Desde luego
Desde luego, el contenido era turbio, y mucho; pero de un modo críptico, jeroglífico, en el que no podía penetrar. También promisorio, muy halagüeñamente promisorio, hasta el extremo de que, por primera vez, dio por plenamente justificadas las zozobras y desazones que le estaba causando su impostura; pero era una promesa al estilo de las del Antiguo Testamento, demasiado nebulosa y fiada a un futuro en el que, para cumplirse, primeramente tendría que darse una concatenación de hechos favorables y fortuitos que le permitieran su desciframiento. Leyó la carta hasta una docena de veces; pero cada lectura no hizo sino acrecentar su intriga. Decía así:
Querido Gabriel:
Te escribo con las últimas fuerzas que me restan. Hace un par de días nos han notificado del Ministerio del Ejército que estás vivo, esperando en un campo de Vorochilogrado el cumplimiento de los últimos trámites para tu regreso. Ya puedes imaginarte la sorpresa que a todos nos ha causado la noticia. Y, en mayor o menor medida, alegría, mucha alegría; a mí al que más, aunque te permitas dudarlo.
Yo hubiese querido aguantar vivo hasta verte de vuelta aquí, pero no sé si será posible: los médicos me han confirmado que no hay manera de detener este cáncer y me han dicho que mi muerte es cuestión de días, seguramente menos de los que tú necesitas para regresar a España. Sé bien que lo que menos te apetecerá en el mundo es volver a verme, después de que te marcharas precisamente para quitarme de la vista. Pero, aunque fuera para seguir sufriendo tus desprecios, querría poder explicarte muchas cosas y aclarar muchos malentendidos que de otro modo se quedarán sin aclarar para siempre. También para repetirte algo que ya te dije en su día: es muy cómodo renegar de un padre al que se considera un criminal indigno, después de haberse aprovechado durante años del fruto de sus presuntos crímenes. Porque tú, Gabriel, si viviste como viviste, si estudiaste en los colegios en que estudiaste y disfrutaste de caprichos que ningún otro chico de tu edad podía permitirse es porque tu padre te lo pagaba. Tú ahora dirás que fue un soborno, y que no eras consciente de lo que transportábamos en los camiones; pero eso, perdóname que te lo diga, es falso.
No sabías, desde luego, que aquellas vacunas estaban adulteradas, como yo tampoco lo sabía. Y, desde el momento en que lo supe, dejé de trabajar con aquella gente, como no se te escapa. Yo fui el primero en lamentar lo ocurrido con aquellos niños, ninguno de los cuales, por cierto, llegó a morir, y a los que luego he ayudado en todo lo que he podido, pagándoles los estudios y el tratamiento de su poliomielitis. Con esto no quiero tranquilizar mi conciencia, por supuesto; cosa que al parecer tú quisiste hacer, renegando de tu padre y hasta tratando de denunciarlo.
En fin, agua pasada no mueve molino, así que no le demos más vueltas; lo que ocurrió, ocurrió, y no hay modo de borrarlo. La razón de esta carta es otra. En el sobre te adjunto la llave del piso de Paloma, que sigue estando enfrente del Retiro, en el sitio que bien conoces. Sé que, a raíz de tu súbita conversión, desaprobabas mi relación con ella, y que hasta trataste de arrebatarle el piso que yo le había regalado, por considerarnos a ambos responsables de la muerte de tu madre, q. e. p. d.; sobre esto también habría mucho que hablar, pues tu madre siempre aceptó que yo tuviera mis apaños, y en cambio sufrió como ninguna otra madre tus correrías juveniles. No voy a decirte que le gustara que yo mantuviese a Paloma; pero, desde luego, cuando la vi llorar desconsolada era cuando volvías a casa a las tantas, borracho como una cuba, o cuando había que ir a recogerte a cualquier prostíbulo, porque no te tenías en pie. Si a mí me corresponde una parte de culpa en el apagamiento de tu madre, la parte tuya no es pecata minuta. Tampoco voy a reprocharte ahora que, antes de tu conversión, trataras en varias ocasiones de llevarte a la cama a Paloma, sin éxito; cosa a la que ella no accedió no porque no le parecieses guapo, sino porque le pareció demasiado sórdido acostarse con el hijo de su amante. Tú siempre la consideraste una fulana; pero hasta las fulanas se rigen por principios que tú, por entonces, no contemplabas. A veces me he preguntado si en tu posterior conversión no había algo de la furia del converso; como en el odio que luego le mostraste a Paloma.
