A Amparo le gustaba

A Amparo le gustaba huir del Madrid plebeyo, dominguero, lleno de muchedumbres vomitadas por el metro, ciegos con bandurrias y vendedores de crecepelos. Como a José Antonio, el doncel asesinado que la había subyugado en la juventud, antes de que sus discípulos se subieran al carro del oficialismo camastrón, Amparo abominaba del tipismo galdosiano y buscaba en las piedras de las viejas ciudades y en el vuelo de las avutardas sobre los alcores la pervivencia de una España eterna, acérrima y exacta como un soneto. Pero allá donde ella veía esa España irreductible, Antonio sólo veía paisajes que le hablaban de la muerte, esa ancha patria donde nada importa. Sus excursiones, inevitablemente, se volvían tediosas y melancólicas, pues el entusiasmo un poco forzado de Amparo se daba de topetazos contra la estolidez de Antonio, que ya ni siquiera se molestaba en disimular su aburrimiento, y a la postre ese entusiasmo se volvía despecho agrio. En la catedral de Sigüenza, que los rojos habían utilizado como fortín durante la Guerra Civil, las balas habían dejado su escritura como una viruela indeleble; entraban tomados de la mano, pero apenas Amparo hacía ademán de dirigirse a una pila para santiguarse, Antonio aprovechaba para desasirse, temeroso de que la salpicadura del agua bendita, o apenas su rastro húmedo, al rozarle la piel, lo marcase como un hierro incandescente. La esperaba ante la verja de la capilla del Doncel, bañada por una luz andrajosa y sucia, una luz como de ropavejería o pudridero de pecados fósiles.

—José Antonio decía que el Doncel fue un falangista del siglo XV, un señorito que dejó de jugar a la pelota en las paredes del palacio de su pariente el obispo, para irse a la guerra de Granada y morir ahogado entre las huertas —lo instruía Amparo.

Toda aquella farfolla lo repateaba. Y pensaba, acaso no del todo desencaminadamente, que los señoritos falangistas habían concebido la División Azul para montarse su propia guerra de Granada y morir ahogados, ya que no entre las huertas, entre la tundra y la nieve. A Antonio, en cambio, el Doncel le parecía un señorito que se queda leyendo poemas en la trinchera, mientras arrecian las balas; su rostro de alabastro tenía un color como de congrio hervido.

—Se fue con los hombres del pueblo, con los toscos y sencillos guerreros que bajaban de Soria, todavía vestidos de lana —proseguía Amparo, como en un éxtasis.

—Aquéllos eran hombres valientes. Ahora sólo nos quedan chupópteros y aprovechados —renegaba Antonio, echando mano de la expeditiva retórica de Cifuentes.

Luego subían al castillo, que había sido antigua alcazaba y que por entonces andaban reconstruyendo, para solaz de turistas, después de que las escaramuzas de la francesada, las guerras carlistas y la Guerra Civil lo hubiesen dejado reducido a escombros. Las calles, muy empinadas y menestrales, eran propicias para las confidencias, también para los reproches de Amparo:

—Gabi, te han visto frecuentando tugurios de mala nota —lo dijo sin escándalo ni dramatismo, como si hubiese renunciado a derramar lágrimas o no le quedasen lágrimas que derramar—. Sitios de puteros y de borrachos.

Era verdad. Desde que Aguilar, el dueño del Pasapoga, le dijera que a Carmen la habían visto en algún local de alterne de medio pelo, donde ya no le quedaba otro remedio sino rodar y rodar, hasta convertirse en un trasto viejo, Antonio había empezado a merodear estos lugares, en busca de alguna pista sobre su paradero.

—Pues quien me haya visto se conoce que también los frecuenta —comentó sarcásticamente.

Seguían ascendiendo hacia el castillo como autómatas, con la mirada clavada en el suelo, desterrados del cielo que surcaban cigüeñas nobiliarias y ángeles flamígeros.

—¿Ya está? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? ¿Tu coartada es que otros también lo hacen?

—Yo no he hablado de coartadas, Amparo.

Amparo le había tomado la delantera, cuando ya coronaban la cuesta. Sus pantorrillas, demasiado finas para el gusto de Antonio, revelaban recónditas musculaturas, como un venero de secreta fortaleza bajo su apariencia de virgen pánfila. Se volvió retadora:

—¿No irás a decirme entonces que vas a esos sitios porque te has propuesto redimir a las putas de Madrid?

No le iba a decir semejante cosa, aunque estuviese menos alejada de la verdad de lo que Amparo imaginaba o suponía.

