y desesperantes. Al caer la tarde, cuando más desfallecidos estaban, discurrían por el lugar para supervisar el cumplimiento de la «norma», solos o en pareja, el desertor Camacho y la francesa Nina, que según se rumoreaba andaban en tratos carnales. En unos estadillos apuntaban el trabajo realizado por cada preso, y la ración de comida que en correspondencia se les adjudicaría al día siguiente.

—¡Venga, venga, más aprisa, españolitos! —los urgía Nina, moviéndose entre los prisioneros como una mariposa que revolotea entre las flores sin pararse a libar en ninguna—. ¿Cómo decía San Pablo? «Quien no trabaja, no come». Pues aplicaos el cuento, como buenos caballeros cristianos.

Y soltaba una risa displicente, como de hembra insatisfecha, de vuelta ya de todos los hombres, que ha sublimado en crueldad su insatisfacción. Seguramente, el desertor Camacho no haría sino exacerbar tal insatisfacción.

—Aquí no se pretende vuestro mal. Simplemente, se os exige que reconstruyáis lo que antes habéis destrozado —decía, con una lógica sarcástica—. ¿Quién os mandó venir aquí? Durante vuestra guerra, la Unión Soviética sólo hizo por ayudaros y liberaros de las garras del fascismo.

Mendoza aún sacó fuerzas de flaqueza, mientras hundía el pico en aquella tierra impenetrable, para mascullar:

—Virgencita, líbrame de mis amigos, que de mis enemigos ya me libro yo.

—¿Qué letanías anda murmurando, alférez? Los comunistas siempre hemos amado a España y hemos intentado regenerarla de siglos de opresión. ¡Vuestros reyes y vuestros curas os han tenido en la ignorancia! —exclamó Nina. Los ametrallaba con las consignas de la propaganda bolchevique con el mismo rutinario entusiasmo que un niño emplea para recitar la tabla de multiplicar—. Cuando yo estuve en España con las Brigadas Internacionales…

Mendoza la interrumpió:

—¿Y quién la mandó ir a España a combatir?

Nina tardó en reaccionar, como les ocurre a quienes son interrumpidos en mitad de un discurso que recitan como papagayos.

—¡Era mi deber de proletaria! —dijo al fin.

—Y el nuestro, un deber de anticomunistas —replicó Mendoza.

Por un instante, los divisionarios temieron que el descaro de su alférez redundase en castigo para todos; pero Nina se lo tomó a broma y rió sin rebozo, como si hubiese sido pillada en un renuncio. Tal vez aquel día se sintiese magnánima, tal vez se empezara a cansar de su papel de arpía. Los divisionarios la habrían acompañado en aquella expansión, si no hubiese sido porque las convulsiones de la risa les recordaban que sus tripas estaban vacías.

—¡Cómo sois los españoles! Cabezotas y orgullosos hasta el fin. —Y, espantando la tentación de la cordialidad, se despidió—: Os recuerdo que quien no termine el trabajo encomendado, tendrá que permanecer aquí hasta que lo haya hecho. Vosotros sabréis lo que más os conviene.

Les convenía terminarlo; aunque sabían que, lo terminaran o no, la estrategia de aniquilación proseguiría invariable, manteniéndolos en el mismo estado de inanición sostenida. En unos pocos meses los divisionarios se habían convertido en un manojo de huesos; y aunque en el rancho hallaban siempre las calorías exactas que les permitían mantenerse vivos, empezaron a aflorar los primeros síntomas de la desnutrición: barrigas hinchadas, diarreas, ojos brillantes que parecían querer salirse de sus órbitas y un torpor o letargo que borraba su sentido de la orientación y cegaba su raciocinio. Cuando llegó la primavera, tales síntomas se agravaron; y se declararon los primeros casos de disentería y tuberculosis. Los mosquitos que los martirizaban en el puerto fluvial ayudaron a propagar las enfermedades; en cuestión de unas pocas semanas, las brigadas de trabajo se quedaron reducidas a la mitad, y la enfermería se llenaba cada día con nuevas remesas de prisioneros enfermos, devorados por la fiebre y por terribles infecciones intestinales. Como la falta de medicinas era creciente, empezaron a sucederse las defunciones; y como las victorias del ejército rojo se sucedían sin descanso, la población del campo se duplicó antes del verano. Los carceleros decidieron entonces que el mejor modo de evitar los hacinamientos en los barracones y la carestía de alimentos y medicinas era dejar morir a los enfermos, abandonándolos a su suerte; solución que ejecutaron con el mismo científico esmero que empleaban en todas sus estrategias de aniquilación.

