Pase, pase

—Pase, pase, don Gabriel —le dijo, con ademán compungido o luctuoso, el doctor Avendaño—. Creo que no tenemos el gusto de conocernos, ¿verdad?

—Creo que no, doctor —repuso Antonio, extendiéndole la mano.

Se hallaban en el depósito de cadáveres del hospital de San Carlos, que tenía un olor como de pudridero aliviado por el formol, y una luz medrosa, como de capilla sin culto u oficina de algún catastro fúnebre. El cadáver de Consuelo estaba tendido sobre una camilla con ruedas; una sábana la cubría cándidamente desde el arranque de los senos hasta las rodillas. Le sorprendió que la muerte la hubiese embellecido, siquiera desde las últimas veces que la había visto; como si, al expirar, Consuelo hubiese expulsado con su hálito postrero el vacío aniquilador que Antonio le había contagiado, y su alma al fin liberada hubiese esparcido un bálsamo benéfico sobre su cuerpo expoliado, antes de acometer su viaje hacia lo alto. Había una extraña paz en su semblante, una palidez que volvía a ser saludable y nívea y recordaba su lozanía anterior; y sus labios, que habían ganado en carnosidad, parecían susurrar el secreto que se había llevado a la tumba, incluso sonreír en presencia de Antonio, que se quedaba solo en su vacío sin fisuras, solo mientras la pululación de la nada merodeaba en su derredor, como una mosca verdusca a punto de desovar.

—Siento haber sido heraldo de tan trágicas noticias —se excusó Avendaño—. Por favor, acepte mis condolencias.

Antonio apenas podía hablar. Notaba que los pulmones le pesaban como fardos empapados en agua, amenazando con rasgarle la pleura y reventarle las costillas. Era una impresión que no lo había abandonado desde que lo llamasen al hotel Miranda, en San Lorenzo de El Escorial, donde había permanecido sin moverse desde la noche anterior, para mejor fundamentar su coartada. La llamada del doctor Avendaño había sido al mediodía; imaginó que, desde la muerte de Consuelo, a eso de las ocho, habrían estado indagando su identidad y tratando de localizar a sus familiares. A él lo habían llamado a continuación de hacer lo propio con sus padres, que en San Sebastián permanecían ajenos a las últimas vicisitudes de Consuelo, engañados por ella misma, que habría justificado su estancia en Madrid —aunque en realidad estuviese refugiada en Sigüenza— alegando dilaciones en el rodaje de la película.

—Pobres padres, se quedaron absolutamente noqueados, y eso que no me atreví a contarles más, como tampoco hice con usted —dijo Avendaño, frunciendo el labio leporino con un rictus de amargura.

Antonio tragó saliva. Le supo agria como el vinagre.

—La querían mucho, era su única hija. Van a tardar en reponerse.

—Y, sin embargo, el último nombre que pronunció la pobrecilla fue el suyo —lo informó Avendaño, en un intento de granjearse su simpatía—. Ya no tenía fuerzas para hablar y no se le entendía casi lo que decía. Sólo acerté a escucharle: «Te quería mucho, Gabi. Dios sabe que te quería mucho».

Y él también podría haberla llegado a querer, en una vida anterior; aunque lo más probable es que en esa vida anterior ni siquiera hubiese llegado a conocerla, ahorrándole tanto sufrimiento. Fue entonces, mientras contemplaba el cadáver de Consuelo, cuando Antonio decidió que tenía que poner término a su simulacro de vida; que tenía que desaparecer tan pronto como los trámites funerarios se lo permitiesen, antes de seguir causando más daños. Incluso un canalla completo debía imponerse un límite.

—Yo también la quería, doctor. Era la niña más deliciosa del mundo. También tardaré mucho en reponerme.

Avendaño agachó la cabeza, que parecía casi una cabeza jibarizada.

—Le puedo asegurar que hicimos todo lo humanamente posible por salvarla, pero la infección era muy virulenta y sus condiciones realmente deplorables —dijo, en descargo de su conciencia—. Es posible incluso que la hubiesen medicado de forma errónea. Supongo que si le hacen la autopsia se sabrá en los resultados. Aunque no sé si tiene sentido andar hurgando en la llaga del dolor…

Le hizo temblar la posibilidad de una autopsia, que tal vez revelase la presencia de los antibióticos adulterados en su sangre.

—Yo diría que ningún sentido, doctor. A fin de cuentas, ninguna autopsia nos la va a devolver con vida.

Pero, más aún que a la autopsia, temía a Cifuentes, que podría aportar datos que hiciesen tambalear su coartada. Avendaño proseguía:

—Consuelo llegó al hospital ayer por la noche, pasadas las diez, con una temperatura que superaba los cuarenta grados y una septicemia galopante. Ni siquiera la estreptomicina pudo detener su avance. —Calló con un silencio contrito, antes de aventurar con cautela—: Me temo que la verdad le resultará muy dura, don Gabriel…

—¿Verdad? —se sobresaltó Antonio—. ¿Qué verdad?

Miró otra vez a Consuelo, buscando un alivio a su zozobra, pero Consuelo no se inmutó.

—No creo que sea conveniente ocultarle los detalles más escabrosos… Es más, mi deber como médico es exponerle esos detalles, sin tratar de embellecerlos o de restarles crudeza —se disculpó Avendaño, que tal vez hallase un inescrutable deleite, más que en la revelación de los detalles escabrosos, en la acusación de quien creía máximo responsable de la muerte de Consuelo—. Verá: su sobrina murió como consecuencia de un aborto séptico.

Antonio fingió incredulidad. La opresión en los pulmones facilitaba su pantomima.

