A Amparo le dolía el silencio

A Amparo le dolía el silencio de Gabi, los silencios de Gabi, que no quería contar nada de lo que había vivido durante su cautiverio en Rusia, y tampoco preguntar por lo que había sido la vida de ella durante todos aquellos años, como si el silencio pudiera restañar las heridas que se habían abierto desde entonces. Comprendía que Gabi aún estaba convaleciente de una experiencia destructora hasta más allá de lo concebible; pero deseaba ayudarlo a sobrellevarla, a digerirla, a curarla, siquiera en sus secuelas más desgarradoras. Y al mismo tiempo, quería —porque en toda verdadera transferencia espiritual tiene que haber algo de fluencia recíproca— explicarle cómo la incertidumbre la había ido erosionando durante todo aquel tiempo, hasta aniquilarla; y cómo la espera sin esperanza se había ido convirtiendo en un páramo enloquecedor, en el que hasta la alegría más insospechada y trivial estaba vedada; y cómo, cuando esa alegría se saltaba la veda, enseguida se hacía remordimiento desgarrador, un infierno de la conciencia en el que, inevitablemente, pensaba que mientras ella se divertía —aunque fuera sin pretenderlo—, Gabi estaría sufriendo tormentos sin tasa. Le habría gustado explicarle esta congoja cotidiana que había durado trece años inacabables, con sus noches lentísimas como destilaciones de un alambique, con sus días amargos como aceite de ricino; y que, del intercambio de confidencias, hubiese renacido el amor que hubo entre ellos, el amor que se había quedado atrapado entre las zarzas. Incluso habría preferido su protesta a su silencio; habría preferido su reproche a esa especie de hermético laconismo en el que Gabi siempre se refugiaba cuando ella trataba de inventariar aquellos años, en los que tantas veces se había sentido atrozmente sola, y sin embargo aún seguía amándolo; en los que tantas veces había deseado morir, mientras se pudrían su virtud y su cuerpo, y sin embargo aún seguía amándolo; en los que le había ofrendado cada instante de desaliento, cada tentación rechazada, cada placer reprimido y cada deseo rehusado, y sin embargo aún seguía amándolo. Y también confesarle que, en algún lugar inconcreto de esa espera sin esperanza, en alguna noche de insomnio o de fiebre, en algún día de desmayo o hastío, había dejado de amarlo. Pero, aunque hubiese dejado de amarlo, no había muerto su amor; y si Gabi quería, podría volver a amarlo, porque su amor estaba dispuesto a reanudar sus compromisos. Pero hacía falta que él quisiera.

No había dejado de llamarla todos los días, ciertamente. Y también era cierto que casi todos los días le había pedido que lo visitara en la casa familiar de la calle de Claudio Coello, que tras la muerte de sus padres era más bien un caserón inhóspito, atestado de recuerdos punzantes o enojosos, en el que Gabi todavía no había conseguido encajar, en el que todavía no había aprendido a desenvolverse, como un niño que desconoce el funcionamiento de las cosas más elementales, como un anciano que ha olvidado los hábitos de su juventud. Gabi le pedía que lo acompañara a hacer los recados más fútiles o los trámites más aburridos, y ella lo hacía con gusto, o siquiera con abnegada diligencia; pero en cuanto le proponía que hablasen de aquellos continentes oscuros del pasado, Gabi se cerraba en banda, hermético como un molusco que prefiere lamerse las llagas encerrado en su concha. También le había propuesto que saliesen a divertirse con los amigos, a restaurantes o al campo, pero él siempre se desmarcaba, alegando que aún no estaba preparado para enfrentarse con el mundo, que aún necesitaba tiempo para asimilar una nueva vida a la que había renunciado ya, tiempo para encontrarse a sí mismo, entre los añicos que se había traído de Rusia. A cada negativa o subterfugio, Amparo sentía que su amor expectante, dispuesto a entregarse otra vez a su antiguo dueño, se resentía más y más; pero, resentido y todo, estaba dispuesto a aguantar. Sí, aguantaría cuanto fuese preciso.

