La denuncia de Camacho
La denuncia de Camacho fue tramitada ante el remedo de tribunal que dirimía las cuestiones disciplinarias en Borovichi. Los condenaron retóricamente a veinticinco años de arresto en campos de trabajo; y, en un ejercicio de magnífica ironía, los destinaron a una mina próxima al campo, que los prisioneros sólo conocían de oídas, y a la que se referían, con miedo reverencial o presentido horror, como el Sumidero del Diablo. Se trataba, en realidad, de una mina de exterminio, sin rentabilidad alguna, que se mantenía abierta con el exclusivo propósito de arrojar a sus fauces a los criminales más odiosos o reincidentes y a los últimos supervivientes de la Gran Purga realizada por Stalin antes de la guerra. Gentes, en fin, que el régimen soviético había decidido aniquilar; pero para quienes la mera muerte por ejecución se consideraba una pena en exceso benigna. No se sabía de nadie que hubiese sobrevivido a su paso por el Sumidero del Diablo; y se contaba que quienes daban con sus huesos en aquel lugar de repeluzno no se mantenían con vida más allá de cuatro o cinco meses: algunos morían extenuados por el esfuerzo, o ahogados en sus galerías inundadas de agua; otros, cuando ya eran del todo inservibles para el trabajo, eran rematados por los propios guardianes en el interior de la mina, que así se iba convirtiendo en catacumba improvisada; y no faltaban quienes, antes de soportar los ultrajes y abusos que poco a poco gastaban sus energías, se suicidaban.
En el Sumidero del Diablo apenas trabajaban en turnos alternos dos brigadas compuestas cada una por veinte prisioneros, a los que se reclamaba una «norma» que casi nunca alcanzaban, lo que provocaba las represalias sin cuento de los guardianes, seleccionados entre los más desaprensivos y malencarados del campo. Al pozo principal de la mina se descendía por una angosta escalera de madera adosada a la pared, de travesaños podridos que en sus primeros tramos se cubrían en invierno de una espesa capa de hielo; más abajo, el hielo desaparecía y los travesaños se tornaban todavía más inseguros y deslizantes, tapizados por el mismo verdín viscoso que cubría las paredes de piedra, por las que descendían constantes regueros de agua que se convertían en cascadas en el tramo final, antes de llegar a las galerías subterráneas, muchas de ellas anegadas hasta la altura de las rodillas. Descendían aquella escalera alumbrados por un candil de petróleo que raras veces llegaba encendido al fondo del pozo; como los presos necesitaban aferrarse con ambas manos a la escalera (bajaban gateando y de espaldas), para evitar los resbalones, colgaban la lámpara del cinto; pero tales precauciones no impedían que, de vez en cuando, con los vaivenes del descenso, el candil cayera, yendo a estrellarse sobre las cabezas de quienes los precedían. Más de uno se precipitó al fondo de la madriguera, a consecuencia del golpe, muriendo allí descalabrado; o tal vez, aprovechando la excusa del golpe, más de uno se tirase, por abreviar su infortunio.
Cuando por fin alcanzaban el suelo de la mina, chorreantes de agua, se distribuían picos, palas y martillos compresores, bajo el escrutinio atento de los guardianes, que una vez completado el reparto ascendían otra vez a la superficie, donde aguardaban su regreso, al final del turno. Comenzaba entonces el auténtico suplicio: en el interior del Sumidero del Diablo se respiraba un aire de insana y pegajosa humedad que, mezclado con el hedor de la cadaverina, por momentos provocaba la asfixia; y las galerías se ramificaban en un dédalo indescifrable, desembocando todas en la principal, por donde discurrían las vagonetas cargadas de carbón hasta los ascensores. Muchas de aquellas galerías eran tan bajas que obligaban a los prisioneros a trabajar en las posturas más inverosímiles, pero nunca de pie; y con frecuencia las inundaban grandes trombas de agua contra las que no podían precaverse, pues las bombas de achique que un día hubo en la mina habían dejado de funcionar. Arrastrados por aquellas trombas vieron Antonio y Mendoza morir a muchos hombres; y los que no llegaban a ahogarse pero salían, de resultas del choque contra las paredes de la galería, con algún hueso quebrado que les impedía proseguir en el tajo, eran de inmediato ametrallados por un guardián. A veces tardaban varios días en retirar los cadáveres, para que sirvieran de escarmiento a los otros prisioneros; pero más bien les servían como ejemplo a imitar.
