Domingo, 15.03

Sammi avanzaba tambaleándose. Un paso más, solo uno más. Miró su reloj, más por costumbre que por consultar la hora. De todas formas, no recordaba qué hora era la última vez que lo había comprobado. ¿Había transcurrido algo de tiempo siquiera? Su camiseta se le había secado bastante, pero las bermudas seguían mojadas y se le adherían a los muslos. Estaba helada hasta los huesos, pese a que era una tarde cálida.

Se detuvo e intentó centrarse en su reloj. La aguja horaria marcaba las doce, el minutero pasaba un poco de las tres. El segundero parecía haberse parado, oscilaba, avanzando un segundo y retrocediendo otro. El tiempo ya no se movía. Estaba atrapaba en un bucle sin fin de árboles y arroyos y segundos. Se dejó caer de rodillas, y luego se sentó.

Sacudió la cabeza.

Sabía que estaba alucinando a causa del hambre, el agotamiento, el terror… Si iba a empezar a tener alucinaciones, rogó que fueran sus ángeles de la guarda otra vez. Escudriñó el bosque, buscando una cara amiga, pero hasta sus visiones la habían abandonado.

Tenía calambres en el estómago, como si las tripas se le contrajeran detrás de las costillas. Los ojos le dolían como si alguien estuviera tratando de hacérselos saltar del cráneo. Las piernas ya no le dolían, porque había perdido la sensibilidad.

Se estaba consumiendo, y el agotamiento era tal que ni llorar podía.

Pensamientos sobre Gavin pasaban fugazmente por su cabeza. Intentaba imaginar los detalles de su cara, pero ya no era capaz de recordar la forma de sus labios ni el timbre de su risa. Eso la sumió en una tristeza insoportable. ¿Por qué se habían separado de tan mala forma? ¿Cómo podría hacerle saber que ella no hablaba en serio? ¿Cómo hacerle saber que lo quería?

Cerró los ojos, pero no supo si se quedó dormida ni cuánto tiempo estuvo allí sentada. Entonces un movimiento llamó su atención. Vio una larga serpiente de color castaño que se deslizaba entre la hojarasca y las ramas rotas a un metro de donde estaba ella. Era evidente que llevaba sentada en el suelo sin moverse el tiempo suficiente para que la fauna la ignorase.

Debía huir; eso es lo que hacía uno cuando veía una serpiente. Entonces recordó que necesitaba alimento y valoró a la serpiente por lo que era: un largo trozo de carne. Sin pensárselo dos veces, cogió su afilado palo y actuó con rapidez. La serpiente se dirigía hacia un tronco caído. Con una presteza con la que no se había movido en todo el día, se puso de rodillas y golpeó al reptil en el centro, justo cuando su cabeza empezaba a desaparecer bajo el tronco.

El agotamiento le había privado de fuerza en los brazos. Aunque el palo acertó a la serpiente, no lo hizo con la suficiente fuerza para dañarla o matarla, sino solo para enfurecerla. La alimaña se dio la vuelta y levantó la cabeza. Con una agilidad que Sammi no había previsto, el ofidio la atacó, la boca abierta, los colmillos al aire. Sammi sintió un dolor agudo parecido a la picadura de una abeja cuando la serpiente la mordió en la muñeca derecha.

Pegó un grito y agitó los brazos en dirección a su agresora, que ya se había escabullido. Se puso de pie tambaleándose y retrocedió tres pasos. El movimiento repentino y el pánico hicieron que la cabeza le diera vueltas.

Se quedó mirando los dos orificios en su muñeca con el corazón palpitando. Sin pensar, puso la boca sobre la herida, chupó con fuerza y escupió al suelo. ¿No era así como se trataban las mordeduras de serpientes en los viejos tiempos? El sabor metálico de su propia sangre le provocó arcadas; luego llegó el vómito, pero no contenía nada salvo agua y la amarga bilis. La cabeza le daba vueltas, y se sentía tan débil que le pareció que podría flotar a la deriva en la brisa. No le quedaba nada.

Eso era todo. Había luchado hasta la extenuación. Había burlado a un asesino en serie, sobrevivido a una noche helada, combatido el hambre y el agotamiento… Pero, a la postre, no era más que una mujer contra la naturaleza.

Dejó que sus piernas flaquearan y se desplomó en el suelo.

Domingo, 15.03

El doctor Eli Jakobsen respetaba el trabajo de la policía, sabía que todos trabajaban para el mismo fin: la búsqueda de la verdad. Sabía que un patólogo forense como él podría contribuir a descifrar la información contenida en un cadáver y diferenciar las muertes naturales de las sospechosas.

