También la barba

También la barba le había crecido, voraz e insomne como las bacterias y los remordimientos, mientras aguardaba noticias en una sala de espera del hospital de San Carlos. Los antiguos compañeros que hacían guardia no lo habían dejado pasar a la habitación de cuidados intensivos donde la sobrina de Gabi se debatía entre la vida y la muerte; y le habían recomendado que esperase hasta las ocho de la mañana a que llegase el catedrático Avendaño, jefe del departamento de ginecología y obstetricia, que era el único que podía autorizar su paso a una zona restringida al personal sanitario. A Cifuentes no se le escapaba que si sus antiguos compañeros le habían vedado el paso, pudiendo colarlo de matute sin peligro alguno, era porque ante sus ojos se había convertido en un apestado, máxime desde que obtuviera la cátedra en Valladolid, rompiendo de este modo el nudo gordiano con el que pretendían bloquear su carrera académica. Tampoco se le escapaba que Avendaño se relamería de gozo cuando descubriese que Consuelo acababa de sufrir un aborto, seguramente perpetrado por el propio Cifuentes, a quien de este modo podría someter a humillaciones mucho más gravosas que las que ya le había infligido mientras estuvo bajo su disciplina. Pero nada de esto le importaba; nada de esto lo distraía de su tormento interior, que en apenas unas pocas horas había arrojado sobre su rostro una decrepitud de veinte o treinta años. Vio venir a Avendaño por el pasillo, tremolante la bata médica, como un estandarte de su arrogancia.

—¿Cómo está la chica? —preguntó acucioso.

Avendaño era un hombre de estatura más que normal y complexión fornida, como el propio Cifuentes, pero de cabeza muy chica, como trasplantada del cuerpo de un enano. Tenía la nariz chata, los ojos pequeños como cabezas de alfiler, el bigote abundante pero bien perfilado en una raya completamente horizontal de cerdas duras y enhiestas, como les gustaba llevarlo a los chupópteros del Régimen; el cabello le brillaba como un casco y tenía el labio superior ligeramente levantado, en un mohín leporino que le daba un aire displicente de continuo disgusto.

—No muy bien —respondió con acrimonia—. No está respondiendo a los antibióticos. —Lo miró con algo parecido a la sorna—. ¿Le importaría acompañarme a mi despacho… doctor?

Lo siguió, como un cordero camino del matadero que no osa ni siquiera balar. Avendaño lo invitó a sentarse al otro lado del escritorio; él hizo lo propio, después de alzarse la bata con mucho melindre, como una damisela que no quiere arrugar los pliegues de su falda.

—Cuando nos abandonó nunca pensé que volvería a verlo tan pronto —dijo Avendaño, con demorado regocijo—. Y mucho menos en estas circunstancias.

Avendaño era el responsable máximo de su preterición en los últimos años; como tantos otros aprovechateguis aflorados tras el aggiornamento del Régimen, profesaba una inquina obstinada a los falangistas de la vieja guardia, a quienes procuraba postergar en su departamento y purgar en el hospital.

—La vida tiene estas ironías, Avendaño. —Cifuentes se encogió de hombros—. Lo que llevaba planeando tantos años hacer conmigo y no pudo finalmente hacer es filfa, comparado con lo que ahora me espera.

El bigote de Avendaño se hinchó rozagante, acompañando su sonrisa. Tomó del escritorio una carpetilla con el historial clínico de Consuelo.

—Veamos. La paciente, Consuelo Guerricaechevarría Mendoza, presentaba en la parte baja de su abdomen una sensibilidad muy intensa. Endometritis en la cavidad uterina, con flemón del ligamento ancho, pelviperitonitis y sínfisis en la región pubiana. Se han observado restos de sangre en la vulva y en la vagina, así como pequeños coágulos en el cuello del útero y rozaduras en ambos parametrios, que parecen indicar que recientemente le ha sido extraído un feto mediante métodos quirúrgicos. —Había leído con una calculada y tediosa monotonía. Luego levantó la vista de la carpetilla, recochineándose—: ¿Cómo llamábamos a esto en clase, Cifuentes? ¡Oh, sí! Aborto séptico, ¿verdad? Un aborto séptico de libro. No mal ejecutado, por cierto, aunque en condiciones de esterilización deficientes. Y en una paciente de condición física más que precaria.