—¿Cuánto crees que aguantaremos en estas condiciones, Gabi? —preguntó Antonio, desde el fondo de una galería.
Los martillos compresores, al perforar la veta del carbón, hacían retumbar las paredes de la mina. De vez en cuando, se oía el chasquido de los entibados de madera, resquebrajándose bajo el peso de la tierra.
—No más que cualquiera de estos desgraciados. Lo único que lamento es no haberte impedido que hablaras aquella noche. Con que yo hubiese pasado este mal trago hubiese sido suficiente.
Antonio se había tumbado en la galería, y con una pala de mango cortísimo llenaba un cajón de madera atado con una cuerda de la que Mendoza tiraba, para vaciarlo en la vagoneta que esperaba turno en el ascensor.
—Me dijiste que tenía que ayudarte en Borovichi, que ése tenía que ser mi acicate, ¿lo recuerdas? Lo hice con mucho gusto.
Mendoza, en efecto, lo recordaba; y le acongojaba que Antonio se hubiese tomado sus palabras tan al pie de la letra:
—Una cosa es ayudarme y otra ocupar mi sitio, amigo.
—Para mí es un orgullo morir a tu lado.
Quizá la afirmación sonase en exceso grandilocuente, pero era sincera, tal vez porque ante la muerte la sinceridad y la grandilocuencia caminan juntas sin rebozo, tomadas de la mano.
—Antes de morir vamos a intentarlo, Antonio —dijo Mendoza, mientras vaciaba el carbón en la vagoneta.
—¿El qué?
Antonio se había arrastrado hasta la embocadura de la galería. Emboscados ambos detrás de una barba sin retajar, con el rostro cubierto por el barrillo que formaban el tizne del carbón y la humedad, parecían más gemelos que nunca. Dos gemelos idénticos, zarrapastrosos y al borde de la consunción.
—Escapar. No quiero morir ahogado en esta ratonera, ni me pienso suicidar. Y para que me maten de un tiro prefiero intentarlo. ¿Cuento contigo?
—Por supuesto, amigo —se apresuró a responder Antonio, con exaltación también sincera—. Juntos hasta la muerte.
Huir de un campo de trabajo era, desde luego, una idea descabellada, máxime si no se contaba con el apoyo de alguien que, desde el exterior, les consiguiera la documentación necesaria para abandonar el país o les proporcionase escondrijo; pero el deseo de acabar con aquella existencia infrahumana que los condenaría en breves semanas a la aniquilación era capaz de concebir las ideas más descabelladas. Cuando cumplían con la «norma» establecida, que con frecuencia era varias horas más tarde de que hubiese concluido su turno, Mendoza y Antonio eran conducidos a punta de bayoneta hasta un barracón en medio del páramo, muy alejado del campo de Borovichi, donde languidecían los prisioneros destinados al Sumidero del Diablo. No les permitían cambiarse las ropas empapadas, que en el trayecto hasta el barracón se congelaban hasta convertirse en una suerte de armadura gélida que luego ponían a secar, ateridos e inflamados de sabañones, en un tendedero que los prisioneros habían improvisado en el barracón, aprovechando el magro calor que desprendían las lámparas de petróleo.
—Huiremos en dirección norte, hacia los pantanos. —De repente, Antonio se dio cuenta de que Mendoza llevaba varios días planeando la fuga—. En cuanto adviertan que hemos escapado, mandarán a los guardianes a la estación de Borovichi y vigilarán la línea del ferrocarril durante días. Tenemos que lograr sobrevivir durante un par de semanas en el bosque que hay más allá de los pantanos, caminando siempre hacia el norte. Para entonces ya habrán relajado los controles y podremos subirnos a cualquier tren de mercancías.
