Lo encerraron en una celda

Lo encerraron en una celda de castigo estrecha y hedionda, de apenas medio metro de ancha y metro y medio de larga, como una nevera en la que dejasen pudrir lentamente a los hombres. Las paredes de hormigón estaban cubiertas por una capa de escarcha; y, si no deseaba congelarse, debía evitar sentarse o tumbarse sobre el suelo. Ningún ventanuco o rejilla de ventilación perturbaba las paredes; y para respirar aire limpio debía apretar la boca contra las delgadas ranuras que mediaban entre la hoja de la puerta y las jambas. Cada dos días, el carcelero le traía una jarra de agua y un mendrugo de pan, con el que debía arreglarse durante las cuarenta y ocho horas siguientes. Sumido en una oscuridad sin resquicios, teniendo que hacer sus necesidades en aquel agujero y sin posibilidad de tumbarse, Antonio no tenía otro descanso que apoyar los brazos cruzados sobre la puerta, recostando la cabeza sobre ellos; así llegaba a veces incluso a quedarse dormido, o siquiera inmerso en un torpor próximo al letargo, en el que la sangre dejaba de regarle la cabeza. Al arrojarlo en aquel agujero, Camacho le había dicho:

—A ver cuánto tardas en reclamar piedad. A ver dónde se queda tu arrogancia.

Y, desde ese mismo instante, se propuso evitarle ese gusto. Descubrió que si lograba mantener su pensamiento en un estado de semiinconsciencia, procurando sobre todo no recordar los avatares que lo habían conducido hasta allí, ni preocuparse de los días transcurridos, podía alcanzar cierta ataraxia que disminuía la penalidad del encierro. El ayuno, que al principio lo desgarraba con dolores atroces, como si le estuviesen raspando los nervios con un cepillo de alambre, acabó haciéndose cada vez más llevadero, provocándole apenas vahídos y bascas, como si el mero hecho de respirar lo embriagase. A los quince o veinte días sin probar alimento, se inició la autofagia o inversión metabólica del proceso digestivo; su organismo empezó a nutrirse de sí mismo, del hierro de su sangre y el calcio de sus huesos, en un esfuerzo último de supervivencia. De vez en cuando, se corría una mirilla en la puerta; y un ojo inmóvil lo escrutaba durante largo rato, con científico asombro, esperando tal vez ese momento en que la última cuerda de su cordura se quebrase y empezase a gritar, pidiendo auxilio. Pero esa última cuerda ya se había quebrado hacía tiempo; y su mente extenuada era un vilano al viento, una mariposa de alas desflecadas que, después de desovar, se resigna a morir, sin poder remontar el vuelo. Cuando probaba a mover un miembro, por espantar el hormiguillo, notaba el tableteo de los huesos, como tabas sueltas en una bolsa de cuero, y el chasquido de los músculos consumidos y sin flexibilidad alguna, como madera seca y carcomida. Hubiese querido gritar, pero su lengua lacerada de pústulas y festoneada por una espumilla amarillenta no le permitía articular palabra; y las cuerdas vocales habían dimitido de sus funciones. En su noche perpetua, la oscuridad se poblaba de formas menudas y proteicas, como un enjambre de moscas fosforescentes; y sus órganos auditivos, sordos para cualquier sonido procedente del exterior, entablaban en el interior de su mente un concierto horrísono y aturdidor. Hubiese preferido morir como Mendoza, de pie y con una sonrisa de aliviada gratitud en los labios; hubiese preferido no verse reducido a una informe papilla vagamente humana, vagamente vegetal, que se iba desmenuzando hasta extraviar su raciocinio, hasta despojarlo de sus facultades meramente sensitivas, hasta la misma aniquilación de la materia. No oyó los cerrojos que se corrían y el chirrido de los goznes de la puerta; pero oyó una voz femenina, con un acento inequívocamente francés, que le susurraba:

—Dios santo, qué te han hecho esas bestias. No te mueras, Antonio, no te mueras todavía.

