No se le escapaba
No se le escapaba que Nina y Camacho pretendían chantajearlo de por vida; pero tampoco que, si desaparecía de repente, faltando a la cita que tenía con ellos, no cejarían hasta encontrarlo o, todavía peor, denunciarían su impostura ante la policía. Aunque abandonase España, Antonio tendría pronto a la Interpol pisándole los talones; y aunque una existencia prófuga debía de resultar menos acongojante cuando se dispone de dinero con el que poder vencer resistencias y captar voluntades, Antonio no quería seguir huyendo de la justicia. Aquella aventura trágica, que ya se remontaba a trece años atrás, se había iniciado con la policía siguiendo su rastro; y no estaba dispuesto a que concluyese del mismo modo, con una suma de cargos que ni siquiera se atrevía a enumerar, tal vez más de los que figurasen en el Código Penal, tal vez más de los que se pudiesen imputar a un solo hombre. Lo estremeció pensar que, gracias a su simulacro de vida, había perpetrado más delitos de los que un hombre con una sola vida habría podido abarcar.
No, no dejaría que su aventura terminase así. Se había impuesto que su mutis final fuera pulcro y discreto, sin fanfarronerías ni triunfalismos vacuos, pero también sin las zozobras y tribulaciones que habían hecho de su vida anterior de maleante de medio pelo, y de su vida agónica como cautivo en Rusia, y de su actual simulacro de vida, un constante sinvivir. Y, para lograr este designio, era imprescindible saldar todas las cuentas pendientes; no podía permitir que el día de mañana cualquier acreedor de su pasado se presentase para cobrar una deuda. Desde que regresara a España, convertido en Gabriel Mendoza, había logrado paulatinamente un aislamiento cada vez mayor, había conseguido (ciertamente a costa de sembrar el dolor en su derredor) construir un fortín cada vez más inexpugnable en torno a su simulacro de vida, primero renunciando a cultivar las amistades heredadas de Mendoza, después —tras las muertes de Paloma, Consuelo y Cifuentes— rompiendo unos vínculos que, a su vez, habían tornado más endebles, casi inexistentes, los que todavía subsistían: tanto los padres de Consuelo como Amparo, la viuda de Cifuentes, habían roto relaciones con él; y aunque ni de lejos barruntaban su intervención en las muertes de sus seres queridos, de algún modo receloso y oscuro —y, sin embargo, clarividente— lo hacían responsable por omisión del cúmulo de desgracias que había infestado sus vidas desde que él regresara en el Semíramis. Ninguno de ellos, desde luego, iba a revolver cielo y tierra si mañana Gabriel Mendoza se desvanecía como por arte de ensalmo; pero la irrupción de Camacho y Nina trastocaba por completo sus planes. Resolvió que no debía aceptar su chantaje, pero mucho menos huir de ellos, provocando sus iras; no le quedaba, pues, otro remedio sino matarlos, o al menos intentarlo, aunque fuesen ellos quienes lo mataran a él.
Y no podía diferir mucho esa resolución. Una vez en su poder el botín del padre de Mendoza, se había extinguido el objetivo que nutría de sentido su simulacro de vida; y meterse en el pellejo de Mendoza, día tras día, como una culebra que no cambia de camisa, le resultaba cada vez más enojoso. Era como convivir con un chancro que se ha enquistado y no podemos extirpar, como arrastrar pegada a la suela de los zapatos una sombra que no es la nuestra y no podemos arrancar. Y, con frecuencia, en la soledad de la noche, cuando se encerraba en el piso del Retiro, para terminar de recomponer los destrozos causados por Camacho o recontar por enésima vez los billetes de su botín, que volvía a guardar cuidadosamente en los rodapiés, cuando se derrumbaba sobre la cama con baldaquino y mosquitero, como un insecto atrapado en una telaraña, la sombra de Mendoza descendía sobre él, se inmiscuía en sus células y se fundía en su sangre, respiraba por sus pulmones y se adentraba en sus insomnios, a veces mofándose de él, a veces recriminándole el uso canallesco que había hecho de su nombre, la mancilla que había arrojado sobre su fama, el inescrupuloso expolio y asolación de su memoria. A veces, incluso, creía oírlo a su lado, susurrándole palabras que lo exhortaban a la conversión o lo prevenían contra el juicio de Dios; y también creía oír anticipadamente su risa de resucitado sin una sola cicatriz, que desde la gloria de la carne contemplaba cómo él se pudría en el infierno. Y aunque se cubría la cabeza con una almohada y se tapaba los oídos, la risa de Mendoza seguía resonando en las cavernas del alma, o en el hueco vacío que había dejado su alma en fuga.