—Lo hago para emborracharme y poderle contar a alguien mis penas —dijo, y tampoco mentía del todo.

—¿Prefieres contárselas a una puta a la que no conoces de nada antes que a mí?

Amparo le había hecho aquella pregunta mientras se perdía por un sendero que rodeaba las barbacanas del castillo, bordeando una barranca. Abajo, un arroyo o riachuelo cuchicheaba entre peñascos, haciéndose el mojigato.

—Prefiero contárselas a cualquiera antes que a ti, Amparo —dijo caritativamente—. No tengo derecho a mortificarte con mis penas. Bastante has sufrido tú ya.

Amparo se había detenido ante una poterna, y apoyaba la frente sobre la piedra desmigajada, como si buscase en su frío húmedo un alivio a la fiebre.

—Pero he sufrido por ti —murmuró, resistiéndose todavía al llanto—. Y hubiera querido sufrir contigo.

Se había levantado un ventarrón que restallaba en sus palabras, como si fuesen ropa tendida.

—Soy un perro contagioso, Amparo. —Trataba de explicarse hasta donde su impostura le permitía hacerlo—. No quiero contaminarte con mi desgracia, no quiero ensuciar tu alma con la peste de mi dolor.

Amparo había alzado la frente, que el viento le despejaba, poniendo en desbandada su melena.

—¿Por qué, Gabi? Otros que estuvieron en Rusia hablan de su aventura sin problema.

—Tú lo has dicho, Amparo. Una aventura se cuenta con gusto; y puede que un sufrimiento también. Pero hay un límite que, cuando se sobrepasa, no se puede contar, o sólo se puede contar a quienes nada te importan. No se puede contar a nadie que quieras de verdad que te has quedado desalmado, que eres como un saco vacío, que no puedes dar nada, ni cariño siquiera, porque nada tienes dentro.

Mentía en las circunstancias; pero no en la esencial naturaleza del mal que lo corroía. Amparo se volvió hacia él; parecía que fuese a desvanecerse entre sus brazos, pero de repente enarboló los puños y empezó a aporrearle el pecho, como poseída por la desesperación o la histeria:

—¡Entonces, si no puedes darme cariño, al menos haz conmigo lo que harías con una puta! ¡Ya que no puedes quererme, deséame, al menos! —El llanto le sobrevenía en avalancha, y sus palabras insensatas apenas eran discernibles entre los sollozos—. ¡Maldito, maldito seas! ¡Maldita la Rusia que te llevó para siempre y maldita yo por esperarte!

Antonio la agarró de las muñecas, antes de que el ímpetu de sus golpes los hiciera trastabillar a ambos y caerse por la barranca.

—Basta, Amparo. Mírame a los ojos. —Él hizo lo propio, pero sólo vio un torbellino de furia y desengaño—. Puede que ni tú misma lo sepas, pero has dejado de quererme. Y es normal que así sea, no te lo reprocho.

Tenían que ser ellos los que dieran el paso; no les iba a poner traba alguna, desde luego, pero tenían que ser ellos quienes apechugasen con su pecado.

—Te he querido demasiado, Gabi —gimió—. Tanto que a veces pensé que me volvería loca. Traté de olvidarte, cuando me dijeron que habías muerto, pero durante años no lo logré. Hasta…

Las cigüeñas nobiliarias de Sigüenza crotoraban a lo lejos; y el ruido de sus picos era una carcajada hueca. Los ángeles flamígeros repartían mandobles al viento, incapaces de contener su alegría.

—¿Hasta? —la empujó.

—Hasta que Pacorris me salvó del abismo, Gabi. Hasta que me recogió entre sus brazos. Estaba deshecha.

Y el remordimiento la seguía deshaciendo, todavía, con su lenta carcoma. Pero ahora que al fin había reconocido la verdad parecía derramarse sobre ella una rara quietud.

—Estaba dispuesta a volver a amarte, Gabi. Y él estaba dispuesto a perderme y sacrificarse. Así lo habíamos decidido ambos. Pero así no podemos seguir…

—Tienes razón, Amparo. Así no podemos seguir.

La abrazó con infinito alivio y misericordia, avergonzado de haber provocado aquel parto doloroso de la verdad, que a él le permitiría seguir gestando más cómodamente su mentira.

—Pero te juro que nunca te hemos puesto los cuernos, jamás hemos… —balbuceó ella.

—Déjalo estar, Amparo, déjalo estar. No tienes por qué darme más explicaciones —dijo, palmeándola suavemente en la espalda—. Os deseo de corazón que seáis felices. No podías haber elegido mejor. Pacorris merece la pena mucho más que yo.