¿Que Paloma es una fulana? Según el sentido que le demos a la palabra; en el más común y malévolo seguramente sí. Pero a mí nunca me importó que anduviera con otros hombres, siempre que a mí me diera lo que buscaba en ella. Nunca le exigí otra cosa; y, en lo que le pedía, nunca me falló. Me gustaba su compañía porque era una mujer positiva, justo al revés que tu madre, que en lo demás era una mujer excepcional y modélica, pero que nunca supo darme placer ni alegría. En Paloma eso lo encontré siempre; y en estos años últimos de enfermedad y viudez nunca me faltaron su apoyo y compañía. Por no mencionar que ella siempre se avino a prestarnos su piso para las transacciones que tú bien conoces; y que gracias a que ella figuraba como propietaria en el registro nunca tuvimos que preocuparnos de que nuestros nombres se vieran involucrados. ¿Que lo hacía por interés? Conozco a otras muchas que también lo habrían hecho, con la diferencia de que Paloma nunca hizo preguntas, ni quiso entrometerse en nada, ni pretendió sacar mayor tajada. ¿Que ya es suficiente tajada el piso y la asignación mensual que le paso? No me hagas reír. Piso y asignación son naderías, al lado del dinero que su discreción nos ha permitido ganar; escribo en plural porque durante algún tiempo participaste en el ajo, y porque de un modo u otro volverás a participar.
Me he asegurado de que ese piso siga siendo suyo para siempre, y también de que siga cobrando su asignación mientras viva; pero de esto, como te puedes imaginar, no he dejado huella en mi testamento, pues tonto del todo no soy, y contra un hijo convertido en paladín de la virtud como tú hay que tomar ciertas precauciones. Me imagino que no querrás seguir con las transacciones que en el piso de Paloma se han estado haciendo durante todos estos años. De ellas nadie sabe nada, mucho menos la propia Paloma, que siempre ha preferido mantenerse al margen; tal vez no tenga inteligencia para maquinar y conspirar, pero desde luego es la mujer más inteligente del mundo en lo que toca a su protección y tranquilidad personal. En estos años últimos he estado varias veces tentado de interrumpir estas transacciones, pero me ha faltado ánimo para romper con nuestro socio; los pactos, aunque sean pactos entre criminales indignos, generan obligaciones. Tú, que eres hombre probo y dignísimo, y que todavía eres joven, podrás sin duda romperlos; y dados tus antecedentes como glorioso divisionario, no creo que nuestro socio se atreva a ponerte pegas, ni a meterte en líos. Si algo caracteriza a los criminales es el olfato para distinguir dónde no les conviene meterse; y, allá donde huelen a virtud, salen pitando.
En fin, aquí tienes la llave del piso para hacer lo que quieras. Y en el piso, exactamente en el mismo escondrijo que tú y yo diseñamos, está el dinero ganado durante todos estos años, distribuido en fajos. Apenas lo he tocado, de modo que no ha dejado de crecer; y pronto habrá que buscarle otro escondrijo supletorio. Puedes hacer con el dinero lo que te pete: si te quedas con él, tendrás para vivir tú, tus hijos y tus nietos; si decides deshacerte de él, procura emplearlo en alguna obra de beneficencia; y también puedes quemarlo, si crees que es un dinero que hasta a los pobres ensuciaría. Nada tengo que objetar contra cualquiera de estos tres destinos.