Mientras aguardaba el regreso de Camacho y de Nina, Antonio había reanudado la búsqueda de Carmen, no del modo sistemático y acaso alucinatorio que había emprendido en el pasado, cuando Aguilar, el dueño del Pasapoga, le confirmó su paso por aquel lugar y su posterior conversión en un trasto viejo que andaría rodando por locales de alterne de medio pelo, sino de un modo mucho más aleatorio y tranquilo, como si la búsqueda de Carmen fuese parte del tratamiento gradual que a un tullido que acaba de recuperar la movilidad se le recomienda para ir ejercitando las articulaciones. En su dosificado acceso a una nueva vida, que ya no sería exactamente la vida antigua en la que había llegado a enamorarse de Carmen, pero tampoco el simulacro de vida sin amor que había sobrellevado en los últimos años, quería descubrir si aquellas regiones de su espíritu que había calcinado, para poder realizar todo tipo de vilezas sin el escrutinio censor de la conciencia, podían renacer, siquiera de forma tímida y titubeante, o si por el contrario estaban muertas para siempre. Quería saber si podría volver a amar a alguien, volver a latir al unísono con alguien, inmolarse por alguien como lo había hecho antaño por Carmen; y aunque lo dudaba muy seriamente, pensaba que la única persona que le permitiría comprobar si tal metamorfosis o reintegración era todavía posible tenía que ser Carmen, cuya figura de vez en cuando se le aparecía en sueños, como un débil fantasma; y aunque enseguida se borraba, dejaba en su espíritu una rara desazón, que quizá fuese nostalgia de lo que pudo llegar a tener y nunca tuvo. En cierta ocasión, Mendoza le había dicho que un amor contrariado se cura recuperando un amor más antiguo; pero Antonio descubría ahora que la falta de amor, como la falta de dolor, como el negro y devorador vacío que lo corroía, también podían ser sanados por un amor antiguo. Por el amor de Carmen, la única mujer a la que había sinceramente amado, aunque ese amor ni siquiera hubiera podido formularse.
Le gustaba, a la caída de la tarde, después de cumplir (cada vez más remolonamente) con sus obligaciones en el paseo de Extremadura, fatigar las calles populares de Madrid, como si el roce con ganapanes y golfantes, trileros y putas desahuciadas, le devolviera poco a poco el vigor preciso para abordar el salto a una nueva vida. Aquél ya no era el Madrid de la época heroica que él había conocido antes de alistarse en la División Azul, aquel Madrid despanzurrado y hambriento que se rehacía afanosamente, emergiendo de las ruinas, al paso alegre de la paz, donde el gasógeno convivía alegremente con la cartilla de racionamiento y el estraperlo se cogía de la mano con la prostitución. Ya no era aquel Madrid sin electricidad y sin agua, o con el agua justa para poder bautizar el vino y la leche que se vendían en el mercado negro; ya no era el Madrid de tranvías destartalados que se abrían paso entre las multitudes de vencedores y vencidos, a quienes apenas se distinguía por sus rostros demacrados y sus ropas zarrapastrosas. Era un Madrid nuevo que trataba de parecerse, un poco lastimosamente, a otras capitales europeas, y que las imitaba sobre todo en su apoteosis de feísmo urbanístico, en su alegría de hormiguero, con clases medias que se disputaban hacendosamente las migajas del festín que se embaulaban los chupópteros del Régimen, que habían logrado convencerlas de que la felicidad se hallaba en hipotecarse de por vida para adquirir un piso en uno de aquellos edificios como colmenas que se empezaban a levantar en los barrios extremos, o en comprar a plazos una lavadora, o en hacer muchas horas extras en la sucursal bancaria o en la oficina del catastro. Hasta las tascas del Madrid heroico habían ido sucumbiendo, sustituidas por salas de fiestas donde Antonio se sentía extranjero, como un soplagaitas yanqui. Por muchos mármoles (o sucedáneos de mármol), por muchos sobredorados relucientes y demás virguerías de la decoración con que intentasen ornamentar aquellos antros, había en ellos un aire cavernario, apestosamente democrático, que su temperamento español repudiaba; pero si quería abrazar una nueva vida no podía quedarse anclado en el Madrid heroico de su juventud.
En una sala de fiestas de la plaza de Antón Martín, construida sobre un figón en el que en otro tiempo se ponía morado de gallinejas, ocurrió. Era un lugar desangelado y frío, muy concurrido de mozas del partido disfrazadas de secretarias (porque hasta las mozas del partido, de repente, querían emular a las actrices de las películas americanas) y algún que otro julandrón disfrazado de secretario general del Movimiento que buscaba el arrimo de los mingitorios, por ver si algún cliente con purgaciones lo dejaba amorrarse al pilón. Más que un lugar festivo, aquella sala sugería imágenes clínicas, como si allí estuviesen operando de hernia o apendicitis, o como si algún enfermo recién operado se desangrase en los divanes del fondo, esperando que una enfermera le cosiera los puntos. Había una orquesta trompeteando y batiendo tambores, al consabido estilo negroide; pero su exagerado estruendo no lograba tapar el hondo y desesperado silencio que dominaba a la clientela. Antonio, acodado en la barra, se tomaba un coñá tras otro, espantando a las mosconeantes mozas del partido, cuyos disfraces de secretarias de alguna compañía de cementos de Portland le repateaban. Entonces entró Carmen.