—¿Aborto? ¿Está seguro de lo que me dice, doctor?

—Desgraciadamente, sí. —Le llevó una mano a la espalda, en actitud reconfortante—. Lamento herir sus sentimientos. ¿No tenía conocimiento de su embarazo?

Su pregunta denotaba que Cifuentes no lo había mencionado como inductor del crimen. La opresión de sus pulmones se redujo notoriamente, justo cuando más tenía que afectar consternación:

—No tenía ni la menor idea… Lo cierto es que, durante los últimos meses, Consuelo me esquivaba más de la cuenta —lo dijo en un tono caviloso, como si estuviera tratando de explicar retrospectivamente ese desapego—. Supuse que se habría echado algún novio y que no quería que sus padres lo supiesen, y que por eso me rehuía.

Avendaño chasqueó la lengua, íntimamente complacido. El muy idiota saboreaba sus revelaciones:

—Ya me lo imaginaba. Lo cierto es que el caso de Consuelo reúne algunos matices… perturbadores. El hombre que la trajo al hospital, por ejemplo, fue el mismo que… interrumpió su embarazo.

Un embarazo no se puede interrumpir, le había dicho el intemperante Cifuentes, tan acostumbrado a un lenguaje crespo y sin circunloquios. Pero, por lo que veía, el lenguaje eufemístico ya se había extendido también entre los médicos menos intemperantes o más hipócritas que Cifuentes.

—No me diga…

—Sí, como lo oye. Y, siendo completamente sincero, he de reconocer que en ningún momento pretendió negar que había sido el responsable de la… operación. —Antonio pensó que aquel tipo, sin duda alguna, era uno de esos meapilas farisaicos y sinuosos que tanto encabronaban a Cifuentes—. Y no se crea que era un curandero de esos que operan al margen de la ley, no señor. Era todo un catedrático de ginecología y obstetricia. —Deslizó la perfidia—: En una universidad menor, todo hay que decirlo, y después de que en la Complutense lo mandásemos a freír espárragos, pero catedrático a fin de cuentas.

—Increíble… —se admiró Antonio, preparándose para mostrar pronto una sorpresa todavía mayor.

—Y tanto. Nunca he sabido de un catedrático que se exponga de esa manera. —Avendaño pugnaba entre la aversión que profesaba a Cifuentes y la fastidiada admiración que le suscitaba su gallardía—. Supongo que tendría alguna razón de peso para hacer lo que hizo. Que no fue una chapuza, aunque pueda parecerlo: la operación fue intachable, en lo que se refiere a pericia médica; fallaron la asepsia y el estado físico de la paciente. En fin, me he propuesto darle todos los datos, conque aquí los tiene: el médico que operó a su sobrina fue Francisco Cifuentes, antaño profesor de esta fa…

—¡Cifuentes! —exclamó Antonio, poniendo en el empeño sus mejores dotes histriónicas.

—¿Lo conoce?

—Y tanto que lo conozco. Yo mismo se lo presenté a Consuelo, hace unos meses, aprovechando una visita suya a Madrid. —Acompañó su perplejidad impostada de una especie de lastimado enojo ante la confianza defraudada—: Fuimos camaradas en la División Azul.

Avendaño no ocultó su disgusto ante la mención de aquel polvoriento episodio bélico que seguramente ofendería sus convicciones o pamemas democristianas.

—Estamos hablando, sin duda, del mismo hombre —dijo, y tanteó a Antonio—: Sólo que él se había quedado anclado en aquellos años.

—Por desgracia así es —concedió Antonio—. Nunca supo adaptarse a la vida civil. Pero era un hombre de principios, aunque fueran principios trasnochados. Me sorprende que accediera a realizar esa… operación.

Le avergonzaba tener que ejecutar aquella pantomima ante el cadáver de Consuelo, que sin embargo ya había logrado desasirse de la nada voraz e ininteligible que moraba dentro de él, la nada que crecía sigilosamente en sus vísceras y encharcaba su alma sin remisión posible, como una gangrena insomne.

—Probablemente lo hizo por evitarle a usted el disgusto de saber que su sobrina había quedado preñada, a saber por qué desaprensivo —aventuró Avendaño—. Cifuentes era propenso a las quijotadas y a los extremismos, y no hay que descartar que se le metiera entre ceja y ceja que debía salvar a su sobrina de las iras familiares. Pero hay que reconocerle el coraje de venir al hospital, y más concretamente a este hospital donde todos lo conocíamos, a pecho descubierto y sacrificando su carrera. Porque lo que hizo fue como firmar su certificado de defunción.

No le pasó inadvertido que Avendaño empleaba el pasado para referirse a Cifuentes, pero entendió que era un modo ensañado de ninguneo, una vez liquidada su carrera académica. Ahora su inquietud máxima era ratificar su coartada:

—Y pensar que yo, mientras tanto, estaba tranquilamente en El Escorial… Nunca me lo perdonaré. Tal vez si me hubiese quedado en Madrid…

Avendaño se apresuró a aligerarlo de remordimientos, ignorante de que Antonio no cultivaba tales flaquezas:

—No nos engañemos, don Gabriel. Es evidente que habían decidido mantenerlo en secreto; y lo mismo habría dado dónde hubiese estado usted. Además… —había demorado aquella revelación como quien guarda el mejor vino para el final de la boda— quizá le convenga saber que Cifuentes se suicidó. En el Viaducto, nada menos.

—¿Qué me dice?