Los imaginaba, durante todos aquellos años, sin atreverse a consumar su amor, atenazados por el fantasma del amigo que llevaba muchos años muerto, como en un dilatado noviazgo de luto. Tal vez si su traición hubiese sido completa, si hubiesen sucumbido a la flaqueza de la carne, su pasión, después de llamear, se habría sofocado y extinguido; pero esa pasión encarcelada no había hecho sino aquilatarse y robustecerse, como siempre ocurre con las energías vitales que no hallan desaguadero. Amparo lo abrazaba todavía, mientras se aquietaban sus últimos sollozos:

—Sólo una cosa más, Gabi. Cuando me dijiste, recién desembarcado del Semíramis, que no había pasado un solo día sin que pensaras en mí, ¿me estabas mintiendo?

—En absoluto —mintió desahogadamente.

—¿Y entonces? —preguntó Amparo, sin acertar a comprender.

—Estaba enamorado de la idea de ti que me llevé a Rusia, como tú estabas enamorada de la idea que tenías de mí cuando me marché. Pero amar una idea es lo contrario de amar a una persona de carne y hueso. Cuando nos volvimos a ver, las ideas que nos habíamos hecho sobre el otro ya no coincidían en nada con las personas que éramos. En Pacorris tienes a una persona de carne y hueso; a una buena persona de verdad.

Le pareció que su discurso había sonado convincente, incluso para sí mismo. Tan convincente que lo estremeció pensar que la idea que se había hecho de Carmen durante todos aquellos años en nada coincidiese después con la mujer que pudiera encontrar, convertida en un trasto viejo. Las almenas del castillo le enseñaban burlonas su sonrisa cínica y desdentada, recortándose sobre el cielo teñido de arreboles.

—Pacorris ha sacado la cátedra en Valladolid —dijo Amparo, mientras bajaban otra vez hacia la catedral.

Lo dijo con una suerte de presentido alborozo, como si ya anticipara las ventajas de la vida provinciana.

—Siempre supe que lo conseguiría, no hay quien se le ponga por delante —comentó Antonio, halagador—. Tengo que llamarlo para darle la enhorabuena. La doble enhorabuena, quiero decir.

También él, en cierto modo, estaba de enhorabuena, aunque todo lo que ocurriese en su mascarada de vida, incluso las cosas más halagüeñas y liberadoras, se revestía inevitablemente con los harapos de la tristeza más miserable, como correspondía a quien no podía mantener más que relaciones superficiales o crudamente físicas, ni permitirse con sus semejantes más que un breve intercambio de palabras indiferentes o de excreciones igualmente indiferentes. La posibilidad de este intercambio se la procuraba Paloma, cuyo piso frente al Retiro empezó a visitar asiduamente, para aflicción de los anormales que se disputaban sus favores, a quienes Paloma empezó a descuidar desde entonces, postergando sus citas con excusas rocambolescas (aunque no tan rocambolescas, desde luego, como los servicios que le solicitaban). En otras circunstancias, aquel simulacro de amor que mantenía con Paloma le habría disgustado por sórdido y tenebroso; pero en la mascarada de vida que había decidido representar se le antojaba una experiencia aceptable, incluso vagamente reparadora. Los momentos pasados con ella en el piso del Retiro no alumbraban, desde luego, su existencia devorada por las tinieblas; pero acertaban a despedir un levísimo resplandor, algo así como la luz de una lámpara de emergencia en una casa donde se ha cortado el suministro eléctrico, una luz que ilumina un sector muy próximo y apenas deja entrever, en una suerte de bruma, otros lugares de la casa. Pero para quien vive en la noche, extraviado en una residencia que no conoce, esa pálida luz podía llegar a convertirse en un gratificante sucedáneo. A veces, en su relación superficial o crudamente física con Paloma, en su intercambio de palabras y excreciones indiferentes, encontraba inopinadamente un vestigio de ternura vergonzante, una traza apenas perceptible de humanidad, como si su alma apestada no estuviese corrompida del todo, como si aún guardara una reserva o depósito último de vitalidad espiritual que aguardase otro milagro de la primavera. Paloma, por supuesto, no iba a avivar ese depósito, porque le faltaba curiosidad para indagarlo, pero tal vez otra mujer sí pudiera en el futuro. Tal vez Carmen, aunque se hubiese convertido en un trasto viejo; o precisamente por ello mismo.