Se había cardado y teñido el pelo, lo que mataba cualquier vestigio de juventud; y llevaba un sostén que le resaltaba un poco chabacanamente los pechos. Se había convertido en una mujer vulgar y llamativa, de gestos un poco ásperos y expeditivos, que se dirigió al camarero con una especie de bravía petulancia:
—Anda, ponme una ginebra, que llevo prisa.
También ella se había apuntado a las modas foráneas, según parecía. Pero ni los modales un poco abruptos o maleados, ni el tinte del pelo, ni la chabacanería del atuendo, ni los nuevos hábitos contraídos podían hacerla pasar inadvertida a los ojos de Antonio; en realidad, no habría pasado ni aunque hubiese ido disfrazada de rey mago, porque Antonio —ahora se daba cuenta— había guardado en alguna hornacina intacta de su memoria el recuerdo de sus ojos grandes, como de ternera a punto de ser abatida (que el paso del tiempo había hecho, sin embargo, más desengañados y opacos), los labios voluptuosos (que el paso del tiempo había, sin embargo, cuarteado de amargura) y la nariz pugnaz que el paso del tiempo todavía no había podido domeñar ni desmerecer. Había perdido aquella alegría (o codicia) que antaño le cabrilleaba en los ojos, y su sensualidad pasiva quizá se hubiese hecho demasiadamente resignada, incluso un poco fondona; pero subsistía ese aire entre rudo y desvalido que había prendado a Antonio, allá en una vida anterior, esa extraña simbiosis que se daba en ella de criatura angélica, sin mancha de pecado original, y de criatura capaz de cometer cualquier fechoría o vileza (y, a buen seguro, habría cometido muchas en aquellos años, aunque no tantas como Antonio), segura de que no sufrirá contagio alguno. Antonio la miraba como arrobado; y notaba cómo un ascua sepultada entre cenizas se reavivaba. Claro que podría volver a amar, claro que podría volver a vivir su espíritu, claro que podría conjurar para siempre el vacío cósmico que anegaba su conciencia.
—Antes se decía que la ginebra sólo era buena para el dolor de barriga —se atrevió a intervenir, cuando ella ya llevaba tomada media copa.
Carmen lo miró por primera vez, con el mismo mohín de lastimado hastío y las mismas pupilas palpitantes de rencor que dirigía antaño a los mandrias que le tocaban el culo, mientras vendía cigarrillos y chupitangas en las Ventas.
—¿Pasa algo? —lo retó.
—Como pasar no pasa nada, mujer. Te invito si quieres.
Entonces Carmen le hizo un gesto que denotaba a un tiempo melindre y desparpajo, candidez e impudicia; el mismo gesto que él le había enseñado a dominar, para excitar la lubricidad de aquellos marranos a los que saqueaban entre las frondosidades del Retiro. Al ver repetido aquel gesto, Antonio no supo si sentirse halagado u ofendido.
—Allá tú —le dijo con incitante desapego—. Pero si piensas que soy una mujer de ésas, te advierto que te equivocas, chato.
Los años la habían vuelto recelosa; y la desconfianza le brilló de repente en los ojos, que ya eran duros y resentidos.
—Yo sólo pienso que eres una mujer de bandera —trató de pacificarla—. ¿Siempre eres así de arisca con los hombres?
Antonio se acercó a ella, hasta tenerla al alcance de la mano, pero manteniendo una distancia precautoria.
—Es que no tengo nada que agradecerles, ¿sabes?
Había en ella como una energía reprimida, aplastada de sinsabores, que sin embargo no lograba disimular su orgullosa aspereza. Las mejillas se le habían abultado, y se le desplomaban sobre las comisuras de los labios, formando unas bolsas todavía incipientes. Pero ningún signo de decrepitud o erosión podía variar el parecer de Antonio: para él, seguía siendo la mujer más bonita del mundo; y aunque hubiese sido la más fea seguiría pareciéndoselo, porque el amor es un hábito del alma, y Antonio sentía que su alma había vuelto del exilio.
—Mujer, seguro que algo tendrás. Con algún hombre bueno te habrás tropezado alguna vez en tu vida.
Carmen lo observó, desde el duro fondo de sus ojos grandes, con una brusca incertidumbre.
—Alguno tal vez —concedió—. Pero los buenos, no me digas por qué, siempre desaparecen.
—Los buenos de verdad, aunque desaparezcan, terminan regresando, prenda —la rectificó.