Hablaba en un susurro apagado y monótono, como si estuviese rezando una oración archisabida, mientras los demás prisioneros se entregaban al sopor.
—¿Rumbo adónde?
—A Leningrado. Bajaremos del tren antes de llegar a la capital y trataremos de alcanzar la frontera con Finlandia.
Las ropas o harapos, tendidos en el barracón a la luz de los quinqués, semejaban un corro de fantasmas exorcizando el invierno. Antonio objetó:
—Pero nos echarán los perros, para que nos sigan el rastro…
—Elegiremos una noche lluviosa y verás cómo los perros se lían. Y antes de marchar a la mina, cambiaremos las mantas de nuestras literas por las de cualquiera de estos infelices. Cuando se las den para olfatearlas, los perros no se moverán del sitio. Al final, tendrán que desplegar a los guardianes al azar, por los cuatro puntos cardinales. Cuanto más se dividan, más posibilidades tenemos de que no nos encuentren.
Había trazado el plan atendiendo a las minucias más nimias, como el cartógrafo que aspira a registrar en su mapa hasta los accidentes del terreno que pasan inadvertidos al ojo más atento. Pero era la cartografía de una región utópica.
—Acabarán avisando a la policía de Beria. Vendrán en nuestra búsqueda con coches y hasta con aviones, si hace falta —insistió Antonio.
—Sí, pero no lo harán en las primeras dos semanas. Saben perfectamente que si Beria toma cartas en el asunto rodarán cabezas a mansalva. Durante quince días tratarán de esconder el fallo como sea; sólo cuando no les quede otro remedio lo reconocerán.
Y siguió desmenuzando las circunstancias de la fuga con una suerte de desapasionada exactitud, como si explicase el funcionamiento de una máquina. Ambos sabían que una cosa era la exposición teórica del plan y otra muy distinta llevarlo a cabo; ambos sabían que sus posibilidades de éxito eran muy improbables y escasas: pero no querían morir en aquella madriguera irrespirable, como seguían haciéndolo, con rutinaria fatalidad, los otros prisioneros, por desprendimientos o inundaciones de la mina, extenuados por el trabajo o banalmente ametrallados por los guardianes. Hacia el final del invierno, en la época del deshielo, por fin se dieron las circunstancias que permitían la fuga: llovía torrencialmente, como si el cielo hubiese decidido renovar la condena del diluvio, y los incorporaron al segundo turno, que abarcaba desde el mediodía hasta la noche cerrada. Antes de abandonar el barracón, lograron dar a hurtadillas el cambiazo de las mantas. Llevaban por todo pertrecho una bolsa impermeable que Antonio se colgó al cuello, en cuyo interior depositaron una docena de cajas de cerillas y un par de rudimentarios cuchillos, hechos con sendas brocas melladas de los martillos compresores. Premeditadamente, incumplieron las exigencias de la «norma»; y cuando salieron a la superficie, en compañía de los otros presos, los guardianes los devolvieron a la mina, entre patadas e improperios, dejando a cargo de su vigilancia a un único soldado, mientras los demás regresaban despreocupadamente al barracón, custodiando al resto de la brigada. Durante casi una hora, fingieron emplearse con denuedo en una veta de carbón; la lluvia había alimentado las filtraciones de las paredes, y sobre el suelo cenagoso se alzaba un nivel de agua de casi medio metro que apenas les permitía avanzar por las galerías.
—Es el momento, Antonio. Que Dios reparta suerte.
—Descuida, no me temblará el pulso —dijo, empuñando la pala.
Pero mentía: el pulso le temblaba, y el miedo lo penetraba hasta el tuétano de los huesos, que sentía como de mantequilla. Mendoza se recostó sobre la vagoneta, fingiendo una lesión, y lanzó un grito desgarrado cuyo eco ascendió hasta la superficie por el hueco del ascensor. El guardián que había quedado a cargo de su vigilancia se asomó, allá en lo alto, intrigado.
—¡Ha habido un desprendimiento en una de las galerías interiores! —mintió Antonio—. ¡Mi compañero está herido!
