Domingo, 11.20
Ahora, con toda esa tecnología, era mucho más fácil, pensó Bill. Veinte años atrás todo consistía en declaraciones mecanografiadas y archivadas en alguna parte, y en horas de espera mientras las fotos eran reveladas y entregadas en mano. En la actualidad todo era más rápido y efectivo. Uno de los inspectores desplazados al nuevo escenario del crimen en la Reserva Natural de Yonga había sacado fotos de los restos encontrados y se las había enviado a Bill al teléfono. Personas Desaparecidas había enviado un correo electrónico con el número de expediente, y ahora él podía comparar instantáneamente la ropa de la escena con las prendas que llevaba la prostituta desaparecida.
Aun así, eso no era concluyente. Tendrían que realizarse exámenes forenses, como la comparación del ADN con un pariente, si es que podían encontrar uno, y posiblemente fuera necesario que la amiga que denunció su desaparición confirmara que los efectos personales pertenecían a la mujer.
Bill tenía un informe que ponía que la mujer llevaba zapatos de tacón plateados, minifalda negra y blusa amarilla anudada a la cintura. También un reloj digital, algo indispensable para las mujeres que cobraban por horas, y algunos collares y pulseras de plata. Bill tenía la foto de un zapato donde todavía era visible un poco del plateado en el tacón, un pedazo de tela negra, unos botones amarillos y varios trozos de una cadenilla de plata. No era concluyente, y los objetos no cumplían con ninguno de los criterios exigidos para constituir una prueba, pero Bill estaba dispuesto a apostar a que los restos encontrados en la somera fosa de Yonga pertenecían a la prostituta desaparecida.
Bill llamó a Janine a su despacho y le mostró lo que tenía.
—¿Así que esta es la prostituta que él fue el último en ver y de quien dijo que había vuelto a dejarla en su esquina? —dijo Janine.
—Todo parece indicar que es así —respondió Bill.
—Si no recuerdo mal, eso fue hace casi cuatro años. ¿Crees que ha estado activo todo ese tiempo?
—Es difícil de decir. Pero creo que podríamos haber identificado una segunda localización —expuso Bill.
—¿Crees que llevó a Sammi al bosque de Yonga?
—Hay muchas posibilidades.
Janine se quedó pensativa un momento, haciendo girar un bolígrafo entre el índice y el pulgar.
—No, no necesariamente. ¿Qué hay de los mapas que encontramos en su casa? Captain’s Creek convendría mejor a sus propósitos. Es un territorio más grande y más aislado de la civilización. Apuesto a que es ahí adonde la llevó —dijo.
—Esa clase de personas suele regresar al mismo sitio. Necesitan tener un conocimiento profundo de su entorno. No escogen cualquier sitio al azar.
—Sí, pero lo de la prostituta fue hace años. Los restos fueron encontrados relativamente cerca de un sendero utilizado por más gente. Sería demasiado arriesgado, así que cambió de lugar.
—¿Había mapas de Yonga en su casa? —preguntó Bill.
—Sí, estoy bastante segura de que había varias impresiones de esa reserva. Pero los mapas se concentraban en Captain’s Creek.
—Bien. Intentaré que se inicie una búsqueda en los dos lugares. Hablaré con el comisario y aceleraré las cosas. Será fácil conseguir que se autorice una búsqueda en Yonga a causa del cadáver. Que busquen cualquier cosa relacionada con ese escenario, aunque confío en que den con algo que tenga que ver con Sammi. Para esa búsqueda seguro que mandarán al Servicio de Emergencias del Estado. Aunque para Captain’s Creek quizá solo podamos contar con un par de guardas forestales —dijo Bill.
—Eso es mejor que nada.
—Llamaré al jefe.
Domingo, 11.22
Sammi despertó con su cuerpo acribillado de dolor. Las ramas y piedras se le habían hincado por todos lados. Gimió débilmente y se estiró. Había estado demasiado cansada cuando se quedó dormida para darse cuenta de las molestias.
Intentó mover los brazos y descubrió que el derecho se le había dormido. Utilizó la mano izquierda para masajearse el hombro. Se incorporó lentamente con los músculos de la espalda doloridos y un hormigueo en la piel. Se miró el dorso de las manos: unos estrambóticos dibujos enrojecidos le marcaban las manos donde habían estado presionando las hojas y ramas del suelo. Se las masajeó.
Puso los pies en alto y descubrió que sus piernas parecían las de una nonagenaria; todo eran punzadas y dolor. Se estiró, tensando la punta de los pies y alzando las manos hacia el cielo, antes de levantarse con cautela.
No estaba segura de si la «siesta» le había sentado bien o mal. Mentalmente se sentía más despierta y en mejores condiciones, pero físicamente tenía más dolores y molestias. Consultó su reloj. Había dormido poco más de dos horas.