Gabi le había pedido que lo acompañara a la notaría donde su padre había otorgado testamento. Admitía que el reencuentro con primos, sobrinos, hermana y demás familia era un trago para él, después de tantos años de ausencia, y que su compañía le resultaría confortadora; pero no entendía qué podía pintar ella en una reunión que no era de naturaleza estrictamente familiar, sino más bien jurídica y hasta litigiosa, si la testamentaría resultaba conflictiva. Le había expuesto sus reparos, pero Gabi había insistido hasta casi incurrir en el melodrama, y Amparo había finalmente transigido. Todo fuera para que su amor extraviado recuperara a su antiguo dueño.

—Te estaba esperando desde hacía rato —la saludó él, nada más abrirle la puerta—. Pasa, pasa, estás en tu casa.

Pero Antonio sabía que no era cierto. No había sido su casa antes de que Mendoza partiera a Rusia, porque ambos habían seguido viviendo con sus respectivas familias (y también porque ambos habían decidido postergar hasta el tálamo ciertas efusiones), y no iba a serlo ahora, cuando Antonio había decidido que nunca la llevaría al tálamo: no sólo porque Amparo no le gustase, sino porque sustituir a Mendoza también en el himeneo se le antojaba una canallada demasiado cínica, incluso para un hombre sin escrúpulos morales como él.

—Espérame un segundo, voy a ponerme la chaqueta y la corbata.

Amparo se sentó en un sofá orejero del salón. Reparó en una chapa de latón que Antonio había dejado sobre la camilla, de forma elíptica y del tamaño aproximado de un huevo.

—Eso que ves es el único recuerdo que me he traído de Rusia —dijo con desenfado Antonio, que ya estaba de vuelta. Y, sentándose a su vera, sobre uno de los brazos del orejero, le explicó—: Aquí, en el anverso, figuran el número y adscripción del soldado; y en el reverso el grupo sanguíneo, por si hubiera que hacer alguna transfusión.

El grupo sanguíneo de Mendoza era B positivo; al menos en esto eran distintos. Amparo se cruzó de piernas, desinteresada de la chapa o vagamente provocativa, aunque Antonio no encontraba casi nunca estimulantes sus provocaciones. Tenía las rodillas demasiado picudas para su gusto, y los tobillos demasiado finos. Seguramente a Mendoza le gustaban las mujeres de tobillo fino y rodilla picuda, pero él era hombre de gustos más bastos o plebeyos. Amparo dijo:

—Me han llamado los amigos, a ver si consigo sacarte de casa.

—¿Qué amigos? —preguntó Antonio.

La indeterminación de Amparo le permitía siempre ampliar sus averiguaciones sin temor a resultar capcioso o denotar ignorancia. Habían transcurrido, además, muchos años, y los amigos se habrían podido diezmar, por razones naturales o de desapego.

—Pues, hijo, qué amigos van a ser. Pacorris y todos los de la pandilla. —Trataba de sonar condescendiente, pero se le notaba la irritación—. Todos, Gabi, todos me preguntan por ti y se mueren de ganas por verte. Podríamos quedar con ellos para cenar.

—Más adelante quizás, Amparo —se excusó, con un mohín atribulado—. Ya sabes que me cuesta mucho salir de noche; luego no consigo quedarme dormido, y nada necesito más que una cura de sueño. Además, ver cómo la gente zampa y se pone hasta arriba es algo que me lastima, no puedo evitarlo. Demasiados años pasando hambre, supongo.

Amparo se comió el enfado; tal vez incluso llegase a pensar que tal enfado era fruto de su egoísmo.

—Está bien —se resignó—. Pero no puedes estar rechazando constantemente sus muestras de afecto. —Y, con candorosa obstinación, propuso—: Oye, ¿y si nos vamos de excursión con ellos a Sigüenza o a los cigarrales de Toledo, en homenaje a los viejos tiempos?

Antonio no podía saber que entre los chicos falangistas de las primeras hornadas era costumbre visitar estos lugares, convertidos en centros de peregrinación casi religiosa, por ser los predilectos de José Antonio.

—No te lo vas a creer, Amparo, pero me da pánico conducir. —En esto, al menos, no mentía, pues no sabía hacerlo—. Creo que me he olvidado.