Aunque te confesaré que hubiese querido vivir para ver por cuál de los tres te decides. Sea el que fuere, ten presente que mi abrazo sería el mismo; y que, no faltándome la vida, habría ordenado matar en tu honor el novillo cebado, como en la parábola evangélica.
Tu padre que te quiere,
AMADEO.
La letra de la carta era un poco temblona y desgalichada, y se habían empleado varias tintas en su redacción, como si el difunto hubiese necesitado recuperar el aliento que la enfermedad le quitaba entre párrafo y párrafo; o como si las enormidades que en la carta se exponían le resultasen indigestas incluso a un hombre tan cínico y maleado como el que la había escrito. Desde la distancia en la que vive relegado el paria, Antonio siempre había estado convencido de que las buenas familias esconden, detrás de una fachada idílica, sótanos tenebrosos y desvanes donde anidan los áspides; y las confidencias que Mendoza le había hecho durante el cautiverio confirmaban esa intuición. Pero las mazmorras irrespirables que aquella carta desvelaba, fétidas de resentimientos enquistados, sórdidas complicidades y secretas perfidias, no las había imaginado nunca; y ahora que al fin las descubría, sus viejas astucias de truhán, y hasta sus mañas recién adquiridas de impostor, se le antojaban en comparación aspavientos de aprendiz. Un doble sentimiento lo embargaba: por un lado, algo parecido al horror, pero un horror que, como a veces nos ocurre ante las crónicas truculentas de un periódico de sucesos, le provocaba al mismo tiempo repelencia y fascinación; y por otro, una suerte de gozo o trepidación jubilosa ante el desciframiento de un acertijo que excitaba, a la vez que su curiosidad y su inteligencia, su avaricia. Le faltaban casi todas las proposiciones del acertijo: no sabía quién era Paloma, ni tampoco dónde se hallaba la vivienda que el padre de Mendoza le había regalado, a cambio de convertirla en el piso franco de sus transacciones, de cuya naturaleza delictiva o fraudulenta no le cabía sin embargo duda alguna; tampoco sabía cuál podría ser el escondrijo en el que el padre de Mendoza había ido guardando el dinero de tales transacciones, una cantidad suficiente como para garantizar la vida de varias generaciones. Antonio no se imaginaba teniendo hijos o nietos, pero la falta de descendencia no hacía sino agrandar la magnitud del botín. Recordó con una suerte de misericordia vergonzante al maleante de poca monta que había sido antes de partir a Rusia, siempre receloso de que sus palos pudieran tener consecuencias imprevistas, siempre cauteloso y prudente en la elección de sus víctimas, de sus métodos, de sus compinches y coartadas. Pero aquel recelo de entonces, aquella cautela y prudencia no eran sino la expresión disfrazada —vergonzante— de sus escrúpulos morales. Había necesitado sufrir la experiencia aniquiladora del cautiverio para matar al pobre diablo que lo lastraba y convertirse en lo que ahora era: un hombre sin atributos, un reptil que cambia de camisa; y, al fin, esa metamorfosis hallaba un propósito acorde a los riesgos adoptados. Se juró que ese botín sería suyo, más pronto que tarde; y se guardó la llave que le abriría la cueva del tesoro.