Ahora su asombro era verídico. Lo golpeaban a un tiempo sentimientos de alivio y disgusto: la muerte de Cifuentes fortalecía su coartada; pero también ratificaba aquella enseñanza que el propio Cifuentes le había expuesto, recién desembarcado del Semíramis, el mal siempre nos atrapa, es como el hombre que está encerrado en una habitación y piensa que, destrozando la puerta, será libre al fin; pero destroza la puerta y se encuentra en una habitación más angosta; y, cuantas más puertas destroza, más se estrecha la habitación, hasta que muere ahogado. Antonio ya empezaba a notar ese ahogo, y no podía seguir destrozando puertas, que eran las vidas de quienes lo rodeaban. Tenía que salirse por una ventana, antes de que fuera demasiado tarde.

—Sí, nada más morir su sobrina, abandonó el hospital y fue derecho al Viaducto. —No había el más mínimo rastro luctuoso en su voz—. Yo mismo me había encargado de llamar a la policía, para denunciarlo; a las pocas horas la policía me informó de su trágico fin. No creo que tengan intención de remover más el caso: las interrupciones de los embarazos prefieren no airearlas demasiado. Y esperemos que el asunto no llegue a oídos de la prensa; en lo que esté en mi mano, desde luego, lo evitaré. No sé si la familia…

—Lo mejor será evitar la publicidad, desde luego —se apresuró a confirmar Antonio.

Avendaño era hombre concienzudo y no dejaba fleco sin resolver:

—En cuanto al cuerpo de su sobrina… Imagino que sus padres querrán llevárselo a San Sebastián. Ninguno de los dos conducía, según me dijeron, y creo que vendrán en tren. —Y se ofreció, voluntarioso—: Para nosotros no es ningún problema hacernos cargo hasta mañana temprano…

—Se lo agradezco de corazón. A mí me da reparo actuar sin el permiso de sus padres —musitó Antonio.

Volvió a martirizarlo la opresión en los pulmones, ante el cúmulo de escollos que se erguían en el horizonte más inmediato, haciendo cada vez más arduo e impracticable su simulacro de vida. Avendaño interpretó su respiración dificultosa como un síntoma de derrumbe inminente:

—Será mejor que vayamos a mi despacho… Allí podrá reponerse del golpe.

Avendaño extendió el embozo de la sábana que cubría el torso del cadáver de Consuelo sobre su rostro; al hacerlo, quedaron al descubierto sus rodillas, todavía deseables, en las que tantas veces había apoyado su mano mutilada, mientras iban de excursión en el coche. Antonio percibía que su inteligencia, por lo común tan maquinadora, parecía haberse atollado o eclipsado, como si sobre ella hubiesen desfilado esas nubes raudas que a veces ensombrecen los campos.

—Disculpe, doctor —dijo—. Toda esta historia me ha dejado por completo desolado. No sólo muere mi sobrina querida, sino también el amigo… O el que yo consideraba amigo.

El labio leporino de Avendaño casi se volvió del revés, al fruncirse en un rictus de aprensión o grima:

—Y, encima, tengo entendido que Cifuentes acababa de casarse. Demasiadas vidas destrozadas de una sola tacada.

Demasiadas, en efecto. Y, aunque careciese de escrúpulos morales (o tal vez por ello mismo), Antonio no había perdido la conciencia de peligro y el instinto de supervivencia: estaba dejando demasiados cadáveres a su paso, demasiadas vidas tronchadas, demasiados damnificados; y esa estela de dolor parecía avanzar concatenadamente, como una hilera de fichas de dominó que, al caer, impulsan en su caída a la siguiente, en imparable sucesión; y no sabía cómo detenerla. Había llegado la hora de abandonar su impostura; pero antes debía borrar las huellas que pudieran contradecir su coartada o involucrarlo en las muertes de Consuelo y Cifuentes. Y, en esa tarea de limpieza exhaustiva, debía deshacerse de todo vestigio del aborto que se había perpetrado en el piso del Retiro, empezando por los propios despojos y restos orgánicos de la operación, para seguir por el instrumental quirúrgico de Cifuentes y los envases de los fármacos adulterados que empleó en su vano intento de detener la septicemia. Se despidió de Avendaño, agradeciéndole una vez más su eficiencia y colaboración (en verdad muy beneficiosas para sus intereses), y condujo hasta la calle de Alfonso XII.

Cuando abrió la puerta del piso, comprendió que la celeridad con que caían las fichas del dominó era demasiado vertiginosa, incluso para un hombre de reflejos casi instantáneos como él. De nuevo el piso había sido asaltado; y esta vez los estragos eran aún mayores, como si el asaltante, no contento con revolverlo todo, hubiese querido demostrar petulantemente que lo asistían fuerzas sísmicas, capaces de derribar muebles a su paso, capaces de apisonar y reducir a añicos cualquier objeto frágil que osara interponerse ante su frenesí destructivo, capaces de convertir un hogar en una suerte de desván borracho en el que nada ocupa su sitio. En esta ocasión, además, el asalto no se había circunscrito como la vez anterior a unas pocas habitaciones; habían sido arrasados, por ejemplo, todos los armarios donde el acaparador padre de Mendoza almacenaba sus mercancías, sanas o adulteradas: los anaqueles de la despensa habían sido barridos, y una montaña de latas y recipientes varios, abollados o reventados, se extendía en derredor; idéntica suerte había corrido el botiquín, que dispersaba por el suelo un pedrisco de grageas, píldoras y ampollas quebradas; y la cámara frigorífica había sido vaciada de las bolsas de carne y pescado que ahora esparcían por la casa un olor acre, premonitorio de la putrefacción.

Antonio levantó la tapa de la cámara; y allí estaba Paloma.