Intentó concentrarse y trazar un plan. No estaba herida; tenía agua cerca; había dormido. En ese momento, la diferencia entre la vida y la muerte era la comida. Habían transcurrido casi dos días desde su última comida. Comer pizza en la cocina de Candy era un recuerdo lejano, algo casi imaginario. Desde entonces, había estado bebida y la habían drogado, había vomitado y corrido para salvar la vida. Tenía que meterle algo de combustible al cuerpo. Se avecinaba otra noche gélida, y solo de pensarlo tuvo un escalofrío involuntario. Sabía que no podría sobrevivir a otra noche. En cuanto cayera la temperatura y comenzara la tiritona incontrolable, no pasaría mucho tiempo antes de que la fatiga la tumbara. Sabía muy poco sobre la flora y fauna nativa comestible. Seguramente fuera más peligroso comer cualquier baya al azar que pasar hambre. ¿Podría atrapar un pájaro o un animalito?
Mientras tanto, tendría que contentarse con beber. Intentó orientarse con el arroyo y se dirigió a la orilla. Se inclinó sobre el agua y empezó a beber en el cuenco de las manos. El agua sabía dulce, su frescura era agradable. Se incorporó en la orilla del arroyo y levantó los brazos al cielo, sintiendo que la columna vertebral se le estiraba y relajaba.
Cuando inclinó la cabeza llevando la barbilla hasta el pecho, un movimiento llamó su atención. Había un… no, dos pequeños peces en el agua delante de ella. Se movían de acá para allá como flechas, plateados cuando la luz del sol incidía en ellos. A Sammi le gustaba el pescado. Incluso el sushi.
El agua era demasiado profunda para meterse en el arroyo, pero entonces vio un tronco sumergido poco más allá de la orilla. Con el palo afilado en la mano, puso un pie encima del tronco. El agua le llegaba justo por encima del tobillo. El tronco estaba frío y viscoso, y se afirmó en él con la punta de los dedos. Metió la punta del palo en el agua. Los peces desaparecieron tan pronto introdujo el pie en el agua, así que permaneció inmóvil, moviendo únicamente los ojos de un lado a otro.
Los dos peces volvieron a aparecer saliendo precipitadamente de debajo de un saliente de la orilla, donde se volvieron a meter. Sammi se concentró en mantener la punta del palo quieto dentro del agua. Aquello era lo único que recordaba de un viejo documental que había visto: mantén una parte del arpón dentro del agua para que tus ojos puedan tener en cuenta la refracción del agua. Los peces volvieron a pasar como un exhalación cerca de la punta del arpón, que empezaba a convertirse en parte de su entorno.
El brazo le empezó a temblar ligeramente por el esfuerzo de mantener inmóvil su «arpón». A la siguiente ocasión en que los peces pasaron cerca, Sammi bajó bruscamente el antebrazo, hundiendo el palo. Los peces se apartaron como flechas, y el palo pasó por su lado sin hacerles daño. Sammi se balanceó hacia delante y sus pies perdieron el agarre. El palo se hundió en el lecho del arroyo y Sammi lo agarró con la otra mano intentando recuperar el equilibrio. Pero el pie terminó por deslizarse fuera del tronco. Saltó antes de caerse y penetró en el agua fría dando un gritito. Le llegaba hasta la cintura. Tanto las bermudas como la camiseta estaban ya mojadas. Regresó con gran esfuerzo a la orilla y salió del agua.
El escalofrío se convirtió en tiritona, y entonces comprendió el alcance de lo que acababa de hacer. ¿En qué narices estaba pensando? ¿De verdad había creído que podría arponear a un pececillo con un palo?
Se alejó de la orilla y volvió a meterse en la maleza. Se quitó la ropa e intentó escurrir hasta la última gota retorciéndola. Sería imbécil.
Domingo, 11.45
No había gran cosa que hacer en Rolleston. La pequeña comunidad apenas necesitaba a un oficial de policía destinado allí. Era un lugar donde resultaba fácil hacer el vago, y eso iba con el policía Gerry Pinkham. Había solicitado aquella plaza porque, además de que sería su propio jefe, incluía una vivienda oficial gratuita contigua a la comisaría. Si había conseguido la plaza fue porque nadie más la solicitó. Pero eso a él no le molestaba. Ya estaba allí.
Empezó su turno como siempre, saliendo despreocupadamente de su casa veinte minutos tarde con un café en la mano. Buscó a tientas las llaves en el bolsillo trasero del pantalón, salpicándose la camisa de café.