«Seguiremos juntos, Antonio. Juntos para siempre». Ésas habían sido las últimas palabras que Carmen le había dirigido, antes de desaparecer en la espesura del Retiro, después de que él le insistiera para que lo dejase a solas, con el cadáver del tiparraco que arrojó al estanque. Y aquellas palabras, que en los días siguientes se habían convertido en una letanía alborozada que repetía hasta quedarse dormido y que al despertar seguía repitiendo, a modo de ensalmo protector, volvían a resonar sanadoras en su conciencia, volvían a ocupar las estancias de su alma, como un inquilino expulsado que recupera sus derechos. No podía apenas contener el deseo de estar con ella, de refugiarse en ella, de lavar en ella sus culpas pretéritas, haciendo añicos de una vez por todas su simulacro de vida.
—Pues los esperaré sentada —dijo Carmen, refractaria todavía a entablar conversación con él—. Oye, tú eres un tipo bastante raro. ¿Nunca te lo habían dicho? Qué gracioso, llamarme «prenda»: hacía siglos que no escuchaba esa palabra.
Y, como si la palabra le trajese recuerdos benignos, volvió a observarlo detenidamente, pero ahora con una mirada distinta que había perdido su orgullo, una mirada que se había tornado hospitalaria, casi materna. Antonio se decidió al fin:
—Y la última vez que la escuchaste fue a mí, Carmen. ¿Es que ya no me recuerdas?
Ella se quedó al principio como petrificada, mientras la música de la orquesta seguía trompeteando, ajena a su estupor. Luego la acometió un temblor incontrolable que intentó ahogar aferrándose a la copa de ginebra; pero vertió su contenido. Retrocedió, dirigiéndose a la puerta, como empujada por un miedo pánico.
—No… No puede ser —balbució.
Antonio la tomó de la muñeca, antes de que huyera. Exageró:
—Nunca he dejado de buscarte. Nunca he dejado de pensar en ti.
Pensaba que la hipérbole, aunque sonase pomposa, cobijaba un fondo de recóndita verdad que ahora, al fin, le era dilucidada. Carmen lo miraba con pálido pavor y prevención, como miraría a un resucitado.
—Creía que habías muerto…
—Me esforcé para que así lo pareciese. Descubrieron el cadáver de aquel tiparraco y tuve que salir por piernas, prenda.
A Carmen la conmovía, después de tantos años, que Antonio hubiese cargado con sus culpas:
—Pero fui yo quien lo maté…
—¡Éramos consortes, Carmen! —dijo Antonio, recuperando aquella palabra de la jerga rufianesca, que ahora le traía esperanzas núbiles y lo rejuvenecía—. Y un buen consorte tiene que apechugar con las cargas familiares.
Notaba que el vacío que había crecido en el hueco de su alma se replegaba sobre sí mismo, como si sucesivas implosiones fueran reduciendo su tamaño, hasta dejarlo reducido a la insignificancia. Juntos para siempre, se repetía, juntos para siempre. Al fin había comprendido que su destino estaba al lado de aquella mujer, en un consorcio de vida más indestructible que cualquier sociedad criminal. Carmen parecía haberse pacificado, o al menos así lo simulaba; no le había pasado inadvertido que Antonio vestía un traje de excelente paño y confección, uno de los trajes que había mandado hacerse por estímulo de Consuelito.
—¿Y cómo es que ahora tienes tanto parné?
—Eso mejor te lo cuento en un sitio más tranquilo —dijo Antonio, aludiendo con disgusto al ambiente de la sala—. Si no tienes otro compromiso, claro.
En Carmen luchaban la curiosidad ante el pasado recobrado y el temor a lo que ese pasado trajese de la mano, el temor a reabrir una puerta que había permanecido sellada durante años.
—Claro que no, tonto —dijo, con una risueña liviandad que a Antonio se le antojó impostada—. Espérame aquí, que voy un momento al servicio.
Se internó en la oscuridad neblinosa del local, allá donde merodeaban los julandrones y las mozas del partido. Lo escamó aquella repentina disponibilidad de Carmen, que un minuto antes se había mostrado tan asustada, y se internó él también, suspicaz, en la zona de los lavabos, comprobando que se hallaban en un pasillo que conducía a un callejón lateral. Antonio se apostó a la salida, montando guardia como en su época divisionaria. Al otro lado de la plaza de Antón Martín, que ya para entonces estaba casi desierta, se había estacionado un coche un tanto descangallado, como de segunda o tercera mano, con el motor encendido. De pronto, confirmando las sospechas de Antonio, salió Carmen por la puerta del callejón, dirigiéndose rauda como una gacela al automóvil.
Antonio corrió tras ella y la alcanzó cuando ya se disponía a abrir la portezuela del coche.
—¿Adónde vas con tanta prisa, mujer? —le preguntó, con lastimada ironía.
El rostro de Carmen volvía a registrar la pululación del miedo. Desde el interior del vehículo, sonó una voz destemplada:
—¡Deje en paz a la señorita inmediatamente!
