Está visto
—Está visto que tengo cuerpo de pobre —sentenció Antonio, contemplándose ante el espejo de la sastrería.
Consuelito le tironeó de las mangas de la chaqueta de cheviot y le alisó las solapas, antes de asomarse también ella al espejo y sonreír aprobatoriamente.
—Yo más bien diría que tienes cuerpo de maniquí, perdona. Estás hecho un pincel.
Había encargado media docena de trajes para lo que restaba de invierno, dejando que Consuelito eligiese los paños y el dibujo, mucho más osado que el de los trajes de Mendoza, que en su vestuario mostraba gustos casi trapenses. Ahora las hombreras ya no le quedaban flojas, ni se le abolsaba la chaqueta a la altura del sobaco; y, aunque no pudiera compararse con Gary Cooper, su desgarbo se tornaba al fin una suerte de elegancia desmañada, poco consciente de sí misma, que parecía encandilar a Consuelito. También él disfrutaba de aquella metamorfosis propiciada por el cambio de atuendo; y sentía que, al fin, el pobre diablo que hacía esfuerzos camaleónicos por parecer un señor alcanzaba el anhelado señorío. Se abotonó los tres botones de la chaqueta.
—No me seas paleto, tiíto. Sólo se abrocha el del medio —lo reconvino Consuelito—. ¿Me dejas que te elija yo también las corbatas?
—Por supuesto, chiquilla.
Vio cómo se inclinaba sobre el corbatero que el sastre había tendido en el mostrador. Llevaba un suéter de angora muy ceñido que modelaba sus pechos como la mano de un escultor, reduciéndolos a su exacta dimensión, firmes y a la vez secretamente dúctiles. Ya la había visto con aquel mismo suéter en otras ocasiones, al marcharse o regresar de sus sesiones de rodaje; y siempre lo habían asaltado los mismos celos insensatos, una suerte de odio indiscriminado hacia todos los hombres que podrían, al verla, imaginarla desnuda, como él mismo hacía. Durante la semana apenas tenían tiempo para verse: los horarios de rodaje de Consuelito eran extenuadores, además de cambiantes, y por lo común se alargaban mucho más de lo prefijado, haciendo vano todo intento de acomodarlos a los suyos; pero se reservaban el fin de semana para estar juntos. Antonio, aunque estaba planeando con Demetrio otro traslado de heroína desde Niza hasta el puerto de Vigo, había empezado a descuidar sus reuniones sabatinas, en las que a la postre —una vez aprendidos los rudimentos del oficio— le tocaba soportar la locuacidad un tanto estragadora de su socio, sus batallitas infames en compañía del padre de Mendoza, que sin embargo se obstinaba en evocar envueltas en ropajes de epopeya. Por fortuna, Demetrio era comprensivo con él; y siempre que todo estuviese preparado y dispuesto para la fecha establecida —entre Navidad y Año Nuevo—, no le importaba que Antonio dedicase su tiempo libre a sus devaneos sentimentales (que Demetrio más bien confundía con devaneos de entrepierna). Pero Antonio sabía que Consuelito era una fruta vedada; al menos, mientras él mantuviera aquel simulacro de vida, al menos mientras ella siguiese pensando que su obsequioso acompañante era su venerado, adorado, divinizado tío Gabriel.
—¿Qué te parece la selección que te he hecho?
Consuelito alzó los dos brazos, de los que pendían tres corbatas en cada uno, todas de una distinción un tanto provocadora, irónicamente provocadora si se quiere. Con los brazos levantados, sus senos adquirían una turgencia nueva, menos remansada y movediza, que parecía demandar el cuenco de unas manos, de sus manos.
—Pues qué habrían de parecerme. No he conocido nunca a nadie que tenga tanto gusto como tú para la ropa.
Consuelito se rebeló:
—¿Sólo para la ropa?
—Para la ropa y para todo, mujer. Contigo da gusto todo.