Se le daba bien su trabajo porque era un hombre curioso por naturaleza, y su labor le interesaba porque había muchas variables y muchas preguntas que hacerse. Cuando el detective lo llamó y le explicó la situación, aceptó ayudar y de inmediato fue al depósito de cadáveres.

En lugar de la habitual bolsa de cadáveres azul, un bulto de forma extraña metido en una gran bolsa marrón sellada reposaba encima de la mesa de exploración de acero inoxidable. Un detective inquieto merodeaba por la puerta, sin duda enviado con el paquete como observador y para que informara de cualquier hallazgo.

El ayudante del doctor, Steven, provisto de bata, mascarilla y guantes quirúrgicos, abrió la bolsa haciendo un corte cerca de la parte superior. Al parecer, alguien había decidido que aquello fuera un elemento probatorio y había sellado la bolsa con cinta a prueba de manipulaciones indebidas. Steven tuvo que cortar dos bolsas más, hasta que una cola marrón salió de la última bolsa abierta.

—¿Le ha hecho alguna vez la autopsia a un perro, doctor? —preguntó Steven mientras terminaba de quitar las bolsas que envolvían el cadáver.

—Pues la verdad es que no. Miré en Google antes de venir. Es increíble lo que se puede encontrar en Google. De todas formas, no quieren una autopsia, sino un análisis del contenido del estómago. Creo saber qué fue lo que lo mató.

El perro ya estaba libre de envoltorio y el agujero de la bala que le había partido el hocico resultaba bastante visible, así como el que tenía entre las patas delanteras.

Eli señaló la mandíbula del animal, y Steven le abrió las fauces para que su jefe pudiera mirar dentro. Era algo que solían hacen con los cadáveres, y parecía un buen sitio para empezar, de camino al estómago.

Steven retrajo los belfos del animal para apartarlos de los afilados y amarillentos dientes perrunos.

—Si te mordieran, te dejarían una buena marca —comentó.

Eli tenía una grabadora digital e iba tomando notas sonoras a medida que avanzaba.

—Se trata de un perro grande, marrón, supongo que un cruce entre bulldog y mastín. Dos heridas de bala, en la parte frontal del hocico y entre las patas delanteras. Sin orificios de salida visibles.

Se volvió hacia Steven.

—Abramos desde la base del cuello hasta el pene. Lo haremos como si fuera un humano. Solo nos interesa el estómago. No debería resultar difícil de encontrar en cuanto lo hayamos abierto.

Steven rajó al perro valiéndose de un escalpelo, luego utilizó unas tijeras para cortar las costillas y abrió la cavidad torácica con una palanca. Le sorprendió la de cosas que reconocía. Llevaba trabajando como técnico del depósito de cadáveres tres años, pero esa era la primera vez que veía el interior de un animal. Subió por el intestino grueso hasta el estómago, cerró con grapas la entrada y la salida y extirpó el estómago con dos precisos tajos con el escalpelo. Las balas habían causado algunos daños en los órganos internos, pero el estómago en sí estaba intacto. Se lo entregó a Eli. Luego se dio la vuelta y preparó algunos frascos para tomar las muestras.

Eli rajó el estómago, y su hedor agrio se elevó de inmediato hacia él. Llevaba haciendo eso desde hacía más de veinte años, y no había olor ni sonido que pudiera producir un cuerpo muerto, ya fuera humano o animal, que le molestara.

Se oyó una arcada proveniente de la entrada cuando el olor llegó hasta el policía.

—Respire por la boca —le sugirió Steven.

El contenido era un engrudo viscoso. Eli fue separando los trozos con el escalpelo, examinándolos.

—El perro comió poco antes de morir. Y no ingirió mucha agua con su alimento. Hay trozos de carne en el contenido del estómago, pero algunos llevan pelo adherido. La carne es uniforme en cuanto a color y textura, así que diría que solo comió un tipo de carne.

Utilizó su dedo enguantado para limpiar de porquería uno de los trozos más grandes de carne sin digerir y examinar detenidamente el pelo.

—Yo diría que se trata de canguro —dijo—. Pero tomaré algunas muestras para analizar.

Las recogió diestramente y las metió en los frascos que Steven le fue entregando. Todos fueron sellados con códigos de barras para su identificación, y Steven los embaló para enviar al laboratorio.

Eli miró hacia la entrada.

—¿Era esto lo que necesitaban? —preguntó al detective.

El hombre asintió, apenas capaz de articular palabra. Casi echó a correr hacia la puerta y el aire fresco del exterior.