Antes de hundirse en el marasmo de la inconsciencia, Antonio se sintió anegado por un olor matinal de establo limpio, de horno todavía tibio, que lavaba la hediondez de su encierro; y se abrazó al ángel que venía a rescatarlo, buscó su cuerpo como la mano busca el guante, como el perno busca la bisagra o la piedra busca el liquen, seguro de que en su regazo hallaría protección. A partir de ese instante, el tiempo quedó abolido, al igual que las percepciones de los sentidos, para fundirse en una amalgama de indistinta oquedad, un vacío sordo en el que se precipitaba sin tocar jamás fondo, como si se hubiese asomado a un abismo que señala los confines del universo físico. Pero en algún pasaje de ese descenso algo lo retuvo, algo desaceleró su caída, algo lo sostuvo en volandas y tiró de él, hasta sacarlo a flote. Durante aquellos días o semanas en que sus órganos recuperaban sus funciones y su sangre reanudaba su flujo y sus músculos distróficos y sus huesos descalcificados recomponían sus añicos, Antonio permaneció en un estado semejante al coma, con ocasionales y desconcertadas emergencias que la fiebre enseguida aplastaba. Eran apenas unos segundos, o unas décimas de segundo, lo que duraban aquellos lapsos de lucidez; pero, en lo poquísimo que duraban, Antonio acertó a distinguir unas manos que amorosamente lo aquietaban, que abnegadamente le refrescaban los labios cuarteados y la frente perlada de sudor, y acariciaban su rostro, con la delicadeza que empleamos para apartar la nata de un cuenco de leche humeante. Así hasta que un día por fin abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

Se hallaba en una sala de paredes forradas de azulejos, caldeada por un chubesqui de latón, en la que se alineaban hasta media docena de camas desocupadas. Pensó por un instante que su fuga había sido un éxito, y que se encontraba en un hospital finlandés, convaleciendo de las fatigas acumuladas durante años de cautiverio; pero enseguida acudió a su memoria, como un fogonazo, la imagen de Mendoza, abatido de un tiro en la frente, con la sonrisa coagulada en los labios. Se avergonzó de no haber corrido su misma suerte.

—Enhorabuena, Antonio. Te tuvieron más de veinte días sin probar bocado. Otro en tu lugar no habría resistido.

Era Faustino Vidal, uno de los guripas captados por Camacho para aquella campaña teatral que representaba farsas antifascistas. Lo habían empleado como sanitario en la enfermería de Borovichi, a modo de displicente limosna o recompensa por los servicios prestados. Acudió a su cama solícito, con un tazón de caldo humeante que, increíblemente, olía a carne.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —dijo Antonio en un tono adusto, tratando de marcar distancias con Vidal.

—Te trajeron de las celdas de castigo en un estado deplorable. Eras todo piel y huesos; y venías con una fiebre de caballo.

Antonio bebió con codicia el caldo, que difundió por su estómago una calidez perpleja, la misma que dispensamos a un huésped imprevisto al que llevamos años ofreciendo en vano nuestra hospitalidad. No se le escapaba que tales viandas estaban vedadas a los prisioneros; como también lo estaban las medicinas que reposaban en una mesilla, al lado de su cama, entre las que distinguió un frasco con una solución de atebrina. Mientras tomaba el caldo, Vidal lo miraba con una suerte de melancólica envidia; su labio inferior, abultado como un belfo, se movía convulsivamente, tratando de contener la segregación de saliva.

—¿Es cierto lo que se cuenta por ahí? —inquirió.

—¿Y qué cojones se cuenta?

—Que Mendoza y tú escapasteis del Sumidero del Diablo. —Lo dijo con admiración reverencial, como quien nombra una proeza que sólo está al alcance de los héroes mitológicos—. Nadie lo había conseguido antes. —Y añadió, con ademán compungido—: Te envidio.

Le hastiaba aquella solicitud adulona:

—No veo por qué.

Vidal esbozó un puchero, que en su rostro de cretino cobró un patetismo repelente:

—¿Recuerdas que nos prometieron la libertad si adoptábamos la nacionalidad soviética? Muchos firmamos aquellos papelajos, pero de libertad naranjas de la China. Es verdad que nos han mejorado las condiciones del encierro: a unos cuantos los enviaron a la cocina, a otros a talleres, a mí me trajeron a la enfermería. Pero de la libertad prometida no se volvió a saber nada. Y nos siguen tratando como a perros.