Cifuentes no trató de defenderse. Inquirió:

—¿Por qué no ha reaccionado bien a los antibióticos?

—Como usted sin duda sabe, los antibióticos no son la purga de Benito, aunque así se los presenten a la gente. —Avendaño frunció todavía más su labio leporino—. Esta muchacha… —consultó de nuevo la carpetilla—, Consuelo, ha padecido un shock endotóxico, derivado precisamente de que la flora de su útero ha desarrollado una resistencia a los antibióticos, tal vez por haber ingerido recientemente algún fármaco contraindicado, o por haberle sido administrada alguna forma de antibiótico adulterado que, en lugar de destruir los estreptococos, los ha hecho más fuertes. Estamos luchando contra la infección; pero si no se presenta mejoría en las próximas horas, mucho me temo que…

Calló pudorosamente, mientras Cifuentes hundía la mirada en el suelo, abrumado por un sentimiento mixto de culpa y futilidad: culpa ante su crimen, futilidad ante las excusas que podría invocar en su descargo. A fin de cuentas, aunque hubiese recurrido a los métodos más torticeros y bellacos, Gabi no le había puesto una pistola en el pecho, obligándolo a perpetrar el aborto.

—Imagino que la chica fue quien acudió a usted pidiéndole que interrumpiera su embarazo —Avendaño, curiosamente, empleaba los mismos eufemismos grotescos que Cifuentes había escuchado por primera vez a Gabi—, pero no se le escapa que este tipo de operaciones están penadas por la ley con cárcel e inhabilitación de por vida. Y debo recordarle también, Cifuentes, que al aceptar realizar la operación se hizo responsable de esta chica. Si ella muriese…

Cifuentes suspiró, desarbolado.

—Lo sé, lo sé.

Había entrado en el despacho de Avendaño un interno que parecía despavorido:

—La joven que trajo el… doctor Cifuentes se encuentra muy mal —anunció—. El pulso le ha caído de golpe de ciento treinta a cuarenta.

Salieron los tres en estampida a la unidad de cuidados intensivos, donde Consuelo se hallaba entubada y con un gotero conectado al brazo. La palidez amarillenta de la noche anterior se había tornado ya casi mortuoria; y las calenturas de los labios, ahora renegridas, semejaban brotes de gangrena. Una enfermera le auscultaba el corazón con un estetoscopio.

—El latido es muy débil, doctor Avendaño. Me temo que se nos va —dijo—. Hace un rato despertó y empezó a llamar a un tal Gabi.

—Es un tío suyo —aclaró Cifuentes, mordiéndose la rabia.

Consuelo intentaba de nuevo hablar, entre estertores y boqueadas. Lo que salía de su boca era apenas un murmullo acezante, ensombrecido por el delirio:

—Gabi… Gabi… ¿estás ahí?

Cifuentes sabía bien que nada brinda mayor consuelo a un moribundo que la cercanía de un ser querido, aunque ese ser fuese alguien tan despreciable y cobarde como el hombre que había dejado abandonada a su sobrina. Le rogó a Avendaño:

—¿Me permite que me siente a su lado? Haré como que soy su tío y eso la reconfortará.

Avendaño asintió, displicente. Cifuentes se sentó a la vera de la cama y aferró las manos yertas y gélidas de Consuelo, en contraste con la frente ardiente.

—Tranquila, pequeña. Estoy contigo —dijo.

—¿Gabi? —Su voz apenas podía alzarse, entre las telarañas de la inconsciencia—. Gabi… Ya no puedo llamarte tío. Te quería mucho… Gabi. Dios sabe que te quería mucho. Y espero… que nos perdone… a los dos… —Los párpados se le agitaban como mariposas en su último revoloteo, y su cuerpecillo sucumbía a los espasmos—. Y el niño… Gabi… tu niño… dónde… está… Gabi, dónde.