Le daba gusto esperarla los días de diario, aunque llegase a casa de madrugada, para darle un beso de buenas noches; y, en mitad de la noche, asomarse a la puerta de su cuarto, para espiar su respiración sosegada, inmune al pecado, y sus formas borroneadas por las mantas. Le daba gusto prepararle el desayuno, acompañarla hasta el portal, donde ya la estaba esperando el coche que la llevaba a los estudios Chamartín, y despedirla agitando la mano, como un botarate. Le gustaba que le llamase a las horas más intempestivas, para advertirle que el rodaje se alargaba y de paso asegurarle que todos los intentos de aproximación de productores, técnicos y compañeros de reparto se saldaban con impepinables calabazas. Y le gustaba, sobre todo, que llegase el fin de semana, para ir con ella de compras, para atender sus caprichos y enseñarle los alrededores de Madrid. Como le ocurría a Amparo, Consuelito se moría por salir de excursión los fines de semana; pero Consuelito no era Amparo, de modo que la disposición de Antonio era muy distinta. Aunque, inevitablemente, para no pasar como un ceporro ante Consuelito, necesitaba recurrir al bagaje de enseñanzas que Amparo le había proporcionado, en aquellas excursiones fallidas o tediosas. Le mostraba el vuelo de las avutardas sobre los alcores, que en diciembre era un vuelo menos nutrido, tal vez porque algunas habían emigrado a otras tierras o se habían quedado desemparejadas por culpa de los cazadores furtivos, y le descubría ciudades de piedra y de liquen, que en diciembre parecían altos acantilados de hielo.
—Pero ¿me estás diciendo de verdad que no has visto nunca el Doncel de Sigüenza? —fingía escandalizarse Antonio—. Eso hay que arreglarlo de inmediato, mujer.
—Pues no sé a qué esperas, tiíto.
Entraban en la catedral de Sigüenza, que era un nevero donde tiritaba Dios. Consuelito metía los dedos en la pila del agua bendita, mojaba a continuación los de Antonio y ambos se santiguaban con unción; o siquiera Consuelito con unción cándida, mientras Antonio lo hacía con unción untuosa, como había visto hacer a los meapilas democristianos en los reportajes del nodo, perdido ya el miedo a que el agua bendita fuera a dejarle un estigma sulfuroso en la frente. Ante la verja de la capilla del Doncel, Antonio repetía sin sonrojo las palabras que le había escuchado a Amparo:
—José Antonio decía que el Doncel era un falangista del siglo XV. Un señorito que dejó de jugar a la pelota en las paredes del palacio de su pariente el obispo para irse a la guerra de Granada y morir ahogado entre las huertas.
Consuelito comulgaba sus palabras con el ánimo en suspenso, como merodeada por un éxtasis lírico.
—Madre mía, qué preciosidad.
Y la luz de diciembre, que traía augurios de nieve y estrellas polares, inundaba las vidrieras y descifraba la penumbra de la capilla, para que Consuelito pudiera disfrutar mejor de la contemplación del Doncel, que ya no tenía cara de congrio hervido, sino la apostura y gallardía del soldado noble que se funde con el pueblo, olvidado de la lucha de clases, como los divisionarios que marcharon a Rusia. Antonio ni siquiera se preocupaba de que sus palabras pudiesen sonar cínicas:
—Se fue con los hombres del pueblo, con los toscos y sencillos guerreros que bajaban de Soria, todavía vestidos de lana.
Consuelito se arrimó a él, friolera o traspasada de belleza. El suéter de angora se le despeluzaba, al contacto con la chaqueta de cheviot de Antonio; y crepitaba entre ellos la electricidad estática.
—¿Y tú qué piensas que está leyendo? —le preguntaba.
Su curiosidad desbordaba los conocimientos de Antonio, que eran los del lorito.
—Pues no lo sé. ¿Un libro de rezos tal vez?
—¿Y por qué no un libro de versos? —se oponía ella, más fantasiosa o arrebatada—. O una de esas novelas bizantinas que se leían por entonces, llenas de encuentros y desencuentros, de amores contrariados y reconciliaciones, como las películas de Rafael Gil. Las películas de ahora son como las novelas bizantinas de antaño.
Habían dejado atrás la catedral y ascendían hacía las ruinas del castillo por la misma callejuela empinada que Antonio ya había recorrido con Amparo. En el cielo se sostenía un águila sin mover las alas que tal vez fuese el águila de San Juan; y la flanqueaban legiones de arcángeles, armados de trompetas y clarines, que proclamaban la gloria del Cordero. Aquella visión beatífica animó a Antonio en su impostura:
—¿Te acuerdas cuando de niña me contabas las películas de estreno?