«Mierda», masculló, mirando la mancha ocre sobre la camisa azul claro. Podría haber regresado a su casa para cambiarse de camisa, pero no lo hizo. Solo le quedaban tres que todavía le sirvieran; en las más antiguas tenía que meter la tripa para poder abotonárselas, y las otras dos estaban para lavar. Se limpió la mancha con el dorso de la mano; con eso bastaría. De todos modos, la gente de los alrededores ya lo conocía; sabía lo que podía esperar.
Entró en la pequeña estancia, que hacía las veces de despacho y mostrador. Ni siquiera se molestó en abrir con llave la puerta principal de la comisaría; si alguien quisiera algo, llamaría.
Encendió el ordenador y consultó la intranet policial, para ver si había algo interesante en todo el estado. Se detuvo cuando pinchó en la orden de búsqueda de la oficial desaparecida Samantha Willis. Examinó su foto —sin duda la foto oficial de la academia— para ver si la conocía. No reconocía el nombre ni la cara, aunque aun así sintió una punzada de curiosidad teñida de compasión. La chica debía de estar en serios apuros para que emitieran una orden como esa para todo el estado.
En ella se mencionaba a Donald Black como «persona de interés», aunque todo el mundo sabía que eso significaba «sospechoso». La foto policial de Black no tenía nada de especial, pero sí la camioneta todoterreno blanca con la cubierta hecha a medida y una sólida defensa en el morro. El número de matrícula era irrelevante, pues el vehículo tenía suficientes peculiaridades como para hacerla destacar. Si se encontraba, debía tratarse como el escenario de un crimen, decía el boletín. Gerry soltó un bufido: menuda perogrullada.
La imprimió y la metió en su carpeta de trabajo, tras lo cual se dirigió a su coche. Estaba contando las horas que le faltaban para empezar las vacaciones y había decidido hacer que el tiempo pasara un poco más deprisa dando algunas vueltas por la carretera con el radar y su libreta de multas. Era un trabajo fácil. Había adquirido una notable pericia a la hora de seleccionar a quién multar y a quién hacerle una advertencia; apenas le habían recurrido una sola multa.
Dio un par de vueltas lentas por el pueblo y luego se dirigió al norte por la carretera. No se había alejado mucho del pueblo cuando conectó el radar móvil. El aparato emitía un zumbido mientras hacía sus cálculos cada vez que se aproximaba un vehículo por el otro carril. Gerry dividía su atención entre los números que parpadeaban en la pantalla del radar y la carretera. Ese día parecía que todos se estaban comportando.
En los días aburridos como ese, interceptaba de vez en cuando a un coche solo por sobrepasar un poco el límite de velocidad. Hacía algún que otro test de alcoholemia al azar y charlaba un rato con el conductor si parecía no tener demasiada prisa, solo para romper la monotonía. De todas maneras, solían ser vecinos, personas que conocía, y que estaban encantados de pasar el rato si eso significaba que no iba a haber ninguna multa por los diez o quince kilómetros por encima del límite de velocidad.
Un vehículo que se acercaba llamó su atención. El radar indicaba que no iba rápido, pero Gerry lo observó, y cuando el vehículo pasó junto a su ventanilla, giró la cabeza. Una camioneta todoterreno blanca, una defensa contra canguros, cubierta casera y un varón al volante.
«Mierda». Por un momento, consideró la posibilidad de ignorarlo, de fingir que no había visto el boletín o reconocido el vehículo. Nadie lo sabría.
Excepto él. Él lo sabría. Siempre lo sabría. Había hecho un juramento: servir y proteger.
«Mierda». Arrancó y dio un volantazo a la derecha. Las ruedas traseras se apartaron de la cuneta resbalando y la parte posterior del coche derrapó ligeramente cuando las ruedas tomaron impulso. Era una maniobra que Gerry había hecho mil veces con anterioridad para detener a los infractores, pero el corazón le empezó a latir el doble de rápido cuando pisó el acelerador para alcanzar la camioneta.
Echó un vistazo al asiento del acompañante y sacó la orden de búsqueda de la carpeta de trabajo mientras se acercaba a la camioneta. Esta no había aumentado de velocidad ni realizado ninguna maniobra de evasión. Eso era buena señal. ¿Qué coño estaba haciendo un secuestrador de policías en el maldito Rolleston? De todas las carreteras que había en Queensland, ¿por qué tenía ese idiota que haber escogido una de su circunscripción?
Gerry confirmó la matrícula y volvió a maldecir. Tenía que hacerlo bien. Los detectives andarían encima del asunto como las abejas sobre la miel. Cualquier error por su parte no pasaría desapercibido, y sería analizado y denunciado. «Mierda».
Cogió el micrófono de la radio. Reflexionó un instante. En ese momento estaba comprometido consigo mismo a interceptar el vehículo. Era un oficial de policía con dieciocho años de servicio. Ese era su trabajo. Para eso le habían entrenado.