—¿Y qué te esperabas, alma de cántaro? —lo zahirió Antonio—. Pero date por contento: al menos estás vivo.

Mendoza se había resistido a los embustes y embelecos de sus carceleros, y para entonces estaría criando malvas, si es que las malvas florecían por aquellas latitudes. Como pronto lo estaría él mismo.

—Me han prohibido que diga a nadie que estás vivo, bajo amenaza de muerte. —Ahora la envidia de Vidal era insidiosa—: Se ve que tienes buenas agarraderas…

—¿Agarraderas? —se enfadó Antonio—. ¿Llamas agarraderas a que me encierren en una celda de castigo y me maten de hambre? Y de aquí me llevarán al paredón.

Vidal lo miró con ofendido pasmo, casi con resentimiento. En su belfo se escondía un temblor casi obsceno:

—Sí, claro, al paredón… Entonces ya me explicarás cómo es que la franchute esa te ha estado cuidando personalmente todos estos días y quitándose horas de sueño por velarte.

—¿Nina? —se sobresaltó. Pero algo le decía, allá en las tinieblas de la inconsciencia, que Vidal no estaba mintiendo—. ¿Dónde está ahora?

—Tuvo que marchar a Moscú, pero me dejó encargado que te tratara a cuerpo de rey. —Vidal se rascó compulsivamente los párpados sin pestañas—. Dime, ¿te la pasaste por la piedra? Menudo suertudo estás hecho: tiene esa gachí un culo que, cuando la ves caminar, te entran ganas de ponerla mirando a Pamplona.

Dejó que Vidal se desfogase, profiriendo todas las burradas y mentecateces de las que es capaz un pobre diablo que vive amancebado con su mano. Antonio había llegado a creer que Nina era un episodio definitivamente sepultado en un pasado que lo avergonzaba; pero el pasado siempre vuelve, como las golondrinas. Y mientras Vidal lo aturdía con su cháchara rijosa, su pensamiento volvía a aquella cabaña de la isla de Tolbos, donde Nina se amansó entre sus brazos y lo dejó bogar en sus entrañas, como un batelero a favor de la corriente, a merced de la corriente. Pero no podía tampoco olvidar que las alimañas se disfrazan de corderos, para ejecutar sus designios más perversos.

—Basta, Vidal, no te aguanto ni una marranada más.

Lo dijo en un tono desabrido y cortante que no pretendía, sin embargo, resultar intimidatorio. Pero Vidal debió de pensar que la advertencia de un hombre con semejantes agarraderas equivalía a una amenaza; y desde entonces no volvió a importunarlo con sus chocarrerías, tampoco con inquisiciones curiosas, limitándose, en las dos semanas que todavía permaneció en aquella sala apartada del resto de dependencias donde se curaban otros presos menos privilegiados, a atender sus peticiones más elementales y a proveerlo de comida abundante, tan abundante que a veces Antonio la ingería con un sentimiento de culpa. Tampoco él se atrevió a preguntarle nada a Vidal, aunque lo desazonaba una inquietud muy honda, pues no se le escapaba que un intento de fuga como el que había protagonizado con Mendoza, agravado además por el asesinato de un guardián, sólo podía castigarse con la muerte; castigo incongruente con los cuidados que Nina había ordenado que se le dispensaran. Esperaba que fuese la propia Nina quien viniera a explicarle aquella incongruencia; pero se cumplieron las semanas de su convalecencia y Nina no apareció por la enfermería. Vidal lo despertó, con muy melindrosos miramientos; le traía ropa limpia y un recado que musitó en un secreteo casi clandestino:

—Te esperan a la puerta un par de soldados. Traen órdenes de llevarte al despacho del comisario del campo.