Con la lengua lívida asomando como un molusco obsceno entre los labios, con la mirada coagulada de espanto, con el cuello todavía circundado por la marca del estrangulamiento. Allí estaba el cadáver de Paloma.

No podía llevar mucho tiempo allí metido, sin embargo, pues aún no mostraba demasiados síntomas de congelación; y ni siquiera el rigor mortis había agarrotado por completo sus miembros. Llevaba, bajo el vestido un tanto descocado o primaveral que se le habría alzado mientras la introducían en la cámara, la lencería ortopédica o churrigueresca que tanto gustaba, al parecer, a los anormales que reclamaban sus servicios. Antonio seguía creyendo que alguno de esos anormales, tal vez deseoso de hacer realidad sus fantasías más sádicas o aberrantes, habría terminado por matarla, después de que el acoso telefónico y los asaltos al piso le resultaran insatisfactorios; era una hipótesis tranquilizadora, que no explicaba convincentemente los destrozos del mobiliario, pero que al menos exoneraba a Antonio de responsabilidad en aquella mortandad creciente que iba dejando a su paso. En cualquier caso, y con independencia de la identidad y el móvil del asesino, lo que resultaba evidente era que el cadáver de Paloma se había convertido en un nuevo obstáculo en su carrera cada vez más alocada por abandonar la camisa de Gabriel Mendoza. Otra vez los pulmones le pesaron como fardos empapados de agua, oprimiéndole la pleura y las costillas; y un torrente de adrenalina empezó a circular por su sangre. Recordó entonces que el recepcionista del hotel Miranda, en San Lorenzo de El Escorial, al que había dado palique en repetidas ocasiones, para robustecer su coartada, le había hablado de un paraje en la sierra de Guadarrama, cerca de Buitrago, donde las aguas del río Lozoya, encajonadas entre barrancas, habían excavado pozas en la piedra caliza que se contaban entre los parajes naturales de la provincia menos frecuentados por el turismo y más dignos de ser visitados. Resolvió que allí sepultaría el cadáver de Paloma; pero convenía aguardar a que avanzase la noche para sacarlo de casa, evitando así encontrarse con algún vecino en la escalera o algún transeúnte en la calle. Sacó a pulso el cadáver de Paloma de la cámara frigorífica y lo trasladó a la cama con dosel y mosquitero que había sido escenario de sus fornicaciones en otro tiempo; la cama que aún guardaba los miasmas de la fiebre que había martirizado a Consuelo en su agonía.

Evitó, en las horas que le restaban de espera, salir al balcón o asomarse a las ventanas. Por el contrario, bajó todas las persianas, para entregarse con mayor desembarazo a la limpieza de pruebas y al estudio de los destrozos causados por el asaltante que, finalmente, había decidido quitarse de en medio a Paloma. Parecía evidente que buscaba un dinero que no había encontrado: el de los últimos golpes lo guardaba Antonio en el despacho del garaje, allá en el paseo de Extremadura; y el del botín presunto dejado por el padre de Mendoza, según anunciara en aquella carta famosa que durante meses lo había empujado a una infructuosa caza del gamusino, simplemente no existía. Antonio se había sentado, exhausto y aturdido, en el sofá oriental que nuevamente el asaltante había destripado, en su búsqueda desnortada y furiosa; y su mirada vagaba por la pared de enfrente, que se había quedado desnuda, removidos cuadros y muebles, sin que nada perturbase su blancura átona y sordomuda, desde el techo hasta el suelo, salvo el rodapié, el muy abultado y lustroso rodapié de caoba que recorría como una cinta o faja todas las paredes de la casa en su parte inferior. Fulguró en su mente una ocurrencia, tal vez insensata; pero se levantó del sofá y probó a desencajar el rodapié de la pared.

Con sorpresa, con entusiasmo, con infinita veneración e infinito júbilo, descubrió que, en efecto, los listones de madera del rodapié se podían desmontar con facilidad. El botín que había buscado hasta el hartazgo no era una quimera.

Los listones de caoba estaban huecos; y en su cavidad se encajaban sucesivos fajos de billetes, sobre todo americanos, pero también franceses y españoles, en una cantidad que no se atrevió a calcular con exactitud, pero que al cambio podía acercarse a los veinte millones de pesetas, repartidos por varias habitaciones. Una cifra, desde luego, mareante, con la que podían vivir con holgura varias generaciones, como le había anticipado el padre de Mendoza; y que, desde luego, Antonio no pensaba quemar ni emplear en ninguna obra de beneficencia, como el padre de Mendoza había sugerido, para probar la integridad de su hijo díscolo. Lo conmovió un gozo extraño, en el que la exultación del descubrimiento tantas veces aplazado se mezclaba con esa suerte de decaimiento placentero de las energías vitales que se sigue a la conclusión feliz de una tarea que nos ha dejado exhaustos; y esa emergencia pujante del gozo, en combinación con la tensión y los sobresaltos acumulados durante las últimas horas, lo obligó a llorar, profusa y fervorosamente. Buscó una maleta para guardar aquella fortuna; pero un segundo después decidió que no podría hallarle mejor escondrijo que el que ya tenía. Si durante años aquellos fajos de billetes habían permanecido a buen recaudo en el rodapié, protegidos de la curiosidad de Paloma y sobrevivientes incluso a las razias del misterioso y reincidente asaltante, podrían seguir allí durante unos pocos días más, hasta que Antonio concluyese los preparativos de su escapada. Preparativos que comenzaban por sacar del piso los vestigios del aborto, que guardó en una bolsa de basura y bajó al maletero de su coche. Luego volvió a subir, para hacer lo propio con el cadáver de Paloma.