Esbozó un gesto que se pretendía estupefacto, incluso para sí mismo. Amparo resopló, risueña:

—Venga, Gabi, eso son aprensiones tuyas. ¿Cómo vas a haberte olvidado, si para ti conducir es como para otros respirar? —Y, recordando que durante los años de su cautiverio hasta respirar le habría resultado arduo, cambió de tono—: En cualquier caso da igual. Yo puedo conducir si quieres. ¡Aquí donde me tienes soy una chica topolino!

Y agitó las piernas, en señal de exultación, o como si reprodujera los movimientos para pisar freno, embrague y acelerador. Sus pantorrillas, demasiado huesudas, tampoco le gustaban.

—¡Menuda moderna te me has hecho!

—Oye, rico, que yo moderna siempre lo fui. —Se hacía la ofendida, pero Antonio notaba que estaba consiguiendo llevarla a su terreno—. ¿O es que ya no te acuerdas de los pantalones de cheviot que me ponía para ir a clase? ¡Qué nervioso se ponía el carcamal de Anatomía! ¡Y tú tampoco es que lo vieras del todo bien!

Antonio se rió del carcamal de Anatomía a quien no tenía el gusto de conocer, pero también de la propia Amparo, que estaba demasiado flaca como para que, enfundada en unos pantalones de cheviot, pudiera poner nervioso a nadie.

—Es que siempre fui un poco moro —concedió, sin saber a ciencia cierta si Mendoza habría padecido de celos por Amparo—. Oye, ¿y qué te parece si me enseñas a conducir… quiero decir, si me recuerdas cómo se conduce, hasta que se me quite el miedo? Seguro que son cuatro días, y luego ya podremos ir a Sigüenza y a los cigarrales de Toledo y adonde haga falta. ¡No pienso permitir que los amigos de la pandilla vean cómo me lleva y me trae una chica topolino!

—Hecho —aceptó Amparo—. Pero conste que me sigue pareciendo un disparate. En cuanto cojas el volante, ya no querrás más clases.

Le dio una palmada en el muslo, también demasiado enteco para su gusto. Bromeó:

—Y en pago por las clases de conducción…

Saltó de un brinco hacia la cómoda, en cuyos cajones guardaba un frasco que acababa de comprar en una perfumería de la calle de Serrano, después de hacerle oler a la dependienta de la tienda el pañuelo que le había quitado a Amparo en Barcelona.

—«Joy, de Jean Patou. París» —dijo ella, leyendo la etiqueta de su perfume favorito, que era también al parecer el de Mendoza—. ¡No me lo puedo creer! Sigues siendo igual de detallista…

Antonio se encogió de hombros:

—¿Y por qué habría tenido que dejar de serlo?

De camino al notario, Amparo le advirtió que la chaqueta le venía muy grande en los hombros; aunque lo dijo con una suerte de prevención cohibida, como si le amedrentara recordarle que las penurias del cautiverio habían disminuido su corpulencia. Pero Antonio sabía bien que, por mucho que engordara (y ya había empezado a hacerlo), nunca llenaría del todo los trajes de Mendoza, sobre todo en los hombros. En la notaría los hicieron pasar a una sala de espera o antedespacho donde ya se habían formado varios corros de deudos, allegados y trabajadores de la empresa, mayormente veteranos o en edad de jubilación; se respiraba esa atmósfera entre festiva y luctuosa que caracteriza los velatorios, donde las gentes siempre aprovechan para contarse todo tipo de chismes afectando recato. Cuando entraron Antonio y Amparo, los corros se disolvieron y se hizo un silencio mohíno, como si el muerto del velatorio acabara de levantarse del ataúd. Ésta era la reacción infalible, entre reverencial y caritativa, que provocaban las apariciones públicas de Antonio, a quien todos trataban con una deferencia exquisita, o casi temerosa, como tratarían a un resucitado que vuelve a reclamar sus derechos, cuando todos le hacían penando sus culpas sin remisión en el infierno. Antonio no tardó en descubrir que tal actitud beneficiaba extraordinariamente su impostura, pues lo exoneraba de fingimientos agotadores: siempre eran los otros quienes se dirigían a él, quienes se presentaban y se desvivían por resultarle gratos, como se hace con un pariente aquejado de una afección incurable, siempre solícitos y siempre dispuestos a explicarle las cosas más elementales con una suerte de delicada compunción. Le hablaban en un susurro, como si padeciera hiperestesia, y apenas se atrevían a tocarlo, como si estuviese hecho de cristal, y de un cristal fragilísimo; y, por supuesto, jamás lo contrariaban en nada, afectando vivísimo interés por todo lo que decía y todo lo que callaba. De este modo, Antonio podía actuar al modo de una esponja, absorbiendo y tratando de descodificar la información que los demás le brindaban; y sus silencios siempre eran interpretados como síntomas de su convalecencia. Claro que no siempre podía mantener esta conducta pasiva.