Como caminaba a oscuras, se reafirmaba en la repetición de unas rutinas que le permitieran reconocer a ciegas el terreno que pisaba; y en la repetición de esas rutinas encontraba una consistencia que nutría, siquiera ilusoriamente, sus días huecos. Poco a poco, se iba familiarizando con el oficio de transportista: después de estudiar la contabilidad de la empresa (en la que, sin embargo, no logró detectar ninguna partida que despertara sus suspicacias) y su cartera de clientes (que se mantenía casi inamovible desde la más temprana posguerra), Antonio empezó a administrar su funcionamiento, descubriéndose dotes organizativas insospechadas, quizá heredadas de su vida anterior, regida por las mañas y cautelas que exige la supervivencia; pero, a fin de cuentas, mantener un negocio a flote y asegurar el pago de las nóminas a fin de mes era otra forma de supervivencia. Se aprendió de memoria las rutas que cubría la empresa, su periodicidad, las mercancías que en cada una de ellas se transportaban, los turnos de trabajo de los camioneros; y empezó a repartir incentivos entre los empleados más diligentes y comprometidos con el destino de la empresa, logrando de este modo mejorar su rendimiento. No abandonaba el garaje del paseo de Extremadura hasta la caída de la tarde, después de una jornada de doce horas (el ojo del amo engorda el caballo); y, antes de recogerse, solía demorarse en alguno de esos tugurios de mala nota cuya frecuentación Amparo le había censurado, con la esperanza —cada vez más declinante— de recabar información sobre Carmen entre las mozas de fortuna, que eran más bien mozas fiambres y de fortuna aciaga, a quienes no restaba otro horizonte sino rodar y rodar. Ninguna sabía darle pistas que hicieran avanzar sus averiguaciones; y Antonio empezó a sospechar que Carmen hubiese huido de Madrid, tras el encuentro con Cifuentes en el Pasapoga. Le gustaba imaginar que en alguna parda provincia mesetaria o aldea recóndita hubiese encontrado la manera de escapar al destino fatídico que Aguilar le había augurado; aunque no se le escapaba que, si en verdad había rehecho su vida, tendría que resignarse a renunciar a ella para siempre. Y resignarse también a no rehacer la suya propia; resignarse a languidecer entre tinieblas, o alumbrado tan sólo por la pálida luz que Paloma le suministraba.

Se había acostumbrado a parar en su piso del Retiro, después de la jornada de trabajo y las búsquedas infructuosas por quilombos y casas de lenocinio; y como siempre era bien acogido, se quedaba a dormir con ella la mayoría de las noches. Paloma, en efecto, no era curiosa ni controladora, y se esforzaba por hacerle la vida más fácil, como antes se la había hecho al padre de Mendoza durante años. Tampoco parecía repugnarle desempeñar para quien creía su hijo el mismo papel que había desempeñado para el padre; más bien al contrario, parecía asumir ese traspaso hereditario como algo natural, tal vez porque entendía que la asignación vitalicia que Mendoza le había asegurado llevaba aparejadas obligaciones también vitalicias. Aunque, en honor a la verdad, no parecía asumirlas como obligaciones, sino como gustosas prebendas. Antonio, que en su vida anterior se había gobernado por los códigos de maleantes y hampones, jamás hubiese ni siquiera concebido que tales aberraciones o amoralidades existieran, y mucho menos que pudieran revestirse con una fachada de morigeración y respetabilidad; pero empezaba a constatar que los códigos burgueses eran mucho más canallescos y farisaicos que los códigos de maleantes y hampones, que a su lado parecían incluso honorables. Si quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, según reza el refrán, quien roba a un canalla farisaico debe tener al menos mil, calculaba Antonio; y así justificaba su impostura. A veces, después del crudo intercambio de excreciones con Paloma, ponía a prueba sus escrúpulos morales:

—Oye, ¿de veras no te da un poco de repelús estar ahora conmigo, después de haber estado tantos años con mi padre?

Paloma le respondía con voz pastosa, desde la bruma cálida del entresueño:

—¡Anda, qué tontería! Mientras no te dé repelús a ti… —Y se acurrucaba contra él, buscando el almohadón de su pecho—. Vosotros sois mis guardianes, tenéis que protegerme, de generación en generación.