Dijo el número de matrícula del coche por la radio, tratando de controlar el temblor de su voz y que pareciera una comprobación rutinaria, una de tantas que podría hacer al cabo de un día. Hubo un silencio antes de que recibiera contestación de la Central; tendrían la pantalla iluminada como un árbol de Navidad con las alertas y avisos sobre esa matrícula.
—¿Sabe a quién tiene ahí? —le preguntó la operadora.
—Sí, solo quiero confirmación. —A menudo era mejor no dar todos los detalles por la radio. Los medios de comunicación tenían escáneres, y esto había que hacerlo con la mayor discreción posible—. Estoy en la carretera de Dawson, a unos diez kilómetros al norte de Rolleston. Voy a intentar interceptar el vehículo. Envíen refuerzos —dijo.
Otro prolongado silencio de la Central. Se los imaginó discutiendo sobre si debía interceptar al vehículo o esperar a que llegara la ayuda.
—Actúe con prudencia. Necesitaremos un informe de situación lo antes posible —respondió la operadora.
Gerry respiró hondo y se concentró en el vehículo que tenía delante. Pudo oír de fondo que la Central requería que otra unidad acudiera a apoyarle inmediatamente. Alguien acudiría, de eso estaba seguro. En aquella región los polis se mantenían unidos; sabían que eso era bueno para todos.
Buscó un buen lugar para intentar la interceptación. Estaban en un tramo recto, sin mucho arcén para pararse pero con suficiente visibilidad para cualquier coche que pasara. No podía ver a través de la cubierta, aunque estaba seguro de que solo vería a un tío al volante y a nadie en el asiento del acompañante. La camioneta seguía con normalidad, sin ninguna señal de que el conductor quisiera huir. ¿Para qué? Era imposible que pudiera escapar del coche patrulla en esa vieja cafetera.
Bien, el momento había llegado. Gerry encendió las luces policiales. Como era de esperar, la camioneta redujo la velocidad, puso el intermitente izquierdo y se detuvo en el arcén. «Eso es, tío, finjamos que se trata de una interceptación normal».
Gerry bajó del coche. Con un rápido movimiento soltó el pasador de seguridad de la pistolera y desabrochó el botón de la funda del aerosol de pimienta.
Se acercó lentamente hasta la parte trasera de la camioneta y se mantuvo a un par de pasos del lateral del vehículo. Se dio cuenta de que el conductor lo observaba por el retrovisor. Una salpicadura rojo oscuro sobre la tierra de la cuneta atrajo su atención e hizo que se parase en seco. Otra salpicadura.
Por la esquina de la caja de la camioneta goteaba sangre, un líquido carmesí sobre la tierra roja. Volvió a mirar hacia el retrovisor del conductor y supo que ya no podría fingir que esa era una interceptación rutinaria.
Dos cosas sucedieron con tanta rapidez que Gerry no supo cuál se produjo primero. Uno, la puerta del conductor se abrió. Y dos, por segunda vez en el desempeño de sus funciones, Gerry desenfundó su arma.
En cuanto lo vio, Gerry supo que el enorme perro que salió de un salto por la puerta iba a atacarlo. El miedo le atenazó las tripas. Su reacción fue inmediata y resuelta: disparó dos veces apuntando al animal entre las patas. El perro se tambaleó antes de desplomarse sobre un costado y golpear la rueda trasera de la camioneta en su caída.
—¡Ponga las manos donde pueda verlas! —gritó Gerry.
Sostenía su Glock con ambas manos. El conductor se estaba inclinando en dirección opuesta a la puerta, y Gerry solo veía la parte posterior de su hombro. Salió lentamente a la carretera para ver algo más del interior de la cabina.
—Muéstreme sus manos —ordenó.
El conductor había sacado las piernas de la cabina, como si fuera a salir, pero seguía inclinándose hacia delante. Tenía algo debajo del asiento delantero.
—Ponga sus… —Gerry fue interrumpido por un camión que pasó por su lado a toda velocidad casi rozándolo.
El conductor apenas había reducido la velocidad y la ráfaga de viento cuando el camión pasó a ochenta kilómetros por hora golpeó a Gerry. Se había concentrado tanto en interceptar a la camioneta, que se había olvidado de su propia seguridad y dejado parte del coche sobre el pavimento, ajeno al tráfico. En ese momento miró mecánicamente hacia su izquierda para ver si venían más coches. Entonces el conductor hizo su jugada. Gerry volvió a mirar a tiempo de ver que el conductor tenía la mano puesta ya en un rifle que estaba bajo el asiento delantero.