Pero, para lograrlo, tendría que actuar con sangre fría y pragmatismo. Había anunciado a los trabajadores de Transportes Mendoza que tomaría las riendas del negocio después de San Isidro; pues, aunque nada sabía del tal negocio, entendía que la impostura en la que se había embarcado sólo podría alcanzar puerto si asumía cuanto antes sus obligaciones cotidianas, según le había aconsejado Cifuentes (también le había dicho que haciendo un mal jamás se puede alcanzar el bien, pero tampoco pensaba convertir a Cifuentes en su director espiritual). Entretanto, Antonio tuvo que solventar algunos engorrosos trámites y pejigueras, necesarios sin embargo para asumir definitivamente su nueva identidad. Aparte de los requisitos legales derivados de la aceptación de la herencia, Antonio fue convocado en Capitanía General, donde los repatriados estaban siendo sometidos a interrogatorio, pues la autoridad militar deseaba asegurarse de que no hubiera entre ellos ningún agente soviético infiltrado, así como determinar las circunstancias en que cada uno había sido hecho prisionero o se había rendido al enemigo, con la intención tal vez de llevar a los desertores ante un consejo de guerra. El coronel que interrogó a Antonio lo hizo como abochornado de la misión que le habían impuesto, pues se consideraba indigno de desatar la correa de las sandalias de aquellos hombres que habían sacrificado su juventud en los altares de una patria ingrata, y más indigno todavía de enjuiciar su conducta. Antonio comprobó entonces que las hazañas que el alférez Mendoza había protagonizado en los primeros años de cautiverio habían trascendido a su expediente militar, que sin embargo no recogía los desfallecimientos de los años postreros. A su interrogador, que daba por demostrado el heroísmo de Mendoza, le interesaba, sobre todo, investigar el comportamiento de la tropa; y, sin disimular la repugnancia que le provocaba aquella encomienda, trataba de sonsacar a Antonio, esperando que delatase a algún desertor.
—Desengáñese, mi coronel —dijo Antonio, cerrándose en banda—. No obtendrá de mí la información que pretende. En el Semíramis juramos que jamás saldría de nuestros labios una acusación contra ningún camarada. Nuestras posibles flaquezas se quedaron enterradas en Rusia.
El coronel inclinó la cabeza, contrito, como si estuviese recibiendo una regañina por haberse quedado criando próstata en la poltrona de su despacho, mientras otros se batían en las trincheras rusas.
—Ese gesto lo honra, alférez —concluyó, después de apartar a un lado la ficha de su expediente intachable—. En el Ejército necesitamos hombres como usted. ¿Piensa pedir su ingreso en las Fuerzas Armadas?
Antonio repuso secamente, después de aclararse la voz:
—En modo alguno, mi coronel. Nunca concebí hacer carrera militar. Me enganché como alférez provisional, interrumpiendo los estudios, porque consideraba una obligación rendir un servicio a la patria en su lucha contra el comunismo. —Ni siquiera se molestaba en evitar que tal sequedad resultase un poco hiriente—. Creo que ese servicio ya ha sido prestado con creces. Espero que la patria sepa agradecérmelo.
—También lo espero yo, alférez —dijo el coronel, recostado en su poltrona.
Tal vez sugiriese que lo mejor sería esperar sentado. También lo convocaron de la Delegación Nacional de Excombatientes, donde se preocuparon por su estado de salud, su situación económica y sus perspectivas de obtener pronto una colocación, ofreciéndose para buscarle un empleo a través del Instituto Nacional de Previsión; pero Antonio desestimó cualquier ayuda, alegando que contaba con medios suficientes para reincorporarse a la vida civil. Y con más que esperaba contar pronto, cuando los acertijos de la carta del padre de Mendoza fuesen resueltos. Antes, tenía una cita para San Isidro a la que no pensaba faltar; pero, para acudir a ella, necesitaba aprender a conducir, y hacerlo sin levantar sospechas en su profesora, que en todo momento debería contemplar su aprendizaje como la recuperación de una antigua maña que tenía olvidada. Imaginó que en el garaje de la empresa habría algún coche propiedad de la familia y solicitó que se lo entregaran a Amparo, que todas las tardes pasaba a recogerlo por el piso de la calle de Claudio Coello, para llevarlo hasta las carreteras secundarias próximas a Aravaca, que conocía bien y eran idóneas para la instrucción, por estar poco transitadas. A Antonio le bastó reparar en el juego de pies sobre los pedales y en las distintas posiciones de la palanca de cambios para animarse a tomar el volante; pronto descubriría que conducir un automóvil era tan sencillo como mantener el flujo del pensamiento, o incluso más sencillo aún, pues una vez lograda la simbiosis con la máquina, la conducción era tan natural como una función fisiológica. También ayudaba la excelente mecánica del automóvil, un flamante Pegaso cabriolé de fabricación nacional que marchaba como una seda; y que, a medida que tomaba velocidad, con la capota plegada, le transmitía un cosquilleo grato, casi erotizante, como una impresión de poderío y pertenencia a una casta superior.