La proximidad del hombre en el automóvil parecía infundir en Carmen cierta sensación protectora que se resolvía en desapego hacia Antonio:
—Pensé que te habías cansado de esperar y te habías marchado —dijo.
—Ya, claro, y por eso tienes un coche esperándote a la puerta.
Habían iniciado un forcejeo que podía degenerar en trifulca. Antonio sabía que no tenía derecho a irrumpir en su vida como un espectro que se pasea por las dependencias de su antigua mansión, pretendiendo desalojar a sus nuevos inquilinos, pero al mismo tiempo no quería desasirse de su única tabla de salvación. Entretanto, el hombre del automóvil se había apeado y venía a separarlos; era un cincuentón cumplido y chaparro, vestido con un traje de tergal resobado, de un color gris perla, que no alcanzaba a taparle la tripa. Había algo extraño o desproporcionado en su rostro, que parecía como de porcelana a medio cocer. Antonio, al verlo, pensó en un lechón envuelto —mal envuelto— en papel de plata.
—A ver, a ver, un poco de calma —dijo, interponiéndose entre ambos en actitud conciliadora—. La señorita tiene razón, no sabía que yo estaba esperándola. No sé por qué riñen, pero seguro que tiene arreglo.
Hablaba con una pachorra exasperante que excitaba en Antonio las ganas de largarle una bofetada sin más preámbulos; pero la diferencia de edad y el aspecto pacífico del hombre, que no le estaba dando ningún pie para pelear, acabaron por disuadirlo.
—Estábamos hablando tranquilamente y de repente ella pretendió darme esquinazo —explicó Antonio, como un niño que trata de justificar ante su profesor una rebatiña de patio de colegio.
Carmen se apresuró a disolver cualquier interpretación ambigua con una mentira piadosa:
—Nos conocemos de cuando éramos unos mocosos. Vivíamos en el mismo edificio.
Y le lanzó una mirada de arisca complicidad. El hombre reparó con envidia en el traje de Antonio, que resaltaba la fealdad menesterosa del suyo.
—Haya paz, entonces —medió—. Si el señor te conoce desde entonces es natural que quisiera charlar contigo, mujer. —Se volvió hacia Antonio, ofreciéndole explicaciones que él no había solicitado—: Tiene razón Carmen, ella y yo no estábamos citados. Pero como sé que suele venir por este sitio a tomarse una copichuela, cuando no tengo nada que hacer me doy el gusto de venir a buscarla para llevarla a casa. Como a estas horas ya no hay metro ni tranvías…
Antonio dedujo que aquel hombre, conocedor de las querencias noctámbulas de Carmen, trataba de alejarla de las malas compañías, ejerciendo de rodrigón. Tal vez la quisiera para él solo, pero se supiese demasiado viejo o poco atractivo para conseguirla.
—Pero las viejas amistades hay que cuidarlas, Carmen —prosiguió, campechanote—. Si al señor le parece bien, podemos ir los tres juntos a tomar la última copa. —Antonio vaciló, poco ilusionado por la propuesta—: Ande, hombre, no se haga el duro. Me llamo Santiago Becerra.
Y le tendió una mano feble, casi infantil, que desentonaba con su corpachón tripudo, a la vez que empujaba a Antonio hacia el auto.
—Encantado. Yo soy Gabriel Mendoza —dijo con desgana, y buscó el silencio cómplice de Carmen, que lo miraba interrogadoramente.
Montó en el asiento trasero, mientras Carmen se sentaba adelante junto a Becerra. El coche serpenteó por las callejuelas del centro, para después enfilar hacia la Dehesa de la Villa. La noche madrileña tenía un aspecto cuaresmal, acorde con la época del año, como si sus pobladores se hubiesen acostado todos temprano, para llegar bien descansaditos al rezo de maitines.
—Si te parece bien nos tuteamos, Gabriel —propuso Becerra, estirando el pescuezo, para tratar de verlo a través del espejo retrovisor—. He pensado que podíamos pasarnos por la venta La Peque, que me han dicho que está siempre muy animada.
Antonio conocía de oídas el lugar, en la carretera de Francos Rodríguez a Puerta de Hierro, a la entrada del barrio de Valdeconejos, frecuentado por gentes de la farándula con ganas de jarana. Becerra se sacó del bolso interior de la chaqueta un paquete de cigarrillos que tendió a Carmen:
—Es una marca nueva que nos la acaban de servir. Pruébala, a ver qué te parece.