Consuelito aprovechó para hacer un alto en el camino. Acezaba; y sus senos, oprimidos por el jersey de angora, participaban del ahogo.
—Claro que me acuerdo. Debí fastidiarte el misterio de muchas películas.
Antonio se atrevió a soltarle una palmada en los cachetes del culo, que eran prietos y casi púberes, para incitarla a reanudar la marcha.
—¡Nada de eso! Tu «cine hablado» era infinitamente mejor que las películas originales. —Volvió a mirar al cielo, pero los arcángeles no se inmutaban ante sus patrañas—. Luego yo esas mismas películas se las contaba a los guripas, durante el cautiverio en Rusia. Cuando peor lo estábamos pasando, cuando más apretaba el hambre y más nos machacaban los carceleros, cuando estábamos a punto de flaquear, aquellas películas que tú me contabas les alegraron las noches a aquellos pobres infelices.
Habían coronado el collado. Las almenas que se recortaban sobre las nubes infestadas de arcángeles semejaban epitafios sobre la nieve. Consuelito brincó sobre unos sillares que se esparcían sobre el camino que flanqueaba la barranca, como un estriberón sobre un arroyo.
—¿Me lo estás diciendo en serio? —No cabía en sí de gozo—. ¡Qué orgullosa me haces sentir! ¿Y qué películas les contaste?
—Pues un montón, una cada noche. Todas las que tú me contaste a mí. —Se trabó, titubeante, pero Consuelito le demandaba mayor precisión—. Pues, por ejemplo, la de aquella cabaretera que se quitaba los zapatos de tacón para seguir a los legionarios…
—Marruecos, de Josef von Sternberg —saltó Consuelito, con rapidez felina—. Con Marlene Dietrich y Gary Cooper.
—O aquella otra de la faraona que se bañaba en leche de burra…
—Cleopatra, de Cecil B. DeMille. Con Claudette Colbert.
—O la de aquel bandido que combatía a un rey usurpador y se escondía con los suyos en…
—Robin de los Bosques, de Michael Curtiz. Con Errol Flynn, Olivia de Havilland y Basil Rathbone.
Y así fue nombrando todas las películas que Mendoza había narrado a sus compañeros de cautiverio, con voz retumbante o susurrada, ingenua u ominosa, ronca o chillona, lacerada o soberbia, en un ejercicio de camaleonismo histriónico que a todos los guripas dejaba maravillados. Pero el camaleonismo de Antonio era todavía más esmerado; pues, como había dictaminado el quiromante de Villa Romana, sus dotes como actor eran insuperables. Tanto que hasta el viento que solía azotar el collado se había aquietado, tanto que las cigüeñas habían dejado de crotorar; pero tal vez hubiesen emigrado, espantadas de su cinismo. Consuelito no había fallado en la identificación ni de una sola de las películas; y triscaba entre las ruinas del castillo, como una princesa apócrifa en su reino de portentos y quimeras.
—Pero te advierto que, cuando te contaba las películas, metía muchas morcillas de mi invención en la trama —le dijo, como quien confiesa un pecado venial.
—Pues entre las morcillas que metieras tú y las que metí yo sospecho que a las películas no las reconocería ni la madre que las parió.
Volvieron a Madrid cuando ya la noche se suicidaba en la barranca, ahogada entre malezas y espumas. Antonio conducía el Pegaso sin pisar el acelerador, disfrutando de su dominio del volante, como habría hecho Mendoza, que en cierta ocasión le había dicho que conducir era como domar a una mujer o a un caballo. Inopinadamente, Consuelito se inclinó sobre él y lo besó fugazmente en el lóbulo de la oreja, dejándole un rastro de saliva incandescente.
—Gracias, tiíto, éstos son los mejores fines de semana de toda mi vida.
Y calló durante unos minutos, anegada por la belleza telúrica del paisaje, mientras su oreja seguía ardiendo. Antonio supo entonces que habría otros besos que apaciguasen ese fuego, antes o después; bastaba con mantener la paciencia.
—Quien tiene que darte las gracias soy yo, chiquilla. Antes de que tú vinieras a redimirme, mi vida era como la de un ermitaño —dijo, colocando el espejo retrovisor de tal modo que le permitiera contemplar las reacciones de Consuelito.