Y le lanzó un guiño ambiguo antes de escabullirse, que lo mismo podía expresar conmiseración o lubricidad. Antonio se vistió calmosamente, con la renuencia del moribundo a quien exigen que se levante de la cama y se enfunde él mismo la mortaja. Antes de abandonar la enfermería, pasó por el lavabo, para hacer sus abluciones; desde el espejo lo saludó un resucitado de piel macilenta y barba luenga. Le sorprendió que, entre las inusitadas atenciones recibidas, nadie se hubiese preocupado de afeitarlo; pero íntimamente lo agradeció, pues aquella barba acentuaba su parecido con Mendoza, y el recuerdo del amigo que había arrostrado la muerte con gallardía pensó que podría ayudarlo cuando el jefe de campo dictara su sentencia de muerte, cuando los fusiles del pelotón de ejecución lo apuntasen, cuando las balas le mordiesen la carne y liberasen su alma. Pero ¿por qué se habían molestado en sanar la carne que iban a fusilar?

Lo cachearon y condujeron esposado al despacho del comisario. Aún no había amanecido; y los barracones donde dormían los prisioneros tenían un aire de galpones donde se almacena la chatarra. El despacho o gabinete del comisario del campo carecía de todo aderezo decorativo que pudiera permitir caracterizar a su ocupante: las paredes estaban cubiertas con dos banderas soviéticas en cuyo centro se hallaban los retratos de Lenin y Stalin, coronados por un medallón con la hoz, el martillo y la estrella roja de cinco puntas; las puertas estaban forradas de guata y cuero, para impedir que desde fuera se oyesen las conversaciones que allí dentro se mantenían; la silla donde ordenaron sentarse a Antonio estaba fija en el suelo, tal vez para evitar a las visitas la tentación de estampársela al comisario en la cabeza; y el escritorio que ocupaba el centro de la habitación estaba elevado sobre una tarima, como un catafalco. Habrían pasado al menos cinco o diez minutos cuando de un antedespacho o gabinete contiguo salió el comisario, un hombrón de andares paquidermos y manos callosas de empuñar el arado, emboscado detrás de los bigotazos que el padrecito Stalin había puesto en boga. A su lado, Camacho, que muy obsequiosamente le había franqueado la puerta, parecía un chiquilicuatre. Se sentaron ambos detrás del escritorio y volvieron la vista al antedespacho, por donde finalmente apareció Nina. Vestía la misma camisola blanca y abullonada que Antonio ya le conocía, y apretaba un cartapacio contra los senos, en actitud pudorosa o retraída.

—Buenos días, Antonio —lo saludó, con una sonrisa forzada.

El saludo había sonado extemporáneo, tal vez incluso improcedente, a juzgar por las miradas agrias que le dedicaron Camacho y el comisario. Antonio no respondió, más por cortedad de ánimo que por descortesía; temía que, al hablar, la voz le brotase quebrada o afónica, y que en la quiebra de la voz se notase el temblor que invadía su cuerpo. Un temblor en el que se fundían, extrañamente, el miedo a la muerte y el deseo de refugiarse entre los brazos de Nina.

—Levántate, no seas grosero —ordenó Camacho.

Antonio obedeció como un autómata. Fijó la vista en un mapa de la Dirección General de Prisiones colgado de la pared, donde sobre la blanca extensión de la Unión Soviética se señalaban los enclaves de los campos de prisioneros, como un archipiélago de sombra. El comisario hablaba en un tono monocorde y expeditivo; Nina tradujo:

—Como puede imaginarse, su crimen sólo puede ser castigado con la pena capital. Ha desafiado a la autoridad legalmente constituida, burlando la seguridad de este campo y, lo que es peor, asesinando a uno de nuestros soldados.

Nina parecía avergonzarse de su cometido de comparsa; e introducía en sus palabras inflexiones benévolas que no se compadecían con la naturaleza de aquella reunión. No había apenas terminado cuando el comisario volvió a hablar, con el mismo rutinario desdén; esta vez, Nina halló más dificultades en la traducción:

—Hoy mismo se reunirá el tribunal encargado de juzgarlo. Sin embargo… la camarada Nina Duquesne, aquí presente, me ha hecho notar que en otro tiempo todavía reciente usted se mostró…

Nina no encontraba la palabra exacta en español, o tal vez no tuviera valor para pronunciarla. Camacho, menos remilgado, suplió su indecisión:

—Dúctil y entregado a nuestra causa.

Nina prosiguió, abochornada:

—… Llegando incluso a prestarnos valiosos servicios como jefe de brigada en la isla de Tolbos.