—¡Oye, no te embales! —advertía Amparo, descacharrada de la risa, cuando tomaba las curvas sin levantar el pie del acelerador—. No me dijiste que pensaras meterte piloto de carreras.
Con la melena ondeante y las gafas de sol a guisa de diadema, se le borraba el gesto de virgen pánfila y podía hasta dar el pego como chica de revista. Antonio ya se animaba incluso a soltar una mano del volante, que empleaba para masajearle los muslos, más entecos sin embargo que los de una chica de revista.
—Ya sabes que para mí conducir es como para otros respirar —alardeaba.
Tras el acelerón arrimó el Pegaso a la cuneta. Le gustaba escuchar el ronroneo del motor en punto muerto, como el corazón de un caballo desbocado que se detiene a tomar aliento.
—¿Lo ves? Ya te dije que aprenderías en cuatro días.
Amparo se había retrepado en el asiento del copiloto y se había alzado muy modosamente la falda, para favorecer la exploración de Antonio, que sólo alcanzó hasta el elástico de las medias, intimidado por el calor intacto que se agazapaba más allá. Apartó la mano como si se hubiese escaldado.
—No te creas, todavía tengo un poco de miedo.
—¿A qué? —pregunto ella, chafada.
—Pues al coche, mujer, a qué va a ser. A veces pienso que me voy a estrellar.
Dirigió la mirada hacia sus muslos poco apetitosos, casi cuaresmales. Amparo se estiró la falda hasta las rodillas.
—No digas bobadas. Espero que ahora me lleves de excursión a Sigüenza, como me prometiste.
Antonio fingió alborozo, como quien paga un peaje:
—Eso está hecho. ¿Cuándo te apetece?
—Podríamos aprovechar el día de San Isidro —dijo ella, mordiéndose el labio inferior—. Aunque no, espera, ahora que me doy cuenta Pacorris nos ha conseguido entradas para los toros y no vamos a hacerle el feo. Torean Rafael Ortega y un muchacho que se llama Antoñete, las sensaciones del momento.
—Ese día no va a poder ser… —comenzó Antonio, afectando contrariedad.
—¿El qué? ¿Los toros o la excursión? —saltó Amparo, harta de sus excusas.
—Ni los toros ni la excursión, cariño. Resulta que en Rusia le prometí a un compañero llamado Isidro que, si sobrevivíamos y regresábamos a casa, celebraríamos juntos su primer santo. —Se sorprendió a sí mismo de la naturalidad con la que mentía, casi tanta como la que empleaba para respirar o conducir—. Tiene una finca en la provincia de Jaén y nos ha invitado a un grupo de amigos. Será el primer viaje que haga conduciendo solo, a ver qué pasa.
Amparo protestó sin demasiado ímpetu:
—¿Es que no puedes llevar a tu novia?
—Es una celebración sólo para hombres, cariño. —Se dio cuenta de que empleaba este apelativo afectuoso cada vez que le mentía—. Hablaremos de nuestras cosas, son muchos años de penalidades compartidas. —Se volvió hacia ella y le acarició la mejilla—. Pero te prometo que no volverá a suceder. El próximo fin de semana nos vamos a Sigüenza como que me llamo Gabriel.
Amparo esbozó una mueca de decepción que amenazaba con hacerse crónica; de ambos lados de la nariz le brotaban sendas arrugas profundas que morían más abajo de las comisuras de los labios y las arrastraban en cierto modo en su caída.
—Bueno, de que te llamas Gabriel tengo al menos la certeza. De lo demás…
—De lo demás puedes tener la misma, cariño —dijo Antonio, sin asomo de cinismo.