Lo hizo echándoselo sobre la espalda, como había visto que hacían los descargadores con los sacos de abono que cada día se transportaban en los camiones de la empresa. Volvió a comprobar, como ya lo había hecho en una vida anterior, que los muertos pesan más que los vivos, tal vez porque, a la vez que los abandona el alma, se les petrifican los pecados, que tiran de sus huesos como un lastre irredimible; y aunque Paloma era mucho más ligera que aquel tiparraco que en una vida anterior arrojó al estanque del Retiro, debía de estar bien abastecida de pecados. Descendió a oscuras por las escaleras, arrimado siempre a la pared, sobre la que descargaba una parte del peso, a la vez que amortiguaba sus pérdidas de equilibrio. Por fortuna, no salió nadie de ninguno de los pisos, ni entró ningún vecino procedente de la calle. Una vez en el portal, cambió la postura del cadáver, que abrazó por la cintura a la vez que pasó uno de sus brazos inertes por encima de su cuello; de este modo, en el corto tramo que lo separaba del automóvil, parecería que Paloma se hallaba indispuesta, tal vez beoda o desmayada. Se cercioró de que la calle estuviese desierta, a través de los cristales de la puerta; luego cruzó la acera haciendo eses, como si él también estuviese curda, aunque algo menos que su acompañante. Abrió la portezuela del asiento trasero y tumbó sobre él el cadáver de Paloma, doblándole las piernas en una postura fetal que casi parecía la propia de una durmiente; luego lo cubrió con una manta que siempre llevaba en la bandeja del coche.

Metió la llave en el contacto y el Pegaso arrancó obedientemente. Madrid era el fantasma de una ciudad, encaramado en el pináculo de la medianoche, como una veleta a merced del viento. Enfiló hacia el garaje del paseo de Extremadura, donde para entonces sólo se mantenía, soñoliento y abotargado por el frío, el guardián en su garita de vigilancia, al que saludó desde lejos con un vago ademán de la mano, para que le franqueara la barrera de entrada; el guardián así lo hizo de inmediato, tras reconocerlo y dirigirle una mirada compungida que Antonio interpretó como muestra de condolencia por la muerte de Consuelo, que ya se habría propagado entre los empleados, después de que el doctor Avendaño iniciase la búsqueda del tío de la difunta llamando a su empresa de transportes. Antonio dejó el Pegaso en la cochera y subió a su despacho, donde rescató, entre el montón de cachivaches que allí se amontonaban, una bolsa de lona, en la que guardó varias pesas oxidadas, procedentes de una báscula averiada, una soga que ya empezaba a pudrirse y un rollo de esparadrapo. Arrojó la bolsa al maletero del coche y volvió a pasar ante la garita del vigilante; esta vez bajó la ventanilla para saludarlo:

—Menuda rasca que hace esta noche, ¿eh, Pascual? —dijo, congratulándose de haberse aprendido los nombres de sus empleados—. Abríguese bien, no vaya a coger una pulmonía.

El vigilante ya moqueaba; y así su condolencia pareció más sincera:

—Supe lo de su sobrina, patrón. Qué vida más perra ésta.

—Y que lo digas, Pascual —convino Antonio—. No lograba pegar ojo y pensé que al menos podía aprovechar para revisar unos papelotes de la contabilidad.

Volvió el vigilante a alzarle la barrera, y Antonio salió disparado otra vez hacia el centro, pero antes de llegar al Manzanares tomó una carretera hacia el norte, cada vez más angosta y sinuosa a medida que se acercaba a Buitrago; a la luz pálida o funeral de la luna avistó la superficie espejeante del río Lozoya, y se adentró por un camino de cabras que discurría a su vera. Salvó varios desniveles y montículos antes de llegar a un paraje que bien podría ser el que le había descrito el dicharachero recepcionista del hotel Miranda, con altas paredes calizas flanqueando una barranca en la que el agua del río, arremolinada y bravía, había excavado formas caprichosas, como de una geografía marciana que el resplandor lunar agusanaba todavía más, con hoyas y recovecos en los que la corriente se descalabraba, para luego proseguir su descenso, en una vorágine de espumas. Antonio refugió el coche entre unos arbustos; anudó el cadáver de Paloma con varias vueltas de soga, en las que previamente había colgado las pesas. Después, envolvió sus dedos y su rostro con esparadrapo, hasta no dejar apenas ninguna porción de piel visible; de este modo se aseguraba que, si el cadáver era descubierto y el esparadrapo despegado, la piel para entonces ya putrefacta se quedaría adherida a la cinta, haciendo irreconocibles los rasgos fisonómicos y las huellas dactilares de Paloma. Le lastimó —pero tan sólo someramente, como nos lastima saber que en alguna región antípoda los negritos se mueren de hambre— tener que tratar a Paloma como si fuese un cacho de carne purulenta, incluso después de muerta, pero no quedaba otro remedio, si quería desaparecer sin dejar ni rastro.