Y se quedaba dormida, pacífica y bestial como una mula, echando una pierna sobre Antonio, que esperaba hasta que su respiración se hacía rítmica y ruidosa, casi un ronquido. Entonces apartaba la pierna de Paloma, que por misterios de la física pesaba casi tanto como Paloma entera, y se deslizaba subrepticiamente de la cama, para ocuparse durante un par de horas en la búsqueda de aquel hipotético botín que el padre de Mendoza había mencionado en su carta, de cuya existencia cada vez dudaba más. Sitios en la casa para esconderlo no faltaban, desde luego; pero se le hacía difícil imaginar un sitio que Paloma no hubiese descubierto ya, siquiera por accidente. El piso tenía algo de búnker preparado para resistir un largo invierno, o incluso un cerco como el de Leningrado: el vestidor estaba atestado de ropa para todas las estaciones; en los anaqueles de la despensa se alineaban, como en un economato, los víveres menos corruptibles, desde legumbres hasta latas de conserva, y un amplio repertorio de vinos de cosechas y procedencias variopintas; y en una cámara frigorífica del tamaño de un catafalco que emitía un zumbido insomne aguardaban el deshielo carnes y pescados. Los armarios y cajones de la cocina apenas daban abasto para contener vajillas, cuberterías y otros utensilios de menaje doméstico cuya utilidad se le escapaba; y en el cuarto más fresco y angosto de la casa se guardaba un botiquín que para sí hubieran querido muchos dispensarios y casas de socorro, con todo tipo de fármacos para uso tópico, oral e intravenoso, incluidos los analgésicos más potentes y los antibióticos de circulación más vigilada o restringida. Sólo a un hipocondríaco que fuese a la vez un logrero y un acaparador compulsivo podía ocurrírsele juntar tantas mercancías y tan heteróclitas, seguramente sisadas entre las muchas que la empresa expedía diariamente; y entre aquel batiburrillo de urraca tendría Antonio que encontrar lo que buscaba.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? Anda, vuelve a la cama.

Paloma se frotaba los ojos pitañosos y se movía como un estafermo sonámbulo, olvidada de sus contoneos.

—No lograba coger el sueño y andaba buscando un somnífero —se disculpó Antonio—. ¿Tú tienes idea de dónde se encuentra?

Entre bostezos Paloma se dirigió al botiquín y casi a ciegas le tendió un frasco de grageas de aspecto disuasorio. El sopor le embrutecía las facciones y le enrataba la lengua:

—Vámonos a dormir, venga —dijo, y buscó a tientas su mano, para que le sirviese de lazarillo.

Antonio no quería despertarla del todo. Procuró que su voz no sonase alarmada ni vehemente:

—Es una locura la cantidad de comida, medicinas y cacharros que guardas aquí. ¿Para qué quería mi padre toda esa morralla? ¿La vendía en el mercado negro?

Paloma bufó, mientras regresaban a la habitación.

—Ay, Gabi, siempre tan mal pensado… Algo bueno tendría tu padre, hombre… Toda esa morralla, como tú dices, se la regalaban los clientes; y con ella hacía buenas acciones.

—¿Como qué?

—Pues como aguinaldos para sus empleados. Y todos los meses le hacía un envío al obispado, para que lo repartieran entre los pobres… Mira que eres desconfiado.

Volvió a bostezar, mientras barboteaba las últimas palabras. Malévolamente, Antonio pensó que si los anormales que la requerían para que se pasease con lencería churrigueresca o despachurrase buñuelos con el culo la hubiesen visto de aquella guisa, abotargada y con el aliento recio, se habrían curado por la vía rápida de sus respectivas perversiones. O tal vez hubiesen enfermado todavía más; con los anormales nunca se sabe.

—Pero en la despensa debe de haber comida pasada de fecha a porrillo —dijo, cuando ya se habían acostado otra vez—. Habría que hacer una buena limpia.

—Conmigo no cuentes, majo. —Paloma ya había vuelto a acurrucarse junto a él, y esta vez lo atenazaba con su pierna, para que no se le escapase—. Pero, mira, este sábado, cuando te quedes solito, ya tienes algo que hacer.

Y en esa limpia, que se tomó resignadamente como una labor de desescombro necesaria para la posterior búsqueda del botín prometido por el padre de Mendoza, empleó todo el día, hasta llenar una docena de cajas con viandas rancias o revenidas, medicamentos caducados y una plétora de trastos inútiles o superfluos que descongestionaron medianamente los armarios, el botiquín y la despensa. Tan enfrascado estaba en su donoso escrutinio que se le vino la noche encima sin notarlo; cuando sonó el timbre, con su reverberación cantarina, casi acuática, se descubrió con las manos tiznadas de polvo y de grasa y la camisa empapada en sudor. Pero no creyó que los tipos con los que el padre de Mendoza mantenía sus transacciones fuesen tan remilgados como para asustarse de su aspecto. Corrió a abrir la puerta.

—Buenas noches, Gabriel. Al fin nos vemos.