Él tampoco tenía certezas; pero sí objetivos que debía cumplir a rajatabla, si no quería caer atrapado en la red de mentiras que había urdido. El día de San Isidro, al declinar la tarde, salió de Madrid, una ciudad infestada de chulaponas apócrifas y majas con mantilla que se apresuraban en dirección a la plaza de las Ventas, como convocadas por un mugido cárdeno y tribal; pensó, en un momento de debilidad, que tal vez en los aledaños de las Ventas, tratando de colocar a la multitud festiva una bolsa de pipas de calabaza o almendras garrapiñadas, anduviera Carmen, de quien todavía seguía acordándose cuando el flujo de su pensamiento tendía a la divagación; pero eran instantes de debilidad que enseguida rectificaba. Tomó la carretera de La Coruña, según había estudiado en el mapa; aunque conducir ya no le costaba esfuerzo alguno, seguía fallándole el sentido de la orientación. En el puerto de Navacerrada, el crepúsculo se ensangrentaba como el ara de un sacrificio ritual, y a medida que se adentraba en la meseta castellana, la noche adquiría la tensión de un tambor de son opaco o una campana con el badajo envuelto entre trapos. Fue dejando tras de sí aldeas arrugadas, inmóviles en el tiempo y en su animal aislamiento. Por la Tierra del Pan, los pueblos de adobe, azotados de intemperie, parecían esconder un muerto en cada casa, una sementera de muertos que esperaban tranquilamente la resurrección de la carne, mientras los devoraban los gusanos, custodiados por mujerucas enlutadas. Antes de llegar a Arquillinos se salió de la carretera y se internó por un camino que avanzaba entre trigales raquíticos, salpicados de amapolas, y palomares derruidos de arquitectura siempre peregrina, como zigurats de un dios que ha tomado las de Villadiego, harto de que le caguen las palomas encima. En uno de aquellos palomares, lindante ya con el siguiente pueblo, Villalba de la Lampreana (se había aprendido de memoria aquellos topónimos eufónicos, como nombres de ínsulas extrañas de una novela de caballerías), escondió el coche, aprovechando el hueco a modo de toldo que hacía el tejado medio caído sobre la pared del palomar. Luego regresó a Arquillinos por andurriales polvorientos, entre cardos y cardenchas que alzaban casi dos metros del suelo, como espantajos de secarral. La noche tenía el cielo de barro, un cielo sin estrellas, como una tapia de adobe o un túmulo sin epitafio; y de Arquillinos llegaba un rumor de fiesta terminal o canina, cuando la música ya ha dejado de sonar y los borrachos que se han quedado sin moza ladran al santo patrono, reprochándole su soledad y laceria. Antonio se apostó entre los carrizos que escoltaban un arroyo casi seco, pululante de sabandijas o culebras de agua; enfrente, en la era del pueblo, una cuadrilla de quintos se las tenía tiesas con Vidal, que al parecer se había propasado con la novia de alguno, presentando sus credenciales de divisionario.
—Anda, nazi cabrón —lo increpaban—, jode con una cabra si tantas ganas tienes.
Vidal retrocedía entre empellones; y al fin se decidió a poner pies en polvorosa, viendo que llevaba las de perder. Se tambaleaba y tenía la voz estoposa, como de haber empinado mucho el codo:
—Nazi será vuestra puta madre, criajos de mierda —se engalló, cuando ya los tenía lejos—. Yo soy comunista, para que os enteréis. Cuando cambien las tornas ya vendréis a pedirme perdón de rodillas, ya.
Aunque pretendía resultar retador, casi lloriqueaba. Antonio salió de los carrizos, que apuntaban al cielo con su lanza.
—¡Faustino, amigo! —lo saludó, saliendo a su encuentro—. ¿Querrás creerte que se me pinchó la rueda del coche y he tenido que venir andando un buen trecho?
Vidal tardó en distinguir sus facciones; y cuando por fin lo hizo lo miró con extrañeza, como si hubiese olvidado su invitación.