El primero de mayo era el único día del año en que los campos de trabajo soviéticos interrumpían por completo su actividad, para conmemorar el triunfo de la clase proletaria sobre el capitalismo. A los prisioneros se les repartió doble ración de comida, que era casi tanto como doble ración de nada, permitiéndoseles, además, moverse con libertad por las instalaciones del campo, sin otro límite que las alambradas custodiadas por los perros, que eran los únicos que se atrevían a desafiar los decretos de Stalin y esquirolear un poco, pues hasta los centinelas de las torres de vigilancia habían abandonado sus puestos, para sumarse a la celebración que se desarrollaba en las dependencias ocupadas por los oficiales. El eco de aquella celebración, traído por el viento, se difundía por el campo, sobresaltado de vozarrones beodos, rasgueos de balalaika y canciones que se pretendían festivas, pero que sonaban lastimadas por esa melancolía milenaria que sólo la lengua rusa es capaz de transmitir; y, junto a los ecos de la celebración, el viento también traía el olor de las viandas que los carceleros se embaulaban, un olor que golpeaba la pituitaria de los prisioneros como una afrenta y en el que se fundían aromas que ya creían extintos (y, sin embargo, sus jugos gástricos, siempre de fiesta, los celebraban): el recio aroma de la carne asada, como una reminiscencia de sacrificios silvestres; el aroma crepitante de los huevos fritos, como una plazoleta de luz; el dulcísimo aroma de las tartas recién horneadas. En el barracón de los españoles, por las rendijas de los tabiques y los cristales quebrados de las ventanas, se colaban estos aromas en turbamulta, como una estampida de recuerdos de otra vida; y, a su paso por las literas donde yacían los divisionarios, convalecientes de la disentería que trataban de curar con irrigaciones de agua jabonosa y purgantes elaborados con hojas de abedul, despertaban retortijones en las tripas y unas lágrimas silenciosas en los ojos, como destilaciones de una rabia que se ahogaba en su propia impotencia. Caía la tarde sobre el barracón de los españoles, lenta y cárdena como la cuaresma.

—Voy a ver si esos cabrones han tirado las sobras —dijo de repente Antonio, incapaz de soportar por más tiempo la salivación provocada por el olor de aquellas viandas.

—¿Te has vuelto loco? —se interpuso en su camino Mendoza—. Nada les agradaría tanto como pillarte rebuscando entre sus desperdicios. Sería para ellos la victoria más deseada.

Nina había augurado que algún día Antonio se arrastraría por el fango, lloraría y comería mierda. Tal vez ese día hubiese llegado ya, pero la conciencia de su abyección no lo lastimaba; tal vez, cuando un hombre ha sido aniquilado, cualquier abyección se convierte en una nimia rutina.

—Me importa un comino. Que se descojonen de mí si quieren, que me escupan y me insulten. Pero no lo soporto más. —Gritaba como un energúmeno, y se daba de puñadas en el pecho. Señaló a los guripas, como sacos macilentos y andrajosos, que lo contemplaban con una mezcla de pasmo y pavor—. Y ellos tampoco, Gabi. ¿Es que no lo entiendes? No podemos seguir malviviendo de esta manera, por someternos a no sé qué maldito código de honor. A nadie le importa que nos humillemos, mendigando las migajas de un banquete: a Franco no le importa, a tus amigos de la Falange tampoco, y a los putos boches que nos metieron en el fregao tampoco. ¿Por qué habría de importarme a mí?

Antonio apartó de un empellón a Mendoza, que todavía corrió a la puerta del barracón para impedirle la salida:

—Te ordeno que no salgas. Te recuerdo que todavía estás bajo mis órdenes.

Antonio hubiese deseado estrangularlo; pero habría sido como estrangular lo mejor de sí mismo, el último rescoldo de grandeza que subsistía allá en los sótanos de su humanidad, sepultado entre escombros.

—Apártate, Gabi, te lo ruego. Si algún día volvemos a España, llévame ante un consejo de guerra si quieres.