Absurdamente, Antonio había imaginado que vendrían en comandita, pero en el descansillo de la escalera sólo aguardaba un hombre grueso y trajeado, con aspecto como de inspector de hacienda o interventor bancario. Estaba recién afeitado, y las mejillas le brillaban, todavía frescas por la loción, como el culo de un bebé; tenía los ojos muy chicos, quizá demasiado juntos en el óvalo amplio y sonrosado del rostro.

—Me perdonará que lo reciba así —se disculpó Antonio—. Ando haciendo limpieza.

El hombre lo miró por un instante con una especie de desdeñosa perplejidad, como si le hubiera pillado por sorpresa que la gente se dedicase a labores domésticas tan subalternas; o como si pensara que ocuparse en tales quehaceres fuese una afrenta para el sexo masculino. Pero enseguida esa perplejidad inicial se deshizo en una sonrisa, que ya permanecería inalterada durante todo el encuentro.

—Nada, nada, no hay nada que perdonar. —Le tendió una mano amarillenta de nicotina que Antonio estrechó después de restregarse la suya en los fondillos del pantalón—. A mí mi mujer siempre me está pidiendo que le eche una mano en casa, pero procuro escaquearme todo lo que puedo. Claro que no siempre puede uno, sobre todo si la mujer es insistente.

Hablaba sin cesar, con una risueña desenvoltura; diríase que estuviese rindiendo examen de simpatía y que ya considerase que tenía la matrícula de honor en el bolsillo.

—Siéntese, por favor —lo invitó Antonio, conduciéndolo al abominable salón tropical—. ¿Le apetece tomar algo?

El hombre le pidió un coñá, quizá intimidado por la panoplia de botellas de formas superferolíticas o mariconiles que se alineaban en el mueble-bar. Extrajo un cigarrillo de una pitillera de plata y dio rienda suelta a su locuacidad:

—Quizá ya no te acuerdes de mí, pero nos llegó a presentar tu padre, hace muchos años. Yo por entonces me dedicaba al menudeo y andaba un poco a la cuarta pregunta. —Suspiró, evocando con una dulce melancolía aquellos tiempos pioneros—. De tu padre aprendí que en los negocios hace falta ambición; sin su ayuda, jamás hubiese salido del agujero.

Jugueteaba con el humo de su cigarrillo, sin llegar a tragárselo, tejiendo volutas y arabescos en el aire. Aunque no había especificado a qué tipo de menudeo se dedicaba en la juventud, ni qué tipo de ambición comercial le había inspirado el padre de Mendoza, Antonio captó enseguida el aura frívolamente delictiva de su discurso. Al menos en esto de referirse a sus respectivas actividades ilícitas con eufemismos distraídos coincidían plenamente el código de maleantes y hampones y el código mucho más sibilino de aquellos desalmados.

—El caso es que me suena un montón su cara… —dijo Antonio, adoptando esa actitud convaleciente o desmemoriada que tan opíparos frutos le había rendido hasta entonces—. Pero no logro recordar su nombre.

—Demetrio, un nombre inolvidable —se carcajeó como lo haría un ventrílocuo, con gran regocijo de las tripas, que empezaron a temblarle por debajo de la camisa, blandulonas—. Pero cuando nos presentaron yo era un tipo espigado, así que no te reprocho que no me hayas reconocido. Y, además, después de trece años en Rusia, imagino que se te habrán borrado los recuerdos…

—Sólo algunos, no se crea. Pero eso ya pasó, afortunadamente —zanjó Antonio, para evitarse molestas rememoraciones.

Por lo general, las conversaciones de negocios se inician con vaguedades sobre el tiempo, el coste de la vida o cualquier otra zarandaja que dilate los estrictos planteamientos comerciales. Demetrio, sin embargo, empezó hablando misteriosamente de los americanos; Antonio todavía tardó en comprender que en realidad ya estaba hablando del negocio que se traían entre manos:

—Leerías en los periódicos que la semana pasada la sexta flota americana atracó en el puerto de Barcelona. ¿Tú sabes cuánto se gastaron sólo en putas, los muy cerdos? —Antonio frunció el entrecejo, en señal de ignorancia o desconcierto—. ¡Un millón de pesetas al cambio! En el Barrio Chino nunca se vio cosa igual. Esos cabrones tienen mucha guita, y les gusta gastársela en vicios. ¿Qué te parece?

—Pues que ya podían haber dejado algo para el Domund —dijo Antonio, provocando la hilaridad de Demetrio, o de su bandullo. Como no sabía por dónde iban los tiros, asumió el dictamen de Cifuentes—: Pero, claro, como Franco está decidido a darle a Eisenhower todo lo que quiera y más… Acabaremos siendo el burdel de los yanquis.