—Pues eso se va a acabar, tiíto. No pienso dejar que te amuermes. ¡Todavía eres joven, hombre!
Antonio recibió aquel apostrofe, que pretendía ser encomiástico, con reticencia, pues Consuelito le había dicho que le gustaban los hombres mayores.
—Te tomo la palabra. Yo también estoy disfrutando de lo lindo, no te creas —lo dijo con pudor, como lo haría un cascarrabias que reconoce la felicidad de infringir sus hábitos más arraigados—. Es increíble la cantidad de cosas que tenemos en común… Sobre todo teniendo en cuenta que somos de la misma familia.
Se rió de su propio sarcasmo, quizá más atrevido de lo que aconsejaba la prudencia. Cruzó la carretera una huidiza liebre.
—Tienes toda la razón —convino Consuelito, en un tono meditabundo—. Tenemos mucho en común. Me di cuenta el otro día, mientras cambiaban las luces para rodar una secuencia en la que yo participaba. De repente, me sorprendí mirando el reloj, deseando acabar cuanto antes, para poderme reunir contigo y saber qué excursión habías planeado para este fin de semana.
—Es curioso. —Antonio la miró de soslayo; su perfil parecía agitado, como remejido por el desasosiego—. A mí me ocurrió exactamente lo mismo, mientras revisaba la carga de unos camiones que salían para Barcelona. Quería acabar pronto, aunque fuera desatendiendo mis obligaciones. —Hizo una pausa, antes de lanzar la confesión que aún desasosegaría más a Consuelito—: Eres lo mejor que me ha ocurrido desde que volví de Rusia; tal vez incluso desde antes.
A medida que se acercaban a Madrid, el paisaje se iba haciendo campamental, con aldeas que eran ya casi suburbios, donde los parias pugnaban por resistir el empuje urbanístico decretado por los tecnócratas, haciendo guardia a la puerta de sus chabolas, haciendo hogueras sin fuego, de humo solo, como comanches en diálogo con Manitú. Consuelito miró con fervor al hombre que creía su tío:
—Lo que me hace sentir que tenemos en común más que la sangre es que siempre te he visto, desde que era niña, como una persona a la que podía admirar, alguien de quien podía fiarme. Más allá de que seamos tío y sobrina, pienso que ha sido un privilegio conocerte. Resulta muy difícil explicarlo, pero cuando te miro a los ojos creo que entiendes a lo que me refiero. —Ahora su voz se tornó implorante, acaso un poco angustiada—. ¿Lo entiendes, tiíto?
Antonio le puso la mano en la rodilla, la mano mutilada que Consuelito había mirado con acendrada piedad, casi con dulzura, en Villa Romana, sobre su rodilla casi tan dúctil como imaginaba que serían sus senos, sobre su rodilla en la que todos los huesos parecían haberse replegado, protestando contra las clases de anatomía.
—Por supuesto que te entiendo, pequeña.
—Es una impresión extraña —continuó Consuelito, abstraída—. Es como saber que, no importa lo alicaída o preocupada que estés, existe una persona a la que puedes acudir, cuyo consejo y ánimo van a disipar tus miedos. Como escuchar la voz de esa persona y automáticamente sentir una gran paz interior; sentir que, pese a todo, el mundo está bien hecho…
Antonio la dejaba hablar, saboreando la ebriedad de la victoria. No era el difunto Mendoza quien había logrado suscitar en Consuelito tales sentimientos: él tal vez hubiera conseguido que su sobrina lo admirara en la distancia; pero si Mendoza hubiese regresado de Rusia, seguramente tal ilusión infantil se habría amustiado hasta fenecer, asfixiada por los formalismos que imponen las relaciones de parentesco. Era él, Antonio Expósito, en una vida anterior un maleante de medio pelo, quien había despertado en Consuelito aquellas pasiones dormidas que todavía no osaban desembridarse. Y lo había conseguido a pesar de los impedimentos y dificultades inherentes al simulacro de vida que le imponían las circunstancias; si tan sólo pudiera revelarle la verdad, esas pasiones romperían todas las bridas.
—No sé en qué piensas, tiíto, pero a juzgar por tu expresión debe de ser algo agradable —dijo ella.