También le ofreció probar a Antonio, que rehusó. Así supo que Carmen trabajaba de dependienta en un estanco propiedad de Becerra, por el barrio de Chamberí, desde hacía varios años. Como no lucía alianza en la mano, Antonio dedujo que Becerra era un solterón un poco atarugado que, después de haberse convencido de las ventajas de la soltería, se había encoñado de su dependienta, a la que cortejaba como se corteja a las novias en la adolescencia, con infinita veneración e infinita patosería; pero, puesto que no era adolescente, aquel cortejo resultaba un tanto esperpéntico y sonrojante. Se notaba, sin embargo, que Carmen llevaba mucho tiempo dejándose querer por el estanquero, quizá correspondiéndole displicentemente, sin llegar del todo a comprometerse; y, como suele ocurrir en esas relaciones, hechas por un lado de ardores tardíos y vergonzantes y por el otro de rutina más o menos complaciente o remisa —pero regida siempre por el provecho personal—, la relación de Carmen y Becerra, que tal vez en la intimidad discurriese apaciblemente cansina, a los ojos de un tercero exhalaba ese tufillo estancado y podrido que caracteriza los amores fiambres o nonatos. Carmen fumaba con mal contenido nerviosismo, abochornada de las atenciones que Becerra le mostraba, que eran siempre untuosas y levemente sumisas.
—¿Te ha gustado? Mira a ver, que si no te gusta digo que no me sirvan más. Ya sabes que, para mí, tu opinión va a misa —decía.
—Pues no está tan mal, hombre. A ver qué tal funciona.
—A poco que lo recomiendes, se venderá como las rosquillas —la halagó Becerra. Y, estirando otra vez el cuello, le comentó ufano a Antonio—: ¡Menuda es Carmen: cuando quiere convencerte de algo, siempre se sale con la suya!
Antonio lo sabía bien: ella lo había convencido para dar aquel último palo que desencadenaría la sucesión de calamidades que desde entonces lo habían perseguido; pero era dulce dejarse anegar por una voluntad más fuerte y decidida. En la venta La Peque se habían juntado los pocos juerguistas que se atrevían a desafiar los preceptos cuaresmales de ayuno y abstinencia; y, sobre un fondo de guitarras y lamentos de cante jondo, cada grupo de clientes se montaba su tablao flamenco particular. Pidieron unas manzanillas que Becerra, erigido en improvisado anfitrión, se apresuró a pagar, antes de que Antonio pudiera echar mano a la cartera. No dejaba de mirarle el traje, con una suerte de humillado derrotismo, como si midiera la capacidad de seducción de un hombre por el atuendo y diese por perdida una hipotética contienda en la que ambos tuvieran que disputarse a Carmen.
—¿Y tú a qué te dedicas, Gabriel? —le preguntó.
Antonio improvisó una respuesta que presumió tranquilizadora para Becerra:
—Soy sastre.
Y, en efecto, Becerra sonrió aliviado, pues de este modo la elegancia de su oponente quedaba explicada de un modo profesional. Antonio comprendió lo que había de raro en el rostro de Becerra, que antes no había podido llegar a concretar: eran los ojos, separados de forma anormal en el rostro voluminoso, de tal manera que la nariz breve y chata estaba a sus anchas en el centro del óvalo, sobre un bigote corto y angosto, de cerdas bien perfiladas, a imitación de los chupópteros del Régimen; algunas cerdas eran rubias y otras canas, erectas como púas, en contraste con el cabello lacio, estragado por la calvicie.
—Pues entonces ambos nos dedicamos al menudeo —dijo Becerra satisfecho, dirigiéndose sobre todo a Carmen, para que entendiera que el nuevo pretendiente no podría aportarle ninguna mejora sustantiva de posición.
Los cantaores del local se salían ahora por peteneras con un dejo de limoneros y sal marina en la voz. En el patio de la venta andaban removiendo unas brasas y montando una barbacoa, para asar sardinas que sirvieran de recena a la clientela, hambrienta de ese hambre añadida que da la resaca del alcohol. Carmen callaba y mantenía la cabeza gacha, como si la soterrada rivalidad que se había entablado entre ambos la avergonzara.
—Pero vender trajes tiene más complicación que vender tabaco —precisó Antonio, sólo por fastidiar.
—No veo por qué —cortó Becerra, con cierta impertinencia—. Se toman las medidas del cliente y listo.
Pero a Becerra no se las habían tomado antes de endosarle el adefesio de traje que llevaba puesto; o tal vez se las tomaran antes de que engordara, allá en los tiempos de Maricastaña. Antonio sintió ganas de burlarse del hombre que estaba entorpeciendo su reencuentro con Carmen:
—No te creas, Santiago. Depende de la psicología de cada cliente, del país en el que trabajes…
Así daba un aire cosmopolita a su oficio apócrifo que volvía a situar en desventaja a Becerra, aferrado a su estanco de Chamberí, como el galeote a su remo.
—Vender ropa debe de ser igual en todas partes —se enfurruñó Becerra.
El llanto de las guitarras, con dolor de cal y adelfa, rompía las copas de madrugada.