Enmudecieron sus labios, en un rictus de crispación que Cifuentes borró con la palma de la mano. Un sudor frío acudió a su piel mientras desentrañaba el sentido de aquellas palabras postreras de Consuelo: era como si ante sus ojos se revelara, con creciente nitidez, la imagen de una fotografía sobre una cartulina que había permanecido en blanco hasta apenas unos instantes antes; y lo que iba emergiendo en esa fotografía lo llenaba de un horror inesperado. Tomó las manos exánimes de Consuelo y las cruzó sobre el vientre, que él había expoliado unas horas antes, y besó su frente repentinamente fría con la unción resignada del penitente que se sabe condenado a vagar sin rumbo, sin hallar jamás perdón a su falta. Salió arrastrando los pies de la unidad de cuidados intensivos, ajeno a la mirada estupefacta o desdeñosa o acusatoria de Avendaño, el interno y la enfermera, y siguió arrastrándolos por los pasillos del hospital, que tenían ese aire a la vez familiar e inhóspito de las geografías soñadas. Estaba ofuscado, dilacerado por un turbión de pensamientos revueltos, como en una gran ceremonia del caos; y, sin embargo, penetrando como el tajo de una espada esa maraña espesa, brillaba la revelación que hasta entonces le había sido escamoteada, la revelación que Cifuentes habría preferido eludir e ignorar, temeroso de quedar petrificado por el espanto, como aquellos incautos que osaban mirar de frente a la Gorgona. Gabi había seducido a su sobrina, la había dejado embarazada y después la había obligado a abortar, sirviéndose de su ayuda, urdiendo aquella fábula del hombre casado que no quería saber nada del hijo bastardo; y, cuando sus planes se torcieron, después de que su propio hijo hubiese sido asesinado, no había tenido ningún reparo en dejar a su madre a merced de la muerte.

No acertaba a comprender cómo el joven impetuoso que había conocido quince años atrás había podido degenerar en aquel monstruo aborrecible que no se detenía ni siquiera ante el tabú del incesto; y que, ante las consecuencias de su infracción execrable, no había vacilado en sacrificar a sus víctimas, para salvar a la desesperada su reputación, tal vez para poder seguir perpetrando atrocidades semejantes. Sabía que Gabi procedía de un mundo ominoso; sabía que, trabajando con su padre, allá en la primerísima posguerra, había frecuentado a estraperlistas y logreros; sabía que tal vez hubiese participado, siquiera por omisión, de los métodos inescrupulosos de aquellas sabandijas que se lucraban del dolor y la necesidad ajenos. Pero también sabía que había renegado sinceramente de aquel mundo ominoso, después de que el escándalo de las vacunas adulteradas contra la poliomielitis le revelara la verdadera naturaleza de los negocios paternos. De su conversión le había brindado pruebas suficientes, primero en las reuniones del S. E. U. que el propio Cifuentes organizaba en la facultad de medicina; después alistándose en la División Azul, donde habían combatido juntos durante un año, a orillas del río Volchov. A su memoria acudieron entonces los innumerables episodios de intrépida gallardía que Gabi había protagonizado en el frente ruso: episodios que él mismo había presenciado, en las escaramuzas que cada día libraban contra el enemigo, en su trato cotidiano con la tropa, en su empeño por ofrecerse siempre voluntario en las misiones más peligrosas e inciertas; y le constaba, porque otros divisionarios así se lo habían confirmado, que su conducta había seguido siendo la misma, después de que Cifuentes fuese repatriado, y en los años más difíciles del cautiverio. El mismo hecho de que Gabi hubiese renunciado a la repatriación, habiendo podido sumarse a cualquiera de las expediciones que, periódicamente, regresaban a España, probaba el temple de su carácter, y también la consistencia de su conversión: seguramente en ella había algo del furor enardecido del converso, y hasta podría tal vez presumirse que en su intrepidez un tanto desaforada alentase cierta irresponsabilidad suicida, propia de los hombres que se avergüenzan de su pasado y no vacilan en exponerse insensatamente a la muerte, pensando que en ella encontrarán la única redención posible; pero tales rasgos de temeridad o vehemencia no empañaban ni un ápice la catarsis que se había operado en su alma. Algo había ocurrido en los años oscuros de su cautiverio, algo que no se explicaba como un mero desengaño o una expresión del natural abatimiento provocado por tantas penalidades sin esperanza de término; tampoco como una necrosis o abjuración de los ideales juveniles y una vuelta a las andadas de las fechorías que había aprendido al lado del padre camandulero. Para transgredir las prohibiciones humanas y divinas que vedan el incesto, como para sacrificar sin empacho la vida de inocentes con los que se comparten vínculos consanguíneos, hacía falta algo mucho más profundo y devastador. Hacía falta una metamorfosis completa, hacía falta convertirse en otra persona, ser otra persona. Por un instante, entre aquel turbión de pensamientos caóticos que lo ofuscaban, centelleó una sospecha o conjetura que hubiese servido para explicar tal metamorfosis; pero era una sospecha o conjetura tan rocambolesca y peregrina que la razón la repudiaba.