—¡Alto o disparo! —Hubo un dejo de miedo en la voz de Gerry, pero su convicción era evidente. Su Glock seguía apuntando al conductor—. ¡Intente joderme y haré que se reúna con su perro!
El animal había dejado de tener espasmos, y ya había una segunda zona oscura, esta tiñendo de rojo la tierra alrededor del perro. El conductor soltó el rifle. El arma volvió a caer junto a los pedales. Sacó lentamente las manos por la puerta abierta, con las palmas hacia delante.
—Mantenga las manos levantadas. Salga y póngase de rodillas.
El conductor obedeció.
—Túmbese boca abajo con los brazos extendidos por delante.
Gerry divisó con el rabillo del ojo que se aproximaba otro coche y se acercó al arcén sin dejar de apuntar al conductor. Una vez más, su mirada se movió rápidamente de un lado a otro. El vehículo estaba parando en la cuneta. Otra camioneta blanca.
Sintió una repentina punzada de miedo: ¿y si se trataba de un cómplice? Se dio la vuelta y avanzó un paso de espaldas al lateral de la camioneta. Tenía el arma apuntada hacia el hombre del suelo, con el dedo en el gatillo. Un leve espasmo y podía matar a aquel bastardo. Eso quizás era lo que el tumbado en el suelo había pensado mientras intentaba alcanzar su rifle. La vida y la muerte en un abrir y cerrar de ojos. Sacó el dedo del guardamonte del arma.
Gerry volvió a echar un vistazo a la otra camioneta y a punto estuvo de sonreír cuando la reconoció. Pertenecía a Mick, un empleado del ayuntamiento amigo suyo. Este se apeó y empezó a acercarse para asegurarse de que él estaba bien.
Gerry sintió una oleada de alivio y una vez más recordó por qué le gustaba trabajar en un pueblo pequeño: porque eras amigo de la mitad del pueblo y sabías que siempre te echarían una mano.
Mick se detuvo a un par de pasos de Gerry.
—Gracias a Dios que estás aquí —dijo Gerry, y su voz sonó más aguda de lo normal.
Mick fue asimilando la escena: un hombre tumbado en la tierra, un perro muerto, un ligero temblor de la mano de Gerry y titubeo en su voz.
—Se diría que necesitas ayuda, tío —dijo Mick sin alterarse.
—El que hayas parado ya me vale. —La mera presencia de otra persona aumentó su seguridad. Confió en que eso bastara para hacer que el conductor tumbado se lo pensara dos veces antes de intentar cualquier estupidez. Gerry tenía ahora un testigo. Tenía la impresión de que aquel desconocido no se lo pensaría dos veces antes de liquidarlo, de surgirle la menor oportunidad.
—Ahora voy a acercarme y esposarle —le dijo—. Ponga las dos manos a la espalda. Si hace el imbécil, le volaré la cabeza —le advirtió, y a Mick—: Cuidado con el tráfico.
Gerry dio la vuelta por detrás del conductor para que este no pudiera verlo. Enfundó el arma, sacó las esposas y se dejó caer pesadamente, así que aterrizó de rodillas sobre la espalda del conductor. Cerró de golpe la esposa de la mano izquierda y luego la de la derecha, de manera que el hombre quedó esposado a la espalda. Acto seguido, comprobó que no hubiera nadie más en la cabina de la camioneta. Metió la mano en el habitáculo de los pedales para coger el rifle. Estaba cargado, y con un cartucho en la recámara. Si aquel hombre hubiera sido un segundo más rápido, o Gerry un segundo más lento, sería él quien estaría boca abajo. Y con una bala en la cabeza.
Descargó el rifle y volvió a meterlo en la cabina de la camioneta. Quienquiera que inspeccionara la camioneta estaría interesado en el arma. Se metió la munición en el bolsillo y le hizo un gesto a Mick.
—Ahora tengo que registrarlo. ¿Puedes ayudarlo a que se ponga de costado para así registrarle los bolsillos y el cinturón?
Un registro meticuloso localizó un cuchillo de caza en su funda en el cinturón del conductor, y luego otro metido en la caña de la bota y cubierto por la pernera del pantalón.
—¿Quién diablos es este? —preguntó Mick.
Gerry sacudió ligeramente la cabeza y no respondió. Solo entonces, una vez que el registro concluyó, cayó en la cuenta de que no se había puesto los guantes. Había dejado sus huellas en todas las cosas del sospechoso.
—Mierda —masculló entre dientes, pero era demasiado tarde; el mal ya estaba hecho. Podría explicarlo sin quedar como un verdadero imbécil. No podría haberlo hecho de otra manera, ¿verdad?