Antonio miró por fin a Nina, buscando en su expresión a la alimaña que escondía dentro; pero sólo vio a una mujer lastimada que suplicaba su comprensión. El comisario volvió a hablar, esta vez desganadamente, para ceder la iniciativa a sus subalternos. Nina parecía desfallecer:

—En atención a esos servicios prestados, le ofrecemos la posibilidad de redimir su crimen, proponiéndole una alternativa que antes de que concluya esta reunión deberá aceptar o rechazar. —Tragó saliva, como si quisiera atajar la inminencia del llanto—. Por supuesto, el rechazo implica automáticamente la muerte.

Camacho intervino, exasperado:

—¿Sabes lo que es esto?

Le mostraba, colgada de su cordel, la chapa identificativa de Mendoza, que él mismo le había arrancado del cuello, después de asesinarlo.

—Por supuesto —farfulló Antonio—. Todos los miembros de la División Azul lo sabemos. Yo mismo…

Se llevó la mano al pecho, para mostrar su chapa, pero descubrió entonces que también se la habían arrancado, seguramente en los días que permaneció inconsciente en la enfermería.

—No la busques, porque te la hemos quitado y destruido —dijo Camacho, con desdén de burócrata—. Antonio Expósito ha dejado de existir.

Antonio parpadeó sin comprender. Buscó en Nina una explicación, pero Nina había bajado la mirada hacia su cartapacio, sonrojada. Camacho se explicó:

—Lo que nuestro comisario generosamente te ofrece es que a partir de hoy te hagas pasar por el alférez Mendoza, a cambio de salvar el pellejo.

Se hizo un silencio opresivo, como ocurre en los sueños, cuando nuestra razón repudia las insensateces que le propone el inconsciente. Antonio sacudió la cabeza, tratando de espantar la sorpresa:

—¿Cómo ha dicho? He creído oír…

—Has creído oír lo que has oído, no te hagas el longui —se enervó Camacho—. O lo tomas o lo dejas.

—Pero… es algo absurdo —protestó Antonio—. Más allá de nuestro parecido, Gabi es bien conocido de los prisioneros… por su arrojo y por su liderazgo. Yo sólo soy un mequetrefe a su lado.

—En eso llevas razón, desde luego —se regodeó Camacho—. Pero ése era el Mendoza que aún no había pasado por el Sumidero del Diablo ni probado las torturas de nuestra celda de castigo. Los prisioneros comprenderían perfectamente que, tras unas vacaciones en el infierno, Mendoza hubiese perdido los ímpetus de antaño.

Nina intervino entonces, tratando de compensar el tono chulesco de Camacho:

—Los prisioneros españoles no saben que Mendoza ha muerto. Tampoco que en vuestra huida matasteis a un soldado. Ahora los están separando de sus oficiales, para evitar más sediciones y revueltas… A los oficiales los van a mandar muy lejos, aislados de la tropa…

—Y lo que haríamos sería mandarte a ti con ellos. Serías una especie de agente itinerante. Queremos que nos informes sobre la actividad de los oficiales españoles en los diversos campos. —Camacho se esforzaba en resultar persuasivo, pero despreciaba demasiado a Antonio para demorarse en argumentos—. La mayoría hace años que no ven a Mendoza, y en ti muy probablemente ni siquiera hayan reparado jamás. Ni por lo más remoto podrían pensar que quien se les presenta como el alférez Mendoza vaya a ser un piernas como tú.

Un piernas, eso es lo que era. Un mandria sin oficio ni beneficio que se había alistado en la División Azul por escapar de la justicia; un pelele que se había dejado embaucar por Nina, a cambio de sus favores; un bellaco que, de no haberlo estorbado Mendoza, habría llorado muchas veces pidiendo clemencia, que se habría arrastrado por el fango y hasta comido mierda, con tal de salvar el pellejo. Tal vez Camacho lo conociese mejor de lo que se conocía él mismo, aunque sólo fuese por espíritu fraterno.

—Gabi no me lo perdonaría… —musitó lastimeramente.

—Gabi no tiene nada que perdonarte, porque está bien muerto —lo atajó Camacho.