Cifuentes había llegado al vestíbulo del hospital, dejando tras de sí una estela de antiguos compañeros que cuchicheaban a sus espaldas o callaban a su paso, abrumados por la pena o el escándalo. Ya sabían todos la razón por la que había vuelto a pisar aquel lugar, en el que durante más de una década había ejercido su profesión, trayendo niños al mundo; ya sabían que había traicionado los juramentos hipocráticos y había provocado la muerte de una joven, después de matar al niño que se gestaba en su vientre. Lo miraban con una mezcla de curiosidad macabra y ofendido pasmo, como se mira al reo camino del cadalso, o al penitente al que se obliga a pasear con un sambenito colgado del cuello por las calles, para que sirva de aviso y escarmiento a quienes han cometido su mismo pecado, y de regocijo y ludibrio a quienes esperan no cometerlo jamás, más por miedo a la represalia que por verdadera convicción. En el vestíbulo del hospital de San Carlos habían instalado un teléfono público; Cifuentes siempre se preocupaba, cuando salía de casa, de adquirir en la estación o en un estanco las fichas que permitían realizar llamadas. Discó el número de su casa, la casa de labranza que Amparo y él habían adquirido con privaciones y esfuerzos a las afueras de Valladolid, la casa en la que habían soñado desarrollar una nueva vida y criar una numerosa prole. Pero aquel sueño había quedado trunco o nonato para siempre, trunco o nonato como el niño que había arrojado al cubo de la basura el día anterior.

—Amparo, soy Pacorris —se anunció. Aunque su impulso natural, cuando hablaba desde un teléfono público, era alzar la voz, se había anunciado casi en un susurro, para que el grupo cada vez más numeroso de curiosos que se habían congregado en el vestíbulo, acompañando su camino al cadalso, no pudieran fisgonear su conversación.

—Se te oye fatal, cariño —dijo Amparo—. ¿Vuelves ya para casa?

Cifuentes formuló una breve sonrisa magullada.

—No, Amparo, por desgracia esto parece que va para largo.

Se hizo un silencio mohíno al otro lado de la línea; pero enseguida Amparo se sobrepuso a la contrariedad:

—Qué se le va a hacer —se conformó. Y trató de impostar un tono festivo—: Espero que, al menos, tus antiguos compañeros te hayan recibido bien.

—¡Oh sí! Me sacan a cenar y luego me pasean por los cabarés, para honrarme como merezco. Avendaño, incluso, se propone hacerme un homenaje en la Universidad.

Rió Amparo, ahora sin fingimiento. Así le gustaba verla a Cifuentes, vivaracha y jovial como en sus años juveniles, cuando era una chica topolino por la que todos los miembros de la pandilla bebían los vientos.