Y para que la añagaza resultara más verosímil, Mendoza seguía berreando y lanzando improperios. El soldado primero rezongó y maldijo, dubitativo; pero como los lamentos de Mendoza proseguían, se decidió al fin a bajar al interior de la mina, con el naranjero presto para dispensar su extremaunción de plomo. Antonio se acercó al pie de la escalera para recibirlo; era un soldado desgarbado y bisoño, de facciones campesinas, que tal vez ni siquiera hubiese participado en las campañas contra los alemanes. Con una suerte de consternada piedad, Antonio observó que el capote le quedaba muy grande, como si lo hubiese heredado de otro soldado mucho más corpulento que él.
—¡Por aquí! Yo le acompaño.
Al soldado le repelía adentrarse en aquella agua cenagosa que cubría hasta más arriba de la rodilla, pero finalmente se decidió, azuzado por un impulso que Antonio nunca supo si era de naturaleza samaritana u homicida, cuando Mendoza profirió otro grito en el que parecía que se le iba el alma. El soldado avanzó con el naranjero en alto hacia el lugar donde Mendoza se había refugiado, mientras los faldones de su capote se abrían en el agua, como sostenidos por un polisón. Antonio se quedó rezagado y enarboló la pala, descargando un fuerte golpe con su filo en el cráneo del soldado, que cayó como un pesado fardo. Antes de que pudiera reanimarse, Mendoza se abalanzó sobre él y sus manos se aferraron como tenazas a su cuello; mientras lo estrangulaba, el soldado ruso apenas opuso resistencia, tan sólo lo miraba con ojos desconcertados, ojos de espanto o de martirio que Mendoza cegó sumergiéndolo en el agua cenagosa. A la desesperada, el soldado agitó entonces brazos y piernas, pero Mendoza no cejó en su tenaza, hasta que cesaron las convulsiones. Un rosario de burbujas en las que viajaba su último estertor certificó su muerte. Mendoza apartó las manos del cuello del cadáver, como si el contacto de su piel lo abrasara. Tal vez hubiese matado a decenas de hombres en el frente, pero esa mortandad aleatoria palidecía comparada con el asesinato manual, artesanal, de un hombre al que se priva del resuello. Se santiguó.
—Que Dios se apiade de su alma —dijo, a modo de responso apresurado. Y enseguida—: Y de la nuestra.
No cruzaron más palabras. Treparon a la carrera la escalera convertida en una cascada de agua, gateando sobre sus peldaños, y salieron a la vasta noche, restallante de truenos que sonaban como escopetazos disparados por las legiones caídas. Emprendieron veloz carrera bajo la lluvia sin tregua que había convertido el páramo en un barrizal, siempre hacia el norte (o hacia lo que Mendoza intuía que era el norte, pues la estrella polar no brillaba en el cielo), hasta alcanzar la corriente de un río cuyo cauce siguieron durante un par de kilómetros, para entorpecer todavía más el rastreo de los perros, antes de reanudar otra vez la carrera hacia el norte, a través de un terreno pantanoso en el que en ocasiones se hundían hasta la cintura. Después de chapotear durante horas en aquel movedizo limo, rotos por el cansancio, alcanzaron un bosque frondoso en el que pudieron guarecerse de la lluvia y recolectar un poco de leña seca. Encendieron una modesta hoguera, aprovechando un pequeño calvero rodeado de arbustos cuyas ramas se entrelazaban, formando una especie de bóveda natural que actuaba como parapeto frente al escrutinio exterior. Allí secaron sus ropas empapadas, mientras la lluvia empezaba a remitir.
—¿Cuántas horas habrán transcurrido desde que abandonamos el Sumidero del Diablo? —preguntó Antonio, que había extraviado por completo el sentido de la orientación y la noción del tiempo.
—Seis, tal vez siete horas. Pronto empezará a clarear.
A medida que la lluvia aplacaba su tamborileo sobre la bóveda vegetal, asomaban entre la fronda algunas estrellas tímidas, parpadeando a lo lejos como lámparas que se quedan sin aceite.