Steven se rio después de oír el portazo.

—Uno pensaría que los policías tendrían estómagos más fuertes —ironizó.

Domingo, 15.29

Janine estaba conectada a la Red, tratando de reservar un vuelo de vuelta a Brisbane. Se estaba haciendo tarde, y tuvo que empezar a pensar en qué haría si se quedaba atrapada en Emerald durante la noche. No se arrepentía de haber ido allí, pero tenía que volver a Brisbane, que era donde estaba la acción. Seguía habiendo mucho que hacer.

Para empezar, los trabajos como ese eran la razón de que Janine se hubiera hecho policía; una investigación compleja, con consecuencias de vida o muerte para alguien. Si era capaz de desenmascarar a aquel psicópata y encerrarlo de por vida, esa sería para ella la culminación definitiva, tanto profesional como personal.

Le pasaron una llamada de Bevan, de la Científica. Janine ya había recibido la noticia de las huellas y se preguntó si el oficial se habría olvidado de incluir algo en su informe. Parecía tenso y fue directamente al grano.

—He encontrado una tarjeta SIM en la camioneta. Estaba escondida dentro de la caja de los fusibles. Ya habíamos encontrado su cámara, y supuse que había extraído la tarjeta SIM por algún motivo. Así que seguí buscando hasta que la encontré. Te voy a enviar las fotos en un correo electrónico. Son horripilantes, así que te prevengo para cuando las mires. Pero van a sacar adelante tu caso —concluyó el de la Científica.

—¿Hay fotos de Sammi? —preguntó Janine.

—Sí y no. Prepárate para ver un poco de depravación.

La perspectiva provocó un escalofrío a Janine. Llamó a Sean para que se acercara a su mesa. Él apareció junto al ordenador cuando ella estaba abriendo el correo de Bevan.

—El tío de la Científica ha encontrado una tarjeta SIM escondida en la camioneta. Acaba de enviarme las fotos.

Percibiendo la angustia en la voz de Janine, Sean no dijo nada y acercó una silla para sentarse a su lado. Ella empezó a pulsar el ratón para ir pasando las fotos, algo que hizo rápidamente cuando vio el contenido. No quería demorarse en su visión. No en ese momento. Ya habría tiempo para eso más tarde.

Las primeras eran de la prostituta desaparecida sobre la que había sido interrogado el camarero. A Janine le supo mal que ni siquiera recordara su nombre, aunque sí reconoció su ropa. Las fotos la mostraban muerta, tirada en el bosque. Le habían cortado el cuello, así que su cabeza caía hacia atrás en una inclinación antinatural. Las fotos parecían haber sido tomadas de noche.

A continuación apareció otra mujer. Janine creyó reconocer una cara de los expedientes de personas desaparecidas que había estado revisando. Estas habían sido sacadas durante el día y establecían la pauta a seguir en el futuro: primero venía una toma de cuerpo entero, luego una lateral y por último un primer plano de la cara. La cabeza estaba inclinada, separada ligeramente de la cámara, con los ojos mirando al suelo y el miedo reflejado en el rostro. En la siguiente foto estaba muerta; boca arriba, tirada en el bosque. De nuevo, un primer plano de la cara, los ojos ciegos con la mirada extraviada; su miedo se había consumido, se había ido con la sangre.

Otro clic en el ratón y una nueva víctima. La misma serie de fotos: antes de la muerte y después. Un trofeo del poder y crueldad de aquel hombre con sus víctimas.

Tahlia Corbett fue la siguiente cara. Estaba lívida, y Janine casi pudo oírla gimotear. Había recibido un disparo, y por el aspecto de las heridas de las fotos post mortem seguramente había sido atacada salvajemente por el perro. Era tan joven…

—Ya son cuatro —dijo Sean en voz baja.

—Es un asesino en serie. Bill tenía razón. Están todas relacionadas.

La mano le tembló ligeramente cuando la llevó hasta el ratón. Se detuvo antes de pulsar, asustada por lo que podía ver a continuación. Otra foto de Tahlia con la cavidad abdominal abierta, seguida de otra del perro mordiendo un brazo desmembrado. Sus métodos eran cada vez más espantosos.

Un clic más y allí estaba; Janine la reconoció al instante. Aunque lo había estado esperando, aun así le impresionó ver a Sammi. Miraba directamente a la cámara, fijamente, de manera desafiante, con los dientes ligeramente apretados. Una foto de cuerpo entero, una lateral y luego un primer plano de la cara. Aquí el miedo ya se apreciaba por detrás de la valentía. El mismo patrón: tres fotos mientras seguían vivas. Janine sabía lo que venía a continuación. Se quedó inmóvil, demasiado asustada para pulsar el ratón de nuevo. Sean adelantó su mano y lo pulsó. La primera mujer apareció de nuevo.