Demetrio había empezado a transpirar, como si las diatribas antiamericanas le pusieran de los nervios:

—Déjate de chorradas, Gabriel. A nosotros nos interesa más que a nadie que los americanos nos pongan en el mapa… —Hizo una pausa; su voz chillona se tornó repentinamente suave y confidencial—: Los Estados Unidos son una gran democracia que quiere estrechar sus lazos comerciales con España. Y cuando hablo de lazos comerciales incluyo también lo nuestro.

Antonio parpadeó, atónito. Antes de que el otro lo tomara por un panoli, dijo:

—A ver si me entero bien, porque llevo muchos años fuera de la circulación. ¿De qué estamos hablando?

Demetrio se secó la transpiración de la frente y los mofletes con un pañuelo, mientras miraba a derecha e izquierda, como si quisiera cerciorarse de que estaban solos. Al final habló con un tono a la vez fogoso y opaco, envuelto en una especie de conmovido misterio:

—Heroína. ¿Te suena?

No le sonaba de nada; pero se hizo el interesante:

—Heroína… ¡Casi nada!

—Un derivado de la morfina, que a su vez se extrae del opio —explicó Demetrio, con didáctica condescendencia—. Pero la morfina la conoces bien, no hace falta que te diga más. Sólo que la heroína es más adictiva aún; los americanos están como locos con esta droga, y son capaces de pagar auténticas millonadas por conseguirla. —Sus ojos brillaban, arrebatados de inspiración comercial—. Durante los últimos años, los franchutes se han estado llevando el momio: el opio que llegaba de Oriente Medio lo sintetizaban en sus laboratorios clandestinos y después lo enviaban a los Estados Unidos desde los puertos de Nantes y El Havre, bases de los grandes trasatlánticos. Pero últimamente la Interpol y la gendarmería francesa han interceptado importantes envíos y desarticulado una complicada red de traficantes. Aquí es donde entramos nosotros.

—¿Tenemos que meter la heroína en España?

Demetrio parecía encantado de que Antonio lo interpretara con facilidad:

—Y no sólo eso. Hay que conseguir enviarla a los Estados Unidos. Un kilo de heroína cuesta en Francia cien mil pesetas; las mafias americanas están dispuestas a pagar por él hasta el triple. Ése es el margen de beneficio que nos llevamos nosotros. Claro que de ahí hay que descontar los gastos de transporte, los fletes y los sobornos, que corren de nuestra cuenta. Pero el margen sigue siendo suculento.

Y para probárselo, cogió un periódico atrasado que andaba por allí rodando e hizo unos cálculos o anotaciones en sus márgenes, que debían de resultar auspiciosos, porque una renovada euforia ensanchaba sus facciones:

—Los gastos más gordos corren de mi cuenta, pues me encargo del alquiler del barco y de untar a las autoridades portuarias de Vigo. Tú tienes que transportar la heroína desde Niza, donde se hallan los laboratorios, hasta Vigo, y asegurarte de que en la frontera de Hendaya no se nos pongan gallitos.

Antonio se esforzaba por participar de su optimismo, aunque su mirada era todavía confusa, como mareada por las cifras que Demetrio manejaba:

—En Hendaya tenemos acreditado un agente de aduanas…

—Y me consta que hace muy bien su trabajo. Pero te advierto que los franchutes se venden caros; además, tu agente tendrá que untar a funcionarios de los dos lados de la barrera. Pon que entre pitos y flautas se te vaya la mitad de la ganancia. —Había vuelto a transpirar, pero ahora el sudor se lo provocaba la ansiedad fenicia—. Pero así y todo te quedará un buen pico, aproximadamente unas diez mil pesetas por kilo. En esta ocasión vamos a pasar cien kilos de heroína, así que te vas a llevar un millón limpio. En dólares, además, que tienen menos riesgo de depreciación.

Dejó que la cifra bailase en el aire, mecida por las volutas de humo del cigarrillo.

Antonio supuso que Demetrio se llevaría mucho más, pero no entró en regateos. Para no parecer demasiado fácil de convencer, objetó:

—Pero supongo que no todos los funcionarios de aduanas serán sobornables…

Demetrio aplastó la colilla en el cenicero y se frotó las manos, solazándose en sus dotes previsoras:

—Alguno hay incorruptible, aunque parezca mentira. Pero para ser incorruptible hay que ser un poco tonto, y a los tontos se les engaña sin demasiado esfuerzo. —Buscó la anuencia de Antonio con una sonrisa de suficiencia—. La heroína irá escondida dentro de unas muñecas.