—¿Crees que ya habrán empezado la búsqueda?
—Ni lo dudes —respondió Mendoza, que hablaba con una rara tranquilidad, como si esa búsqueda no le incumbiese—. Ya habrán enviado un destacamento a la estación de Borovichi y apostado vigilantes en todos los caminos y carreteras. Pero eso no debe preocuparnos.
Lo exasperaba aquella actitud flemática o evasiva de Mendoza.
—Entonces, ¿de qué debemos preocuparnos?
—De caminar hacia el norte, siempre hacia el norte, y de conseguir que nadie nos vea, rehuyendo en la medida de lo posible las aldeas y lugares poblados. Habrán difundido la noticia de nuestra fuga en varios centenares de kilómetros a la redonda, prometiendo recompensas a quienes procuren alguna información y recordando que prestar ayuda a un evadido está castigado con la muerte.
A Antonio se le agolpaban las preguntas en turbamulta. ¿Cómo se procurarían alimento, si les estaba vedado aproximarse a las aldeas? ¿Qué distancia habrían interpuesto entre ellos y sus perseguidores? ¿Qué número y clase de fuerzas habrían destinado para darles caza? ¿Habrían conseguido que los perros identificaran su rastro? Si finalmente los prendían, ¿los fusilarían allí mismo, dejando su carroña para los cuervos, o los devolverían al campo, para arrancarles públicamente la piel a tiras antes de darles el tiro de gracia? Pero entendió que tal vez estuviesen agotando sus últimas horas de vida; y que emplearlas en vanas inquisiciones no merecía la pena. La voz de Mendoza sonó pesarosa, como herida por el relente:
—¿Qué será ahora de nuestros camaradas?
—Tratarán de conseguir que firmen esas solicitudes de nacionalidad rusa, renunciando a la repatriación —dijo Antonio con crudeza—. Imagino que, entretanto, los dispersarán por diversos campos, para impedir la influencia de los oficiales.
Mendoza suspiró lastimeramente (su suspiro era más bien un vagido), como si un alud de remordimientos se le viniese encima, en la hora de la recapitulación:
—Muchas veces me ha asaltado la misma duda. ¿Han tenido algún sentido todos los esfuerzos por mantenerlos unidos? ¿No hubiese sido mejor ceder ante las presiones? ¿No se habrían ahorrado así muchos sinsabores?
—Ceder no habría servido de nada, Gabi, tú mismo lo has dicho cientos de veces. —Antonio se sentía extraño invocando su autoridad, que ahora parecía resquebrajarse—. ¿Qué habríamos conseguido? Un mendrugo de pan, una muda limpia, algún coscorrón menos… a cambio de vivir humillados. Al menos, de esta manera, cuando regresen a España, podrán presumir ante sus familias de no haber agachado jamás la cabeza. Y te lo deberán a ti.
Mendoza desdeñó el halago:
—Si es que regresan…
—Regresarán, Gabi. Y nosotros también.
El desfallecimiento de Mendoza lo ofendía como al neófito ofende descubrir que su iniciador ha perdido la fe. Escuchó su voz, presagiosa y a la vez apremiante:
—Si ocurriera que yo muero y tú lograras escapar, te pido que vayas a ver a Amparo. Júrame que lo harás.
—Te lo juro, Gabi, por supuesto. Pero…
—Dile que no pasó un solo día sin que pensara en ella. Dile que cuando soportaba hambrunas y penalidades era porque su recuerdo me inspiraba el valor para hacerlo. Dile que hubiese querido envejecer a su lado y tener con ella un montón de hijos…
Ahora su voz no era presagiosa ni apremiante, sino alucinada y febril. En otras circunstancias, aquellas peticiones habrían sonado como paparruchas sentimentales: a Amparo muy probablemente le habrían comunicado que su novio había muerto en Krasny Bor; y Amparo, después de guardarle luto durante años, ya estaría envejeciendo al lado de otro hombre que le habría dado los hijos que Mendoza no había podido darle. Pero, ante la inminencia de la muerte, la grandilocuencia camina sin rebozo al lado de la sinceridad, tomadas ambas de la mano.