Con la ayuda de Mick, levantaron al tipo, lo llevaron hasta el coche patrulla y lo introdujeron en el asiento trasero. Gerry lo examinó. Tierra y piedrecitas se le habían pegado en la mejilla. Las gafas de sol se le habían caído, y sus ojos oscuros, que miraban fijamente al frente, permanecían imperturbables. Parecía imperturbable pese a lo que acababa de suceder: su perro muerto a tiros, un arma apuntada a su cabeza. Solo una fina película de sudor que le cubría la frente daba a entender que había estado haciendo alguna cosa más, aparte de estar sentado en el coche.
Gerry cogió la radio y dejó un mensaje breve: el sospechoso había sido detenido, y necesitaba que enviaran una grúa para la camioneta. Mientras comunicaba su informe de situación, observó el lento goteo de sangre desde la caja de la camioneta.
Tenía que ver qué demonios había allí. Quizá la chica estuviera ahí dentro. Podría estar herida y necesitar ayuda de manera urgente.
Volvió a centrar su atención en el tipo.
—¿Qué lleva en la trasera de la camioneta? —le preguntó.
El otro volvió la cabeza y clavó unos ojos desalmados en Gerry.
—Un canguro —respondió sin inmutarse—. Cacé uno. Los utilizo para dar de comer al perro. —Se calló, y no mostró ningún sentimiento cuando se corrigió—: Lo iba a utilizar para dar de comer al perro, pero supongo que ahora ya no lo necesitaré.
Gerry sintió una náusea en la boca del estómago. Se apartó bruscamente de la ventanilla y se dirigió hacia la trasera de la camioneta. Gritó a Mick que se quedara junto al coche y vigilara. Sacó los guantes de látex de un estuche sujeto a su cinturón y se los puso con cuidado. No podía demorarse. Bajó un pestillo y se dio cuenta de que le temblaban ligeramente las manos. Estiró el brazo y bajó el otro pestillo. Bajó la portezuela trasera lentamente, controlando que no se cayera nada fuera del vehículo. Una pequeña cascada de sangre fue lo único que se escapó. Primero le llegó el olor, transportado por la vaharada caliente que salió de golpe del espacio cerrado. Era un olor acre y metálico, generalmente habitual en las carnicerías.
Atisbó en el interior mientras sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra. La primera forma que distinguió fue una moto de pie sujeta con correas. Luego, identificó el origen de la sangre.
Pues sí, se trataba de un canguro. A juzgar por la cantidad de sangre que cubría el suelo, aquel bastardo había metido el animal herido cuando todavía seguía vivo y lo dejó morir lentamente allí para que su sangre borrara cualquier rastro que hubiera de posibles crímenes. El alivio se mezcló con la ira cuando Gerry terminó su inspección y se aseguró de que no había nada más en la parte trasera. No le cupo ninguna duda de que estaba tratando con un jodido hijoputa.
Volvió a cerrar la portezuela con cuidado. Ahora sería cosa de la Científica.
Gerry bajó la vista y reparó en una raya oscura que cruzaba la parte superior de sus pantalones. Debía de haberse dado contra el borde de la camioneta cuando estaba mirando dentro y se había manchado con la sangre del canguro. Bien, eso desviaría la atención de la mancha de café de su camisa. El uniforme entero iba a ir al cesto de la ropa sucia en cuanto llegara a casa. Soltó un juramento mientras regresaba a su coche.
—¿Encontró el canguro? —preguntó el sospechoso con una leve mueca.
Gerry fue presa de un odio tan intenso que no pudo contenerse y le propinó un puñetazo en la nariz. El hombre gimió pero no dijo nada. Un poco más de sangre ese día era irrelevante. Esta vez goteaba lenta pero sin pausa del orificio nasal izquierdo del sujeto.
Gerry le indicó a Mick que se acercara a la parte trasera del coche patrulla. Ambos se apoyaron en el maletero, así que Gerry podía seguir vigilando al sospechoso sin que este les oyera.
—Tú no has visto eso, ¿verdad, tío? —dijo Gerry.
—Ni hablar, colega —respondió Mick con una media sonrisa—. ¿Quién es ese cabrón?
Gerry se dio cuenta de que todavía no había confirmado la identidad del hombre que acababa de intentar matarlo.
—Mierda, es mejor que busque su cartera o lo que sea. ¿Puedes vigilarlo? Grita si se menea demasiado.
—Por supuesto, tío.
Gerry se dirigió rápidamente a la camioneta. Había una bolsa de lona en el espacio para los pies del lado del acompañante. En su interior encontró una cartera maltrecha. Ignoró al sospechoso cuando regresó junto a Mick en la parte posterior del coche patrulla. Sacó un carnet de conducir de la cartera.