—¿Muñecas? —preguntó Antonio, desternillándose.

—Sí, unas peponas horrorosas que fabrican los franchutes. —La tripa de Demetrio brincaba de gozo—. Ya sabes, los americanos son en el fondo unos palurdos que ponen los ojos como bolitas de naftalina con cualquier mamarrachada que viene de Francia. Que los franchutes se tiran un pedo, pues ya tienes a los americanos corriendo detrás para atraparlo en un frasco y respirar su aroma. Ahora hay unas muñecas francesas que hacen furor entre las niñas americanas ricas, que las coleccionan: hay una muñeca que es una chinita con un sombrerico como la pantalla de estas lámparas, otra que es un negrito zumbón, otra un mejicanito con poncho y así hasta completar todas las razas… —Parecía que fuese a añadir «inferiores», pero se contuvo—. Y como las muñecas son muy cabezonas y están huecas, nos vienen como de perlas para esconder la heroína.

Demetrio se quedó un instante en silencio, contemplando con recochineo la decoración de la sala. Se guardó el pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón, después de enjugarse las lágrimas que le producía la risa. Antonio trató de mostrarse muy profesional y expeditivo:

—¿Dónde y cuándo habría que recoger esas muñecas?

—En Niza, el próximo 15 de septiembre. El 17 sale el barco de Vigo, muy de mañana. Ya te pasaremos los detalles exactos. Tú, entretanto, vete preparándolo todo.

Sentía que se adentraba en un terreno movedizo, completamente ignoto para él:

—¿Tengo que poner a los camioneros al corriente?

—Eso es cosa tuya, hijo —se desentendió Demetrio—. Tu padre los tuvo siempre en la ignorancia, pero cada maestrillo tiene su librillo. Tú sabrás si tienes gente en la que puedas confiar.

—Me quedo con el librillo de mi padre, entonces —resolvió Antonio.

Demetrio asintió, satisfecho. Se palmeó la barriga con ambas manos, en un redoble de tambor, y se bebió su copa de coñá de un solo trago, como si así rubricara el pacto. Antonio lo imitó.

—Sabia decisión, Gabriel. Cuanta menos gente sepa del asunto, crecen las posibilidades de que salga bien. En esto tu padre era un auténtico lince; y veo que tú no vas mal encaminado.

Antonio sonrió halagado:

—De casta le viene al galgo —dijo, pavoneándose.

—En este negocio, como en todos, el respeto a las tradiciones familiares es de lo más importante —peroró Demetrio, con las manos cruzadas abacialmente sobre la panza—. Hubo una época que te dio por hacer el cantamañanas e ir de íntegro por la vida, y traías a tu padre por la calle de la amargura; pero veo que la estancia en Rusia te ha curado por completo la tontuna.

Se levantó pesadamente del sofá. La cabeza le golpeó en el pebetero que Paloma usaba para quemar resinas orientales.

—Por completo —confirmó Antonio, levantándose también y acompañándolo hasta la puerta.

—Y, por seguir con las tradiciones familiares, hasta te has quedado con la novia de tu padre, ¿eh, pillastre? —Demetrio le hincó el codo en el costado, como buscándole las cosquillas—. Menuda hembra, la Palomita. A tu padre lo ponía verracón perdido. Yo creo que si te está viendo desde la otra vida se sentirá orgulloso de ti.

Antonio lo miró con fijeza, tratando de discernir la sinceridad sórdida o el cinismo más sórdido aún de aquel comentario último, pero el rostro orondo de Demetrio se había tornado de repente una máscara impenetrable.

—De eso no le quepa la menor duda, Demetrio.

Lo vio bajar por la escalera, bamboleante como un plantígrado, y después se asomó al balcón, para verlo marchar. En la acera de enfrente lo esperaba un chófer de paisano, que corrió a abrirle la portezuela del coche, suntuoso como una carroza y sigiloso como un reptil. Cuando la calle quedó otra vez desierta, Antonio elevó la mirada al parque del Retiro, donde se había quedado enterrado el truhán de poca monta que había sido en una vida anterior, rehén de sus temores y ridículos códigos de honor. Y, mientras pensaba en aquel truhán ínfimo, se sintió como encaramado en una atalaya olímpica, asépticamente desgajado del mundo, poseído por esa euforia tranquila del criminal en la cumbre que, aunque trata de otear a sus víctimas, sólo acierta a vislumbrar puntitos negros, diminutos como hormigas.