—¡Pues que no se te suban mucho los humos, eh! No sea que alguna pindonga de esas que andan por los congresos de medicina quiera robarme a mi maridín. —Volvió a reírse, antes de suplicar—: Vuelve pronto, cariño. Cada minuto que nos roban me duele en el alma.

Cifuentes notó la apremiante inminencia de las lágrimas. Murmuró:

—En realidad, ya nos han robado todo el tiempo del mundo. —Y, para aliviar aquel comentario demasiado esotérico o presagioso, añadió—: Deberíamos habernos casado hace mucho, cuando aún éramos jóvenes.

Amparo calló por unos segundos, desconcertada ante el tono excesivamente pesaroso o recriminatorio que adoptaba la conversación.

—Supongo que ahora es fácil decirlo —habló al fin, golpeada por los recuerdos—. Pero ambos decidimos que debíamos ser leales con Gabi. —Y espantó la zozobra—: Además, ¿quién ha dicho que no seamos jóvenes? Aquí me tienes, embarazada como una ternera.

Cifuentes se mordió el labio inferior, para reprimir un sollozo. Le bajaban por las mejillas, entorpecidos por la barba, unos lagrimones lentos y espesos, como destilaciones de su propia sangre.

—Hemos sido leales a tantas cosas y a tantas personas que no merecían nuestra lealtad… —dijo, otra vez en un tono esotérico. En realidad, estaba disfrazando bajo aquel plural difuso a la única persona que había destruido su vida—. Y total, ¿para qué? Para servir a traidores y a impostores.

—No digas eso, Paco —protestó Amparo, lastimera—. Al menos nosotros podemos caminar con la cabeza bien alta, cosa que muchos no pueden decir. No hemos traficado con nuestros principios por un plato de lentejas.

Pero Cifuentes ya no podría caminar con la cabeza bien alta nunca más; y aunque no hubiese traicionado esos principios por un plato de lentejas, sino por un insensato sentido de la amistad, o por entregar su amistad a quien no la merecía, sabía que no podría seguir viviendo con la cabeza gacha. Y mucho menos que Amparo tuviese que agacharla por su culpa. El silencio se tensaba como una ballesta.

—¿Paco? ¿Te ocurre algo? —preguntó Amparo, alarmada.

—Nada, mujer, qué habría de ocurrirme —se esforzó para sonar risueño, en medio de su desolación—. Has sido siempre muy buena conmigo, Amparo.

—¿Cómo que he sido, he sido? Soy y lo seré, espero que por mucho tiempo —proclamó ufana—. Pero es muy fácil ser buena mujer con un hombre como tú. Haces que me sienta muy orgullosa de haberte elegido.

—Espero que nunca dejes de estarlo, cariño. Ni siquiera si te cuentan cosas malas sobre mí. —No dejó que Amparo le pidiese explicaciones—. Ahora tengo que dejarte. Te quiero más que a mi vida.