—Donald Charles Black. —El nombre coincidía con el de la orden de búsqueda—. Creen que ha secuestrado a una policía. Y me echó ese perro encima. —Hizo un gesto hacia el animal abatido—. Si no hubiera visto ya la sangre goteando de la trasera y sacado el arma, me habría rebanado el cuello. No habría tenido tiempo para nada. Luego intentó coger un rifle, poco antes de que llegaras. Me habría disparado si hubiera tenido ocasión. —Sintió un escalofrío a su pesar.
—Joder, no me lo puedo creer. Serás una puta leyenda por haberlo detenido. —Mick palmeó a Gerry en la espalda y le propinó un recio abrazo varonil—. Pero a veces los polis también necesitan que les echen una mano, ¿eh?
—Ya. —Gerry respiró hondo y trató de centrarse—. Tendré que esperar a que llegue la grúa y luego llevar a este capullo a la comisaría de Emerald.
—Joder, si no le hubieras atizado ya en la nariz, creo que lo habría hecho yo —comentó Mick.
Gerry agradeció aquel comentario espontáneo.
La grúa tardó lo suficiente para que los nervios y el cerebro de Gerry se tranquilizaran. Puso en marcha la minigrabadora que llevaba en el bolsillo de su camisa. Debía grabar todo lo que el sospechoso dijera, pues eso quizá proporcionara alguna prueba a los detectives. Rodeó el coche hasta la ventanilla lateral con las emociones controladas.
—Donald Charles Black, queda detenido por el secuestro de Samantha Willis. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga o haga podrá ser utilizada en su contra. Podrá hacer una llamada cuando estemos en la comisaría —recitó en tono monótono y sereno.
El otro no dio ninguna muestra de que siquiera le hubiera oído. Gerry abrió la puerta posterior. Se inclinó sobre el asiento trasero y aspiró el agrio olor del sudor y la suciedad del detenido. Extendió la mano por delante de Black para ponerle el cinturón de seguridad y se lo abrochó, más como otra forma de inmovilizarlo que por cumplir con su obligación de protección.
Black resopló por la nariz y unas gotitas de sangre se esparcieron por la manga de la camisa de Gerry.
«Cerdo cabrón». Al recordar que todo estaba siendo grabado, Gerry se limitó a utilizar el codo para empujarle la cabeza contra el cabezal y apoyar su peso corporal sobre la cara de Black. Ya tenía sangre en la camisa; la cantidad era una cuestión irrelevante. Apretó con fuerza durante un momento, y sintió el chasquido de la nariz cuando se apartó de la cara del hombre. De Black no salió ni un sonido.
Gerry contuvo la respiración hasta que estuvo fuera del coche. Escupió en el suelo, asqueado por la mera visión de aquel sujeto. Le hizo un gesto con la cabeza a Mick, y ambos subieron a sus vehículos. Ajustó el retrovisor para vigilar con regularidad a su presa.
Ninguno dijo nada durante el trayecto de hora y media hasta la comisaría.
Domingo, 11.59
El entusiasmo se propagó por la sala de operaciones cuando llegó la noticia. El camarero había sido detenido. Era un avance tremendo. Janine se alegró sobremanera. Podría haber pruebas físicas, ADN en la camioneta, arañazos en su cuerpo. Podría reconocer hechos o podría mentir para enviarlos en la dirección equivocada. Las posibilidades eran muchas, y algunas quizá señalaran el paradero y la suerte corrida por Sammi.
El tema prioritario en la oficina era la especulación sobre quién interrogaría a Black.
Un interrogador hábil no solo podría obtener información relevante, sino también recabar suficientes pruebas para acusarlo formalmente en el acto. Resolver con éxito y cerrar completamente ese caso tan importante resplandecería en el historial de cualquier oficial y desempeñaría un papel fundamental en los ascensos durante muchos años.
Janine era quien más deseaba encargarse del interrogatorio. Aquella investigación la había consumido por completo. Desde la primera llamada había percibido la importancia del caso y seguido cada pista con tenacidad. Se sentía íntimamente vinculada a la investigación y no poder concluirla personalmente sería una profunda decepción.
Bill lo sabía, por supuesto. Sin embargo, ambos sabían que se tardaba horas en llegar en coche a Emerald. Y aunque ella consiguiera organizar un vuelo, eso significaría perder un tiempo precioso, un tiempo muy valioso para Sammi.
—Va a tener que ser alguien de Emerald —dijo Bill—. Estoy seguro de que allí habrá algún detective con experiencia suficiente para hacer un buen trabajo. Podemos llevar a cabo otro interrogatorio más tarde, pero mientras haya alguna posibilidad de que Sammi siga viva, tenemos que obtener la información que podamos lo más deprisa posible.
Aquello era razonable.
Janine sacudió la cabeza, mirando fijamente la moqueta.