—A veces, mientras conduzco, la imaginación se me va de paseo y hay que sujetarla fuerte —murmuró Antonio, desestimando la tentación que por un segundo había fulgurado en su mente.
Consuelito cerró los ojos, entregada a sus ensoñaciones.
—A mí también me ocurre con frecuencia. Me gusta viajar con la imaginación a los sitios más exóticos. —Se rió como una niña traviesa—. ¡Es una manera bastante barata de hacer turismo!
Ya habían entrado en Madrid, una ciudad demasiado angosta para los sueños, demasiado aturdida de ambiciones y banalidad.
—Algún día viajarás a todos esos sitios. Serás una estrella de cine y tendrás todo tipo de admiradores y pretendientes que te llevarán de la ceca a la meca, como le ocurre a la ordinaria de Ava Gardner. —Pulsó la tecla del victimismo—: Y para entonces ya te habrás olvidado de tu pobre tío Gabriel.
—¡Naranjas de la China! —Consuelito se revolvió en el asiento del coche con risueña indignación—. El pretendiente que quiera comerse un rosco con la estrella de cine Consuelo Mendoza tendrá que parecerse a su tío Gabriel… Aunque sospecho que no hay nadie en el mundo que se parezca a mi tío Gabriel.
Se cruzó de brazos, entre enfurruñada y lisonjera. Antonio aparcó el coche en la calle de Claudio Coello y le revolvió la melena:
—Nunca se sabe, chiquilla, nunca se sabe.
Entraron en casa como levitando en una nube de inminente y atolondrado deseo. Antonio intuía que Consuelito lo estaba deseando, allá en las cámaras más íntimas de su ser, tanto como él la deseaba a ella: lo notaba en el brillo febril de sus ojos, en el temblor oferente de sus labios, en la dilatación de las ventanas de la nariz, que tensaban la arquitectura perfecta de su rostro. Intuía que, allá en los adentros de su conciencia, Consuelito había empezado a entablar una batalla turbulenta contra los tabúes milenarios que prohíben el incesto; y que en esa batalla desconcertante aún tendrían que sucederse episodios desgarradores. Le hubiese gustado decirle la verdad, confesarle que ninguna ley humana o divina tenía derecho a desbaratar su deseo, pero tal cosa no iba a salir de su boca. La criada leonesa salió sofocada a recibirlos:
—Don Gabriel, le ha estado llamando la señorita Paloma —le anunció—. Me ha pedido que, por favor, vaya a verla en cuanto pueda.
El recado disipó en un instante aquella nube en la que ambos levitaban; la mención a otra mujer, además, borró del rostro de Consuelito todo vestigio de deseo.
—¿Le ha dicho qué ocurría?
—No, señor, pero se la notaba sobresaltada.
Consuelito se dirigió a su habitación, sin hacer preguntas. Antonio no desconocía que Paloma no habría osado interferir en su vida si no se tratase de algo en verdad grave o urgente; tampoco desconocía que, tarde o temprano, el roce con anormales acabaría ocasionándole disgustos. Bajó apresuradamente al portal y condujo hasta la calle de Alfonso XII, haciendo caso omiso de semáforos y guardias urbanos; en las últimas semanas, desde que iniciase aquel peligroso juego de insinuaciones con Consuelito, había descuidado por completo a Paloma, olvidándose incluso de aquel acosador telefónico nocturno que a él mismo había llegado a inquietar. Había comprobado en varias ocasiones que Paloma, en efecto, descolgaba el teléfono por las noches; pero tal vez esa barrera insalvable hubiese enfurecido al acosador, incitándolo a adoptar acciones más intimidatorias que halagasen sus inclinaciones perversas. Subió las escaleras de tres en tres, mortificado por augurios funestos; con alivio, descubrió que Paloma se hallaba en el descansillo, acurrucada en una esquina. Parecía víctima de un ataque de histeria, recorrida por temblores convulsivos, y con el rímel corrido por las lágrimas, que manchaban de chafarrinones sus mejillas.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó, alarmado.