Mendoza se apartó, derrotado y como desasido de sí mismo. Antonio salió a la noche que ya borroneaba los contornos de las cosas, bajo la luna menguante del miedo. Había todavía nubes de mosquitos pululando en el aire; y el viento del este arrastraba vilanos que ponían en su rostro una caricia tibia como un soborno. En lo alto de una pequeña loma, en el barracón de los oficiales, la fiesta ya había alcanzado ese punto de languidez o dispersión que prefigura la diáspora, cuando los invitados, iluminados por el alcohol o por la impudicia, prorrumpen en voces destempladas que suenan como exabruptos o blasfemias. Antonio se acercó a los bidones de latón que se agolpaban en hilera ante la puerta, hurgó entre los desperdicios y rescató algún tasajo de carne mordisqueada, algún hueso que todavía podía ser aprovechado para hacer caldo, alguna cáscara de fruta y algún mendrugo de pan con sus rebañaduras. Hizo de la camisa un fardel y en ella fue metiendo los despojos de la celebración bolchevique; cuando ya se disponía a marchar distinguió, entre las voces enardecidas por el vodka y el estrépito de carcajadas como muebles que se derrumban, una respiración acezante que poco a poco iba creciendo, en espasmos de placer, hasta entrecortarse de gemidos en los que se agolpaban palabras en francés, palabras sin ternura, palabras seguramente obscenas que iban adquiriendo un tono crecientemente imperativo. Antonio trepó con sigilo a uno de los bidones, para poder alcanzar el ventanuco por el que salían aquellas palabras en tropel que, a la vez que lo intimidaban, avivaban su deseo; otra vez su carne crecía, increíblemente crecía, como crece la tundra en las regiones polares. Se empinó cuanto pudo, de puntillas sobre el bidón y, aferrándose al alféizar del ventanuco, logró levantarse a pulso; de repente, su falta de vigor remitía, para ceder paso a la curiosidad o a la concupiscencia. A través del ventanuco, atisbó un cuarto angosto, de paredes ahumadas por efecto de la lámpara de petróleo que alumbraba muy tímidamente la escena, como avergonzada de su indecencia. Sobre un camastro de sábanas revueltas yacía el desertor Camacho, como un mudo alfeñique de palidez mortuoria que crispaba las facciones y apretaba los dientes, esforzándose por mantener la erección, mientras Nina, sentada a horcajadas sobre él, lo cabalgaba con un frenesí de bacante en pleno rapto dionisíaco, olvidada del hombre o monicaco que soportaba sus embates, como una mantis se olvida del macho que la fecunda, un instante antes de devorarlo. Nina tenía unos senos copiosos, más copiosos aún de lo que Antonio había imaginado, unos senos grávidos que se bamboleaban como planetas de órbita autónoma, sublevados contra las manos mezquinas del desertor Camacho, que no se bastaban a contenerlos. Antonio reparó en sus pezones, nítidos como medallas de un metal cobrizo, y también en los hoyuelos que hacía su espalda, tensa como un arco a punto de dispararse, en el arranque de las nalgas, que eran también copiosas y temblaban a cada embate, dibujando en su piel un mapa cambiante de diminutas abolladuras que luego se aquietaba en los muslos, firmes como tenazas. Antonio contempló el rostro de Nina, como un incendio bárbaro; y su pelo oxigenado, como una cascada de furia que el sudor iba ensortijando; y sus labios fruncidos en un mohín codicioso y bestial; y su garganta como un barranco que hubiese querido refrescar con su saliva, surcado de venas como secretos veneros de lava rugiente; y sus clavículas como arbotantes de una catedral gótica; y su vientre convulso y movedizo, como a punto de desaguarse por el ombligo; y sus brazos mollares que, a veces, se alzaban para mostrar el negror hormigueante de los sobacos intonsos y, a veces, se apoyaban sobre el camastro, evitando el roce con el cuerpo de Camacho; y por tratar de contemplar las pantorrillas de Nina, que imaginaba recias y fibrosas, y sus pies, que imaginaba con las uñas esmaltadas, a juego con las uñas de las manos, Antonio probó a empinarse un poco más, pero le flojearon las rodillas, y oleadas alternas de sangre caliente y fría le martillearon las sienes, y perdió pie sobre el bidón, que cayó al suelo con estrépito. Entonces Nina volvió el rostro hacia el ventanuco con prontitud felina, volvió el rostro enardecido por la lujuria, que casi instantáneamente se transformó en alarma:

Qui est là? —preguntó. Y, al reconocer el rostro pegado al ventanuco, añadió más tranquila—: Quel salaud!

Y saltó como un resorte, dejando en el camastro al pasmarote de Camacho con su erección renqueante. Antonio saltó al suelo, enfangado por los desperdicios que acababan de derramarse; comprendió que no tenía tiempo para escapar y se ocultó detrás de los bidones, que exhalaban un hedor fermentado y pestífero. Por fortuna, la reacción casi refleja de Nina no había alertado al resto de guardianes y oficiales del campo, que seguían desparramándose en los estertores de la fiesta, ahora entretenidos en un concurso de eructos.

—¿Dónde te has metido, cerdito?

Nina salió a la noche tibia y pululante de vilanos que descendían sobre la tierra como un sucedáneo de la nieve o el maná. Se había echado sobre los hombros el abrigo de piel de carnero que usaba en invierno, como si desease mitigar su desnudez; pero el efecto logrado era exactamente el contrario: los senos ahora aquietados, el vientre núbil como la luna que le faltaba al cielo, el pubis violento y boscoso no hacían sino resaltar, acaso premeditadamente, esa desnudez. Caminó hasta el borde de la pequeña loma desde la que se oteaban los barracones de los presos, parduzcos como sapos aplastados, se dejó acariciar por los vilanos y luego volvió muy demoradamente hacia las dependencias de los oficiales, dejando que le penetrase por las plantas de los pies la humedad de la tierra, su calor indígena. Al pasar junto a los bidones en los que Antonio se agazapaba se detuvo; no se volvió hacia él, no se dignó siquiera mirarlo, cuando dijo:

—Te advertí que acabarías comiendo mierda, Antonio. Pero eso es porque tú quieres. Si no fueses un cobarde, estarías ocupando el sitio de Camacho.

Y, recogiéndose los faldones del abrigo, se adentró otra vez en el edificio de los oficiales.