Y, precisamente porque la quería, tenía que hacer lo que había decidido hacer. El corro de curiosos congregado en el vestíbulo ya ni siquiera se molestaba en guardar un discreto silencio, o en mirarlo tan sólo de reojo: su runrún chismoso, como un enjambre revuelto, le zumbaba en los oídos; y, allá donde ponía la vista, se topaba con rostros inhóspitos y acusadores. Tal vez ya hubiesen llamado a la policía, advirtiéndole que un médico que acababa de matar a una joven, después de perpetrarle un aborto (pero más probablemente habrían dicho «después de interrumpir su embarazo»), se disponía a abandonar el hospital; sin embargo, ninguno de los curiosos tuvo valor para detenerlo cuando efectivamente lo abandonó, y se quedaron mirándolo detrás de las puertas de cristal del vestíbulo, como se mira tras el cristal del acuario al tiburón que trata en vano de escapar de su jaula acuática. Cifuentes prendió un cigarrillo y aspiró su humo con el ansia de quien espera la andanada que siegue su respiración. Arrancó a andar sin mirar atrás; ahora ya podía decirse con completa propiedad que era un prófugo de la justicia, un asesino en busca y captura, un médico deshonrado y despojado de su título, un profesor inhabilitado, desacreditado ante sus colegas y estigmatizado para siempre. Pero nada de esto le habría preocupado, si hubiese estado soltero; y habría acatado la condena a la cárcel como un liviano anticipo de la condena mucho más rigurosa que le tenía reservado el juicio de Dios. Pero no estaba soltero; y no soportaba imaginar la decepción de Amparo, cuando supiese que su marido había sido detenido por abortero, cuando tuviera que escuchar los particulares turbios de su crimen en las sesiones del juicio, cuando tuviera que explicar al hijo de ambos las razones por las que su padre cumplía condena en un presidio, las razones por las que otros niños lo señalaban y se burlaban de él en el colegio, en la calle, dondequiera que fuese y se hallase siempre la misma cantinela oprobiosa. Prefería, antes que repercutir sobre Amparo y su hijo ese baldón, afrontar de inmediato el juicio de Dios.

Madrid se desperezaba como una actinia, desplegando los tentáculos de su actividad. Aunque Cifuentes no llevaba ni medio año viviendo en el campo, aquella agitación todavía incipiente se le antojó de una efervescencia indescifrable, casi como una premonición del infierno que le aguardaba. Caminó por la calle de Atocha como quien se adentra por un laberinto babélico en el que no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso, pero donde su impresión de desconcierto era exactamente la misma que si los hubiese. Cuando llegó a la plaza Mayor se demoró entre los puestos de quincalla y las chirlatas con que los truhanes embaucaban a los paletos y a los turistas más propensos al timo; y durante un rato se dejó, incluso, embaucar en una de aquellas chirlatas, para recuperar el sabor (o el regusto) de una inocencia perdida para siempre, hasta que casi se quedó sin calderilla. Y la habría agotado si entonces no lo hubiese alcanzado una vaharada de pan caliente, recién sacado del horno, procedente de una tahona próxima, casi oculta entre los soportales de la plaza. Compró allí una hogaza con las últimas monedas que le restaban y la mordió en un currusco dorado, dejando que su sabor recio y candeal le anegase las papilas gustativas, como una eucaristía sanadora y última. Reanudó su camino, mordisqueando la hogaza; y, en su derredor, se congregaron palomas, disputándose las sobras de su festín. Entonces, mientras avanzaba por la calle Mayor, empezó a desmigajar la hogaza, para que las palomas pudieran llenar el buche; y así, escoltado por las palomas, nimbado de palomas, sostenido franciscanamente en el zureo de las palomas, desembocó en la calle de Bailén, desde la que se avistaba, como un acantilado blanco o un mausoleo de fantasmas destronados, el Palacio Real, y a su lado una catedral a medio construir, como un templo que hubiese sido arrasado por los bárbaros o que aún estuviese esperando sus incursiones, antes de que Dios se decidiera a establecer allí su morada. Cifuentes espolvoreó los últimos restos de la hogaza, para revuelo de las palomas, que aún siguieron acompañándolo en su paseo, como si quisieran probarle su lealtad y aliviarle el peso de la traición. Desde el Viaducto se avistaba un Madrid más menestral y artesano, menos tentado por el bullicio y la prisa, más ajeno a las vanidades y corruptelas de la villa y corte, donde prosperaban los chupópteros del Régimen. Mientras se encaramaba a la barandilla, aupado casi por las palomas, Cifuentes pensó que tal vez aún Amparo y su hijo alcanzaran a ver ese amanecer ilusorio que había cantado en su juventud, cara al sol y con la camisa nueva. A él ya lo había hallado la muerte; y lo aguardaba el juicio de Dios.

Por un instante flotó en el aire, sostenido por las palomas de su séquito, sublimado él mismo en paloma que desafía las leyes de la gravedad. Luego cayó y se escachó como un huevo sobre los adoquines de la calle de Segovia.