Paloma se apretó todavía más contra la pared, haciendo palanca con los pies que había descalzado de los zapatos de tacón; las medias se le habían rasgado en la puntera, y por el empeine le trepaban varias carreras, como un sistema venoso alternativo por el que fluía el espanto. Apenas podía enhebrar palabra:
—Han… han estado… revol… revolviendo la casa, Gabi.
Y señalaba hacia la puerta con ofendido horror, como si la custodiara un dragón o hidra rescatado de alguna mitología proterva. Antonio se agachó y la estrechó entre sus brazos, para amortiguar su temblor; su cuerpo estaba frío y casi inerte, sólo sacudido por las convulsiones y los sollozos.
—¿Quiénes, Paloma?
Logró levantarla del suelo. La falda se le había replegado en las caderas, mostrando sus bragas ortopédicas. Antonio se la bajó pudorosamente, mientras trataba de acercarla a la puerta; pero Paloma se resistía.
—Un tipo vino esta mañana, vestido con un mono. Me dijo que tenía que fumigar, que había una plaga de termitas que estaba atacando las estructuras de madera del edificio. —Rompió a llorar otra vez—. Me pidió que abandonara la casa hasta la noche…
Antonio encajó la llave en la cerradura que, en efecto, no estaba forzada.
—¿Y te lo tragaste así como así? —se enfadó—. ¿Sin que te hubiesen dicho nada en junta de vecinos?
Paloma esbozó una mueca que era a la vez desdeñosa y arrepentida:
—Vete a la mierda, Gabi. Sabes de siete sobras que jamás asisto a las juntas de vecinos.
Antonio desatrancó la puerta. Antes de empujarla, preguntó:
—¿Y qué ocurrió cuando volviste?
—Pues que me la encontré como ahora vas a verla tú.
Todas las luces estaban encendidas. La cómoda del vestíbulo había sido corrida de la pared, y vaciados sus cajones; en la sala oriental, el destrozo era todavía mayor: los cuadros habían sido descolgados de la pared, los cojines del sofá destripados, el mueble-bar vaciado de botellas, que se amontonaban en el suelo, reducidas a añicos, mientras sus licores derramados inundaban el aire de una humedad etílica estomagante. A medida que Antonio se adentraba en el estropicio, Paloma iba recuperando la entereza; pero seguía agazapada detrás de él, aferrada a su cintura.
—¿Y cómo era el tipo?
—No sé, un chisgarabís cualquiera. Flaco, con la cara chupada y los dientes picados. Un tipo anodino, no me fijé mucho en su jeta.
No era una descripción demasiado completa (en realidad, era una descripción que valdría para millones de hombres), pero por un segundo Antonio se estremeció, como si un aire muy gélido se le hubiese metido en las entrañas. Espantó las zozobras, mientras contemplaba el desorden que también ensuciaba la habitación en la que juntos habían dormido tantas noches: sobre el suelo, se desparramaban bragas y sujetadores, medias y ligueros, picardías y demás parafernalia sicalíptica de Paloma, convertida ahora en trapos de ropavejero.
—Aquí interrumpió la búsqueda —dijo Paloma—. En las otras habitaciones no entró, se conoce que no le dio tiempo.
Antonio trató absurdamente de espantar la zozobra:
—¿Estás segura de que no era alguno de los anormales con los que haces cosas raras? ¿No querría robarte bragas sucias o alguna otra porquería?
Paloma se le encaró, malhumorada:
—Ya te vale con la broma, Gabi. Sabes tan bien como yo que ese tipo vino buscando algo más importante.
Pero si, en efecto, había venido buscando lo que Antonio se temía, no lo había encontrado, pues no había hecho sino hurgar en los mismos sitios previsibles que él ya había explorado exhaustivamente meses atrás.
—Cambiaremos la cerradura, Paloma, y a partir de ahora tomaremos más precauciones.
—Yo lo siento, Gabi —se plantó ella—. Si no te vienes a vivir conmigo, o por lo menos si no te pasas todos los días por aquí, cambiaré de casa. Tengo una tía en Segovia que…
Sonó el teléfono, interrumpiendo sus reconvenciones. Sonaba con un timbre más altivo y rechinante, como un murciélago que rechaza la luz entre chillidos; sonaba a la vez epiléptico y exigente, como un niño que reclama comida entre vagidos.
Se miraron, atenazados por el miedo. Ninguno de los dos se atrevió a responder.