—Tengo que hacerlo yo —masculló. Miró a Bill y alzó ligeramente la voz—. Llegaré allí como sea, pero tienes que dejarme hacer el interrogatorio —insistió con firmeza.
—Se tardará demasiado. Cuanto antes hable alguien con él, más deprisa avanzará la investigación.
—Ya, pero yo puedo aportar algo a ese interrogatorio que nadie más puede. Conozco hasta el último detalle de la investigación. Ahí es donde se le va a atrapar, en los detalles. Ahí es donde van a salir las mentiras. Eso lo sabes. Y soy la única que sabe lo suficiente para pillarle en las pequeñas mentiras. Tengo experiencia suficiente. Un inspector de Emerald puede sentarse conmigo. Sabes que esta es nuestra mejor oportunidad para lograr que confiese. El poco tiempo que podamos perder, lo compensaremos con la calidad de la información que conseguiremos —añadió Janine con convencimiento. Se lo creía a pies juntillas. Solo tenía que convencer a Bill.
Él suspiró.
—Te matarás por llegar allí, y luego seguramente no hablará de todas formas. Y entonces te quedarás atrapada en el quinto pino, cuando la investigación se está llevando desde aquí. Necesitamos que te quedes.
—Tengo que hacerlo —se obstinó ella—. Quiero verlo. Tengo que mirarlo a los ojos cuando responda a las preguntas. Ver en qué está mintiendo. Sabes que soy la persona más indicada para este interrogatorio.
Bill reflexionó. Sacudió la cabeza.
—No se te pagarán horas extra ni dietas de viaje. Nada. Es cosa tuya —cedió por fin.
Janine se esforzó en no sonreír. Sabía que él estaba siendo magnánimo.
—Lo sé. Es mi decisión y corre de mi cuenta.
—De acuerdo. Entonces pongamos manos a la obra. El tiempo es lo fundamental. Los llamaré y les diré que vas para allí.
Janine le sonrió de todo corazón y se dirigió a la salida de la sala, sacando ya su teléfono del bolsillo. No tenía ni idea de lo lejos que estaba Emerald, y eso fue lo primero que buscó al acceder a Google.
Casi mil kilómetros.
Joder. No se imaginaba que estuviera tan lejos. Tendría que encontrar un vuelo; imposible ir en coche. Siguió utilizando su teléfono mientras salía de la oficina. Se preguntó si podría conseguir que el ala aérea de la policía la llevara. ¿Conocía a alguien que tuviera un avión?
No obstante y para su sorpresa, resultó que había vuelos regulares entre Brisbane y Emerald. Si pedía que le reservaran un asiento, iba directamente al aeropuerto y alardeaba un poco de placa para saltarse formalidades, podría estar a bordo en un par de horas. El inconveniente era que su empeño, que al final podría resultar inútil, le costaría cientos de dólares.
Casi ni se paró a pensarlo. Esa era la ventaja de estar casada con el trabajo. A nadie más le importaba si se pulía la paga de una semana dando palos de ciego. Nadie la esperaba en casa y tenía muy poca vida social que postergar. Condujo hasta el aeropuerto con el expediente del caso y su bolso.
Durante el trayecto, llamó a Jake. Había estado metido en aquello desde el principio; al menos había que darle la oportunidad.
—Eh, ¿cómo estás, Neeny? —preguntó.
—¿Te has enterado? Han atrapado a Black, está en Emerald.
—Joder, ¿en serio? ¡Menudo avance! —exclamó él, y su voz se animó.
—Voy camino del aeropuerto. Tomaré un vuelo para encargarme del interrogatorio.
—¿Te mandan en avión? —preguntó Jake con incredulidad.
—No. Vuelo por mi cuenta. Tengo que hablar con él. ¿Quieres acompañarme?
—¿Quieres que arrastre mi culo hasta el aeropuerto y me pague un vuelo hasta Emerald? —se asombró él.
De pronto, Janine sintió la necesidad de justificarse ante su subordinado de una manera que él pudiera entender.
—Este es el trabajo más importante de mi carrera. Y voy a hacerlo —le dijo.
—Ya, me parece razonable. Gracias por el ofrecimiento. Claro que estoy interesado, pero no tanto. Te quedas sola en esto. Aunque te felicito por seguir hasta el final —añadió—. Espero que des en el clavo. Mantenme informado de cómo te va.
—De acuerdo. Solo quería preguntártelo —dijo Janine.
Colgó, pensando que no debería haberse molestado. ¿Quién más iba a querer gastarse un montón de dinero para ir a hablar con un cabrón? Había convertido aquello en algo demasiado personal. Debía mantener una distancia profesional, poner un poco de perspectiva.
Debería. Pero ya era imposible dar marcha atrás.