—Pues sí que llegas tarde, Antonio… La fiesta ya terminó.
—Eso es lo de menos, hombre. Yo lo que quería era saludarte y ver qué tal te iban las cosas. —Le palmeó la espalda, venciendo la repugnancia. Vidal tenía la camisa húmeda y pringosa, empapada de vino o de vómito—. ¿Qué te decían esos cantamañanas?
Vidal hablaba en un rezongo; el labio inferior le colgaba pendulón, y se bababa:
—Pues que los divisionarios somos todos unos nazis asesinos y que fuimos a Rusia a matar judíos. ¡Hay que joderse con los niñatos! Primero me toca sufrir el desprecio de mis compañeros, por antifascista, y ahora que me llamen nazi.
—No les hagas ni puto caso, Faustino. No merece la pena.
Habían echado a andar, alejándose del pueblo. Dejaron atrás el cementerio, parapetado entre tapias de cal, donde los muertos se corrían la última juerga, reclamando a Faustino que los acompañara.
—Ya, ni puto caso, qué fácil es decirlo —se quejó, lastimado por un rencor sordo—. Pero de algo hay que comer. Yo trabajo a jornal y ahora nadie me quiere contratar, porque dicen que si soy nazi. ¡Pero, joder, si cuando me fui ser nazi era como ser de la adoración nocturna! Y ahora te llaman nazi para insultarte. Pues a ver cómo me las arreglo para sobrevivir.
Antonio pensó que Vidal tal vez estuviese allanando el camino para pegarle un sablazo. Pero no iba a ser necesario: en el banquete celestial nunca sobran comensales.
—Solicita trabajo en la Delegación de Excombatientes, Faustino —dijo—. Ellos se encargarán de buscarte colocación.
—Y una mierda. Han hecho una clasificación de los que volvimos en el Semíramis, según el comportamiento mostrado durante el cautiverio, y a mí me han puesto en el grupo de mala conducta, con los desertores. Espera, ven por aquí.
Había abandonado el camino y se dirigía hacia una laguna de aspecto grimoso, como un escupitajo de Dios en mitad del campo. Se bamboleaba al andar, como un orangután con tabardillo. Por un segundo, o por una décima de segundo, Antonio sintió la insidiosa cercanía de la piedad.
—¿Adónde me llevas? —preguntó.
—Es que voy a ver si pillo alguna pollada de patos entre los juncos —confesó Vidal, en un tono lastimero o mendicante—. De alguna manera tengo que llenar el buche. Mejor esto que robar gallinas.
A medida que se acercaban a la laguna, el terreno se tornaba más blando y resbaloso. Pero a Antonio no le importaba ensuciarse los zapatos.
—¿Con los desertores, has dicho? No me lo puedo creer… Eso es porque algún hijoputa se ha ido de la lengua.
Vidal se inclinaba sobre los juncos, y los juntaba como si fuesen mieses en la época de la siega. Al fin encontró un nido de patos y expulsó a la madre durmiente de una patada.
—Pues eso mismo digo yo. Alguno o algunos —precisó. Tal vez en el plural se incluyese un reproche encubierto a Antonio—. Pero vamos a ver —se encabronó—: ¿no juramos en el Semíramis que aquí todo quisque se callaba la boca? Pues parece que algunos están faltando a su palabra.
—Qué gentuza, la Virgen.
Vidal se había quitado la camisa, para hacer con ella fardel y guardar la pollada. En la piel se le transparentaba el arpa de las costillas y el puñal del esternón, como souvenires del gulag. Los pollos de pato se rebullían en el interior de la camisa, abultándola como lobanillos.
—Y ahora, encima, me han citado en Valladolid, en Capitanía General, para ir a declarar.
Antonio trató de tranquilizarlo:
—No te preocupes, a mí también me citaron. Es un acto puramente rutinario.