—Mira, ahí llega tu hermana —le anunció Amparo.

Antonio se había situado de espaldas a la puerta, precisamente para que le fuesen advertidas las nuevas incorporaciones a la reunión. Margarita, la hermana de Mendoza, tenía su mismo aire intrépido y jovial, tal vez incluso un poco más acentuado, como ocurre siempre entre los vascos de nacimiento o adopción; la acompañaba una joven preciosa, restallante de primavera, que Antonio enseguida identificó con Consuelito, la sobrina de la que Mendoza le había hablado, que a los siete años ya se conocía al dedillo a todos los actores nacionales y extranjeros y le narraba las películas de estreno con todo tipo de detalles, destripándole el final. Aunque su tío le había hablado de la niña de siete años en términos ponderativos, la joven de veinte que hacía entonces su aparición hubiese merecido ponderaciones aún mayores, aunque por razones distintas.

—¡Margarita! —exclamó Antonio, dirigiéndose primero a la madre, por cumplir con el protocolo—. ¡Qué ganas tenía de verte!

Ya había hablado por teléfono con ella en un par de ocasiones, en las que se había excusado de no haber acudido a Barcelona, cuando la llegada del Semíramis, por tener que atender a su marido, recién operado de una hernia. También había tenido ocasión de estudiar, en los álbumes de fotos familiares que había fisgoneado en el piso de Claudio Coello, su evolución anatómica, que como ocurre en muchas mujeres de cierta edad, empiezan siendo anchoas para terminar en ballenatos.

—¡Gabi, Gabi querido! —se había abrazado a él y lo besaba con una efusividad acaso en exceso salivosa—. ¡Cuánto te hemos llorado y qué alegría más grande tenerte de vuelta! Perdona que César no haya podido venir, pero los médicos le tienen prohibido viajar hasta que se le cierre del todo la cicatriz de la hernia.

—Por Dios, Margarita, no tienes ni que mencionarlo. Además, la familia ha venido bien representada…

Miró a Consuelito de los pies a la cabeza, con una admiración absorta que, en cualquier persona que no fuese su tío, se habría considerado lúbrica, o siquiera indecorosa. Aunque era hombre de gustos más bastos o plebeyos que Mendoza, calculó que ante una mujer así ambos habrían podido concordar. Pero recordó que era una fruta vedada.

—Cuando me fui a Rusia eras una pequeñaja que no levantaba un metro del suelo… —dijo Antonio, todavía conturbado—. Y ahora, ¡madre de Dios!, eres una chavala de las que quitan el hipo.

Todos celebraron el piropo en derredor de manera encomiástica. Era otra de las ventajas de ser un resucitado: todo lo que salía de su boca cobraba enseguida una naturaleza inapelable, como la sentencia de un oráculo.

—Tú, en cambio, estás igual que cuando te marchaste, tiíto —musitó Consuelito, coqueta—. Bueno, mucho más guapo en realidad. Esa barba te favorece un montón.

Antonio sonrió, halagado. También a ella le favorecía mucho la melena muy calculadamente despeinada, la blusa muy atirantada en el pecho, la falda fruncida y acampanada, como una corola presta a florecer.

—Di que no, Gabi, que debes afeitártela —terció Margarita, aguando la fiesta—. Podrían tomarte por un rojo.