—En modo alguno —se choteó Antonio—. Si quieres vender trajes en Inglaterra, basta con que digas que las telas inglesas son las mejores del mundo. En Estados Unidos tienes que anunciarte diciendo que utilizas figurines de los más afamados modistos franceses. En España, si no consigues convencer al cliente de que las telas son inglesas, los figurines franceses y el color del traje el mismo que lucen los actores americanos, no haces carrera.
Carmen sonrió pudorosamente. Becerra reaccionó con aspereza:
—¿Y en Alemania? ¿Qué hay que hacer en Alemania?
—En Alemania contratas una charanga, le pides que toque una marcha militar a la puerta de la sastrería y los curiosos entran, dispuestos a que les vendas lo que te dé la gana.
Ahora Carmen soltó una carcajada franca que dejó hecho unos zorros a Becerra. A la venta acababa de llegar un grupo heteróclito de zascandiles, batiendo palmas y lanzando jipidos; lo componían chupatintas del Ministerio de Turismo, toreros con el bálano astifino, golfantes con ínfulas de terrateniente, taxistas beodos, limpiabotas embetunados hasta las cejas, toda la cohorte desquiciada que Ava Gardner arrastraba en sus expediciones etílicas. La llevaban casi en parihuelas.
—¡Pero si es la actriz esa de Jólibu! —exclamó Becerra, con fascinación palurda—. ¿Cómo se llama?
Puso su mano medrosa y pueril sobre la rodilla de Carmen, como si quisiera transmitirle su exaltación.
—Ava Gardner —respondió Antonio, aguafiestas—. Os advierto que es una tía ordinaria.
Becerra se encrespó:
—Hombre, porque tú lo digas. Si ha triunfado en la meca del cine, será por algo.
—Coño, claro, porque las tías ordinarias siempre han tenido mucho éxito entre los paletos —se le encaró Antonio, ahora con indisimulada hostilidad.
El estanquero se quedó desconcertado por el desplante, sin saber si debía tomárselo a chirigota o revolverse iracundo; en la indecisión, adoptó una postura encogida, como de perrillo zaherido. Carmen salió en su auxilio, poniéndole también la mano en la rodilla:
—Pues a mí que me llamen paleta todo lo que quieran, pero esa mujer me encanta. —Becerra sonrió, mohíno—. Anda, chato, pídele un autógrafo para mí.
A Becerra lo desagradaba dejarlos solos, aunque fuera apenas durante cinco minutos; pero resolvió que ganaría más puntos atendiendo el requerimiento de Carmen y decidió darse prisa, viendo que en torno a la actriz ya se había formado un corro de aduladores, curiosos, tocones y carroñeros varios. En el patio de la venta ensartaban las sardinas en espetones y las ponían entre las brasas.
—Antonio, te estás pasando de la raya —lo amonestó Carmen cuando quedaron solos, sin mirarlo apenas—. Santiago no te ha hecho nada.
En honor de la ilustre visitante, los cantaores ya probaban cantes de ritmo más vivo y palmoteo a granel, en plan bulería pachanguera.
—Joderme el día que llevaba esperando desde hace trece años —dijo Antonio, con encono—. ¿Te parece poco?
Carmen no lo miraba. Tenía que conformarse con contemplar su perfil, que parecía merodeado por el llanto.
—Siempre se ha portado bien conmigo, sin pedirme nada a cambio…
—¿Y sólo por eso vas a entregarte a él?
Las sardinas empezaban a extender su peste, como una fumigación contra los pecados de la carne. Carmen se encogió de hombros:
—Mira, Antonio, el mes que viene cumplo treinta y cinco años. —Antes de que él pudiera decirle por cortesía que no los aparentaba, Carmen prosiguió, deseosa de mostrar todas sus cartas—: Y tengo una hija en un internado que acaba de cumplir diez. Llega un momento en que una tiene que empezar a pensar en el porvenir…
Antonio se cohibió. Un ramalazo de tristeza le cruzó el pecho, mientras su corazón latía fuertemente. Durante unas horas, había vivido la fantasía de creer que el tiempo se había quedado suspendido e inmóvil, aguardando su reencuentro con Carmen. Pero el tiempo nunca pasa en balde; y se ensaña con los más desgraciados.
—¿Pero él te gusta? —murmuró.
—Ni me gusta ni me disgusta, Antonio. Pero se preocupa por mí y cuando hay que sacar la cartera la saca. A ver si no cómo iba a poderle pagar el colegio a la niña.
Puesto que ella había mencionado crudamente el aspecto económico, no se arredró:
—Conmigo no te faltará de nada, te lo aseguro.
Becerra volvía ya, sofocado y triunfante, enarbolando una servilleta de papel con el autógrafo de la diva, que se hacía notar lanzando alaridos estridentes y sacando a paseo una teta, mientras los camareros le llevaban las primicias de las sardinas asadas. Habían adornado los espetones con escarapelas patrióticas, a modo de banderillas.