—De nuevo el principio. Esa era la última foto.

—No hay fotos de Sammi muerta —dijo Janine.

Sean asintió con la cabeza.

—No la mató —añadió ella en un susurro—. Tenemos que encontrarla.

Domingo, 15.36

Gavin iba recibiendo informaciones a cuentagotas, pero ninguna era concluyente. Sí, tenían al tipo; sí, Sammi había estado atada en su camioneta. Todas, malas noticias. Pese a ello, la policía no había podido sonsacarle nada útil al camarero y no estaban más cerca de encontrar a Sammi.

Gavin pensó en coger el coche e ir a Emerald. Si le dejaban diez minutos a solas con ese hijoputa y un bate de béisbol, le sacaría algunas respuestas. Ni siquiera le permitirían verlo, pero había maneras extraoficiales de saltarse esas formalidades. Había pasado mucho tiempo con policías y oído toda clase de historias, ciertas o no. La historia a la que no paraba de darle vueltas versaba sobre un oficial que se había puesto un equipo de buceo y le había sacado una confesión a un sospechoso utilizando un pescado. Cuando el tipo había intentado denunciar el hecho ante el abogado de oficio y ante el magistrado, ninguno le creyó por lo extravagante de la historia. Gavin no sabía si era cierta o no, pero en ese momento habría intentado lo que fuera.

Tom se estaba portando como un verdadero amigo y se mantenía en permanente contacto.

—Te contaré todo lo que averigüe —le había dicho mirándolo a los ojos—. Todo.

A pesar de eso, la frustración de Gavin estaba llegando a su punto álgido. Se sentía algo más que inútil, como si su inactividad estuviera retrasando la investigación, ralentizando hasta el propio tiempo. Quería atizar al camarero, patearle el estómago hasta que vomitara sangre. Hasta ese momento, nunca había sentido odio en estado puro e implacable. Y le estaba royendo las entrañas con pensamientos ponzoñosos.

Miró por la ventana, cuyas cortinas de lamas tenían abierta solo una rendija. Y lo que faltaba: su sufrimiento también estaba empezando a congregar gente en el jardín. Un cámara y un periodista de televisión merodeaban por la franja de césped.

Estaba atrapado en su casa, atrapado en la situación. Y no podía hacer otra cosa que esperar.

Domingo, 15.38

Sammi abrió los ojos. ¿Estaba muerta? Debía de estarlo. Inclinó la cabeza y los árboles se hicieron nítidos. Estaba segura de que en ningún más allá aparecería un bosque; y sin duda no incluiría ramitas y piedras que le rasguñaran la espalda.

Aquello no había terminado todavía. Sentía a sus ángeles muy cerca, dispuestas a cogerla de la mano cuando llegara el momento de irse al otro lado. Pero todavía había algo que tenía que hacer en este mundo.

Cerró los ojos y pensó en las personas que quería. En Gavin. En sus padres. Una pena profunda la abrumó e hizo que la cabeza le diera vueltas. Entonces pensó en las otras chicas. Ellas también tenían personas que las querían. Sammi las vio: personas derramando lágrimas sin fin. Ni siquiera habían tenido la oportunidad de enterrar a sus hijas. No había una tumba ante la que llorar su muerte, no habían podido poner un punto y final. Ella tenía que hacer una cosa más. Por su familia. Y por las de todas ellas.

Tenían que encontrarla. Para ser exactos, tenían que encontrar sus restos; jamás serían enterrados bajo árboles anónimos en un bosque infinito.

A fuerza de voluntad, se puso de costado, tras lo cual se sentó con dificultad. Aguzó el oído. Oía correr agua; no estaba muy lejos. Se dio impulso para levantarse, deseando que sus pies la hicieran avanzar. Únicamente eso. Un último esfuerzo.

Ignoraba cuánto tardaría en llegar al arroyo. Tenía la sensación de estar separada de su cuerpo, insensibilizado al dolor. Su noción del tiempo ya no respondía.

Los ángeles la condujeron hasta el lugar. Había una gran piedra plana en medio del agua. Se adentró en el arroyo y trepó a la roca.

Hecho.

Se sentía en paz. Ya no había ningún árbol encima de ella. Solo el cielo. Un infinito cielo azul celeste. Podía ver el paraíso desde allí.