La mención enseguida fue desaprobada con miradas censorias por los circunstantes, pues era como mencionar la soga en casa del ahorcado. Antonio restó importancia al desliz y continuó requebrando a su falsa sobrina:

—Espero que, con barba o sin barba, me pongas al día de todas las películas que hayan estrenado en estos años. Echaba mucho en falta tus revistas de actualidad en Rusia.

—Cuenta con ello, tiíto.

La tersura de su rostro sin maquillaje, a la vez pizpireto y de una perfección fotogénica, la firmeza de su busto y la esbeltez de su figura transmitían a Antonio una impresión de agradable euforia; pero le gustaba sobre todo la manera de mirar de Consuelito, que al principio sólo le había parecido segura, casi descarada, pero que jugaba en algo así como dos tiempos: primero miraba con aplomo durante unos segundos; pero después surgía en sus ojos una leve turbación, como el eco de una alarma secreta, corregida inmediatamente por un parpadeo. Por fin se decidió a besarla, estrechándole la cintura, que casi podía abarcar con las manos.

—Pues ahí donde la tienes, no sé si sabrás que tu sobrina va a triunfar en el cine —terció otra vez Margarita.

Antonio dirigió una mirada tranquilizadora a Amparo, que contemplaba la escena con cierta indiferencia escamada o envidiosa, como suele ocurrirles a las mujeres en presencia de otras mujeres que las opacan.

—¿En serio? —preguntó.

—Rafael Gil, el director de cine, pasó por San Sebastián, promocionando su última película, que se proyectó en nuestro cine, y se quedó prendado con Consuelito —explicó Margarita—. Le va a dar un papel protagonista.

No tenía ni puñetera idea de quién sería ese tal Rafael Gil, pero se trataba sin duda de un hombre con muy buen gusto.

—Venga, mamá, no te pases. La protagonista será María Asquerino, yo sólo tengo un papel secundario —la rectificó Consuelito, un poco cansada quizá de combatir las propensiones hiperbólicas de su madre—. Pero muy jugoso, la verdad.

—¿Y cuándo es el estreno? —se embaló Antonio.

Consuelito se rió muy efusivamente; y sus senos, apenas contenidos por la blusa, se sumaron al jolgorio.

—¡Cómo eres, tiíto! Primero habrá que rodarla, todavía andan buscando financiación.

—¿Y se rodará en Madrid? —insistió.

—En Madrid y alrededores —dijo Consuelito.

Antonio se dirigió a su madre, tratando esta vez de evitar la mirada acusatoria u ofendida de Amparo:

—Pues haz el favor de enviarme a casa a esta muchacha cuando venga al rodaje, que yo le daré albergue. Esa gente del cine no es de fiar y, por menos de nada, te la pervierten.

Consuelito volvió a reír, ahora con sarcasmo. Le bastaba reírse para lograr lo que otras mujeres sólo consiguen desnudándose, y ni por ésas.

—¡Hala, el que faltaba! Como si mamá no me diera ya bastante la tabarra…

—Nada de tabarras —la riñó Margarita, muy en su papel de celosa guardiana de la virtud de su hija—. Tu tío tiene razón. —Y volviéndose a Antonio, lo comprometió—: Te tomo la palabra.

Una secretaria los convocó en el despacho del notario, forrado de anaqueles donde se alineaban protocolos y repertorios de jurisprudencia. El notario, parapetado en su escritorio detrás de un rimero de legajos o escrituras, se levantó y saludó muy obsequiosamente a varios miembros de la familia, reservando para Antonio una educada frialdad que chocaba con el trato deferente que todos le dispensaban. Antonio sospechó que sería el mismo notario que otorgaba apariencia legal a los chanchullos y trapisondas del padre de Mendoza, con quien a buen seguro Gabi habría tenido algún encontronazo en el pasado. Era un hombre de manos finas, untuosas y repulidas; y se peinaba hacia atrás con gomina, dejando sobre sus cabellos el rastro de las púas del peine, que daban a su cráneo el aspecto de un campo roturado. Reunía todos los rasgos de los chupópteros triunfantes con la domesticación del Régimen que tanto enervaban a Cifuentes. Se congregaron en torno a una mesa de juntas, escrutándose mientras el notario daba lectura al testamento, muy enrevesado de particiones, legados, fideicomisos, legítimas, mejoras y demás especificaciones leguleyas. A todos los presentes el testamento parecía dejarlos satisfechos, sobre todo a los sobrinos políticos del finado, muy beneficiados en el reparto, a modo de diferida compensación por los cuernos y disgustos que su tía habría tenido que soportar, según le había confesado en alguna ocasión Mendoza. A los dos hijos se les reservaba la parte del león: diversas cuentas corrientes y acciones, así como una casa de campo y otras propiedades rústicas para Margarita; para Gabriel, el inmueble de la calle de Claudio Coello y la compañía de transportes. Antonio buscó la mano de Amparo, que se la entregó muy tibiamente, todavía resentida por las atenciones que había desplegado ante Consuelito. Su piel enseguida se quedó impregnada de aquel perfume tan caro y empalagoso que Amparo gastaba; pensó que Consuelito no necesitaría de aderezos cosméticos para oler bien.