—Aquí tienes el autógrafo —proclamó Becerra, saboreando su logro—. Me ha costado Dios y ayuda, porque no veas la curda que lleva la buena de Ava. Pero hasta he conseguido que escriba tu nombre.
Sobre la servilleta, se desparramaba un garabato ilegible, de letras picudas y temblonas. Antonio no dimitió de su papel fastidioso; las revelaciones recientes de Carmen no habían logrado sino enconarlo todavía más:
—¿Y tanto esfuerzo para qué? Para conseguir la firma de una borracha que ha venido a España a hacer lo mismo que todos los americanos: estropear lo poco auténtico que queda en nosotros y quedarse con lo sucedáneo, con el tipismo más cochambroso.
Becerra quiso contemporizar:
—Tampoco es eso, Gabriel. Ava es una gran hispanófila, y siempre que puede hace propaganda de España.
La llamaba por su nombre de pila, con esa candidez del paleto que así cree participar del brillo rutilante de la estrella. Carmen se había levantado de la silla, cansada de aquella esgrima un tanto mema:
—¿Sabéis que me estáis hartando? —se quejó—. Voy a ver si consigo que me den una sardina.
Becerra trató de retenerla:
—Si ya nos tenemos que ir, mujer…
Pero Carmen se había perdido entre el barullo, para consternación de Becerra, que parpadeó con sus ojillos extraviados en la amplitud oronda de su rostro. Carraspeó y habló a Antonio en un tono de confidencial patetismo:
—Mira, Gabriel, me gustaría dejarte clara una cosa. Estoy enamorado de Carmen y dispuesto a casarme en cuanto ella se anime. —Antonio lo miraba con fiereza, hasta conseguir que el estanquero doblegara la testuz, pusilánime—. No sé cuáles son tus intenciones, no sé si es verdad que sois amigos de la infancia, pero te suplico que no trates de amargarme la vida. La quiero de veras, y eso sería para mí como si me clavasen la puntilla…
Sus últimas palabras se habían desaguado casi en una llorera. Antonio sintió un invencible asco, mezclado con cierta impresión de lástima, como cuando pisamos una cagarruta con los zapatos nuevos:
—Lejos de mi intención clavarle a nadie la puntilla.
Becerra levantó la cara, congestionada por la emoción. Los ojillos le brillaban, sosteniéndose a duras penas en el alambre del pundonor. Imploró:
—Compréndelo, Gabriel. Tú eres un hombre de mundo, joven todavía y elegante, a quien le sobrarán las mujeres. Yo ya soy viejo, y me faltan recursos para ponerme a competir contigo. —Su voz se iba adelgazando, a medida que descendía hacia la abyección—: Si Carmen me dejara, no sé qué iba a ser de mi vida. Tendrían que recogerme con escoba.
Ava Gardner se había encaramado a uno de los veladores del fondo, dispuesta a regalar a su séquito un zapateado. Las palmas que jaleaban su decisión acallaron las últimas súplicas de Becerra, a quien Antonio veía hacer pucheros y aspavientos lloricosos, antes de concluir:
—Te lo pido por favor, no me destruyas.
Y se pasó un pañuelo arrugado por la cara, tratando de recuperar la compostura. Cuando regresó Carmen, Becerra se levantó como un resorte.
—Nosotros ya nos vamos —dijo, a la vez que tomaba a Carmen del brazo, como reafirmando a la desesperada sus derechos de propiedad—. ¿Quieres que te dejemos en algún sitio, Gabriel?
Antonio miró a Carmen como se mira una tierra de promisión, con presentido júbilo y acuciante deseo; pero Carmen se mantenía hierática, como si apenas lo viese.
—Creo que me quedaré un rato más —resolvió, un tanto despechado. Tendió fríamente la mano a Becerra y después a Carmen—. Fue un gusto volver a verte.
Carmen mantuvo muy calculadamente las distancias, como si se previniera de la tentación de darle un beso. Pero en la mano le había deslizado, hecha un gurruño, la misma servilleta de papel en la que unos minutos antes Ava Gardner le había dedicado su autógrafo. Antonio la mantuvo apretada en el puño, hasta que Carmen y Becerra desaparecieron, abriéndose paso entre los mamelucos que cortejaban o magreaban a la diva yanqui; formaban una pareja inverosímil, incongruente, casi obscena. Alisó la servilleta y leyó lo que Carmen le había dejado escrito, con una caligrafía a la vez rotunda y sobria, sin atisbo de dubitación: «Pásate el sábado a merendar»; y, a renglón seguido, una dirección en la calle de Leganitos.
Juntos para siempre. Antonio se repitió esta frase una y otra vez, en una letanía alborozada, rememorando lo que Carmen le había dicho a modo de despedida en el Retiro, trece años atrás. La pelmaza de Ava Gardner, después de perder varias veces el equilibrio, había renunciado a zapatear y se había puesto en cuclillas sobre el velador, para mear más cómodamente.