Logró con gran esfuerzo —al lastre de sus pecados se sumaba el de las pesas de hierro— introducir el cadáver de Paloma, momificado por el esparadrapo, en el maletero; y, metiendo la marcha atrás, hizo recular el coche hasta el borde mismo de la barranca. Las aguas del Lozoya bullían al fondo, como si con ellas se estuviese urdiendo un brebaje en las marmitas del infierno; y el ventarrón marceño acompañaba la cocción avivando sus brasas, como un fuelle sibilante y macabro. Antonio miró en ambas direcciones, para asegurarse de que no hubiese ningún signo de vida hasta donde le alcanzaba la vista. Las estrellas se hacían las dormidas, por evitarse la contemplación de aquel desafuero. Arrojó el cadáver de Paloma a la hoya; el estrépito de su impacto sobre las aguas fue enseguida deglutido por su vorágine. Antonio se asomó al fondo de la barranca y permaneció un rato en cuclillas, como si estuviese rezando un responso; pero sólo trataba de poner un poco de orden en sus pensamientos, para estudiar el siguiente paso que debía dar. Decidió que tendría que hacer de tripas corazón y volver al hospital de San Carlos, para esperar allí la llegada de los padres de Consuelo, que tal vez le recriminasen no haber ejercido una tutela más esmerada sobre su hija; iba a ser un trago más amargo que el acíbar acompañarlos en el velatorio, pero la espantada tendría consecuencias aún peores. Tan enfrascado estaba en sus cavilaciones que ni siquiera oyó el ronquido del coche que se aproximaba; sólo cuando coronó un montículo y lo deslumbró con sus faros reaccionó. Pero ya era demasiado tarde para escabullirse; tal vez siempre había sido demasiado tarde, desde que, allá en Rusia, decidiera asumir la impostura de suplantar a Mendoza, para salvar el pellejo.

—Bravo, Expósito, nunca pensé que me fueses a hacer el trabajo sucio con tanta aplicación. Haciendo desaparecer cadáveres no tienes rival.

Aquella voz le llegaba desde muy lejos, desde regiones hiperbóreas y tiempos remotísimos, agitando recuerdos que creía hibernados. A contraluz de los faros, se recortó la figura de un hombre magro, casi un chisgarabís, que caminaba a pequeños brincos, como si no le cupiese en el cuerpo la alegría; en la mano sostenía una pistola, con levedad y desmayo, como si sostuviera un pañuelo. ¿Cuánto hacía que nadie lo llamaba Expósito?

—Y conste que no tenía ninguna intención de matarla, a la pobre chica —proseguía el desconocido, a medida que se acercaba a la barranca. Soltó una risita de hiena que Antonio al fin reconoció—. En principio era tan sólo un secuestro, hubiese bastado con que me dijera dónde ocultabais el dinero. Pero la muy terca se negó.

Como suele ocurrir con los flacos, apenas había cambiado su fisonomía, si acaso los años habían afilado sus rasgos de lagartija, ahondado sus arrugas, arrasado de caries sus dientes en los que seguía brillando, como una virgen en un lupanar, una pieza de oro. Camacho extendió los brazos, en actitud resignada u hospitalaria; por un instante, Antonio creyó que iba a abrazarse a él, como hacen los amigos veteranos.

—No, no se negó, Camacho. Simplemente no lo sabía —dijo Antonio, con repentino y tardío respeto por la mujer a la que había tratado siempre como a un cacho de carne purulenta.

—Pues muy mal hecho, Expósito —gorjeó—. A las mujeres que se exponen por nosotros hay que tenerlas informadas.

Antonio no salía de su asombro. Le parecía inconcebible que un desertor que había llegado a ocupar cargos de cierta responsabilidad en los campos de trabajo soviéticos pudiera pasearse alegremente por la España de Franco. Quiso pellizcarse, para comprobar que no estaba atrapado en una pesadilla.

—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó en cambio—. La última vez que supe de ti me dijeron que te habían enviado a una fábrica de tractores. —Para atenuar su perplejidad y disimular su miedo recurrió a la humorada—: Porque gobernador civil no te habrán nombrado, ¿verdad? La Pasionaria no ha conseguido desbancar a Franco, fallaste en tus predicciones.

La carcajada de Camacho sonó como una detonación, despertando a los pájaros que pernoctaban en sus nidos y a las truchas que dormitaban al fondo de la barranca.

—¡Da gusto volver a escuchar la retranca española! —dijo—. Pero te advierto que en las predicciones no andaba muy desencaminado. Tal vez me anticipé demasiado en las fechas. Pero, viendo la relajación del Régimen, no me extrañaría que a Franco le coman los piñones en unos pocos años. Y no lo desbancarán los comunistas rusos, no te pienses, ni la oposición interna. Serán los propios monaguillos del Régimen. ¡Menuda pandilla de acomplejados! Y yo que pensaba, imbécil de mí, que esto era el fascismo puro y duro, y resulta que es Jauja.

Antonio pensó que Camacho habría hecho buenas migas con el difunto Cifuentes, siquiera en este extremo. Hizo pantalla con la mano, para evitar el deslumbramiento de los faros, y para controlar los manoteos de Camacho, que seguía sosteniendo la pistola como al desgaire.

—Jauja debe de ser, si te han dejado entrar…

—¡Pero si fue la mar de sencillo! —se regodeó Camacho—. Lo verdaderamente difícil fue salir de Rusia. Tras la muerte de Stalin, las nuevas autoridades no supieron apreciar los servicios que les había prestado. Mi destino era pudrirme en cualquiera de aquellos suburbios apestosos que los soviéticos levantaron después de la guerra, para meter a los proletarios como sardinas en banasta. Pero ¡chico!, justo entonces llegó a mis oídos que Nina, nuestra querida Nina, estaba ultimando los trámites para regresar a Francia. ¿Te acuerdas de Nina, pillastre? —Camacho se había acercado tanto a él que pudo dispensarle un codazo de intención cómplice o lúbrica—. ¡Vaya si te acuerdas! El caso es que Nina había decidido abandonar el paraíso soviético. ¡Y yo sabía tantas cosas sobre Nina! Tantas que, con sólo desembuchar la mitad, habría podido impedir su marcha del país. Sabía, por ejemplo, que había mantenido relaciones con algún que otro preso fascista, español para más señas. ¿Querrás creértelo?