—Hasta aquí el testamento de don Amadeo, que como habrán podido apreciar ha hilado muy fino y no ha olvidado a nadie —concluyó el notario, con muy circunspecto orgullo, pues a buen seguro habría asesorado los entresijos de la partición, llevándose su sabroso pellizquito—. Por supuesto, tienen esta notaría a su disposición para cualquier duda o dificultad que pueda sobrevenirles.

Entre los herederos cundió la locuacidad estridente de los estómagos agradecidos. El notario sacó ceremonioso un sobre de una carpeta.

—Queda algo todavía. Don Amadeo me rogó la víspera misma de su muerte que le entregara a su hijo Gabriel este sobre. Su mayor ilusión habría sido poder recibirlo a su regreso de Rusia, pero la fatalidad, o la voluntad divina, no permitieron que así fuera. —Alargó el brazo, displicente—. Supongo que en esta carta le habrá dejado escrito lo que habría querido decirle de viva voz y no pudo hacer.

Se hizo un silencio expectante mientras Antonio tomaba el sobre; tal vez esperaban que lo abriese allí mismo, pero tras sopesarlo lo dobló e introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta. Había apreciado por el tacto que, además de una carta, el sobre contenía un objeto metálico y plano, tal vez una medalla o una llave. El notario ya se había levantado de la mesa, y con él los convocados a la reunión, que no lograban disimular la decepción causada por la reserva de Antonio. Sólo Consuelito, a quien le divertía el enojo de familiares y allegados, sonreía traviesa; o tal vez Antonio sólo tuviese ojos para la sonrisa traviesa de Consuelito. La voz de Amparo le sonó intemperante o monótona como una cantinela:

—¿Entonces no te apuntas a una excursión con la pandilla este fin de semana?

—Ya te he dicho que todavía no me veo con ánimos, cariño —respondió Antonio, poniendo a prueba su paciencia, una vez más—. Pero te prometo que iré en cuanto me entone. No olvides que tienes que ponerme al día en conducción.

Consuelito había salido del despacho requerida por los moscones de sus primos, una patulea de niños litris que no servían ni para dar por saco. Antonio hubiese deseado salir detrás de ella, para protegerla de sus cortejos y baboserías (se preguntó si el cortejo entre primos no debería considerarse incestuoso), pero recordó que su prioridad, por el momento, era aprender a conducir.

—¡Eh, chica topolino! ¿Me has oído? Quiero que seas mi profesora. Cuando, me haya quitado el miedo a conducir creo que me habré quitado todos los miedos.

Volvió a tomarla la mano, que ahora ella entregó sin renuencia, incluso con anhelosa fruición. Se conformaba con muy poco, como un perrillo sin dueño.

—¿Conque tu profesora, eh? —preguntó Amparo, dándole a la palabra alguna interpretación concupiscente que a él se le escapaba—. Menudo cachondo estás tú hecho. Como si no supiéramos ambos que en cuanto pierdas el miedo tendrás que darme clases tú a mí. ¿Y cuándo quieres que empecemos, querido alumno?

—Mañana mismo, profesora.

Antes quería conocer el contenido de aquel sobre, que le quemaba en el pecho como una úlcera o un estigma. Y que imaginaba, a la vez, turbio y promisorio.