—Basta, Gabi —dijo Antonio, terminante—. Lo que me estás pidiendo es algo absurdo. Aquí moriremos ambos o nos salvaremos ambos también. Podrás decirle a Amparo todo eso tú mismo. Y ahora descansa, hazme ese favor.
Reprimió un sollozo, como se reprime un vómito; y sintió en la garganta el mismo regusto ácido y abrasivo. Muchas veces, cuando le faltaba el coraje, se había sostenido en Mendoza; muchas veces había hallado en su fortaleza el acicate para resistir; y ahora que Mendoza se mostraba vulnerable, se descubría inerme y desvalido, como una casa construida sobre la arena. Durmieron, o fingieron dormir, hasta que el sol se elevó sobre el cielo. Ambos estaban cubiertos, de la cabeza a los pies, con una capa de barro y ceniza que los asemejaba a hombres selváticos; y como hombres selváticos se afanaron en procurarse condumio. Enseguida comprendieron que no sería una tarea fácil: aunque la primavera ya se barruntaba, los árboles no habían retoñado todavía, y los animales seguían refugiados en sus madrigueras. Mordisquearon unas cuantas raíces y lograron cazar una ardilla, que desollaron y comieron asada a fuego vivo, antes de reanudar la marcha a través del bosque, cada vez más tupido. De vez en cuando, se encaramaban a la copa de un árbol, para otear el horizonte a su alrededor; pero hasta donde les alcanzaba la vista, el bosque se extendía hermético como una esfinge. Prosiguieron la marcha durante varios días, guiados por la carrera del sol, pero tenían que hacerlo en condiciones muy penosas, a menudo con las piernas en remojo, hundidas en el barrizal provocado por el deshielo, y los escasos alimentos que les brindaba el bosque no les bastaban para combatir el agotamiento. Al quinto día de marcha, advirtieron que empezaban a menudear los claros; Mendoza trepó a un pino y avistó, a apenas un par de kilómetros, una aldea que parecía abandonada, con isbas de techos pajizos de las que no brotaba el humo y cobertizos desmantelados.
—No parece que esté habitada. Tal vez a sus pobladores los hayan obligado a reasentarse en otro lugar —le explicó a Antonio—. Sin embargo, parece como si la mudanza la hubiesen hecho deprisa y corriendo. Con un poco de suerte encontraremos algo que llevarnos a la boca.
—Pero tú mismo dijiste que debíamos evitar las aldeas —objetó Antonio, que sin embargo deseaba que esa objeción fuese rebatida por Mendoza, pues la inanición apenas le permitía tenerse en pie.
—Y lo mantengo, pero si no conseguimos pronto víveres no podremos seguir avanzando. Merece la pena que nos arriesguemos.
Rodearon la aldea, al resguardo de los árboles, y comprobaron que, en efecto, estaba deshabitada. Furtivamente, se deslizaron en el interior de las isbas, que aún guardaban en sus alacenas enseres y utensilios domésticos, como si sus inquilinos hubiesen marchado con la esperanza de volver pronto; pero no hallaron vestigio alguno de comida. Tampoco en los cobertizos próximos, donde los aperos de labranza se alineaban como armas en reposo de una improbable revolución campesina. Caminaron por la calle principal de la aldea como por un cementerio del que hubiesen emigrado los muertos, convocados por la trompeta del Juicio Final; sobre sus cabezas, el cielo sin nubes, inhóspito como un hangar, se teñía de tonalidades gangrenosas. Al final de la calle, detrás de unos caballones, se alzaba una valla circular; y dentro de la valla, como en una sucursal del arca de Noé, una multitud de gallinas y conejos, gansos y pavos, hozando entre la paja y el estiércol, o muy aplicadamente inclinados ante sus comederos. Antonio y Mendoza se miraron, perplejos y alborozados, y echaron a correr hacia aquella especie de corral comunal; saltaron la valla y emprendieron la persecución de los alarmados animales, en medio de una tremolina de graznidos y cacareos.