El comisario enarcó las cejas, solicitándole una respuesta. Antonio se dirigió a Nina, implorante:

—No podéis pedirme que ultraje su memoria convirtiéndolo… convirtiéndome en un delator.

—No están pidiéndote que seas un delator, Antonio —dijo ella. Había algo afectado en su modosidad, como si bajo las palabras acariciantes, condescendientes, alentase un incendio bárbaro—. Ni tampoco que ultrajes su memoria. Sólo quieren que les adviertas de cualquier actividad sediciosa que intenten los oficiales españoles. Su deseo es ayudar a los prisioneros que deseen solicitar la nacionalidad soviética y evitar que cuatro locos fanáticos se lo impidan. Serías un informante, para provecho de tus compañeros; no un delator.

Notaba el veneno de la traición infiltrándose en su sangre, como una medicina benigna, como una anestesia que borraba el dolor.

—¿Y si me descubren?

—¿Crees que íbamos a dejar que te hiciesen daño? —prosiguió Nina, cada vez más meliflua—. En el momento en que alguno te descubriese te pondríamos a salvo. Yo misma me encargaría personalmente… Y ya lo he hecho en otras ocasiones, así que no pueden quedarte dudas de mi sinceridad.

Recordó su olor de establo limpio u horno todavía tibio, lavando la hediondez de su encierro, desperezándose en la cabaña de la isla de Tolbos, cuando el sol ya ascendía en el cielo. También recordó las chocarrerías de Vidal.

—Pues al menos Faustino Vidal ya lo sabe. Él me ha estado cuidando en la enfermería.

—Pero Vidal es de confianza —aseguró Nina—. No te preocupes, ya me encargaré yo de que no se vaya de la lengua.

Podría conseguirlo muy fácilmente, con tan sólo ponerse mirando a Pamplona. La consideraba capaz de esa o de cualquier otra vileza; pero no lo escandalizaba que obrase así, incluso lo consolaba, de un modo retorcido y tortuoso, porque así su propia vileza parecía venial y atenuada. Camacho lo apremiaba desde el otro lado del escritorio, pero Antonio ni siquiera lo escuchaba: quería que el mérito de su rendición se lo llevase Nina, quería que aquello fuese un pacto entre alimañas, quería que su vileza quedase anegada por otra vileza aún mayor.

—¿Es eso o la muerte? —preguntó todavía, como si tratara de justificarse ante su extinta conciencia.

—Eso o la muerte, Antonio —asintió Nina.

Antonio volvió a examinar el mapa de los campos de prisioneros, que a partir de entonces iba a convertirse en la guía de su oficio trashumante. Su mirada se abismó en la mancha blanca que representaba el territorio soviético: una mancha en la que hubiese querido disgregarse, como a aquellas mismas horas se estaría disgregando el cadáver de Mendoza, en un corral de una aldea ignota, bajo un cielo rasgado de pájaros fugitivos. Así se imaginó la eternidad, como una inmensa mancha blanca sin castigos ni recompensas, sin resurrección de la carne, tan sólo una lenta, anónima, indolora disgregación en el olvido.

—Acepto —dijo.

Nina asintió, con atribulado alivio:

—Verás como todo sale bien.

—Lo dudo mucho —dijo; y a modo de justificación superflua, añadió—: Pero hay que seguir viviendo.

No concebía que pudiesen confundirlo con Mendoza, que en realidad, y más allá de las similitudes fisonómicas, era su antípoda. Pero, como el propio Mendoza le había dicho en alguna ocasión, para creer en las cosas más improbables basta con querer creer. El comisario se inclinó sobre Nina, para susurrarle algo al oído. Volvió a ejercer de traductora:

—Una última cosa, Antonio. El comisario me recuerda que a Mendoza le tuvimos que amputar un par de dedos que se le habían congelado. Me temo que…

Antonio no la dejó terminar. Puso su mano sobre la mesa y rió histéricamente:

—Por supuesto, Nina, cuenta con ello. —La agarró del brazo, para sentir la palpitación de su sangre, como una lava rugiente—. Pero con una única condición. Quiero que seas tú quien me los arranque. Y sin anestesia. ¿Serás capaz de hacerlo?