Pero todo acto puede devenir rutinario, también el crimen y el asesinato; basta con criar un poco de callo. Vidal no se conformaba con la pollada que ya tenía en el fardel y seguía hurgando entre los juncos, logrando a duras penas no caer en la laguna.
—Será todo lo rutinario que tú quieras, pero yo pienso largar todo lo que sé. Y dando nombres, ¡ojo!, dando nombres: los que hicieron de jefe de brigada con sus nombres y apellidos, los que se apuntaron al grupo de teatro lo mismo, los que pidieron la nacionalidad soviética y los que hicieron de delatores también. Aquí no se salva ni el Pupas.
La expectativa de la denuncia lo envalentonaba o resarcía de las humillaciones padecidas en los últimos años. Antonio miró resignadamente los campos que se extendían en lontananza, fundidos casi con el cielo de barro, esperando que los ángeles de San Isidro bajasen a labrarlos. Podían también esperar sentados, como los divisionarios el agradecimiento por los servicios prestados. Habló con una voz ausente, como desasida de sí misma:
—¿A mí también piensas denunciarme?
—No, a ti no —respondió Vidal con prontitud, para apostillar a continuación—: Y eso que lo que tú has hecho deja a los otros como santitos de peana. Pero le juré a la franchute que no te denunciaría nunca, y no voy a faltar a mi juramento. ¡Bien que me lo pagó, la muy guarra!
Rió lúbricamente, enseñando la dentadura de la que ya faltaban algunas piezas, y luego puso cara de estarse corriendo, o tal vez fuera su habitual cara de cretino. Antonio sintió que la sangre le había empezado a hervir:
—¿Nina? ¿Quieres decir que Nina te lo pagó bien?
—¿Que si me lo pagó bien? —Frunció los belfos y los hizo chasquear, como en un besuqueo obsceno—. Menudo parrús tenía la pájara. De rechupete. Cien veces la puse mirando a Pamplona. Pero ¿qué voy a contarte, si tú también la cataste?
No se detuvo a considerar si la calumniaba o si decía la verdad, tal vez porque la verdad le resultaba mucho más aflictiva, pues significaría que Nina se había entregado a Vidal para protegerlo a él. La sangre le trepaba al alma, como una yedra sediciosa, mientras Vidal se inclinaba entre los juncos, para arrebatar otra pollada.
—Eres un puto enfermo, Vidal. Y no irás a Capitanía, te declaro exento.
Sacó un hilo de bramante que llevaba en el bolsillo y le rodeó el cuello con prontitud, como un cirujano que hace un torniquete al moribundo que se desangra. Vidal soltó la camisa convertida en fardel y manoteó a la desesperada, mientras la pollada salía de su encierro, sacudiéndose el plumón, como ánimas del purgatorio que se sacuden los últimos pecados. El bramante ya se le hincaba en el pescuezo, segándole la tráquea y la yugular. Una sangre aborrecible, hedionda como la de un marrano en la matanza, se le derramó, pecho abajo, refrescándole el puñal del esternón y el arpa de las costillas. La cabeza se le inclinó, como un junco tronchado, mientras aún su cuerpo temblaba con las últimas convulsiones.
—Que Dios se apiade de tu alma —dijo Antonio, por imitar a Mendoza.
Pero Dios permanecía inmutable, allá en su cielo de barro, allá en sus alfarerías. Arrojó el cadáver de Vidal a la laguna, donde se fue hundiendo muy lentamente, tal vez convocado por los peces que durmieran entre el limo, esperando su pitanza, como las carpas del estanque del Retiro. Cuando acabó de hundirse, empezó a cantar una cigarra, con ímpetu y exultación, y enseguida le respondieron otras, hasta que la luna se dignó aparecer en el cielo, como una mujer parturienta, palpitante de gozo, que le alumbraba el camino de vuelta. A lo lejos, el palomar donde había escondido el coche recortaba su perfil de zigurat; y las palomas, desveladas, lo reclamaban con un zureo nupcial.
Antonio se secó la sangre de las manos en la tierra sin pan.