—¡Tenías razón, Gabi! —exclamó Antonio, cuando por fin logró atrapar una gallina y retorcerle el pescuezo—. Merecía la pena arriesgarse.
Pero se tropezó con el rostro hierático de Mendoza, que miraba hacia las últimas isbas que habían dejado atrás. De ellas habían salido hasta media docena de soldados que rodearon el vallado, apuntándolos con sus naranjeros.
—Nos han cazado, amigo —murmuró.
Antonio soltó la gallina que acababa de capturar y se revolvió, tratando de encontrar una escapatoria.
—Déjalo, no tiene ningún sentido. Sólo conseguirías que te pegasen un tiro por la espalda.
Y, para darle ejemplo, se quedó quieto en mitad del corral, con la vista clavada en el cielo, como si rezase una plegaria. Antonio recordó sus palabras: «Por eso, todos los esfuerzos de nuestros carceleros por machacarnos, todo su empeño en dañar y golpear nuestra carne, son inútiles y serán vengados: porque resucitaremos sin una sola cicatriz, para ver cómo se pudren en el infierno». De momento, sin embargo, los estaban apuntando impertérritos. Por la calle principal de la aldea se acercaba un camión militar descubierto, con otra media docena de soldados en el remolque; se detuvo ante el corral con el motor encendido, y Camacho descendió de la cabina. Se pavoneaba ante sus subordinados, orgulloso como un mariscal de campo.
—Lo tuve claro desde el principio —dijo, enseñando la dentadura con delectación—. ¿Cómo cazar a unas raposas hambrientas? Dejándolas que entren en el corral.
Sacudió una patada a la puerta del vallado, que cedió blandamente, provocando el revuelo despavorido de las aves, y caminó hacia donde se hallaban ambos, evitando pisar el estiércol. Por un instante vaciló, tratando de identificar a Mendoza; pero su postura más gallarda lo delataba.
—Se acabó el juego. Como ves, la lealtad a tus principios no te ha servido de nada. Vas a morir como un perro sarnoso.
Mendoza lo miró con infinito asco o infinita misericordia:
—Tampoco a ti te ha servido de nada cambiarte de bando. Vas a vivir como lo que siempre has sido: una rata de cloaca.
Las facciones afiladas de Camacho palidecieron y se estremecieron, agitadas por un temblor en el que se fundían la cólera y el odio. Desenfundó la pistola y encañonó a Mendoza.
—Encomiéndate a tu Dios. Tu vida ha terminado.
Mendoza sonrió con una suerte de aliviada gratitud. Miró por última vez a Antonio, transmitiéndole ánimos, y escupió a Camacho en el entrecejo.
—Esta vida es lo único que me puedes quitar. Todo lo demás que tengo no puedes ni siquiera imaginarlo.
Sonó la detonación, que reverberó en los desvanes del cielo, despertando mil pájaros fugitivos. La bala le atravesó la cabeza y lo derribó sobre la gallinaza del suelo, desmadejado pero con la sonrisa coagulada en los labios. A Camacho el temblor se le había extendido por todo el cuerpo, como un calambre involuntario; se agachó para comprobar que Mendoza no respiraba y le arrancó del cuello la chapa identificativa de la División Azul. Luego se volvió hacia Antonio, que había caído de rodillas, incapaz de sostenerse por más tiempo en pie, y trataba de esconder la mancha indecorosa que se extendía por sus pantalones. Camacho le acarició la nuca con el cañón todavía caliente de su pistola, regodeándose íntimamente.
—A ti te tenemos reservado otro destino, cabrón —dijo.
Y dio órdenes a los soldados para que lo condujesen al camión. Lo arrojaron sobre el remolque, tumbándolo boca abajo, y le ataron a la espalda la rueda de repuesto, para que no pudiera ni siquiera rebullirse. Cuando el camión arrancó, la noche ya se derramaba sobre el mundo, como una religión negra.
Atrás quedaba el cadáver de Mendoza, esperando la resurrección de la carne. Pronto se le llenaría de hormigas la boca.