Volvió a soltar otra carcajada, que acabó de desvelar a la sufrida fauna del lugar. Antonio aspiró el olor de la pinaza, que le trajo un poco de alivio a la opresión de los pulmones, como la caricia de una vida ancestral, anterior a todas las civilizaciones.

—Y también con algún que otro traidor, español para más señas, como tú —dijo.

Las facciones afiladas de Camacho se estremecieron, agitadas por un temblor en el que se fundían la cólera y el odio. Era la misma reacción que había tenido antes de asesinar a Mendoza. También ahora, como entonces, estaba encañonando al hombre que tenía enfrente.

—¿A quién llamas traidor, basura? —gritó—. Tú sí que eres un traidor. Engañaste a tus compañeros, te convertiste en un puto delator, usurpaste la identidad de Mendoza y ahora te andas cepillando a todas sus mujeres. Nina se pondría celosa si lo supiera.

Volvió a relajarse, después del exabrupto. Evidentemente, llevaba varios meses siguiendo los movimientos de Antonio, estudiando su simulacro de vida. Sólo así podía saber lo que había hecho con las que llamaba «mujeres de Mendoza». Trató de pacificarlo:

—Todavía no me has explicado cómo lograste entrar en España…

—Pan comido —se pavoneó Camacho—. Me puse en contacto con Nina y le dije que quería irme con ella a Francia, Lo tenía muy fácil: o se casaba conmigo, o la denunciaba ante la Lubyanka.

—Y, por supuesto, se casó contigo. No esperaba menos.

Al olor de la pinaza se sumaba el de la resina, como una lenta embriaguez anegando la pituitaria. Ululó una lechuza, antes de volar despavorida; su aleteo, frondoso de plumas y nocturnidad, rozó la frente de Antonio como un presagio.

—Por supuesto que se casó conmigo. Pero estate tranquilo, hombre, es lo que se llama técnicamente un matrimonio de conveniencia —se mofó Camacho—. Creo que nos damos bastante asquito el uno del otro. Aunque tengamos algunos intereses comunes, por supuesto.

—Por supuesto.

Al fondo de la barranca, las aguas heladas del río Lozoya ya estarían reblandeciendo los tejidos del cadáver de Paloma, poniéndolos tiernecitos para la pitanza de los peces. Antonio ya no necesitaba tirar de la lengua a Camacho, que había empezado a perorar:

—Y así, recién casaditos, salimos de Rusia juntos. Nos instalamos en Niza, donde Nina consiguió un trabajillo como traductora, gracias a sus contactos con el partido comunista. A mí me contrataron en un laboratorio de productos químicos donde fabrican pesticidas y fumigaciones contra las plagas. —Sonrió aviesamente, tal vez rememorando su primer asalto al piso de Paloma—. Pero aquello es una tapadera, en realidad se dedican a la síntesis de heroína. ¡Imagínate mi sorpresa cuando un día llegaron al laboratorio unos camiones con el rótulo de Transportes Mendoza! Hice mis averiguaciones entre los camioneros, y así supe que, de regreso a España, seguías representando la pantomima que te encomendamos en Rusia. ¡Se ve que le habías cogido gusto! Entonces me dije: «Seguro que nuestro amigo Expósito estaría dispuesto a compartir sus ganancias con sus benefactores. Después de todo, si ha podido adoptar la identidad de Mendoza es gracias a nosotros». —Irradiaba felicidad, una especie de orgullosa beatitud—. Pedimos el visado para pasarnos una temporadita en España, y los botarates del consulado español no nos pusieron ninguna pega. ¡Hay que ver lo que hace Franco para hacerse perdonar la vida por las democracias! Así que aquí nos tienes, pichón.

El uso del plural hirió secretamente a Antonio, allá en las catacumbas de la memoria donde guardaba el recuerdo de los días pasados en la isla de Tolbos, allá donde el rostro de Nina había dejado de ser un incendio bárbaro, para convertirse en una tierra en barbecho, esponjada y presta a la siembra.

—¿Nina también está metida en esto? —preguntó, ingenua o resignadamente.

Camacho soltó la misma risita seca y alevosa que había empleado para intimidarlo, en sus extemporáneas llamadas telefónicas al piso de Paloma.

—Por supuesto que sí. En realidad, ella es el cerebro de la operación, yo a su lado soy un poco zote. —Saboreaba con regodeo la (relativa) decepción de Antonio. Se volvió hacia el coche, que permanecía con el motor y los faros encendidos, y voceó—: ¡Nina, sal a saludar! ¡Expósito se muere de ganas por verte!

Nina salió parsimoniosamente del coche. Iba vestida con un abrigo de piel de carnero que seguramente se habría traído de Rusia, excesivo para aquellas latitudes meridionales. Extrañamente, Antonio no logró identificarla con la mujer que había tenido entre sus brazos, cuando el león y el cordero podían retozar en paz. La recordó cabalgando a Camacho con un frenesí de bacante en pleno rapto dionisíaco; recordó los senos grávidos y desparramados, los pezones nítidos como medallas, los labios fruncidos en un mohín codicioso y bestial, tal como la había visto desnuda por primera vez, a través del ventanuco del barracón de oficiales, en el campo de Cherepovets. Nina se había vuelto a teñir de rubia oxigenada.

—Hola, Antonio, celebro verte de nuevo —lo saludó, con su inconfundible acento gutural, mientras avanzaba con precauciones entre las anfractuosidades del terreno.

—Seguro que no tanto como yo a ti.

Nina calzaba zapatos de tacón, tan desaconsejables para las excursiones campestres. Las agujas de los pinos se erizaban y crujían a su paso, como acalambradas de deseo. De su último encuentro, en aquel despacho del campo de Vorochilogrado donde lo sometieron al preceptivo interrogatorio antes de devolverlo a España, Antonio guardaba memoria de una Nina matronal, de rasgos orondos y redondeados, o tal vez aburridos; pero el regreso a su patria parecía haberla reverdecido, y sus facciones volvían a ser voluptuosas y pugnaces. Antonio notó que le flojeaban las rodillas; y oleadas alternas de sangre caliente y fría le martillearon las sienes.

—Nos hubiese gustado hacer un trabajo más limpio. —Era de nuevo Camacho quien hablaba—. Pillar el dinero y salir pitando. Pero esa mujer… Paloma, se empeñó en complicarlo todo. —Hizo un gesto conmiserativo, en dirección a la barranca—. Y encima nos dijo que tu papá, quiero decir… el papá de Mendoza llevaba metido mucho tiempo en el mismo negocio.

—Y que tú eras su heredero principal —remachó Nina, con una especie de coquetería maligna.

Camacho se sacudió una palmada en el muslo. Exclamó:

—¡Albricias! ¡Eso significaba mucho dinero, mucho más del que jamás hubiésemos soñado! —Se rascó el cogote, como ponderando la adversidad—: Pero ya imaginamos que tu papá, o sea el papá de Mendoza, lo tendrá guardado en alguna cuenta suiza, o por lo menos en el sótano de un banco; y a nosotros el visado nos expira en apenas unas horas.

La luz de los faros excavaba a Nina la línea de los pómulos y añadía palpitación a sus labios. Tal vez, en efecto, fuera el cerebro de la operación:

—Y, como comprenderás, no vamos a prolongar nuestra estancia ni un minuto más. No queremos líos con las autoridades españolas. —Entreabrió la boca pintada de carmín, como si fuese a lanzar alguna promesa hueca—. Pero en apenas un mes nos tendrás otra vez aquí.

—Y para entonces queremos que nos tengas preparada una bonita suma —intervino Camacho—. Pero tampoco pienses que vamos a exprimirte, de la vaca lechera no conviene abusar. —Celebró su símil pecuario—. ¿A cuánto podría ascender el donativo, Nina?

Nina se llevó el dedo índice a la boca, como si fingiese una operación de cálculo, pero era un gesto de intención libidinosa.

—¿Medio millón de pesetas, tal vez?

—Medio millón sería perfecto. Y no hace falta que sea en francos. —Le clavó el cañón de la pistola en la barriga; tal vez le gustase empuñar armas, para olvidar que era un pichafloja—. No puedes quejarte, Expósito. Tampoco es tanto lo que te pedimos.

No lo era, desde luego, comparado con los casi veinte millones que acababa de descubrir escondidos en los rodapiés del piso del Retiro. Pero Camacho ya le había advertido que desde entonces sería su vaca lechera; y a las vacas lecheras se les ordeña cada poco. Camacho y Nina ya nunca iban a dejar de ordeñarlo.

—No queremos arruinarte —subrayó Nina, jocosamente.

—No hace falta que te diga que, si intentas alguna jugarreta, lo pagarás. El matar y el arrascar todo es el empezar. —Camacho se envaneció de la paráfrasis del refrán, que tal vez luego explicase a Nina, siempre poco versada en las locuciones populares—. Y si tratas de escapar te desenmascararemos. No creo que te convenga que se sepa quién eres en realidad, ¿eh, Expósito? Sospecho que tu nueva vida tiene alicientes que jamás habías soñado.

Pero Antonio ya estaba fatigado de aquel simulacro de vida que ahora tendría que prolongar al menos un mes. Camacho le hincaba el cañón de la pistola en la barriga, hasta hacerle daño.

—¿Cómo haremos la entrega del dinero? —preguntó, aceptando su destino de vaca lechera.

Nina le tomó la mano mutilada, la mano que ella misma había mutilado, como si quisiera contarle los dedos. Respondió mientras le acariciaba la cicatriz:

—Nosotros nos pondremos en contacto contigo en cuanto volvamos.

—Ya sabes que nos gusta llamar bien entrada la noche —precisó Camacho, ensañadamente. Le retiró el cañón de la pistola de la barriga y se lo incrustó en el entrecejo—. Y te lo repito: ni se te ocurra intentar hacernos una faena. Ya has causado mucho dolor desde que llegaste a España, pero al menos sigues vivito y coleando. Si tratas de torearnos, el dolor será esta vez para ti.

Se le había extendido la agitación por todo el cuerpo, como si apenas pudiera contener la tentación de apretar el gatillo. Antonio recordó a Mendoza, cayendo abatido de un disparo en la frente, desmadejado y con la sonrisa coagulada en los labios, mientras la detonación reverberaba en los desvanes del cielo, despertando mil pájaros fugitivos. Pero él no era tan valeroso como Mendoza.

—No os haré ninguna faena, podéis estar seguros —murmuró.

Nina rió, juguetona o incrédula. Sus últimas palabras fueron enigmáticas:

—Antonio sabrá portarse como debe, ¿verdad que sí? Él nunca fue un tafiole.

Los vio alejarse hacia el coche, separados entre sí por una distancia de casi tres metros, como un respetable matrimonio de conveniencia. Montaron en su coche franchute, que tenía algo de escualo o depredador marítimo, y desaparecieron detrás del montículo, mientras los faros escrutaban las tinieblas como espadas de luz. Abajo, en la barranca, las aguas del Lozoya seguían urdiendo su brebaje, ruidosas e insomnes como las cavilaciones de Antonio.